—¿Qué objetivo, Ivory?
—Querida, ha hecho el hallazgo más sensacional que se puede hacer; todos sus colegas la envidiarán por ello. Ha encontrado al hombre cero, al primero de nosotros, y esa canica con sangre que obra en su poder será la prueba que lo demostrará. Pero ya lo verá, si estoy en lo cierto, ésa no será la última sorpresa que encontrará. El segundo texto, en mi secreter. Adrian ya lo conoce, no lo olviden, al final los dos lo comprenderán todo.
Ivory perdió el conocimiento. Keira no siguió su último consejo; mientras yo rebuscaba en el secreter, llamó a una ambulancia con mi teléfono móvil.
Nada más salir del edificio, nos sentimos culpables.
—No deberíamos haberlo dejado solo.
—Pero si nos ha echado él…
—Para protegernos. Ven, volvamos.
A lo lejos sonó una sirena, conforme pasaban los segundos se oía más cerca.
—Por una vez, hagámosle caso —le dije a Keira—, vámonos corriendo de aquí.
Un taxi subía por el quai de Orleans, lo paré y le pedí al conductor que nos llevara a la estación del norte. Keira me miró extrañada. Le enseñé la hoja que había arrancado del bloc de notas que había encontrado en el vestíbulo del piso de Ivory justo antes de marcharnos. La dirección que nos había apuntado estaba en Londres, era la Sociedad Británica de Investigaciones Genéticas, sita en el número 10 de Hammersmith Grove.
Había avisado a Walter de nuestra llegada. Vino a buscarnos a la estación de Saint Paneras; nos esperaba al pie de las escaleras mecánicas, vestido con su gabardina y con las manos a la espalda.
—No pareces de muy buen humor —le dije al verlo.
—¡He dormido mal por culpa de alguien que yo me sé!
—Siento mucho haberte despertado.
—No tenéis buena cara ninguno de los dos —nos dijo, mirándonos con atención.
—Hemos pasado la noche en el avión, y estas últimas semanas no hemos parado. Bueno, qué, ¿nos vamos? —dijo Keira.
—He encontrado la dirección que me pedisteis —dijo Walter mientras nos llevaba a la cola de los taxis—. Al menos no me habréis quitado el sueño en vano, espero que valga la pena.
—¿Ya no tienes tu cochecito? —le pregunté al subir al
black cab.
—Yo, a diferencia de otros, y no miro a nadie —contestó—, sigo los consejos de mis amigos. Lo he vendido y os tengo preparada una sorpresa, pero eso ya lo veremos más tarde. Al número 10 de Hammersmith Grove —le dijo al taxista—. Vamos a la Sociedad Británica de Investigaciones Genéticas, es el lugar que buscabais.
Decidí guardar la nota de Ivory en lo más hondo de mi bolsillo y no enseñársela nunca a Walter…
—¿Y bien? —prosiguió—, ¿Puedo saber lo que vamos a hacer allí? ¿Una prueba de paternidad tal vez?
Keira le enseñó la canica y Walter la observó con atención.
—Un objeto muy bonito —dijo—, ¿y qué es eso rojo que hay en el centro?
—Sangre —contestó Keira.
—¡Puaj, qué asco!
Walter nos había conseguido una cita con el doctor Poincarno, responsable de la unidad de paleo-ADN. La Real Academia de las Ciencias abría muchas puertas, por qué no aprovecharlo, nos dijo con un tono burlón.
—Me he permitido precisarle quiénes erais y a qué os dedicabais. Tranquilos, no le he dado muchos detalles sobre la naturaleza de vuestras investigaciones, pero para obtener una entrevista con tan poco tiempo, he tenido que revelar que acababais de regresar de Etiopía con algo extraordinario que analizar. ¡No podía decir más porque Adrian se ha cuidado muy mucho de contarme nada!
—Se estaban cerrando las puertas de nuestro avión, tenía muy poco tiempo, y además me dio la impresión de que te había despertado…
Walter me lanzó una mirada asesina.
—¿Me vais a decir lo que habéis descubierto en África o pretendéis que me muera sin saberlo? Con todo lo que hago por vosotros, digo yo que tengo derecho a estar un poco informado, ¿no? Al fin y al cabo, soy algo más que un simple mensajero, chófer, cartero…
—Hemos encontrado un esqueleto increíble —le dijo Keira, dándole una palmadita cariñosa en la rodilla.
—¿Y por eso estáis tan nerviosos? ¿Por un montón de huesos? En una vida anterior os debisteis de reencarnar en perros. De hecho, Adrian, ahora que lo pienso, tienes un poco pinta de buldog, ¿no te parece, Keira?
—¿Y yo de qué, Walter, de caniche? —le preguntó ésta, amenazándolo con su periódico.
—¡No me hagas decir lo que no he dicho!
