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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (42 page)

BOOK: La princesa prometida
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¿Os sorprende saber que se lo compré?

Esto es lo que le sucedió a Jason en los dos años siguientes: bajó de 140 a 105 kilos; creció de 1,71 a 1,92 m. Siempre había sido los más grandes en su clase de Dalton, pero ahora, maduro y guapo, también era un chico querido.

Esto es lo que le sucedió a Jason en los años siguientes: la universidad, la facultad de Medicina, la decisión de especializarse en Psiquiatría como su madre (excepto que Jason se ha especializa: en terapia sexual).

La revista
New York
lo calificó como uno de los mejores de la ciudad y también conoció a su amada, Peggy Henderson, una profesional de Wall Street, y se casaron y fueron felices.

Y también tuvieron un hijo.

Y yo fui al hospital tan pronto me enteré de que había nacido:

—Se va a llamar Arnold —me dijo Peggy, con el bebé en brazos.

—Perfecto —dije. Lo cierto es que, obviamente, esperaba que me hubieran recordado también a mí, de alguna forma. Pero veía que no.

—Así es —dijo Jason—, William Arnold. —Y tomó a y Willy me lo puso entre los brazos.

Gran momento de mi vida.

Para aquellos de vosotros que todavía no habéis tirado el libro a la papelera por frustración, dejad que os explique que todo eso tiene de verdad relación con el porqué sólo se incluye el primer capítulo de
El bebé de Buttercup
. Y prometo contarlo tan rápido que no os lo vais a creer.

Bien. Willy el Niño. Jason y Peggy viven a tan sólo dos manzanas y yo tengo cuidado de no volverlos locos, pero es que nunca había tenido un nieto antes. Ni uno de los juguetes que vendían en Zitomes se me escapó. Ni una tos del niño me impidió pasarme la noche en vela consultando todas las enciclopedias médicas a mi alcance.

No le podía negar absolutamente nada.

Eso explica que mi comportamiento en el parque fuera tan extraño. Día fantástico de primavera, Peggy y Jason cogidos de la mano, el pequeño Willy y yo rezagados pasándonos una pelota. Incluso lo llevo algún fin de semana a ver un partido de los Knicks. (Tengo pase de temporada desde que Hubie Brown fue enviado a la Tierra para destruirme.)

—Tenemos una petición —empezó Jason.

—Adivina qué acabamos anoche —siguió Peggy—.
La princesa prometida
. Lo hemos leído en voz alta por turnos.

Fingiendo que no me importaba, le pregunté al chico qué le había parecido la aventura.

—Es muy buena —me contestó—, excepto el final.

—A mí tampoco me gusta mucho el final —dije—. Es culpa del señor Morgenstern.

—No, no —explicó Peggy—. No es que no le gustara el final. No le gustó el hecho que acabara.

Pausa. Seguimos andando en silencio.

—Le hablé de la continuación, papi —dijo entonces Jason.

Peggy asintió:

—Se puso muy contento.

Y entonces mi pequeño Willy dijo las palabras:

—¿Me la leerás?

En aquel momento supe que estaba perdiendo el control de las cosas. Recuerdo exactamente cuál era mi miedo: ¿Y si esta vez no era capaz de darle vida? ¿Y si fallaba? ¿Y si nos fallaba a los dos?

—Esta es la petición, papá. Willy quiere que le leas
El bebé de Buttercup
. Todos queremos que lo hagas.

—Mira, es una lástima que «todos» lo queramos, ¿no? —empecé, con un tono de voz demasiado alto—, es realmente una lástima que «todos» no podamos tener siempre lo que queremos, ¿no? Será mejor que os vayáis acostumbrando a las decepciones.

Y, antes de empeorar todavía más las cosas, miré el reloj, dije que tenía que irme, me marché, llegué a casa, me quedé allí, no contesté al teléfono, me hice mandar pronto la cena del restaurante chino, me puse a beber y me quedé dormido hacia la medianoche.

Y me desperté antes del amanecer con un sueño muy real: salí a la terraza y me puse a andar arriba y abajo, intentando descifrar el sueño y, más que eso, creo, descifrar mi vida y cómo la había jodido.

Era un recuerdo de aquella segunda neumonía, y Helen me leía el guión de la película… sólo que esta vez era joven y maravillosa, también lloraba.

En la terraza supe por qué —todos somos los guionistas de nuestros propios sueños: ella era yo, lloraba por mí, por aquello en lo que me había convertido—. Y luego recordé que no estaba leyendo La
princesa prometida
, estaba leyendo sobre Fezzik y el loco de la montaña, el principio de
El bebé de Buttercup
, y me di cuenta de que había estado dos veces a punto de morir y que Morgenstern había venido a salvarme y que ahora volvía a estar ahí, salvándome de nuevo, porque yo lo sabía, ahí de pie, mirando la ciudad mientras amanecía: volvería a ser un escritor de verdad, no un simple bobo con una Underwood como todavía muchos se imaginan a los guionistas.

No creía que estuviera preparado para ir de cero a cien, para empezar una novela de la nada. No me sentía seguro como para inventármelo todo, como lo había hecho durante mis treinta años de novelista.

