—¿Quién podría sentir lástima del espadero más grande de la historia mundial?
—Gracias, Íñigo.
—De nada, padre.
—Íñigo, te quiero mucho.
—Duerme, padre.
—Sí. Duermo.
Y así todo un año. Un año en el que por momentos la empuñadura estaba bien, pero el equilibrio era incorrecto; o correcto, pero el ángulo de corte no era lo bastante afilado, y cuando lo afilaba se volvía a perder el equilibrio, y cuando se recuperaba el equilibrio, la punta era ancha, o cuando la punta recuperaba su filo, toda la hoja era demasiado corta; y todo al garete, había que comenzar de nuevo, porque todo estaba perdido. Y así una y otra vez. A Domingo comenzó a fallarle la salud. Casi siempre tenía fiebre, pero él obligaba a su débil cuerpo a seguir adelante, porque aquélla tenía que ser la mejor arma después de Excalibur. Domingo se enfrentaba a una leyenda, y ésta lo estaba destruyendo.
Vaya año.
Una noche, Íñigo se despertó y encontró a su padre sentado. Con la mirada perdida. Tranquilo, Íñigo siguió su mirada.
La espada con la empuñadura para seis dedos estaba terminada.
Brillaba a pesar de la oscuridad reinante en la cabaña.
—Por fin —susurró Domingo. No podía apartar la mirada de la gloriosa espada—, Íñigo, después de toda una vida, por fin soy un artista.
El noble de anchos hombros no opinó lo mismo. Cuando regresó para comprar la espada, se limitó a mirarla durante un instante y dijo:
—No ha valido la pena esperar para esto.
Íñigo se encontraba en un rincón de la cabaña, y observaba la escena conteniendo la respiración.
—¿Os sentís defraudado? —logró preguntar Domingo con mucho esfuerzo.
—No digo que sea una basura, compréndeme —prosiguió el noble—, pero está claro que no vale quinientas piezas de oro. Te daré diez, que es probablemente lo que vale.
—¡Os equivocáis! —gritó Domingo—. No vale diez. No vale ni siquiera una. Aquí tenéis. —Abrió el cajón donde la moneda de oro había permanecido durante todo aquel año—. Este oro es vuestro. Todo. No habéis perdido nada.
Recogió su espada y se dio media vuelta.
—Me llevaré la espada —dijo el noble—. No he dicho que no me la llevaría. Sólo dije que pagaría lo que vale.
Domingo se volvió hecho una furia, con los ojos brillantes.
—Habéis echado mano de subterfugios. Habéis regateado. Aquí estamos hablando de arte y vos sólo habéis visto dinero. Teníais a vuestra disposición una bella pieza y vos sólo habéis visto vuestro bolsillo lleno. Marchaos, por favor.
—La espada —dijo el noble.
—La espada le pertenece a mi hijo —dijo Domingo—. Se la doy ahora. Será suya para siempre. Adiós.
—Eres un campesino y un tonto. Quiero mi espada.
—Sois un enemigo del arte y me apiado de vuestra ignorancia —le dijo Domingo.
Fueron las últimas palabras que pronunció en su vida.
El noble lo mató en ese mismo instante, sin previo aviso; la espada del noble brilló en el aire y el corazón de Domingo quedó hecho pedazos.
Íñigo lanzó un grito. No podía creer lo que veía; no había ocurrido. Lanzó otro grito. Su padre se encontraba bien; no tardarían en tomar el té juntos. No podía dejar de gritar.
Lo oyeron en la aldea. Veinte hombres se presentaron ante su puerta. El noble se abrió paso a empujones.
—Ese hombre me ha atacado. ¿Lo veis? Lleva una espada. Me atacó y tuve que defenderme. Y ahora, apartaos de mi camino.
Era mentira, por supuesto, y todo el mundo lo sabía. Pero él era un noble, ¿qué podían hacer ellos? Lo dejaron pasar y el noble subió a su caballo.
—¡Cobarde!