El taxi aparcó delante de la Sociedad Británica de Investigaciones Genéticas. El edificio, muy lujoso, era de arquitectura moderna. Largos pasillos daban acceso a salas de análisis llenas a rebosar de material y equipamiento. Pipetas, centrifugadoras, microscopios electrónicos, cámaras de refrigeración, la lista parecía no tener fin. Alrededor de todos esos medios tan modernos, una multitud de investigadores con batas rojas trabajaba en medio de un silencio impresionante. Poincarno nos llevó a visitar el laboratorio para explicarnos su funcionamiento.
—Nuestras investigaciones tienen múltiples utilidades científicas. Como decía Aristóteles: «Está vivo lo que se alimenta, crece y perece por sí solo», pero podríamos matizar: «Está vivo lo que encierra en sí programas, una suerte de software informático.» Un organismo debe poder desarrollarse evitando el desorden y la anarquía, y para construir algo coherente hace falta un plan. ¿Dónde esconde la vida el suyo? En el ADN. Abran cualquier núcleo de célula, encontrarán filamentos de ADN que contienen toda la información genética de una especie en un inmenso mensaje cifrado. El ADN es el soporte de la herencia genética. A base de lanzar ambiciosas campañas de recogida de muestras de células de distintas poblaciones del planeta hemos establecido vínculos de parentesco insospechados y seguido el rastro, a través de las épocas, de las grandes migraciones de la humanidad. El estudio del ADN de miles de individuos nos ha ayudado a descifrar el proceso de la evolución al hilo de sus migraciones. El ADN transmite una información de generación en generación, el programa evoluciona y nos hace evolucionar con él. Todos descendemos de un ser único, ¿verdad? Llegar hasta él es descubrir el origen de la vida. Los esquimales están genéticamente emparentados con los pueblos del norte de Siberia. Así podemos enseñarles a unos y otros desde donde partieron sus tatarabuelos… Pero también estudiamos el ADN de insectos o de plantas. Hace poco sacamos información de las hojas de un magnolio que tenía veinte millones de años. Actualmente sabemos extraer ADN de allí donde nadie imaginaría que pueda quedar la más mínima pizquita.
Keira se sacó la canica del bolsillo y se la tendió a Poincarno.
—¿Es ámbar? —preguntó éste.
—No creo, más bien una resina artificial.
—¿Cómo que artificial?
—Es una larga historia, ¿puede estudiar lo que hay dentro?
—Siempre y cuando consigamos penetrar la materia que lo envuelve. ¡Síganme! —dijo Poincarno, que miraba la canica, cada vez más intrigado.
El laboratorio estaba bañado en una penumbra rojiza. Poincarno encendió la luz, los neones del techo crepitaron. Se sentó en un taburete y colocó la canica entre los brazos de una minúscula tenaza. Con la hoja de un bisturí trató en vano de hender la superficie. Guardó la herramienta y la sustituyó por una punta de diamante que no pudo ni rayar siquiera la canica. Cambio de sala y de metodología; esta vez el doctor utilizó un láser para atacar la canica pero sin mejores resultados.
—Bueno —dijo—, ¡A grandes males, grandes remedios, síganme!
Pasamos a una cámara donde el doctor nos hizo vestir unos extraños monos. Tuvimos que cubrirnos de la cabeza a los pies con gafas, guantes y gorro; no asomaba un solo centímetro de piel.
—¿Es que vamos a operar a alguien? —pregunté a través de la mascarilla.
—No, pero debemos evitar contaminar la muestra con la más mínima partícula de ADN ajeno al objeto que vamos a analizar, como podría ser el suyo, por ejemplo. Vamos a entrar en una cámara estéril.
Poincarno se sentó en un taburete ante un contenedor herméticamente cerrado. Colocó la canica en un primer compartimento que luego cerró. A continuación metió las manos en dos mangas de goma y maniobró desde el interior del compartimento para trasladar la esfera a la cámara del contenedor, después de limpiarla. La colocó sobre una peana y giró una pequeña válvula. Un líquido transparente invadió el compartimento.
—¿Qué es eso? —quise saber.
—Nitrógeno líquido —contestó Keira.
—A una temperatura de menos 105,79 grados Celsius —añadió Poincarno—, La bajísima temperatura del nitrógeno líquido impide el funcionamiento de las enzimas que pueden degradar el ADN, el ARN o las proteínas que se busca extraer. Los guantes que utilizo son aislantes específicos para evitar quemaduras. La superficie de la canica no debería tardar en agrietarse.
Pero por desgracia no fue así. Poincarno, cada vez más intrigado, no tenía la más mínima intención de tirar la toalla.
—Voy a bajar radicalmente la temperatura utilizando helio 3. Este gas permite aproximarse al cero absoluto. Si su objeto resiste a este choque térmico, entonces renuncio, no me quedan más soluciones.
Poincarno hizo girar un pequeño grifo, pero no ocurrió nada aparente.
—El gas es invisible —nos dijo—. Esperemos unos segundos.
Walter, Keira y yo teníamos los ojos fijos en el cristal del contenedor y aguantábamos la respiración. Después de tantos esfuerzos, no podíamos resignarnos a permanecer impotentes ante la cáscara inexpugnable de un objeto tan pequeño. Pero, de pronto, un minúsculo impacto apareció en la pared translúcida. Una ínfima fractura agrietaba la canica. Poincarno acercó los ojos a las lentes del microscopio electrónico y manipuló una fina aguja.
