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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (13 page)

BOOK: La princesa prometida
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—Estallará la guerra —admitió el siciliano—. Nos han pagado para que la iniciemos. Es un placer especializarse en un trabajo de este tipo. Si lo hacemos a la perfección, habrá una demanda continua de nuestros servicios.

—A mí no me entusiasma demasiado —dijo el español—. Francamente, ojalá no lo hubieses aceptado.

—La oferta era demasiado elevada.

—Me disgusta tener que matar a una muchacha —dijo el español.

—Dios lo hace todo el rato; y si a Él no le molesta, no dejes que te preocupe a ti.

Mientras se desarrollaba la conversación, Buttercup no se movió.

—Digámosle que la hemos raptado para pedir un rescate —dijo el español.

El turco estuvo de acuerdo con él.

—Es tan hermosa…, enloquecería si lo supiera.

—Ya lo sabe —dijo el siciliano—. Está despierta y ha oído cada palabra de nuestra conversación.

Buttercup yacía inmóvil, envuelta en la manta. Se preguntó cómo había podido darse cuenta.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —inquirió el español.

—Los sicilianos lo intuimos todo —respondió.

«Engreído», pensó Buttercup.

—Sí, muy engreído —dijo el siciliano.

«Debe leerme el pensamiento», pensó Buttercup.

—¿Vas a soltar toda la vela? —inquirió el siciliano.

—Toda la que la seguridad permita —repuso el español desde su puesto junto a la caña del timón.

—Les llevamos una hora de ventaja, de modo que todavía no corremos riesgos. Su caballo tardará unos veintisiete minutos en regresar al castillo; transcurrirán otros cuantos minutos antes de que logren descifrar lo ocurrido y, como hemos dejado un rastro visible, saldrán a buscarnos dentro de una hora. En este tiempo, deberíamos llegar a los Acantilados y, con un poco de suerte, estaremos en la frontera de Guilder al amanecer, cuando ella morirá. Calculo que su cuerpo estará bastante caliente cuando el príncipe lo encuentre mutilado. Ojalá pudiéramos quedarnos para ver su dolor…, debería ser homérico.

«¿Por qué me revela sus planes?», se preguntó Buttercup.

—Vais a volver a dormiros ahora mismo, señora mía —dijo el español, y de pronto, sus dedos se posaron en la frente, en el hombro y en el cuello de Buttercup y ésta volvió a perder el sentido…

Buttercup ignoraba cuánto tiempo permaneció inconsciente, pero seguían en la barca cuando parpadeó escudándose tras la manta. Y esta vez, sin atreverse a pensar —el siciliano se habría enterado de un modo u otro—, lanzó la manta a un lado y se zambulló en el Canal de Florin.

Permaneció sumergida todo el tiempo que le permitió su coraje, y luego emergió; comenzó a cruzar a nado la extensión de agua sin reflejo de la luna, empleando hasta la última gota de energía que le quedaba. Tras ella, en la oscuridad, se oyeron unos gritos.

—¡Lánzate al agua, lánzate al agua! —exclamó el siciliano.

—Sólo nado como un perrito —repuso el turco.

—Entonces, sabes más que yo —dijo el español.

Buttercup siguió nadando y alejándose de ellos. Le dolían los brazos por el esfuerzo, pero no les permitió ningún descanso. Pataleaba con los pies y el corazón le latía con fuerza.

—Oigo cómo patalea —dijo el siciliano—. Vira a la izquierda.

Buttercup cambió al estilo braza y se alejó, nadando silenciosamente.

—¿Dónde está? —chilló el siciliano.

—Los tiburones la alcanzarán, no te preocupes —le recordó el español.

«Cielos, ojalá no los hubieras mencionado», pensó Buttercup.

—Princesa —gritó el siciliano—, ¿sabéis lo que les ocurre a los tiburones cuando huelen sangre en el agua? Enloquecen. No hay modo de controlar su ferocidad. Despedazan, destrozan, arrancan y devoran, y yo estoy en una barca, princesa, y en el agua no hay sangre, de modo que ambos estamos bastante a salvo, pero tengo un cuchillo en la mano, milady, y si no regresáis, me cortaré los brazos y las piernas y recogeré la sangre en un tazón y la lanzaré tan lejos como pueda; los tiburones son capaces de oler sangre en el agua a kilómetros de distancia, y no seréis hermosa por mucho tiempo.

Buttercup vaciló, sin dejar de nadar en silencio. A su alrededor, aunque seguramente era cosa de su imaginación, le pareció oír el sonido silbante de gigantescas colas.

—Regresad ahora mismo. No os lo advertiré más.

«Si regreso, me matarán de todos modos, ¿qué diferencia hay?», pensó Buttercup.

—La diferencia…

«Ahí está, lo ha hecho otra vez —pensó Buttercup—. Sabe leer el pensamiento».

—… radica en que si regresáis ahora —prosiguió el siciliano—, os doy mi palabra de caballero y asesino de que moriréis sin sentir dolor. Puedo aseguraros que los tiburones no van a prometeros nada parecido.