El noble se giró en redondo.
—¡Cerdo!
La multitud volvió a apartarse.
Íñigo estaba allí de pie, empuñando la espada de seis dedos, repitiendo sus insultos:
—Cobarde. Cerdo. Asesino.
—Que alguien se ocupe del crío antes de que se propase —dijo el noble a la multitud.
Íñigo avanzó corriendo y se plantó delante del caballo del noble, impidiéndole el paso. Con ambas manos levantó la espada con empuñadura para seis dedos y gritó:
—Yo, Íñigo Montoya, os reto a luchar a vos, cobarde, cerdo, asesino, infeliz.
—Quitadle de mi camino. Apartad al niño.
—El niño tiene diez años y se queda —repuso Íñigo.
—Por hoy ya han muerto bastantes miembros de tu familia, conténtate —le dijo el noble.
—Cuando me supliquéis por vuestra vida, entonces me sentiré contento. ¡Desmontad!
El noble desmontó de su caballo.
—Desenvainad vuestra espada.
El noble desenvainó su arma asesina.
—Dedico vuestra muerte a mi padre —dijo Íñigo—. Comenzad.
Comenzaron.
No fue una lucha pareja, por supuesto, Íñigo quedó desarmado en menos de un minuto. Pero durante los primeros quince segundos más o menos, el noble experimentó una cierta inquietud. Durante aquellos quince segundos, unos extraños pensamientos cruzaron por su mente. Porque, aunque tenía diez años, el genio de Íñigo estaba allí.
Una vez desarmado, Íñigo permaneció muy erguido. No dijo ni una sola palabra; no suplicó.
—No voy a matarte —dijo el noble—, porque tienes talento y eres valiente. Pero también es cierto que te faltan modales, y si no tienes cuidado, eso te traerá problemas. Por eso quiero ayudarte, para que puedas seguir adelante en la vida. Te dejaré algo que te recuerde que has de procurar evitar los malos modales.
Dicho lo cual, su acero brilló en el aire, por dos veces. Y la cara de Íñigo comenzó a sangrar. Dos hilillos de sangre le fluyeron desde la frente hasta la barbilla, cada uno de ellos le recorrió las mejillas. Todos aquellos que presenciaban la escena lo supieron al instante: el muchacho había quedado marcado de por vida.
Íñigo no se doblegó. El mundo se le quedó en blanco, pero no cayó al suelo. La sangre continuó manando. El noble enfundó la espada, montó a caballo y se marchó.
Sólo entonces, Íñigo dejó que la oscuridad se apoderara de él.
Despertó viendo el rostro de Yeste.
—Fui derrotado —dijo Íñigo—. Le he fallado.
—Duerme —fue todo lo que Yeste pudo decirle.
Íñigo durmió. La hemorragia paró al cabo de un día, y el dolor, al cabo de una semana. Sepultaron a Domingo, e Íñigo abandonó Arabella por primera y última vez. Con la cara vendada, viajó en el carruaje de Yeste hasta Madrid; allí vivió en casa del espadero y obedeció sus órdenes. Al cabo de un mes le quitaron las vendas, pero las cicatrices seguían teniendo un color rojo oscuro. Con el tiempo, se le aclararon un poco, pero continuaron siendo el rasgo principal del rostro de Íñigo: las enormes cicatrices paralelas que le recorrían ambas mejillas, de la frente a la barbilla. Yeste se ocupó de él durante dos años.
Y una buena mañana, Íñigo se marchó. Dejó una nota prendida con un alfiler a su almohada; sólo dos palabras: «Debo aprender».
¿Aprender, qué? ¿Qué podía haber fuera de Madrid que aquel niño tuviera que sepultar en su memoria? Yeste se encogió de hombros y suspiró. Era algo incomprensible. Ya no había quien pudiera entender a los jóvenes. Todo cambiaba demasiado deprisa y los jóvenes eran distintos. Ese hecho le superaba. Él era un hombre gordo que hacía espadas. Era lo único que sabía.
