El príncipe asintió. El conde estaba al tanto de sus planes más secretos para la guerra de la venganza.
—Me fascina ver lo que ocurre —prosiguió el conde—. ¿Qué dolor será menos soportable? ¿El físico o la angustia mental de conseguir la libertad si se dice la verdad, decirla y luego ser tachado de mentiroso?
—Creo que el físico —repuso el príncipe.
—Creo que os equivocáis —dijo el conde.
En realidad, los dos estaban equivocados, porque Westley no había sufrido en absoluto. Sus gritos habían sido una actuación para agradarles; llevaba un mes entero practicando sus defensas, y estaba más que preparado. Cuando el conde le acercó la llama de la vela, Westley miró hacia el techo, cerró los ojos y en un estado de profunda y tranquila concentración, apartó su mente de allí. Pensó en Buttercup. En su cabello color de otoño, en su piel perfecta; la llevó a su lado, muy cerca de él, y durante lo que duró la tortura hizo que le susurrara al oído: «Te amo. Te amo. Te abandoné en el Pantano de Fuego para poner a prueba tu amor. ¿Es tan grande como el mío por ti? ¿Acaso pueden dos amores así existir en un mismo planeta y al mismo tiempo? ¿Hay lugar para algo así, amado Westley…?».
El albino le vendó los dedos.
Westley permaneció inmóvil.
Por primera vez, fue el albino quien entabló conversación. Le susurró:
—Será mejor que se lo digáis.
Westley contestó con un encogimiento de hombros.
—Nunca se detienen —susurró el albino—. Una vez que empiezan ya no paran. Decidles lo que quieren saber y acabad de una vez.
Volvió a encogerse de hombros.
—La Máquina está casi lista —susurró el albino—. Ya la están probando con animales.
Se encogió de hombros de nuevo.
—Os lo digo por vuestro propio bien —susurró el albino.
—¿Mi propio bien? ¿Qué bien? De todos modos van a matarme.
El albino asintió.
El príncipe encontró a Buttercup esperando con aire desdichado ante las puertas de sus aposentos.
—Es la carta —dijo ella—, no logro que me salga bien.
—Pasad, pasad —le ordenó el príncipe amablemente—. Quizá pueda ayudaros.
Buttercup se sentó en la misma silla de la vez anterior y el príncipe le dijo:
—Está bien, cerraré los ojos y escucharé; leédmela.
—«Westley, mi pasión, mi adorado, mi alma. Regresa, regresa. Si no lo haces, me quitaré la vida. Atormentadamente tuya, Buttercup».
Buttercup miró a Humperdinck y le preguntó:
—¿Consideráis que me estoy arrojando a sus pies?
—Suena un poco atrevida —reconoció el príncipe—. No le deja demasiado espacio para maniobrar.
—¿Me ayudaréis a mejorarla, por favor?
—Haré lo que pueda, mi dulce dama, pero creo que me sería útil conocerlo un poco mejor. ¿Es de verdad tan maravilloso vuestro Westley?
—Maravilloso, no; es perfecto —respondió—. Carece de defectos. Es magnífico. Sin mácula. Tirando a ideal. —Miró al príncipe y le preguntó—: ¿Os estoy ayudando?
—Creo que las emociones empañan un poco vuestra objetividad. ¿De verdad pensáis que no hay nada que ese hombre no sea capaz de hacer?
Buttercup pensó durante un instante y luego respondió:
—No se trata de que no haya nada que no sea capaz de hacer, sino más bien que puede hacerlo todo mejor que los demás.
El príncipe se rió entre dientes y dijo:
—¿Queréis decir por ejemplo, que si quisiera cazar, podría superar, y os recuerdo que se trata sólo de un ejemplo, a alguien como yo?
—Oh, supongo que si quisiera, podría superaros con toda facilidad, pero la cuestión es que no le gusta la cacería, al menos que yo sepa, aunque tal vez sí le guste, no lo sé. Yo no sabía que le interesara tanto el alpinismo, pero escaló los Acantilados de la Locura en unas condiciones de lo más adversas, y todo el mundo coincide en afirmar que ésa no es una de las empresas más fáciles del mundo.
—Pues bien, podríamos empezar la carta con un «Divino Westley», y apelar así a su sentido de la modestia —sugirió Humperdinck.
Buttercup comenzó a escribir y se detuvo.
—¿Divino se escribe con be o con uve?
—Creo que con uve, deliciosa criatura —repuso el príncipe sonriendo amablemente al tiempo que Buttercup comenzaba la carta.
Tardaron cuatro horas en redactarla, y en muchas, muchas ocasiones Buttercup le dijo: «Jamás habría sido capaz de hacerlo sin vuestra ayuda». Y el príncipe se mostró de lo más modesto y le formuló infinidad de preguntas íntimas sobre Westley, todas las veces que le fue posible sin llamarle demasiado la atención al respecto; de ese modo, mucho antes del amanecer, la princesa le habló, sonriendo al recordarlo, del temor juvenil que Westley sentía por las garrapatas hiladoras.