—¡Ya está, ya tengo la muestra! —exclamó, volviéndose hacia nosotros—. Vamos a poder realizar los análisis. Tardarán varias horas, los llamaré en cuanto tengamos resultados.
Lo dejamos en su laboratorio y volvimos a salir pasando por la cámara estéril, donde abandonamos nuestros monos y toda la demás parafernalia.
Le propuse a Keira que volviéramos a casa. Me recordó las advertencias de Ivory y me preguntó si me parecía prudente. Walter se ofreció a alojarnos, pero yo necesitaba una ducha y ponerme ropa limpia. Nos despedimos en la calle, Walter cogió el metro para ir a la Academia, y Keira y yo, un taxi en dirección a Cresswell Place.
La casa estaba llena de polvo, la nevera, tan vacía que había eco, y las sábanas del dormitorio, tal y como las habíamos dejado. Estábamos agotados y, tras tratar de poner un poco de orden, nos quedamos dormidos uno en brazos del otro.
El timbre del teléfono nos despertó, busqué el aparato a tientas y contesté a la llamada. Walter parecía agitadísimo.
—Pero bueno, ¿qué hacéis, dónde os habéis metido?
—Pues estábamos descansando, mira tú por dónde, nos has despertado. Estamos en paz.
—¿Es que no habéis visto la hora que es? Llevo tres cuartos de hora esperándoos en el laboratorio, y os he llamado mil veces.
—No habré oído el móvil, ¿por qué tanta prisa?
—Pues no lo sé porque el doctor Poincarno se niega a decírmelo si no estáis vosotros presentes, pero me ha llamado a la Academia y me ha pedido que viniera al laboratorio urgentemente, así que vestíos y venid vosotros también.
Walter me colgó sin más explicaciones. Desperté a Keira y le dije que nos esperaban en el laboratorio y que era urgente. Se levantó de un salto, se vistió en un santiamén y ya me estaba esperando en la calle cuando yo aún seguía cerrando las ventanas de la casa. Eran alrededor de las siete de la tarde cuando llegamos a Hammersmith Grove. Poincarno recorría nervioso el vestíbulo desierto del laboratorio.
—Pues sí que han tardado —protestó entre dientes—, síganme hasta mi despacho, tenemos que hablar.
Nos indicó que nos sentáramos frente a una pared blanca, corrió las cortinas, apagó la luz y encendió un proyector.
La primera diapositiva que nos enseñó parecía una colonia de arañas apiñadas en su tela.
—Lo que he visto es totalmente absurdo y necesito saber si todo esto es una estafa de proporciones gigantescas o una broma de mal gusto. Esta mañana he aceptado recibirlos por sus méritos profesionales y por las recomendaciones de la Real Academia de las Ciencias, pero esto supera todos los límites, y no pienso poner en juego mi reputación por otorgar credibilidad ninguna a dos impostores que me hacen perder el tiempo.
A Keira y a mí nos costaba comprender la vehemencia de Poincarno.
—¿Qué ha descubierto? —preguntó Keira.
—Antes de contestarle, dígame dónde encontró esta canica de resina y en qué circunstancias.
—En el fondo de una sepultura situada al norte del valle del Omo. Descansaba sobre el esternón de un esqueleto humano fosilizado.
—¡Imposible, miente!
—Mire, doctor, yo tampoco quiero perder el tiempo, ¡si piensa que somos unos impostores, allá usted! Adrian es un astrofísico de reputación más que demostrada. En cuanto a mí, también tengo mis méritos, ¡así que haga el favor de decirnos de qué nos acusa!
—Señorita, podría tapizar las paredes de mi despacho con sus diplomas pero no le serviría de nada. ¿Qué ven en esta imagen? —dijo al mostrarnos otra diapositiva.
—Mitocondrias y filamentos de ADN.
—Sí, en efecto, de eso se trata exactamente.
—¿Y dónde está el problema? —intervine yo.
—Hace veinte años logramos tomar una muestra y analizar el ADN de un gorgojo conservado en ámbar. El insecto venía del Líbano, había sido descubierto entre Jezzine y Dar el-Beida, donde había quedado atrapado en resina. La pasta, convertida en piedra, había conservado su integridad. Ese insecto tenía ciento treinta millones de años. Se imaginan ustedes todo lo que nos enseñó ese hallazgo que constituye, hasta la fecha, el testimonio más antiguo de un organismo complejo vivo.
—Me alegro mucho por ustedes —dije—, pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros?
—Adrian tiene razón —intervino Walter—, sigo sin ver dónde está el problema.
—El problema, señores —prosiguió secamente Poincarno—, es que el ADN que me han pedido que analice es tres veces más antiguo, o al menos eso es lo que nos indica la espectroscopia. ¡Según ésta, tendría incluso cuatrocientos millones de años!
—¡Pero eso es un descubrimiento fantástico! —dije, dejándome llevar por el entusiasmo.