Y continuó haciendo espadas, y engordando, y los años fueron pasando. Y mientras su figura se iba ensanchando, lo mismo hizo su fama. Venían de todas partes del mundo a suplicarle que les hiciera espadas; duplicó los precios porque ya no quería trabajar tanto, se estaba haciendo viejo: pero cuando duplicó los precios, cuando corrieron los rumores del duque al príncipe y de éste al rey, todo el mundo lo buscó con más desesperación. Ahora tenían que esperar dos años para conseguir una espada y la cola de miembros de la realeza era interminable. Yeste comenzó a cansarse, de modo que volvió a duplicar los precios, y cuando vio que con eso no se detenían, decidió triplicar los que ya había duplicado y reduplicado y, además, exigió cobrar los trabajos por adelantado y en joyas, y la espera era de tres años, pero nada los disuadía. Debían tener espadas hechas por Yeste o nada, y aunque su trabajo ya no era tan fino como había sido (después de todo, Domingo ya no podía acudir en su auxilio), los tontos ricachones no lo notaron. Lo único que querían eran sus armas, y se peleaban para ver quién le daba más joyas.
Yeste se hizo inmensamente rico.
E inmensamente grueso.
Las carnes le colgaban por todas partes. Y era el único en Madrid que tenía pulgares gordos. Para vestirse necesitaba una hora, para desayunar lo mismo; todo era muy lento.
Pero todavía podía hacer espadas. Y la gente seguía deseándolas vehementemente.
—Lo siento —le dijo al joven español que entró en su tienda una mañana—. Tendréis que esperar cuatro años y me avergüenza deciros el precio. Id a otro para que os haga el arma.
—Ya tengo un arma —repuso el español.
Y lanzó sobre la mesa de trabajo de Yeste la espada con empuñadura para seis dedos.
Qué abrazos.
—No vuelvas a marcharte —le dijo Yeste—. Como demasiado cuando estoy solo.
—No puedo quedarme —le dijo Íñigo—. Sólo he venido para hacerte una pregunta. Como ya sabes, me he pasado los últimos diez años aprendiendo. Y ahora he venido para que me digas si estoy preparado.
—¿Preparado? ¿Para qué? ¿Qué diablos has estado aprendiendo?
—Esgrima.
—Es una locura —repuso Yeste—. ¿Has dedicado diez años enteros sólo a aprender esgrima?
—No, no sólo a aprender esgrima —replicó Íñigo—. Hice muchas cosas más.
—Cuéntame.
—Verás —comenzó a decir Íñigo—, ¿qué son diez años? Unos tres mil seiscientos días. Que son unas… lo calculé una vez, por eso me acuerdo bien…, unas ochenta y seis mil horas. Me puse por objetivo dormir sólo cuatro horas por noche. O sea que debemos restar catorce mil horas, y quedan aproximadamente unas setenta y dos mil horas a mi disposición.
—Dormiste. Me parece bien. ¿Y qué más?
—Pues apreté piedras.
—Perdona, a veces me falla el oído. Me pareció oír que decías que apretaste piedras.
—Para fortalecer las muñecas, y poder controlar la espada. Piedras del tamaño de una manzana. Me pasaba dos horas diarias apretando una piedra en cada mano. Y dedicaba otras dos más a saltar a cuerda y a hacer fintas y a moverme deprisa, para que mis pies pudieran colocarme en la posición correcta e imprimirle a la espada la fuerza adecuada. En eso se me fueron otras catorce mil horas. Me quedan ahora cincuenta y ocho mil. Dedicaba dos horas diarias a correr tan rápido como me era posible, para que mis piernas, además de ser veloces, fueran fuertes. Y ahora me quedan cincuenta mil horas.
Yeste examinó al joven que tenía delante. Estaba delgado como la hoja de una espada, y medía un metro ochenta. Erguido como un árbol joven, tenía los ojos brillantes y tensos; incluso estando inmóvil, parecía veloz como un galgo.
