A Íñigo le encantaban.
Eran las seis menos diez cuando salió tambaleándose de la sala; no sabía adonde se dirigía ni por cuánto tiempo, pero abrigaba la esperanza de que quienquiera que lo hubiese estado guiando últimamente no lo abandonase en ese momento…
—Voy a deciros algo una sola vez, y después, si morís o no es una cuestión que queda enteramente a vuestro juicio —dijo Westley, tendido plácidamente en la cama. Al otro lado de la alcoba, el príncipe mantenía en alto la espada—. Lo que voy a deciros es lo siguiente: arrojad la espada; si lo hacéis, me marcharé con este equipaje que veis aquí —le echó una mirada a Buttercup—, y vos seréis atado, aunque no fatalmente, y pronto estaréis libre para hacer lo que os plazca. Si decidís pelear, pues bien, entonces ninguno de los dos saldremos de aquí con vida.
—Tengo intenciones de seguir respirando durante un tiempo —dijo el príncipe— Creo que lo vuestro es puro alarde…, habéis estado varios meses prisionero y yo mismo os maté hace menos de un día, de manera que dudo que os quede demasiada fuerza en el brazo.
—Probablemente sea verdad —reconoció Westley—, y cuando llegue el momento, recordad que podría haberse tratado de un alarde. De hecho, podría encontrarme aquí tendido porque carezco de fuerzas suficientes para tenerme en pie. Sopesad todo eso cuidadosamente.
—Seguís con vida sólo porque dijisteis «a sufrimiento». Quiero que me expliquéis esa frase.
—Será un placer. —Eran las seis menos ocho. Quedaban tres minutos. Él creía que le quedaban dieciocho. Hizo una larga pausa, y luego comenzó a hablar—: Seguramente debéis de haber adivinado que no soy un marinero corriente. En realidad soy el pirata Roberts.
—No me siento sorprendido ni apabullado en lo más mínimo.
—«A sufrimiento» significa lo siguiente: si nos enfrentamos a duelo y vos ganáis, yo muero. Si nos enfrentamos a duelo y yo gano, vos vivís. Pero viviréis con mis condiciones.
—¿O sea?
Todavía podía tratarse de una trampa. Su cuerpo estaba preparado.
—Hay quien opina que sois un hábil cazador, aunque lo dudo mucho.
El príncipe sonrió. El hombre lo estaba provocando. ¿Por qué?
—Y si cazáis bien, entonces, sin duda, cuando seguisteis a vuestra dama, debisteis de haber comenzado en los Acantilados de la Locura. Allí se produjo un duelo, y si observasteis los movimientos y las zancadas, deberíais saber que quienes se enfrentaban eran maestros. Lo eran. Recordad esto: yo gané ese duelo. Y soy un pirata. Conocemos ciertos trucos especiales con la espada.
Eran las seis menos siete minutos.
—El acero no me es del todo desconocido.
—Lo primero que perderéis son los pies —dijo Westley—. Primero el izquierdo y después el derecho. Por debajo del tobillo. Dentro de seis meses dispondréis de unos muñones para poder andar. Después seguirán las manos, a la altura de las muñecas. Cicatrizan un poco más deprisa. Cinco meses suele ser un buen promedio. —En ese momento, Westley comenzó a notar unos extraños cambios en su cuerpo y se puso a hablar más deprisa, más deprisa y en voz más alta—. Luego vuestra nariz. Para vos ya no existirá el aroma del amanecer. Seguida de la lengua. Cortada de raíz. Ni siquiera os quedará muñón. Y luego el ojo izquierdo.
—Y después el derecho, y luego las orejas, ¿vamos a seguir así? —inquirió el príncipe.
Eran las seis menos seis minutos.
