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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (59 page)

BOOK: La piel del tambor
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—Ahí está —la oyó decir.

Con inesperada agilidad, las manos de la vieja dama recorrieron el teclado, haciéndose con el control de la pantalla. Una clave y unos signos dieron paso a otros, y al cabo de unos instantes pulsó la tecla
intro
y echó un poco hacia atrás la cabeza, el aire satisfecho de quien culmina un largo esfuerzo. Sus labios marchitos se distendieron. Los ojos, enrojecidos de fatiga por la pantalla del ordenador, chispeaban de malicia cuando por fin miró a su hija y al sacerdote.

—Y el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche…
—citó, dirigiéndose a Quart—. ¿No es cierto, padre?… Primera a los tesalonicenses, me parece. Cinco, dos.

A pesar de la edad, de los ojos cansados y de lo avanzado de la hora, parecía más inteligente y despierta que nunca. Su hija le había puesto una mano en el hombro y observaba a Quart. La anciana inclinó hacia ella su cabeza blanca, reflejos violeta bajo la luz del flexo.

—Si hubiese imaginado una visita a estas horas, me habría arreglado un poco —se tocaba el collar de perlas, en tono de suave reproche—. Pero como es Macarena quien lo trajo hasta aquí, bien hecho está —levantó una mano para oprimir la de su hija—… Ahora ya conoce mi secreto.

Todavía distaba Quart de dar crédito a todo aquello. Miró las botellas vacías de refresco, las pilas de revistas especializadas en inglés y castellano, los manuales técnicos que llenaban los cajones de la mesa, las cajas de disquetes. Cruz y Macarena Bruner acechaban sus reacciones, divertida una, grave la otra. Rindiéndose ante la evidencia, curvó los labios como si fuera a emitir un silbido, pero no lo hizo. Desde aquella mesa, una septuagenaria había puesto en jaque al Vaticano.

—¿Cómo lo consiguió? — dijo—. Resulta increíble.

—No es necesario que nadie lo crea —dijo Cruz Bruner—. Ni siquiera es conveniente. Ni probable.

La vieja dama apartó la mano que apoyaba en la de su hija para deslizaría sobre el teclado del ordenador. Un piano tal vez, se dijo Quart. Las duquesas ancianas se limitaban a tocar el piano de toda la vida, a hacer bordados y encaje de bolillos, o a mecerse en las aguas muertas del tiempo; no a convertirse por las noches en piratas informáticos a la manera del Doctor Jekyll y Mister Hyde. Aquello era una pesadilla, y tanto daba que Macarena contara de antemano con su silencio. La duquesa tenía razón: nadie creería a Quart si lo contaba.

—Me refiero a usted —protestó—. Me refiero a todo. Nunca pensé…

—¿Que una anciana pueda moverse con facilidad a través de esto?… —irguió un poco la cabeza, la mirada ausente, reflexionando sobre ello—. Bien. No es usual, lo admito. Pero ya ve. Un día te acercas, por curiosidad. Pulsas una tecla y descubres que ocurren cosas en esa pantalla. Y que puedes viajar a lugares increíbles y hacer cosas que nunca soñaste hacer… —los labios apergaminados se curvaron en otra sonrisa que le rejuveneció el rostro—. Es más divertido que bordar o ver telenovelas venezolanas.

—¿Cuánto tiempo lleva haciendo eso?

—Oh, no mucho. Tres, cuatro años —se volvía hacia su hija, pidiéndole que la ayudara a hacer memoria—. Siempre fui una mujer curiosa, incapaz de pasar ante dos líneas impresas sin detenerme a leerlas… Un día Macarena compró un ordenador para su trabajo. Cuando se iba yo me sentaba ante él, impresionada. Había un juego, una especie de bolita de ping—pong, y con ella aprendí a manejar el teclado. Tengo dificultades para dormir, como sabe, así que terminé pasando muchas horas ante el ordenador… Creo que me hice adicta.

