Y todo el mundo contento.
Fezzik se sintió entusiasmado. A partir de entonces y siempre que le fue posible, no volvió a luchar contra una persona sola. Durante un tiempo viajó de un lugar a otro, luchando contra pandillas para recaudar fondos destinados a obras benéficas, pero su jefe nunca fue demasiado listo y, además, aquello de hacer las cosas él solo le resultaba mucho menos atrayente ahora, que se acercaba a la veintena, que lo que le había parecido antes.
Se unió a un circo ambulante. Los demás artistas le gruñían porque, según sostenían, comía más de la cuenta. De modo que el gigante se encerró en sí mismo, salvo en lo que se refería a su trabajo.
Pero una noche, cuando Fezzik acababa de derrotar a un grupo de veinte, recibió el susto de su vida: volvió a oír el «¡¡Uuuuuuu!!». No podía creérselo. Acababa de someter a apretujones a media docena de hombres y de partirles la cabeza a otra media docena. ¿Qué pretendían de él?
La verdad era muy simple: se había vuelto demasiado fuerte. Se negaba a medirse, pero todo el mundo comentaba entre murmullos que debía de tener por lo menos dos metros diez de altura; se negaba a subirse a una báscula, pero la gente sostenía que pesaba ciento ochenta kilos. Y no sólo eso, ahora ya era veloz. Tantos años de experiencia lo habían vuelto casi inhumano. Se sabía todos los trucos; era capaz de contrarrestar todas las llaves.
—Animal.
—¡Simio!
—¡Gorila!
—¡¡Uuuuuuu!!
Aquella noche, solo en su tienda, Fezzik lloró. Era una monstruosidad. (Felicidad…, seguía adorando las rimas.) Un cíclope de dos ojos. (Antojo…, como antojadizas parecían las lágrimas que caían de sus ojos entrecerrados.) A la mañana siguiente, había logrado controlarse: al menos le quedaban sus amigos del circo.
Esa misma semana lo echaron del circo. El público había comenzado a gritarles «¡¡Uuuuuuu!!» también a ellos. La mujer gorda amenazó con marcharse y los enanitos estaban que trinaban, y todo por culpa de Fezzik.
Aquello tuvo lugar en el corazón de Groenlandia y como todo el mundo sabe, por aquellos tiempos, igual que en la época actual, Groenlandia era el lugar más solitario de la Tierra. En Groenlandia hay un habitante por cada cincuenta kilómetros cuadrados de terreno. Con toda probabilidad, los del circo fueron unos estúpidos al pensar que encontrarían público en un lugar así, pero ésa no era la cuestión.
La cuestión era que Fezzik estaba solo.
En el lugar más solitario del mundo.
Sentado sobre un peñasco observando cómo se alejaban los del circo.
Al día siguiente, continuaba sentado en el mismo sitio cuando Vizzini, el siciliano, dio con él. Vizzini lo aduló y le prometió que no volverían a gritarle «¡¡Uuuuuuu!!». Vizzini necesitaba a Fezzik. Pero no tanto como Fezzik necesitaba a Vizzini. Y mientras Vizzini estuviera a mano, no se podía estar solo. Fezzik hacía todo lo que Vizzini le ordenaba. Y si le había ordenado aplastarle el cráneo al hombre de negro…
Así se haría.
Pero no con una emboscada. No como lo hacen los cobardes. Nada que estuviera reñido con el estilo deportivo. Sus padres siempre le habían enseñado a respetar las reglas. Fezzik se encontraba de pie, entre las sombras, con la enorme piedra en su enorme mano. Oyó que el sonido de los pasos del hombre de negro se acercaban más y más.
Fezzik salió de su escondite y lanzó la piedra con una fuerza pasmosa y una puntería perfecta. Fue a estrellarse contra un peñasco, a un palmo de la cara del hombre de negro.