—¡Os equivocáis! —La voz de Westley resonó en la alcoba—. Conservaréis las orejas, para que podáis atesorar cada grito lanzado por cada niño que contemple vuestra deformidad, el llanto de cada crío aterrado por vuestra proximidad, para que el asombro expresado por cada mujer al exclamar: «¡Dios santo, ¿qué es esa cosa?!», reverbere para siempre en vuestras orejas perfectas. Eso es lo que significa «a sufrimiento». Significa que os dejaré vivir sumido en la angustia, en la humillación, en una monstruosa miseria hasta que ya no podáis soportarlo más; ya lo sabéis, cerdo, miserable masa vomitiva, y ahora os digo que el hecho de que viváis o muráis depende de vos: ¡arrojad vuestra espada!
La espada cayó al suelo con estruendo.
Eran las seis menos cinco.
Westley puso los ojos en blanco, su cuerpo se desplomó y a punto estuvo de caer de la cama; el príncipe lo notó, se lanzó al suelo, aferró la espada, se puso en pie y comenzó a enarbolarla, cuando Westley le gritó:
—¡Ahora sí que vais a padecer: a sufrimiento!
Había vuelto a abrir los ojos. Los tenía abiertos y chispeantes.
—Lo siento; no pretendía hacer nada, de verdad; mirad —y el príncipe arrojó la espada por segunda vez.
—Átalo —le ordenó Westley a Buttercup—. Date prisa…, utiliza los cordones de las cortinas; creo que podrán sujetarlo…
—Tú lo harías mucho mejor —repuso Buttercup—. Sacaré los cordones, pero creo que deberías ser tú quien lo ate.
—Mujer —rugió Westley—, eres propiedad del temible pirata Roberts… y…, ¡y harás… lo que se te ordena!
Buttercup reunió los cordones y ató a su marido lo mejor que pudo.
Humperdinck permaneció tendido mientras ella lo hacía. Parecía extrañamente feliz.
—No os temía —le dijo a Westley—. Arrojé mi espada porque para mí será mucho más placentero perseguiros y cazaros.
—¿Es eso lo que de veras pensáis? Dudo que nos encontréis.
—Conquistaré Guilder y luego iré a buscaros. En la esquina menos esperada, cuando la hayáis doblado, allí me encontraréis aguardando.
—Soy el rey de los mares…, os esperaré con gusto. —Y dirigiéndose a Buttercup, inquirió—: ¿Está atado ya?
—Más o menos.
En el vano de la puerta hubo un movimiento y entonces apareció Íñigo. Buttercup lanzó un grito al ver la sangre. El español no reparó en ella, y miró a su alrededor.
—¿Dónde está Fezzik?
—¿No está contigo? —inquirió Westley a su vez.
Íñigo se apoyó un instante contra la pared más cercana para recuperar fuerzas. Luego, dirigiéndose a Buttercup, le ordenó:
—Ayúdalo a levantarse.
—¿A Westley? —inquirió Buttercup—. ¿Y por qué necesita que yo lo ayude?
—Porque no tiene fuerzas. Haz lo que te ordeno —le dijo Íñigo.
De repente, el príncipe comenzó a luchar con todas sus ansias con los cordones, pero estaba atado y bien atado, aunque la fuerza y la rabia se encontraban a su favor.
—Estabais alardeando; yo tenía razón —dijo Humperdinck.
—No ha sido muy inteligente de mi parte haber mencionado ese detalle, lo siento —se excusó Íñigo.
—¿Has ganado al menos tu batalla? —inquirió Westley.
—Sí —repuso Íñigo.
—Tratemos de buscar un lugar para defendernos —dijo entonces Westley—. Por lo menos podremos ir juntos.
—Te ayudaré a levantarte, pobrecito mío —dijo Buttercup.
—Oh, Íñigo, te necesito, por favor, Íñigo —dijo Fezzik—. Me he perdido, me siento muy triste y asustado, y necesito ver una cara amiga.
Lentamente se dirigieron a la ventana.
Perdido y solo, vagando por los jardines del príncipe, estaba Fezzik, llevando de la brida a los cuatro blancos gigantescos.
—Aquí —susurró Íñigo.