—A su edad —dijo Macarena, dulcemente.

—Pues sí —la anciana miraba a Quart como animándolo a expresar su reprobación—. Pero ya ve. Sentía tanta curiosidad que empecé a leer cuanto se relacionaba con la informática. Hablo inglés desde que lo estudié de niña en las Irlandesas, así que terminé suscrita a cursos por correspondencia y a revistas especializadas —emitió una breve risa tapándose la boca con una mano, casi escandalizada de sí misma—… Por suerte, aunque mi salud deja que desear, mi cabeza sigue en su sitio. En poco tiempo me convertí en una experta… Y le aseguro que, a mis años, eso es terriblemente divertido.

—También se enamoró —dijo Macarena.

Ahora madre e hija rieron juntas. Quart se preguntó si no estarían las dos mal de la cabeza; aquello parecía una monumental tomadura de pelo. O quizá era otra razón, la suya, la que empezaba a flaquear. Esta ciudad se te ha subido al cerebro, pensó atropelladamente. Haces bien en largarte ahora que estás a tiempo.

—Ella exagera —explicaba Cruz Bruner—. Lo que ocurrió fue que obtuve el equipo apropiado y poco a poco salí al exterior. Y bueno, sí, me enamoré cibernéticamente hablando. Una noche entré por casualidad en el ordenador de un joven
hacker
de dieciséis años… Debería usted mirarse a un espejo, padre. Tiene la cara más estupefacta que he visto en mi vida.

—No esperará que lo encuentre normal.

—No. Supongo que no.

La anciana acercó la mano al montón de revistas técnicas que tenía sobre la mesa y pasó un dedo pulgar por las hojas de algunas. Después señaló el modem conectado a la línea telefónica.

—Imagínese —añadió— lo que descubrir ese mundo supuso para una anciana de casi setenta años… Mi amigo respondía al
nick,
el apodo en jerga informática, de
Mad Mike—,
aunque a veces operaba bajo el nombre de
Vizconde Valmont.
Y de la mano de mi vizconde, cuya voz y rostro desconoceré siempre, empecé a recorrer los vericuetos de este mundo fascinante… Su ordenador tenía una
BBS
pirata, y así entré en contacto con otros adictos a la alta tecnología, a menudo muchachos que pasan horas solos en sus dormitorios, manipulando ordenadores ajenos.

Lo dijo con un gesto de orgullo, como refiriéndose al más exclusivo club. El desconcierto debía de reflejarse otra vez en la expresión de Quart, porque Macarena sonrió de nuevo:

—Explícale qué es una
BBS
pirata —le dijo a su madre.

—Una especie de tablón de anuncios —la vieja dama puso una mano sobre el teclado—: un ordenador cargado con software especializado, en conexión con un modem telefónico. Si accedes a él, significa que has llegado a cierto nivel en la clandestinidad informática. Cuando llamas por primera vez lo que hacen es pedirte el nombre real de usuario y el número de teléfono, y los incautos que responden con sus datos auténticos no son aceptados… El truco consiste en introducir un alias y un número de teléfono falso; una cierta dosis de paranoia es el mejor aval para un
hacker.

—¿Cuál es su alias real?

—¿De veras le interesa?… Está contra las normas, pero se lo diré; ya que esta noche, gracias a Macarena, ha llegado usted tan lejos —irguió la cabeza, orgullosa e irónica—.
Reina del Sur,
ése es mi
nick.

Algo se puso a parpadear en la pantalla, y la duquesa se interrumpió para pulsar algunas teclas. Un largo texto, de apretada letra pequeña, se alineaba en el monitor. Cruz Bruner miró a su hija sin decir palabra y luego siguió hablándole a Quart:

—El caso —dijo— es que después de las
BBS
telefónicas empecé a acceder a los
Sites
clandestinos escondidos en la red Internet… Si la
BBS es
un tablón de anuncios, el
Site
es como una taberna de piratas. Allí haces amigos, te diviertes e intercambias trucos, juegos, virus, informaciones útiles y cosas así. Poco a poco aprendí a moverme por todas las redes, viajar al extranjero, camuflar las entradas y salidas, penetrar en sistemas protegidos… Nunca fui tan feliz como el día que entré en el Ayuntamiento de Sevilla para manipular mis recibos de contribución urbana.

