La pirámide (15 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La pirámide
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Wallander asintió impaciente. Jespersen podía resultar un hombre muy enrevesado. Salvo cuando narraba historias acerca de su vida en alta mar: entonces era un maestro.

—Bueno, verás. Estuve hablando con algunos amigos de Copenhague —comenzó Jespersen—. Pero no obtuve ningún resultado. De modo que vine a Malmö. Y entonces la cosa fue bastante mejor. Quedé para charlar con un viejo electricista que ha estado recorriendo los mares ¿el mundo durante mil años con sus cables. Se llama Ljungström y ahora vive en una residencia de ancianos. Aunque ya no recuerdo el nombre del lugar donde vivía antes. El caso es que apenas si puede mantenerse en pie, pero su memoria es impecable.

—¿Y qué te dijo?

—Nada. Pero me sugirió que mantuviese una charla con un tipo de Frihamnen. Y, cuando lo encontré y le pregunté por Hansson y por Hålén, me dijo que «vaya coñazo de tráfico que había tras aquellos dos nombres».

—¿Qué quiso decir con eso?

—¿Y tú qué crees? Tú eres policía y se supone que debes comprender lo que la gente normal y corriente no entiende.

—A ver, ¿qué dijo exactamente?

—Pues eso, que «vaya coñazo de tráfico que había tras aquellos dos nombres».

Entonces Wallander comprendió.

—En otras palabras, alguien más había estado preguntando por ellos; o por él, más bien, ¿no es cierto?

—Yes!

—Ya, pero ¿quién?

—No sabía el nombre, pero aseguró que el tipo no tenía muy buena pinta. A ver, para que me entiendas, iba sin afeitar, mal vestido y no estaba sobrio.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Hace un mes, más o menos.

«Sí, por la fecha en que Hålén hizo que le instalaran la cerradura de seguridad», recordó Wallander.

—¿Y dices que no sabía cómo se llamaba el hombre? Claro que podré hablar con el tipo de Frihamnen, ¿no? Ése sí que tendrá un nombre...

—Verás, es que no quiere hablar con la policía.

—¿Y eso por qué?

Jespersen se encogió de hombros.

—Ya sabes lo que suele suceder en los puertos: una caja de alcohol que se cae y se rompe, algún que otro saco de café que nadie sabe adonde ha ido a parar...

Wallander había oído hablar de aquello.

—En fin. El caso es que yo seguí hablando con unos y otros —continuó Jespersen—. O mucho me equivoco, o hay una buena pandilla de maleantes que suelen verse y compartir unas botellas en ese parque que hay en el centro. No me acuerdo del nombre, pero empezaba por pe, ¿no?

—Sí, Pildammsparken.

—Eso es. Y el que preguntó por Hålén, o por Hansson, no sé, parece que tenía un párpado cerrado.

—¡Aja! ¿De qué ojo?

—Si lo encuentras, ya lo verás.

—Entonces, había preguntado por Hålén o por Hansson hace poco más de un mes, ¿no es así? Y suele andar por el parque de Pildammsparken.

—Pues sí. Pero yo pensaba que podríamos ir juntos a buscarlo, antes de volver a Copenhague —propuso Jespersen—. Además, podemos tomarnos un café por el camino, ¿te parece?

Wallander miró el reloj. Eran ya las siete y media.

—Esta noche no puedo. Tengo una cita.

—Bueno, entonces creo que me voy para Copenhague. Hablaré con Anne-Birte de sus mejillones.

—Déjalo. También pudo ser otra cosa.

—Eso es precisamente lo que pensaba decirle.

Salieron al vestíbulo para despedirse.

—Gracias por venir y por ayudarme con este asunto.

—No, soy yo quien te está agradecido —objetó el danés—. De no haber sido por ti, el día en que aquellos tipos se enzarzaron en semejante bronca, a mí me habrían multado y habría tenido un montón de problemas.