—Tres caras amigas —dijo Fezzik subiendo y bajando sobre la punta de los pies, que era lo que siempre hacía cuando miraba hacia arriba—. Oh, Íñigo, acabo de echarlo todo a perder, y me he extraviado. Cuando llegué a los establos y encontré estos hermosos corceles pensé que como eran cuatro, y como nosotros también éramos cuatro, si encontrábamos a la señora… Hola, señora…, pues pensé: «¿Por qué no llevármelos por si en algún momento volvemos a reunirnos?». —Hizo una pausa para reflexionar—. Supongo que ya nos hemos reunido.
Íñigo se mostró tremendamente entusiasmado.
—Fezzik, has pensado por ti mismo.
Fezzik hizo otra pausa para reflexionar.
—¿Quiere eso decir que no estás furioso conmigo por haberme extraviado?
—Ah…, si tuviéramos una escalera… —comenzó a suspirar Buttercup.
—No necesitáis una escalera para bajar hasta aquí —le dijo Fezzik—, no son más que seis metros, yo os cogeré, pero bajad de uno a uno, por favor. No hay luz suficiente, y si bajarais todos a la vez podría fallar.
Y mientras Humperdinck luchaba por despojarse de las ataduras, saltaron, de uno en uno, y Fezzik los cogió suavemente y los depositó sobre los blancos; conservaba aún la llave, de modo que podrían salir por el portal principal, y salvo por el hecho de que Yellin había reagrupado a la Brigada Brutal, habrían podido salir sin ningún problema. Tal y como estaban las cosas, cuando Fezzik descorrió el cerrojo del portal, no vieron otra cosa que brutos armados en formación, dirigidos por Yellin. Ninguno de ellos sonreía.
—Se me han acabado las ideas —anunció Westley meneando la cabeza.
—Esto es un juego de niños —dijo Buttercup para sorpresa de todos, y condujo al grupo hacia Yellin—. El conde ha muerto; el príncipe se encuentra en grave peligro. Daos prisa, quizá os quede aún tiempo de salvarlo. Vamos, marchaos todos.
No se movió ni un solo bruto.
—Sólo me obedecen a mí —dijo Yellin—. Yo soy el encargado de hacer cumplir la ley y…
—Y yo —lo interrumpió Buttercup—, yo —repitió irguiéndose en la silla de montar, con su infinita belleza y unos ojos que comenzaban a inspirar miedo—, yo —repitió por tercera y última vez—, soy
la
REEEEINA.
Resultaba imposible dudar de su sinceridad. O de su poder. O de su capacidad de venganza. Lanzó una mirada imperial a la Brigada Brutal.
—Salvad a Humperdinck —aulló uno de los brutos, y al oírlo, los demás entraron en tropel en el castillo.
—Salvad a Humperdinck —gritó Yellin, que se había quedado solo, pero estaba claro que no lo decía con el corazón.
—En realidad, era una mentira —dijo Buttercup cuando comenzaron a cabalgar hacia la libertad—. Lotharon todavía no ha abdicado oficialmente, pero me pareció que decir «yo soy la reina» sonaría mejor que «yo soy la princesa».
—Lo único que puedo decir es que estoy impresionado —le comentó Westley.
Buttercup se encogió de hombros y repuso:
—Ya llevo tres años asistiendo a la escuela para la realeza, algo tenía que pegárseme. —Miró a Westley y le preguntó—: ¿Te encuentras bien? Me tenías preocupada cuando estabas tendido en aquella cama. Pusiste los ojos en blanco y torciste la cabeza y todo.
—Supongo que me estaba muriendo otra vez, por eso le pedí al Señor del Amor Eterno que me diera fuerzas para vivir todo el día. Está claro que su respuesta fue afirmativa.
—No sabía que existiera un personaje así —dijo Buttercup.
—La verdad, yo tampoco, pero si Él no existiera, yo no tendría ganas de hacerlo.
Los cuatro corceles gigantescos parecían volar hacia el Canal de Florin.