Los sonidos de los peces en la noche se acercaron más.

Buttercup se echó a temblar de miedo. Se sentía tremendamente avergonzada, pero no podía evitarlo. Sólo deseó poder ver por un instante si de verdad había tiburones y si el siciliano sería capaz de cortarse como había amenazado.

El siciliano dio un aparatoso respingo.

—Acaba de cortarse el brazo, milady —gritó el turco—. Y ahora recoge la sangre en un tazón. Debe de haber por lo menos un dedo de sangre en el tazón.

El siciliano dio otro respingo.

—Ahora se ha cortado la pierna —prosiguió el turco—. El tazón se está llenando.

«No me lo creo —pensó Buttercup—. En el agua no hay tiburones y en el tazón no hay sangre».

—Tengo el brazo tendido hacia atrás —anunció el siciliano—. Si gritáis o no para revelar dónde estáis es una elección que os corresponde a vos.

«No pienso decir ni pío», decidió Buttercup.

—Adiós —dijo el siciliano.

Se oyó el sonido típico que produce el líquido al caer en otro líquido. Después, siguió una pausa. Y entonces los tiburones enloquecieron…

«No se la comen los tiburones», me dijo mi padre.

«¿Cómo?», inquirí levantando la vista y mirándolo.

«Tenías todo el aspecto de estar demasiado metido en la historia y demasiado preocupado, de modo que pensé que sería mejor darte un respiro».

«¡Por favor! —exclamé—, cualquiera diría que soy un crío. ¿A qué vienen tantos rodeos?».

Parecía realmente molesto, pero os contaré la verdad: empezaba a meterme demasiado en la historia y me alegré de que mi padre me lo advirtiera. Quiero decir, cuando uno es un crío, no suele pensar cosas al estilo de: «Vale, como el libro se titula
La princesa prometida
y como apenas hemos leído unos capítulos, está claro que el autor no va a hacer que los tiburones despedacen a su primera dama». Cuando uno es un niño, se engancha a las cosas; de modo que a todos los niños que estén leyendo este libro, les repetiré simplemente las palabras de mi padre, puesto que a mí me calmaron: «No se la comen los tiburones».

Entonces los tiburones enloquecieron. A su alrededor, Buttercup los oyó lanzar su agudo sonido y gritar y agitar sus poderosas colas.

«Nada podrá salvarme —admitió Buttercup—, estoy perdida».

Por suerte para todos los implicados, exceptuando a los tiburones, fue más o menos a esa hora cuando salió la luna.

—Ahí está —gritó el siciliano.

El español viró la barca veloz como el rayo y, a medida que se acercaban, el turco tendió un brazo gigantesco y ella volvió a la seguridad que le ofrecían sus asesinos, mientras alrededor los tiburones embestían unos contra los otros, tremendamente frustrados.

—Que no se enfríe —dijo el español desde su puesto junto a la caña del timón, y le lanzó su capa al turco.

—No os enfriéis —dijo el turco, y envolvió a Buttercup entre los pliegues de la capa.

—No creo que tenga tanta importancia —repuso Buttercup—, pues de todos modos vas a matarme al amanecer.

—Él es quien hará el trabajo —le dijo el turco, y señaló al siciliano, que se estaba vendando las heridas—. Nosotros nos limitaremos a sujetaros.

—Sujeta esa estúpida lengua —le ordenó el siciliano.

El turco se calló inmediatamente.

—No creo que sea tan estúpido —dijo Buttercup—. Y tampoco creo que tú seas tan inteligente; mira que arrojar tu propia sangre al agua… no es lo que yo llamaría una idea de primera.

—¿Funcionó o no funcionó? Habéis vuelto, ¿no? —El siciliano se acercó a ella—. Cuando las mujeres están lo bastante asustadas, se ponen a gritar.

—Pero yo no grité. Salió la luna —repuso Buttercup con aire triunfante.

El siciliano la abofeteó.

—Ya basta —dijo entonces el turco.

El diminuto jorobado le lanzó al gigante una mirada aviesa.

—¿Quieres pelear conmigo? Creo que no.

—No, señor —balbuceó el turco—. No. Pero no uses la fuerza, por favor. La fuerza déjamela a mí. Si quieres desahogarte, pégame a mí. No me importará.

El siciliano se fue al otro extremo de la barca.

—Habría gritado —dijo—. Estaba a punto de gritar. Mi plan era ideal como lo son todos mis planes. Fue la inoportuna aparición de la luna la que me impidió lograr la perfección. —Miró ceñudo e implacable la loncha amarilla que pendía del cielo. Luego, se quedó con la mirada fija en la lejanía—. ¡Allí están! —El siciliano señaló a lo lejos—. Los Acantilados de la Locura.

Y ahí estaban. Se alzaban imponentes desde el agua, y elevaban sus trescientos metros hacia el cielo nocturno. Constituían el camino más directo entre Florin y Guilder, pero nadie los utilizaba nunca, pues todo el mundo prefería dar un largo rodeo por mar. No resultaba imposible escalar los Acantilados; en los últimos cien años sólo dos hombres habían logrado hacerlo.