—Lo hice expresamente —le dijo entonces Fezzik, levantando otra piedra y colocándola en posición—. No tenía por qué fallar.
—Os creo —le dijo el hombre de negro.
Quedaron frente a frente en el estrecho sendero de montaña.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió el hombre de negro.
—Nos enfrentamos tal y como Dios manda —repuso Fezzik—. Sin trucos, sin armas, mediremos sólo nuestra destreza.
—¿Queréis decir que vos dejaréis vuestra piedra y que yo dejaré mi espada y que trataremos de matarnos como personas civilizadas?
—Si lo preferís, puedo mataros ahora —repuso Fezzik gentilmente y levantó la piedra para lanzársela—. Os doy una oportunidad.
—Ya, ya veo. La acepto —repuso el hombre de negro, y comenzó a despojarse de la espada y la vaina—. Aunque sinceramente creo que en esto de luchar las ventajas están a vuestro favor.
—Os diré lo que le digo a todos —le explicó Fezzik—. No puedo evitar ser el más grande y el más fuerte. Yo no tengo la culpa.
—No os estoy culpando —dijo el hombre de negro.
—Vayamos al grano, pues —dijo Fezzik dejando caer la piedra y colocándose en posición de lucha mientras observaba como el hombre de negro avanzaba lentamente hacia él.
Por un momento, a Fezzik le entró una especie de nostalgia. Estaba claro que era una buena persona, aunque hubiese matado a Íñigo. No se quejó ni intentó suplicar o sobornarlo. Simplemente aceptaba su destino. Nada de quejas o algo parecido. Evidentemente se trataba de un criminal con carácter. (¿Acaso era un criminal?, se preguntó Fezzik. Sin duda, la máscara así lo indicaba. ¿O era algo peor? ¿Estaba desfigurado? ¿Le habrían quemado el rostro con ácido? ¿O había nacido con un rostro horrendo?)
—¿Por qué lleváis máscara y capucha? —le preguntó Fezzik.
—En el futuro, creo que todo el mundo las llevará —respondió el hombre de negro—. Son tremendamente cómodas.
Se colocaron frente a frente en el sendero de montaña. Se produjo una pausa momentánea. Luego trabaron combate. Fezzik dejó que el hombre de negro hiciera sus filigranas durante un rato, midió sus fuerzas, considerables para un hombre que no era un gigante. Dejó que el hombre de negro hiciera sus fintas, esquivara los golpes, probara una llave aquí y otra allá. Y cuando estuvo completamente seguro de que el hombre de negro no iba a regresar avergonzado al seno de Su Hacedor, Fezzik lo aferró entre sus brazos con todas sus fuerzas.
Lo levantó por el aire.
Y apretó.
Y apretó.
Luego tomó los restos del hombre de negro, los sacudió hacia un lado, luego hacia el otro, le asestó un golpe en el cuello con una mano, mientras que con la otra le daba en la base de la columna; le subió las piernas, hizo girar sus brazos inertes y lanzó el manojo de lo que había sido humano en una hendidura cercana.
Eso era la teoría.
Lo que de hecho ocurrió fue lo siguiente:
Fezzik lo levantó por el aire.
Y apretó.
Y el hombre de negro se zafó.
«Mmmm —pensó Fezzik—, eso ha sido una sorpresa. Estaba seguro de tenerlo bien agarrado».
—Sois muy veloz —le elogió Fezzik.
—Y muy bueno —dijo el hombre de negro.
Volvieron a trabar combate. Esta vez, Fezzik no permitió que el hombre de negro se perdiera en filigranas. Se limitó a agarrarlo, a darle la vuelta una, dos veces, a golpearle la cabeza contra el peñasco más cercano, a propinarle unos cuantos puñetazos, a darle un apretón final por si acaso y a lanzar los restos de lo que había sido humano a una hendidura cercana.
Ésas eran sus intenciones.