—Entonces, me parece que estamos condenados —dijo Buttercup.
Westley la miró y le preguntó:
—¿Condenados, señora?
—A estar juntos. Hasta que uno de los dos muera.
—Yo ya lo he hecho, y no tengo la menor intención de repetir la experiencia —le advirtió Westley.
Buttercup lo miró y le preguntó:
—¿Acaso no tenemos que hacerlo alguna vez?
—No, si prometemos sobrevivirnos el uno a la otra, y hago esa promesa ahora mismo.
Buttercup lo miró y dijo:
—Oh, mi Westley, yo también.
«Y vivieron felices para siempre», dijo mi padre.
«¡Uau!», exclamé yo.
Mi padre me miró y me preguntó: «¿Acaso no estás satisfecho?».
«No, no es eso, pero es que el final llegó tan de repente que me sorprendió. Pensaba que habría un poco más, es todo. Quiero decir, ¿los esperaba el barco pirata o sólo se trataba de un rumor?».
«Las quejas para el señor Morgenstern. «Y vivieron felices para siempre», así es como termina».
Lo cierto es que mi padre me mintió. Me pasé toda la vida creyendo que acababa así, hasta que hice esta compilación. Entonces eché un vistazo a la última página. Así es como lo termina Morgenstern.
Buttercup lo miró.
—Oh, mi Westley, yo también.
De repente, a sus espaldas, más cerca de lo que imaginaba, oyeron el rugido de Humperdinck:
—¡Detenedlos! ¡Impedidles el paso!
Estaban francamente sorprendidos, pero no había motivos para preocuparse: montaban los corceles más veloces del reino, y ya llevaban la delantera.
Sin embargo, esto fue antes de que la herida de Íñigo volviera a abrirse, de que Westley volviera a recaer, de que Fezzik escogiera el atajo equivocado y de que el caballo de Buttercup perdiera una herradura. Tras ellos, la noche se llenó con los sonidos crecientes de la persecución…
Ése es el final de Morgenstern, una especie de efecto estilo
¿La dama o el tigre?
(esto ocurrió antes que
¿La dama o el tigre?
, no lo olvidéis). Ahora bien, el autor era un satírico, de modo que lo dejó así, y supongo que me di cuenta demasiado tarde de que mi padre era un romántico, de modo que lo acabó de la otra forma.
Y yo soy un compilador, de modo que tengo derecho a expresar algunas ideas propias. ¿Lograron huir? ¿Estaba el barco pirata esperándolos? Vosotros mismos podéis contestar a esas preguntas, pero yo digo que sí. Y que lograron huir. Y que recuperaron sus fuerzas y que vivieron infinidad de aventuras y que se lo pasaron en grande.
Aunque eso tampoco significa que yo crea que tuvieron un final feliz. Porque, y ésta no es nada más que mi opinión, riñeron mucho, y, con el tiempo, Buttercup perdió su belleza y un buen día Fezzik perdió una pelea y un muchachito lanzado derrotó a Íñigo con la espada y Westley nunca logró conciliar bien el sueño por temor a que Humperdinck los encontrara.
Con esto no intento deprimiros, que quede claro. Sino que lo digo porque de verdad creo que el amor es lo mejor del mundo, después de los caramelos para la tos. Pero también debo decir, por enésima vez, que la vida no es justa. Sólo es más justa que la muerte. Es todo.
Ciudad de Nueva York,
febrero de 1973
Probablemente os preguntaréis por qué sólo abrevié el primer capítulo. La respuesta es sencilla: no tenía permiso para hacer más. La explicación que os ofrezco a continuación es más bien personal y lamento que tengáis que escucharla. Parte de todo esto —más que parte, mucho— me resultó doloroso cuando sucedió, y todavía me lo resulta mientras lo escribo para vosotros. Muchas veces no resuelvo bien las situaciones, pero eso no tiene remedio. Morgenstern se comportó siempre con honestidad con su público. No creo que yo deba hacer menos por vosotros…