—Hasta pronto —se despidió Wallander—. Pero nada de mejillones la próxima vez.

—Nada de mejillones —repitió Jespersen antes de marcharse.

Wallander regresó a la cocina y anotó cuanto acababa de contarle su confidente. «Alguien ha estado preguntando por Hålén o por Hansson. Hace poco más de un mes. Justo cuando Hålén puso la cerradura extra. El hombre que andaba buscándolo tenía un párpado cerrado. Al parecer, no tiene paradero fijo y lo más probable es que pueda encontrarlo en el parque de Pildammsparken.»

Wallander dejó el lápiz. «Hablaré con Hemberg sobre esto también», se dijo. «Tal y como están las cosas, es una buena pista.»

Después Wallander pensó que tendría que haberle pedido a Jespersen que preguntase si había alguien entre sus conocidos que hubiese oído hablar de una mujer llamada Alexandra Batista.

Lo irritó haber pasado por alto ese detalle. «No pienso más que a medias», se reprochó. «Y mis errores son absurdos.»

Habían dado ya las ocho menos cuarto y Wallander no cesaba de ir y venir por el apartamento. Estaba inquieto, aunque totalmente recuperado del estómago. Pensó en llamar a su padre al nuevo número de teléfono de Löderup, pero corría el riesgo de que acabaran discutiendo. Y con lo de Mona tenía más que suficiente. Con el fin de pasar el tiempo, decidió dar un paseo por el barrio. El verano había llegado, por fin, y hacía una noche cálida. Se preguntaba qué sería del viaje que habían planeado emprender a Skagen.

A las ocho y media, ya estaba de vuelta en el apartamento. Se sentó ante la mesa de la cocina, sobre la que colocó el reloj de pulsera. «Estoy comportándome como un niño», sentenció para sí. «Pero, en estos momentos, no se me ocurre actuar de otro modo.»

A las nueve en punto, marcó el número. Mona respondió casi en el acto.

—Antes de que cuelgues el auricular, me gustaría tener la oportunidad de explicártelo todo —comenzó.

—¿Y quién ha dicho que vaya a colgar?

Wallander se quedó desconcertado. Se había preparado a conciencia y sabía perfectamente lo que iba a decir. Sin embargo, fue Mona quien tomó la palabra.

—Creo que puedes explicarlo todo, de verdad —aseguró—. Pero es que ahora no me interesa lo más mínimo. En mi opinión, deberíamos vernos y hablar cara a cara.

—¿Ahora?

—No, esta noche no. Pero quizá mañana, si puedes.

—Claro que puedo.

—Bien, en ese caso, nos vemos en tu casa. Pero no podré ir antes de las nueve. Es el cumpleaños de mi madre y le prometí que iría a felicitarla.

—De acuerdo. Puedo preparar la cena.

—No, no hace falta.

Wallander reanudó sus intentos de exponer su bien argumentada defensa, pero ella lo interrumpió.

—Déjalo. Ya hablaremos mañana. No quiero aclararlo por teléfono.

Así, en menos de un minuto, se terminó la conversación. Y nada había resultado como Wallander había previsto. Antes al contrario, la breve charla adoptó un tono inesperado para Wallander, aunque provisto de cierto eco que bien podría interpretarse como un mal presagio.

La sola idea de permanecer encerrado en casa el resto de la noche lo llenó de desasosiego. No eran más que las nueve y cuarto. «Nada me impide dar un paseo hasta el parque de Pildammsparken», se animó. «Puede que incluso tenga la suerte de toparme con un individuo cuyo párpado superior esté cerrado...»

Entre las páginas de uno de los libros que tenía en la estantería Wallander guardaba cien coronas en billetes pequeños. Las sacó y las metió en el bolsillo, tomó la cazadora y salió del apartamento. No corría el menor soplo de viento y la temperatura seguía siendo agradable. Mientras se encaminaba hacia la parada del autobús, fue tarareando la melodía de una ópera, Rigoletto. Cuando vio que el autobús se acercaba, echó a correr.