Pero, en realidad, ni siquiera logró superar con éxito lo de agarrarlo. Porque en cuanto Fezzik tendió sus gigantescas manos, el hombre de negro se agachó, giró como un remolino, quedó libre y continuó lleno de vida.
«No entiendo nada de lo que está pasando —pensó Fezzik—. ¿Estaré perdiendo mi fuerza? ¿Habrá alguna enfermedad de montaña que me arrebata las fuerzas? Hubo una enfermedad del desierto que le arrebató las fuerzas a mis padres. Eso es, tiene que ser eso, debo de haber pillado alguna plaga, pero, si así fuera, ¿por qué a él no le afecta? No, seguramente sigo siendo fuerte; tiene que tratarse de alguna otra cosa, pero ¿qué?».
De pronto lo supo. Llevaba tanto tiempo sin enfrentarse a un hombre solo que se había olvidado de cómo hacerlo. Se había pasado tantos años luchando contra cuadrillas, grupos y pandillas, que tardó en hacerse a la idea de tener un solo contrincante. Porque contra un hombre solo había que luchar de un modo completamente distinto. Cuando uno se enfrentaba a doce, había que hacer ciertos movimientos, utilizar ciertas llaves, actuar de determinadas maneras. Pero cuando había un solo contrincante, había que reajustarse por completo. A toda prisa, Fezzik pasó revista a su pasado. ¿Cómo había vencido al campeón de Sandiki? Aquel combate pasó veloz por su mente, luego se acordó de todas las otras victorias ante los demás campeones, los hombres de Ispir, de Simal, de Bolu y de Zile. Recordó cómo habían tenido que huir de Constantinopla porque había derrotado a su campeón demasiado deprisa. Con demasiada facilidad. Sí, pensó Fezzik. Claro. Y de repente reajustó su estilo a lo que había sido.
Pero, para entonces, ¡el hombre de negro lo tenía cogido del cuello!
El hombre de negro cabalgaba sobre sus espaldas y con un brazo delante y el otro detrás, apretaba firmemente la tráquea de Fezzik. El gigante echó las manos hacia atrás, pero resultaba difícil coger al hombre de negro. Fezzik no logró llevar los brazos a la espalda para quebrar al enemigo. Fezzik corrió hacia un peñasco y, en el último momento, se volvió en redondo para que el hombre de negro recibiera el pleno impacto de la carga. Fue un impacto tremendo; Fezzik lo sabía.
Pero el hombre de negro le apretó con más fuerza la tráquea.
Fezzik cargó de nuevo, volvió a girar en redondo y pudo comprobar otra vez la fuerza del impacto recibido por el hombre de negro. Sin embargo, éste no aflojó. Fezzik le arañó los brazos al hombre de negro. Con sus puños gigantescos descargó sobre ellos una andanada de golpes.
A esas alturas, se había quedado sin aire.
Fezzik siguió luchando. Comenzó a sentir un vacío en las piernas; el mundo empezaba a palidecer ante sus ojos. Pero no se dio por vencido. Era el poderoso Fezzik, amante de las rimas y, pasara lo que pasase, no iba a rendirse. El vacío le subió a los brazos y la vista se le nubló.
Fezzik cayó de rodillas.
Seguía descargando golpes, pero muy débiles. Seguía luchando, pero sus puñetazos no habrían dañado ni siquiera a un niño. Se había quedado sin aire. Ya no quedaba nada; para Fezzik no quedaba nada, al menos en este mundo. «Estoy derrotado, voy a morir», pensó poco antes de desplomarse sobre el sendero de montaña.
Pero estaba un tanto equivocado.