Esa noche, en la jaula del quinto nivel, el príncipe ordenó, como iba a ordenar siempre a partir de entonces:
—Confesad el nombre de la persona de Guilder que os contrató para raptar a la princesa y os prometo la libertad inmediata.
Y Westley le contestó, como iba a contestarle siempre:
—Nadie, nadie. Yo iba solo.
El conde, que se había pasado todo el día capturando garrapatas, las distribuyó cuidadosamente sobre la piel de Westley, y éste cerró los ojos y suplicó, y al cabo de una hora más o menos, el príncipe y el conde se marcharon, después de haberle dado instrucciones al albino de que quemara las garrapatas y las arrancara de la piel de Westley, para que no lo envenenaran accidentalmente. Y mientras subían desde el sótano a la superficie, con ánimo conversador, el príncipe dijo:
—Mucho mejor, ¿no creéis?
Lo raro fue que el conde no respondió. Cosa que a Humperdinck le resultó vagamente fastidiosa, porque, a decir verdad, la tortura no alcanzaba un alto rango en su escala de pasiones, y a él le hubiera dado lo mismo disponer de Westley en ese mismo instante.
Ojalá Buttercup reconociera que él, Humperdinck, era mejor.
¡Pero no era así! ¡Lo negaba! No hacía más que hablar de Westley. No hacía más que preguntar si había noticias de Westley. Pasaron los días, y las semanas, pasó una fiesta tras otra, y todo Florin se mostró conmovido al comprobar que su grandioso príncipe cazador estaba clara y maravillosamente enamorado; pero cuando se encontraban a solas, ella no hacía más que repetir:
—¿Dónde estará Westley? ¿Por qué tardará tanto en venir? ¿Cómo conseguiré vivir hasta que él venga?.
Enloquecedor. De manera que cada noche, los esfuerzos del conde, que hacían retorcer y contraer a Westley, eran en realidad muy oportunos. El príncipe soportaba más o menos una hora de espectáculo antes de marcharse en compañía del conde, que seguía extrañamente silencioso. Y allá abajo, se quedaba el albino cuidando de las heridas y susurrando:
—Decídselo. Por favor. No harán más que añadir sufrimiento al que ya estáis padeciendo.
Westley apenas podía contener la sonrisa.
Ni una sola vez sintió dolor. Había cerrado los ojos y apartado su mente de aquel lugar. En eso consistía el secreto. Si uno podía apartar la mente del presente y enviarla al lugar donde pudiese contemplar una piel como nata helada, pues entonces, que se divirtieran.
Ya llegaría su hora de vengarse.
Westley vivía exclusivamente para Buttercup. Pero no se podía negar que había otra cosa que también deseaba.
Su tiempo…
El príncipe Humperdinck no tenía tiempo. Al parecer, en Florin no existía decisión que, de un modo u otro, no fuera a recaer pesadamente sobre sus hombros. No sólo iba a casarse, sino que además, su país celebraba el quingentésimo aniversario. No sólo se devanaba los sesos tratando de encontrar las mejores maneras de declarar una guerra sino que además, el afecto debía brillar constantemente en sus ojos. Debía cumplir con todos los detalles, y hacerlo correctamente.
Su padre no le servía de ninguna ayuda, y se negaba a expirar o a dejar de balbucear
(creíais que su padre había muerto, pero eso ocurrió en las escenas engañosas, no lo olvidéis. Morgenstern se limitó a incluir la descripción de unas pesadillas, no os confundáis) y
a comenzar a decir cosas con sentido. La reina Bella se limitaba a revolotear alrededor de su esposo, traduciendo lo que decía; por eso, cuando aún faltaban doce días para la boda, el príncipe Humperdinck descubrió, horrorizado, que se le había olvidado poner en marcha la parte guilderiana crucial de su plan. Por tanto, citó a Yellin para que se presentara en el castillo bien tarde, por la noche.
Yellin era Encargado del Cumplimiento de las Leyes de la ciudad de Florin, cargo que había heredado de su padre. (El cuidador albino del zoo era primo hermano de Yellin, y ambos eran las únicas personas que no pertenecían a la nobleza por las que el príncipe sentía algo cercano a la confianza.)
—Alteza —dijo Yellin.
Era bajito, pero taimado, tenía unos ojos movedizos y unas manos mañosas.
El príncipe Humperdinck se levantó de la silla que estaba ante su escritorio. Se acercó a Yellin, miró cuidadosamente a su alrededor y le dijo en voz baja:
—Sé por fuentes fidedignas que últimamente muchos hombres de Guilder han comenzado a infiltrarse en nuestro Barrio de los Ladrones. Van disfrazados de florineses, y me tienen preocupado.
—Yo no he oído nada al respecto —adujo Yellin.
—Un príncipe tiene espías en todas partes.
—Comprendo —dijo Yellin—. ¿Y vos creéis que en vista de que las pruebas indican que intentaron raptar a vuestra prometida en una ocasión, podrían volver a intentarlo?
—Es una posibilidad.
—Entonces, clausuraré el Barrio de los Ladrones —dijo Yellin—. No dejaré entrar ni salir a nadie.