—Que es un delito —la reconvino su hija; era evidente que no por primera vez—. Cuando me enteré fui corriendo a las oficinas municipales. ¡Había saldado todos los recibos hasta el año 2005!… Tuve que decir que se trataba de un error.

—Quizá sean delitos —consintió la anciana—. Pero cuando estás aquí sentada no lo parece. Nada lo parece —le sonrió a Quart con una combinación de inocencia y malicia—. Y eso es lo maravilloso.

Hablar de todo aquello la rejuvenecía. La sonrisa refrescaba sus labios y la humedad rojiza de los ojos chispeaba, pícara.

—Ahora —prosiguió—, además de con mi vizconde favorito, mantengo contacto habitual con varios
Sites
y
BBS
de alto nivel, y con una veintena de
hackers
que en su mayor parte no pasan de los veinte años… Ignoro sus nombres reales y sexo; sólo conozco sus alias. Pero mantenemos apasionantes citas cibernéticas en lugares como las galerías Lafayette de París, el Imperial War Museum o las sucursales de la Confederación Bancaria Rusa… Que por cierto son tan vulnerables que hasta un niño podría manipular sus cuentas en ellas. Suelen usarse como pista de pruebas por los piratas novatos.

Desde luego, era ella.
Vísperas
en persona. Quart la imaginó por fin sin esfuerzo, inclinada noche tras noche sobre el ordenador, viajando en silencio por el espacio electrónico, encontrándose en su camino con otros navegantes solitarios. Encuentros inesperados, fugaces, intercambios de información y de sueños, la excitación de violar secretos y transgredir los límites de lo prohibido: una cofradía secreta en la que el pasado y el presente, el tiempo, el espacio, la memoria, la soledad, el triunfo o el fracaso perdían su sentido tradicional para componer un espacio virtual donde todo era posible y nada estaba sujeto a límites concretos, a normas inviolables. Una formidable ruta de escape llena de posibilidades infinitas. A su modo, también Cruz Bruner se vengaba de la Sevilla encarnada en el hombre apuesto retratado en el vestíbulo, junto a la niña rubia pintada por Zuloaga.

—¿Cómo consiguió entrar en el Vaticano?

—Casualidad. Un contacto romano,
Deus ex Machina,
que sospecho es un seminarista o un sacerdote joven, se había estado paseando por el sistema de forma periférica, por simple juego. Simpatizamos y me pasó un par de buenas pistas. De eso hace seis o siete meses, cuando aquí se planteaba con mayor gravedad el problema de Nuestra Señora de las Lágrimas… Ni en el Arzobispado de Sevilla ni en la Nunciatura de Madrid le hacían caso al padre Ferro, y se me ocurrió que era una buena forma de hacerse oír en Roma.

—¿Lo consultó con él?

—En absoluto. Ni siquiera con mi hija, que se enteró mucho más tarde, cuando se conoció la existencia de quien ustedes bautizaron como
Vísperas…
—al pronunciar el nombre, la vieja dama lo hizo con evidente satisfacción, y Quart se preguntó qué cara pondrían Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz y monseñor Paolo Spada, de estar oyendo aquello—. Al principio mi idea era dejar un simple mensaje en el sistema central del Vaticano, esperando que cayera en buenas manos. La idea de manipular el ordenador del Papa se me ocurrió más tarde, a medida que iba profundizando en el sistema. Encontré un archivo inesperado, INMAVAT, muy protegido, y comprendí que guardaba algo importante. Así que hice un par de ensayos de entrada, recurrí a los trucos de mis amigos más expertos, y una noche me colé dentro… Durante una semana estuve visitando INMAVAT hasta que comprendí de qué se trataba. Así que, tras localizar lo que quería, dispuse mis fuerzas e inicié el asalto. El resto ya lo conoce usted.