Dejad que os explique lo que no estaba preparado para hacer.

Imaginad a Szell, el dentista nazi de
Marathón Man
(interpretado por Olivier en la película, ¿y no estaba espléndido? ¿Recordáis la escena «¿es peligroso?» con los instrumentos de dentista?). Hay una calle en Manhattan, la 47, entre las avenidas Quinta y Sexta, y un día estaba yo andando por ahí, hace décadas, de camino a algún sitio, no importa, pero a esta manzana se la llama «el distrito de les diamantes». Está atiborrada de joyerías en las que venden diamantes, la mayoría regentadas por judíos, y muchos de ellos podías ver que todavía llevaban el número del campo de concentración. Aquel día pensé en la gran escena que podría rodar si pudiera poner a un nazi paseando por aquella calle.

Qué nazi, no lo sabía, pero probablemente empecé a hacer mis pequeñas indagaciones, leyendo y preguntando, y finalmente di con el más brillante de todos, Mengele: el doble doctor, por médico y por haberse doctorado, que entonces se suponía que vivía en la Argentina; el tipo que hizo los experimentos con gemelos.

Bien, perfecto, tengo al tipo; pero, ¿iba él a arriesgarlo todo para venir a la calle 47? Hasta ahí sí lo sabía: no lo haría para asistir a una fiesta de graduación. El hombre más buscado del planeta precisaba una razón indiscutible.

Pasan los años, con Mengele siempre en un rinconcito de mi cabeza, y poco a poco Babe empieza a aparecer, el
marathón man
del título. Y entonces se me hizo la luz: leí sobre un cirujano que había inventado un nuevo tipo de operación de corazón en algún lugar, tal vez en Cleveland, pero yo lo podría poner en Nueva York.

Sííí. Mengele vino a América, a Nueva York, porque tenía que hacerlo, para salvar su vida.

Fantástico.

Me paso un momento volando porque ya he solucionado mi problema más difícil y entonces me ilumino: ¡tonto! ¿Qué clase de villano sería, tan débil que necesita operarse del corazón? Dios mío, si alguien le persiguiera podría caerse por el esfuerzo.

Obviamente, un par de años más tarde me inventé algunas cosas, y escribí el libro y la película, y la escena que sigue funcionando mejor de todas, además de la escena del dentista, es la de Szell paseándose entre los judíos.

Aquella mañana en la terraza sabía que no estaba listo para embarcarme en aquel tipo de viaje. Pero esta elaboración de
El bebé de Buttercup
era un paso intermedio perfecto para mí. Darle vida como lo hice con
La princesa prometida
me daría la confianza para finalmente volver a lo que había sido en el pasado.

Así que escribiría el resumen de la continuación y luego mi propia novela y entonces proseguiría mi camino hacia el maldito anochecer, gracias por todo. Una vez iniciado el horario laboral llamé a Charley (que seguía siendo mi abogado) y le dije que quería más que nada en el mundo resumir la secuela y si pensaba que había alguna manera de que los herederos de Morgenstern pusieran punto y final a las hostilidades.

Me dio la respuesta más asombrosa:

—Precisamente se han puesto en contacto conmigo hoy. Los Shog La hija de Kermit. Es una joven abogada que trabaja para el bufete; parecía agradable e inteligente, y según sus propias palabras, «queremos firmar la paz con su señor Goldman».

Tennesse lo dijo mejor: «A veces Dios aparece tan rápido».

Me encontré con Karloff Shog a la mañana siguiente para desayunar en el salón del Hotel Carlyle, el más bonito de Nueva York.

Charley lo arregló y decidió no estar presente. Su presencia n hacía falta: esta reunión era una primera toma de contacto en k que ambos pondríamos a prueba nuestro encanto y veríamos si podíamos entendernos.

De modo que me senté a esperar que apareciera. Con un nombre como Karloff Shog, me imaginé que bigote era lo mínimo que tendría, por no imaginarme sus sobacos. (Por si no lo sabíais —y no lo sabéis; nadie sabe cosas como ésa— Karloff es el nombre de chica más popular en Florin. Haced con esto lo que os plazca.)

Y de pronto aparece ese sueño de mujer: entre treinta y cuarenta años, vestida para matar, melena larga y rubia, maravillosa. Viene directa hacia mí y me ofrece la mano:

—Hola, soy Carly Shog, es un placer conocerlo. Es usted igual que en las fotos de sus libros, sólo que, si me permite decirlo, más joven.

—Puede usted repetirlo tan alto y tantas veces como quiera.

Tengo tendencia a la lengua ágil cuando dulzuras como esta ir: rodean, de modo que esto me salió bastante rápido. Lo más surrealista fue que, en aquel momento, cuando llevábamos sólo diez segundos juntos, pensé que me quería. Querer en el sentido de «desear Y si me conocéis sólo un poquito, sabréis que yo casi siempre pienso que nadie me quiere. No en el sentido de desearme, al menos.

—¿Qué la trae a Estados Unidos?

—Tenemos muchos asuntos legales aquí en estos momentos. Acabo de instalarme. —Ahora una pausa.