Ya en Pildammsparken, empezó a dudar de que aquélla hubiese sido una idea afortunada. El parque tenía una gran extensión y lo más probable era que el hombre al que buscaba fuese un asesino. La norma que, de forma terminante, prohibía a los policías actuar en solitario resonó en su mente. «Bueno, pero un paseo sí que puedo darme», se tranquilizó. «No llevo uniforme y nadie sabe que soy policía. No soy más que un hombre solitario que ha salido a pasear a su perro invisible.»

Wallander comenzó a recorrer uno de los senderos del parque, a lo largo del cual halló a un grupo de jóvenes sentados bajo un árbol. Uno de ellos tocaba la guitarra y Wallander vio que tenían unas botellas de vino. Abatido, se preguntó en cuántos puntos estarían contraviniendo la ley aquellos jóvenes en aquel preciso momento. Estaba seguro de que Lohman habría intervenido con una redada ocasional, de dispersión. Pero él pasó de largo sin más. Hacía tan sólo unos años, él mismo podría haber sido uno de los muchachos que vagueaban sentados bajo el árbol. Sin embargo, ahora era policía y su deber consistía, entre otros, en detener a quienes consumían alcohol en lugares públicos. Movió la cabeza ante su propio razonamiento. No veía el momento de empezar a trabajar en el grupo de homicidios. En efecto, él no se había convertido en policía para abalanzarse sobre pandillas de jóvenes que tocaban la guitarra y bebían vino en las primeras noches cálidas del verano. Antes al contrario, lo que él deseaba era detener a los grandes criminales, a los que asesinaban, cometían robos y traficaban con droga.

Prosiguió hacia el interior del parque. En la distancia, se oía el rumor del tráfico. Dos jóvenes pasaron abrazados ante él. Wallander pensó en Mona. Estaba seguro de que se reconciliarían. De hecho, no tardarían en estar en Skagen y él ya no llegaría tarde a ninguna cita con ella.

Wallander se detuvo. Sentadas en un banco que había ante él, unas personas bebían alcohol. Una de ellas tironeaba de la correa de un pastor alemán que se resistía a permanecer tumbado. Wallander se acercó despacio, pero el hombre no mostró el menor interés por su presencia. El agente vio que ninguno de ellos tenía un párpado cerrado, pero, de repente, uno de los individuos se incorporó y, tambaleándose, fue a colocarse ante Wallander. Era un hombre fornido cuyos músculos hinchaban las mangas de la camisa que llevaba desabotonada a la altura del estómago.

—Necesito uno de diez —irrumpió el hombre.

El primer pensamiento de Wallander fue decirle que no. Diez coronas era mucho dinero. Pero, enseguida, cambió de opinión.

—Estoy buscando a un colega —replicó el agente—. Un hombre que tiene un párpado cerrado.

Wallander no esperaba sacar nada en claro, pero, contra todo pronóstico, la respuesta fue tan inmediata como inesperada.

—Rune no está aquí hoy. ¡A saber dónde se ha metido ese cabrón!

—Eso es. Rune —convino Wallander.

—¿Y quién coño eres tú? —preguntó el hombre sin dejar de tambalearse.

—Me llamo Kurt. Kurt Wallander. Soy un viejo colega suyo.

—Pues es la primera vez que te veo por aquí.

Entonces Wallander le dio el billete de diez coronas.

—Cuando lo veas, dile que Kurt anda buscándolo. Por cierto, ¿sabes cuál es su apellido? —inquirió el agente.

—Ni siquiera sé si tiene apellido... Rune es Rune.

—¿Y dónde vive?

El hombre dejó de vacilar por un segundo.

—Creía que erais viejos amigos. ¿Cómo es que no sabes dónde vive?