—¿Quién me envió la postal?

—Oh, eso. Fui yo, naturalmente. Ya que estaba aquí, me pareció buena idea que empezara a ver el otro lado del problema. Así que subí al palomar y busqué algo apropiado en el baúl de Carlota. El recurso fue un poco rocambolesco, pero surtió efecto.

Muy a su pesar, Quart se echó a reír:

—¿Cómo llegó hasta mi habitación?

La vieja dama parecía escandalizada.

—Cielos, no fui yo quien lo
hizo personalmente.
¿Me imagina de puntillas por los pasillos de su hotel?… Lo resolví de manera más prosaica. Mi doncella le dio una propina a la camarera —se volvió a medias hacia su hija—. Cuando usted le mostró la postal, ella supo en el acto que había sido yo. Pero tuvo la delicadeza de no reñirme demasiado.

Quart leyó la confirmación en los ojos de Macarena. Tampoco es que necesitara que nadie confirmase nada: todo resultaba, al fin, de una veracidad aplastante. Miró la pantalla del ordenador:

—Cuénteme en qué se ocupa ahora.

—Oh, esto —Cruz Bruner siguió la dirección de los ojos del sa cerdote—. Podríamos llamarlo un último ajuste de cuentas… Pero no se alarme. Nada tiene que ver con Roma esta vez. Es algo más próximo. Más personal.

Echó Quart un vistazo.
SB Confidencial,
pudo leer.
Resumen investigación interna B.C. asunto P.T. y otros.
Los nombres del Banco Cartujano y de Pencho Gavira figuraban en el texto:

…Como argucias de esa ocultación pueden señalarse: frenética búsqueda de nuevos y costosos recursos, contabilidad falsa con transgresión de las normas bancarias, y un riesgo calificable de temerario que, sin la materialización de la esperada venta de Puerto Targa a Sun Qafer Alley (anunciada en unos 180 millones de dólares), puede producir un descalabro de gravísimas consecuencias para el Banco Cartujano, así como un escándalo público que merme considerablemente su prestigio social entre un accionariado hecho de pequeños accionistas de carácter conservador.

En cuanto a las irregularidades directamente achacables a la actual vicepresidencia, la investigación ha detectado…

Miró a Macarena y luego a la duquesa. Aquello era un cañonazo en la línea de flotación del ex marido. Por un momento recordó al financiero la noche anterior en el muelle; la breve comente de simpatía establecida entre ambos cuando se disponían a liberar al párroco.

—¿Qué piensan hacer con esto?

No es asunto mío, decía el gesto de Macarena. Mis ajustes de cuentas son cosa más personal. Fue Cruz Bruner quien despejó la incógnita:

—Me dispongo a equilibrar un poco la situación. Todos han hecho mucho por esa iglesia. Usted mismo, con la misa de ayer, nos concedió una semana más de tiempo… —observó al sacerdote y luego a su hija—. Supongo que por eso creyó ella que merecía venir aquí esta noche.

—El no dirá nada —apuntó Macarena, muy seria, los ojos fijos en Quart.

—¿No lo hará?… Lo celebro —se la quedó mirando con súbita atención, el ceño fruncido, antes de dirigirle otra ojeada a Quart—… Aunque me ocurre lo que al padre Ferro. A mi edad las cosas dejan de tener importancia, y una puede aventurarse sin miedo a las consecuencias —acarició distraídamente el teclado del ordenador—. Ahora, por ejemplo, voy a hacer justicia. Ya sé que no es un sentimiento muy cristiano, padre Quart —había una nueva cadencia en su voz, endurecido el tono. Una determinación que a él le pareció súbitamente peligrosa—. Después de esto tendré que confesarme, imagino. Estoy a punto de pecar contra la caridad.

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