—Gracias a Dios.

Ella me miró:

—Se nota que no ha estado usted nunca en Florin.

Le dije que no.

—Es un lugar un poco endogámico. Quiero decir que, en Florin, si te casas con tu primo hermano, todo el mundo piensa que haces bien.

Otra pausa.

—Intentaba ser ocurrente. Disculpe.

Desde que Helen me dejó hace una década he salido con algunas mujeres estupendas. Pero ésta, esta abogada de ojos azules, con cuerpo y con cabeza, en cualquier caso, era especial. Entonces se acercó un poco y me tomó la mano.

Dejadme insistir en este detalle: ella tomó mi mano.

Y me miró a los ojos y dijo:

—Me alegro tanto de que nuestros problemas legales hayan terminado.

—Ha sido terrible —asentí—. Sólo había sido demandado una vez en toda mi vida (era cierto), y lo hizo un actor, de modo que, en realidad, no cuenta.

¿Debo deciros que su risa sonaba como las campanillas? Entonces, tan sólo para mejorar lo que ya tenía a su favor, me soltó esto:

—No me va a creer, pero he leído todas sus novelas. Incluso la de Harry Longbaugh. (
No es manera de tratar a una dama
fue publicada por primera vez con un seudónimo, Harry Longbaugh, el nombre real de Sundance Kid.)

A estas alturas del desayuno estaba ya tan enamorado de ella que la situación era ridícula:

—Las demandas que pusieron sus abogados, ¿van a retirarlas?

—Por supuesto. Las trece. Eso es lo que vamos a hacer por usted, y todo lo que queremos a cambio es su buena voluntad.

—¿Buena voluntad?

(Si llego a llevar una alianza en el bolsillo, se la hubiera puesto en aquel mismo instante.)

—Sí, es importante que
El bebé de Buttercup
sea publicado. Aquí en América.

Le hice un gesto al camarero y nos puso más café. Nos distrajimos un momento con la sacarina y la leche descremada y todas estas delicias que nos metemos hoy día en el estómago. Bebimos en silencio. Y nos miramos. Y entonces dije una tontería:

—¿Qué edad tienes, Carly?

—¿Qué edad quieres que tenga? Lo sé todo sobre ti. Sé que naciste en el hospital Michael Reese de Chicago, el 12 de agosto de 1931. ¿No es cierto?

Asentí con la cabeza.

Entonces abrió su bolso:

—Todo lo que has de saber es esto, Bill. Rompí con mi novio y me marché de Florin City. Y él tenía cincuenta y cinco años. Tengo una debilidad por los… —y aquí hizo una pausa y sonrió con tanta dulzura—, por los hombres maduros y vigorosos.

Marco Antonio no fue nunca tan hiriente.

Buscó en su bolso y me acercó un papel:

—Esto es sólo papeleo legal. Pídele a tu abogado que le eche una ojeada, luego fírmalo y mándamelo.

—¿Qué es?

—Se llama hacer las paces. Nosotros accedemos a retirar toda; las demandas. Tú admites que no te hemos causado ningún perjuicio y nos deseas lo mejor en todos nuestros proyectos futuros.

—Haré mucho más que desearos lo mejor. Voy a matarme haciendo el guión de
El bebé de Buttercup
.

—Por supuesto que lo harías —dijo ella entonces, ¿y saben cuál es la frase más importante de los últimos treinta años para la cultura mundial? Peter Benchley se la inventó mientras paseaba por la playa, y las palabras fueron éstas: «¿Y si el tiburón quiere defender su territorio?». Porque de aquí salió la novela
Tiburón
, luego la película
Tiburón
, y desde entonces ya nada ha vuelto a ser lo mismo.

Bueno, la siguiente frase de Carly Shog no fue tan importante Excepto, por supuesto, para mí. Antes de que la dijera le pregunté:

—¿Por qué has dicho «por supuesto que lo harías»? Quería decir «por supuesto que lo harás». Voy a hacer
El bebé de Buttercup
.

Ese momento, mientras esperaba que ella hablara, mirando a aquella estupenda dama, a sus ojos azul claro, recuerdo que pensé que algo raro estaba ocurriendo, incluso algo malo. Pero ni en la pesadilla más paranoica me podía haber imaginado lo que declaró a continuación:

—Stephen King va a hacer el resumen.

He aquí lo que no le dije: «¿Dónde está la gracia?». Ni tampoco: «Me acabas de matar». Ni: «Se va a reír en tu cara». ¿O qué tal «bruja de mierda»? Mientras yo me mantenía ocupado imaginando mi respuesta, Carly siguió hablando habilidosamente:

—He aquí lo que nosotros ganamos cuando nos firmes la carta: seguridad. Mira, no te puedes comparar a King en cuanto a ventas, nadie puede, no tenemos por qué entrar en esto. Pero hay mucha gente que te relaciona con Morgenstern a causa de la película, y lo que no queremos es que la gente se pregunte por qué decidiste no hacer la secuela. La buena voluntad es importante, y no nos podemos arriesgar a que vayas por ahí diciendo que te traicionamos. He redactado esto. Creo que puedes aceptarlo.

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