—Ya, bueno, pero como no para de mudarse...

El hombre se dirigió al resto del grupo, que seguía sentado en el banco.

—¿Alguno de vosotros sabe dónde para Rune ahora?

La conversación que desencadenó aquella cuestión resultó de lo más desconcertante. Para empezar, les llevó un buen rato determinar de qué Rune se trataba. Después, la respuesta no fue, ni con mucho, unánime, pues ni siquiera estaban de acuerdo en el hecho de que tuviese un domicilio concreto. Wallander aguardaba mientras el pastor alemán ladraba sin cesar.

El hombre de marcada musculatura volvió a su lado.

—Ninguno de nosotros sabe dónde vive Rune —concluyó el sujeto—, Pero podemos decirle que Kurt lo anda buscando.

Wallander asintió y se apresuró a alejarse de aquel lugar. Por supuesto que podía estar equivocado y que podía haber más de una persona con un párpado cerrado. Pero, aun así, él estaba convencido de hallarse sobre una pista segura. Se le ocurrió que debería ponerse en contacto con Hemberg de inmediato y proponerle que pusiera el parque bajo vigilancia. Incluso era posible que la policía tuviese en sus registros a algún individuo con un párpado cerrado.

Pero, de repente, se sintió inseguro. Lo atemorizaba el hecho de estar precipitándose de nuevo. En primer lugar, mantendría una buena conversación con Hemberg en el transcurso de la cual lo pondría al corriente del cambio de nombre y de lo que Jespersen le había revelado. Después, el propio Hemberg tendría que determinar si aquello era o no una buena pista.

Por otro lado, decidió que pospondría la conversación con el inspector hasta el día siguiente.

Wallander dejó atrás el parque y tomó el autobús de regreso a casa.

Aún se sentía afectado por el agotamiento provocado por la gastroenteritis, así que se durmió antes de medianoche.

A las siete de la mañana del día siguiente, el agente despertó descansado y, tras haber constatado que su estómago se hallaba por completo recuperado, se tomó un café. Hecho esto, marcó el número de teléfono que le había proporcionado la joven de la recepción de la comisaría.

Su padre tardó un buen rato en atender la llamada.

—Ah, ¿eres tú? —inquirió éste con acritud—. Es que no encontraba el teléfono entre tanto trasto.

—¿Puede saberse por qué llamas a la comisaría y te presentas como un pariente lejano? ¡Joder!, podrías haber dicho que eras mi padre, ¿no?

—Yo no quiero tener nada que ver con la policía —repuso el padre—. ¿Cómo es que no vienes a hacerme una visita?

—Si ni siquiera sé dónde vives. Kristina sólo pudo darme una descripción aproximada del camino.

—Y eres incapaz de averiguarlo por ti mismo, ¿verdad? Ése es tu mayor defecto.

Wallander comprendió que la conversación ya había empezado a degenerar en enfrentamiento y que lo mejor que podía hacer era darle fin lo antes posible.

—Iré a verte dentro de unos días —aseguró—. Pero te llamaré antes para que me expliques el camino. ¿Estás a gusto?

—Sí.

—¿Eso es todo? ¿Simplemente «sí»?

—Bueno, está algo desorganizado, pero en cuanto lo ordene un poco quedará estupendo. Además, pienso hacer un taller de lo más agradable en un pequeño y viejo cobertizo que hay en el jardín.

—Está bien, iré a verte —prometió Wallander.

—Ya, pero yo no me lo creeré hasta que no lo vea —advirtió el padre—. Rara vez puede uno fiarse de un policía.

Wallander se apresuró a despedirse. «Pueden quedarle hasta veinte años de vida», se dijo resignado. «Y todo ese tiempo lo tendré encima sin remedio. Jamás me libraré de él. Y haré bien en admitirlo y tomar conciencia de ello de una vez por todas. Y si ahora está difícil, seguro que empeorará con los años.»

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