Entre la inconsciencia y la muerte hay un instante, y cuando el gigante cayó sobre el sendero rocoso se produjo ese instante, y, justo antes de que se produjera, el hombre de negro le soltó. Tambaleándose, se puso de pie y se apoyó en un peñasco hasta que fue capaz de caminar. Fezzik yacía despatarrado en el suelo, respirando levemente. El hombre de negro miró a su alrededor en busca de una cuerda con la que atar al gigante, pero abandonó la búsqueda con la misma rapidez con que la había iniciado. De nada servían las cuerdas ante una fuerza como la de aquel hombre. No haría más que romperlas. El hombre de negro regresó al sitio donde había dejado su espada. Y volvió a colocársela.
Dos menos; le quedaba todavía uno (el más difícil)…
Vizzini lo estaba esperando.
En realidad, había preparado una pequeña merienda campestre. De unas alforjas que siempre llevaba consigo, había sacado un pequeño pañuelo y sobre él había colocado dos copas de vino. En el centro había dispuesto un recipiente de cuero para el vino y junto a él, algo de queso y unas manzanas. El lugar no podía haber sido más hermoso: un punto elevado del sendero de montaña con una vista espléndida que permitía ver hasta el Canal de Florin. Buttercup yacía indefensa junto a la improvisada mesa, amordazada, atada y con los ojos vendados. Vizzini había acercado su largo cuchillo a la blanca garganta de la princesa.
—Bienvenido —gritó Vizzini cuando el hombre de negro se acercó al lugar.
El hombre de negro se detuvo y estudió la situación.
—Habéis derrotado a mi turco —dijo Vizzini.
—Eso parece.
—Ahora quedáis vos. Y yo.
—Eso parece —repitió el hombre de negro, acercándose medio paso al largo cuchillo del jorobado.
Con una sonrisa, el jorobado presionó un poco más el cuchillo contra la garganta de Buttercup. La sangre estaba a punto de brotar.
—Si la queréis ver muerta, os ruego que sigáis avanzando —le advirtió Vizzini.
El hombre de negro se quedó inmóvil.
—Así está mejor —asintió Vizzini.
Bajo la luz de la luna no se oía sonido alguno.
—Entiendo perfectamente lo que tratáis de hacer —dijo por fin el siciliano—, y quiero que quede bien claro que vuestro comportamiento me ofende. Tratáis de raptar lo que he robado legítimamente, y lo considero muy poco caballeroso.
—Permitid que os explique… —comenzó a decir el hombre de negro avanzando lentamente.
—¡La estáis matando! —aulló el siciliano, hundiendo más el cuchillo.
En la garganta de Buttercup apareció una gota de sangre: rojo sobre blanco.
El hombre de negro retrocedió.
—Permitid que os explique —repitió desde una cierta distancia.
El jorobado volvió a interrumpirlo.
—No hay nada que podáis decirme que yo no sepa. No habré recibido la misma educación que muchos, pero en lo que respecta al conocimiento que no está en los libros, en el mundo no hay nadie que me supere. Dicen que leo el pensamiento pero, sinceramente, eso no es cierto. Me limito a predecir la verdad utilizando la lógica y la sabiduría, y digo ahora que sois un secuestrador, admitidlo.
—Admitiré que si se desea pedir un rescate, la muchacha tiene un cierto valor, nada más.
—He recibido órdenes de hacerle ciertas cosas. Es importante que cumpla con lo ordenado. Si lo hago bien, tendré trabajo asegurado para el resto de mi vida. Y en las órdenes que he recibido nada se dice de rescates, sino que se habla claramente de muerte. De manera que vuestras explicaciones carecen de sentido; no podremos llegar a ningún trato. Vos deseáis que ella viva para pedir un rescate, mientras que para mí es terriblemente importante que ella deje de respirar en un futuro muy cercano.
—¿Se os ha ocurrido pensar que he tenido que realizar un gran esfuerzo y un considerable desembolso, así como un enorme sacrificio personal, para llegar a este punto? —inquirió el hombre de negro—. ¿Y que si fallo ahora podría llegar a enfadarme muchísimo? ¿Y que si ella deja de respirar en un futuro muy cercano, es perfectamente posible que a vos os ataque la misma enfermedad letal?