—¿Y esas últimas cincuenta mil horas? ¿También las dedicaste a aprender esgrima?
Íñigo asintió.
—¿Dónde?
—Dondequiera que encontrase un maestro. En Venecia, en Brujas, en Budapest.
—Podría haberte enseñado yo aquí.
—Es cierto. Pero tú me tienes aprecio. No habrías sido despiadado. Habrías dicho: «Excelente parada, Íñigo, ya basta por hoy; vamos a comer».
—Pues sí, es lo que te habría dicho —reconoció Yeste—. Pero ¿por qué era tan importante? ¿Por qué ha merecido tantos años de tu vida?
—Porque no podía volver a fallarle.
—¿Fallarle a quién?
—A mi padre. Me he pasado todos estos años preparándome para encontrar al hombre de los seis dedos y matarlo en un duelo. Pero él es un maestro, Yeste. Eso dijo, y vi la forma en que su espada mató a Domingo. Cuando lo encuentre, no debo perder ese duelo, por eso he venido a verte. Conoces las espadas y los espadachines. No debes mentirme. ¿Estoy preparado? Si me dices que sí, lo buscaré por todo el mundo. Si me dices que no, dedicaré otros diez años y otros diez más, si hace falta, hasta que lo consiga.
Entonces se fueron al patio de Yeste. Eran las últimas horas de la mañana. Hacía calor. Yeste colocó una silla a la sombra y se acomodó en ella, Íñigo esperó al sol.
—No hace falta que pongamos a prueba tu deseo, y ya sabemos bien que tienes motivos suficientes para asestar el golpe de muerte —le dijo Yeste—. Por lo tanto, sólo hemos de poner a prueba tus conocimientos, tu velocidad y tu vigor. Para esto no necesitamos un enemigo. El enemigo está siempre en la mente. Imagínatelo.
Íñigo desnudó la espada.
—El hombre de los seis dedos se mofa de ti —gritó Yeste—. Haz lo que puedas.
Íñigo comenzó a dar brincos por el patio, mientras la hoja de la gran espada brillaba.
—Utiliza la defensa de Agrippa —gritó Yeste.
De inmediato, Íñigo cambió de posición, y le imprimió una mayor velocidad a su acero.
—Ahora te sorprende con el ataque de Bonetti.
Pero a Íñigo no le duró mucho la sorpresa. Sus pies volvieron a moverse; colocó el cuerpo de distinta manera. El sudor le corría por el cuerpo delgado y la gran espada era cegadora. Yeste siguió gritando. Íñigo siguió moviéndose. La espada no paraba nunca.
A las tres de la tarde, Yeste le dijo:
—Ya es suficiente. Estoy exhausto de tanto mirarte.
Íñigo envainó la espada con empuñadura para seis dedos y esperó.
—Deseas saber si creo que estás preparado para enfrentarte en un duelo a muerte a un hombre lo bastante despiadado como para haber matado a tu padre, lo bastante rico como para comprar la protección necesaria, un hombre mayor y experimentado, un maestro reconocido.
Íñigo asintió.
—Te diré la verdad, y a ti te corresponde decidir si quieres o no vivir con ella. En primer lugar, nunca ha habido un maestro tan joven como tú. Hace falta tener por lo menos treinta años antes de alcanzar el título, y tú apenas tienes veintidós. Pues bien, la verdad es que eres un muchacho impetuoso impulsado por la locura y no eres ni serás jamás un maestro.
—Gracias por la franqueza —dijo Íñigo—. Debo admitir que esperaba mejores noticias. Me resulta muy difícil hablar en estos momentos, si me disculpas, me tengo que…
—No he terminado —dijo Yeste.
—¿Qué más te queda por decir?
—Quería muchísimo a tu padre, eso tú ya lo sabes, pero lo que voy a decirte no lo sabías: cuando éramos muy jóvenes, todavía no habíamos cumplido los veinte, vimos actuar con nuestros propios ojos a Bastia, el fenómeno corso.