—Enfila directo hacia la parte más profunda —ordenó el siciliano.

—Ya iba hacia allí —repuso el español.

Buttercup no lo entendía. Escalar los Acantilados era prácticamente imposible, pensó; y nadie había hablado jamás de que existieran senderos secretos a través de ellos. Sin embargo, allí estaban, acercándose cada vez más a la imponente masa de roca, que se encontraba ya a menos de un kilómetro.

Por primera vez el siciliano se permitió una sonrisa.

—Todo marcha bien. Temí que vuestra pequeña excursión acuática fuera a costarme demasiado tiempo. Pero había calculado una hora más de margen, para imprevistos. Todavía nos quedan unos cincuenta minutos. Nos encontramos a kilómetros de distancia y estamos a salvo, a salvo, a salvo.

—¿Y nadie podría estar siguiéndonos todavía? —inquirió el español.

—Nadie —le aseguró el siciliano—. Sería inconcebible.

—¿Absolutamente inconcebible?

—Absoluta, totalmente y de todo punto inconcebible —volvió a asegurarle el siciliano—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada —repuso el español—. Es que acabo de mirar atrás y he visto algo.

Se volvieron todos a la vez.

Efectivamente, había algo. A menos de un kilómetro de distancia, bajo la luz de la luna, había otra barca, pequeña, pintada de un color que parecía negro, con una gigantesca vela negra henchida por el viento, y un solo hombre al timón. Un hombre de negro.

El español miró al siciliano.

—Debe de ser algún pescador de la zona que ha salido por puro placer a navegar solo en plena noche, en aguas infestadas de tiburones.

—Puede que haya una explicación más lógica —comentó el siciliano—. Pero dado que en Guilder no existe nadie que pueda haberse enterado de lo que hemos hecho, y dado que es imposible que en Florin haya nadie que pueda haber llegado aquí tan deprisa, está más que claro que no nos sigue, por más que pueda parecer que lo esté haciendo. Es una coincidencia y nada más.

—Nos está alcanzando —dijo el turco.

—Eso también es inconcebible —dijo el siciliano—. Antes de robar la barca en la que navegamos, me aseguré muy bien de cuál era la embarcación más veloz del Canal de Florin y todo el mundo estuvo de acuerdo en que era ésta.

—Tienes razón —admitió el turco, volviendo la vista atrás—. No nos está alcanzando. Simplemente se nos está acercando, eso es todo.

—Es por el ángulo desde el cual lo estamos viendo, nada más —dijo el siciliano.

Buttercup no podía apartar la vista de la enorme vela negra. No cabía duda de que los tres hombres que la habían raptado le inspiraban miedo. Pero de alguna manera, por razones que no lograba precisar, el hombre de negro le inspiraba todavía más miedo.

—Está bien, aguza la vista —ordenó entonces el siciliano, con una pizca de inquietud en el tono.

Los Acantilados de la Locura estaban ahora muy cerca.

El español maniobró la barca con maestría, cosa nada fácil, porque las olas se estrellaban contra las rocas y el rocío que producían era enceguecedor. Buttercup se protegió los ojos y echó la cabeza hacia atrás, mirando fijamente la oscuridad de allá arriba, que parecía cerrada e inalcanzable.

Entonces, el jorobado saltó hacia adelante, y cuando la barca llegó a la pared del acantilado, brincó hacia arriba. De repente, entre sus manos, apareció una cuerda.

Buttercup se quedó mirando en atónito silencio. La cuerda, gruesa y fuerte, subía a lo largo de la pared de los Acantilados. Mientras ella observaba, el siciliano volvió a tirar de la cuerda una y otra vez, y ésta se mantuvo firme. Estaba atada a algo de la cima: a una roca gigante, a un árbol imponente, o algo así.

—Daos prisa —ordenó el siciliano—. Si nos está siguiendo, cosa que no entra en el reino de la experiencia humana, pero suponiendo que fuera así, debemos llegar a la cima y cortar la cuerda antes de que pueda escalar detrás de nosotros.

—¿Escalar? —inquirió Buttercup—. Jamás podría…

—¡Silencio! —le ordenó el siciliano—. ¡Preparaos! —le ordenó al español—. ¡Húndela! —le ordenó al turco.

Todo el mundo puso manos a la obra. El español cogió una cuerda y ató a Buttercup de pies y manos. El turco levantó una de sus gigantescas piernas y comenzó a dar patadas en el centro de la barca, que de inmediato cedió y comenzó a hundirse. Luego el turco se dirigió a la cuerda y la aferró entre sus manos.

—Cargadme —dijo el turco.

El español levantó a Buttercup y la colocó sobre los hombros del turco. Luego se ató a la cintura del turco. El siciliano pegó un brinco y se colgó del cuello del turco.

—Todos a bordo —dijo el siciliano.

(Esto ocurrió antes de que existieran los trenes, pero la expresión era utilizada al principio por los carpinteros al cargar madera, y esto tuvo lugar mucho después de que existieran los carpinteros.)

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