—Eso no basta —dijo el príncipe—. Quiero que hagas desalojar por completo el Barrio de los Ladrones y encierres a cada uno de los villanos que allí habitan hasta que me haya marchado en viaje de bodas. —Yellin no asintió con la velocidad esperada, de modo que el príncipe le ordenó—: Explica cuál es tu problema.
—A mis hombres no les hace demasiado felices la idea de entrar en el Barrio de los Ladrones. Muchos ladrones se resisten al cambio.
—Oblígalos. Forma una Brigada Brutal. Haz lo que sea, pero hazlo.
—Se precisa por lo menos una semana para reunir una Brigada Brutal decente —arguyó Yellin y agregó—: Pero es tiempo suficiente.
Hizo una reverencia y se retiró.
Fue entonces cuando comenzó el grito.
Yellin había oído muchas cosas en su vida, pero nada tan espantoso como aquello: era un hombre valiente, pero aquel grito le asustó. No era humano, aunque le resultó imposible dilucidar de qué garganta animal provenía. (Se trataba de un perro salvaje del primer nivel del Zoo, pero ningún perro salvaje había aullado nunca de aquella manera. Aunque también era cierto que ningún perro salvaje había sido sometido antes a la Máquina.)
El sonido se hizo más angustiado y llenó el cielo nocturno al propagarse por los terrenos del castillo y superar los muros e incluso la Gran Plaza.
Era interminable. Quedó suspendido en el aire, bajo el cielo, cual recordatorio audible de la existencia de la agonía. En la Gran Plaza, media docena de niños gritaron a su vez a la noche, tratando de ocultar aquel sonido. Algunos rompieron a llorar, otros corrieron a sus casas.
Después, comenzó a disminuir en volumen. Resultó difícil oírlo desde la Gran Plaza, y se acalló. Fue perdiendo intensidad y huyó por los terrenos del castillo hacia el primer nivel del Zoo de la Muerte, donde el conde Rugen manipulaba unos botones. El perro salvaje había muerto. El conde Rugen se levantó de su silla, y a duras penas logró que no se oyera su propio grito de triunfo.
Abandonó el Zoo y corrió hacia los aposentos del príncipe Humperdinck. Yellin se disponía a irse cuando llegó el conde. El príncipe estaba sentado detrás de su escritorio. Cuando Yellin se hubo marchado y estuvieron solos, el conde hizo una reverencia ante su majestad:
—La Máquina —anunció por fin—, funciona.
El príncipe Humperdinck tardó un rato en contestar. Se trataba de una situación espinosa; una vez reconocido que él era su jefe y el conde un simple subalterno, no había nadie en todo Florin que contara con las habilidades de Rugen. Como inventor había por fin eliminado todos los defectos de la Máquina. Como arquitecto, había desempeñado un papel de crucial importancia en la dilucidación de los factores de seguridad del Zoo de la Muerte, y era innegable que había sido Rugen quien había inventado la única entrada con posibilidades de salir vivo del quinto nivel.
Además, apoyaba todas las hazañas logradas por el príncipe, tanto en el campo de batalla como en el de la caza; por lo tanto, a un seguidor así no se lo podía despedir con un breve: «Márchate, muchacho, que me importunas». Por ello, el príncipe tardó un rato en responder; pero cuando lo hizo, dijo:
—Veréis, Ty, me entusiasma que hayáis eliminado todos los problemas que tenía la Máquina; jamás, ni por un instante, dudé de que no fuerais a lograrlo. Y me muero de ganas por verla funcionar. Pero ¿cómo decirlo? Me resulta dificilísimo mantenerme a flote: no sólo lo digo por las fiestas y las recepciones con…, ¿cómo se llama?, sino también porque debo decidir cuánto durará el desfile del quingentésimo aniversario, dónde y cuándo comenzará y qué noble marchará delante de este otro noble para que, concluido el desfile, todos sigan hablándome; además tengo una esposa por asesinar y un país al que achacarle el asesinato; luego debo poner en marcha la guerra cuando todo haya acabado, y ya sabéis que éstas son cosas que he de hacer yo solo. Resumiendo: estoy abrumado de trabajo, Ty. De modo que, ¿qué os parece si seguís trabajando con Westley y me mantenéis al tanto de cómo marchan las cosas? Cuando tenga un momento iré yo mismo a verlo,… estoy seguro de que todo irá estupendamente; pero en estos momentos, y sin ánimo de ofenderos, ¿qué os parece si me dejáis unos instantes tranquilo?
El conde Rugen sonrió y repuso:
—Perfecto.
No se ofendió en absoluto. Se sentía siempre mucho mejor cuando podía estudiar el dolor a solas. Uno se concentraba mucho más cuando se quedaba a solas con la agonía.
—Sabía que me comprenderíais, Ty.
Llamaron a la puerta, y Buttercup asomó la cabeza para preguntar:
—¿Alguna novedad?
El príncipe le sonrió y meneó tristemente la cabeza.
—Amor mío, os prometí que en cuanto me enterara de algo os lo diría.
—Es que sólo faltan doce días.