La princesa prometida (38 page)

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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

BOOK: La princesa prometida
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—Y no te estamos estrangulando —añadió Fezzik—, sólo queríamos que te tragaras la píldora.

—La píldora de la resurrección —le aclaró Íñigo—. Se la compré a Max Milagros, y su efecto dura sesenta minutos.

—¿Qué pasa al cabo de los sesenta minutos? ¿Vuelvo a morirme? —preguntó Westley.

(No eran sesenta minutos; eso era lo que ellos creían. En realidad eran cuarenta, y ya habían perdido uno hablando, de modo que les quedaban treinta y nueve.)

—No lo sabemos. Probablemente te caigas redondo y necesites cuidados durante un año, o lo que tardes en recuperar las fuerzas.

—Ojalá recordara cómo era lo de estar muerto —dijo el hombre de negro—. Para poder apuntarlo. Me haría rico con un libro así. Tampoco puedo mover las piernas.

—Todo se andará. Es lógico que no puedas moverlas. Max dijo que la lengua y el cerebro eran cosas seguras y que probablemente serías capaz de moverte, pero despacio.

—Lo último que recuerdo es que me moría, ¿qué hago entonces aquí, en lo alto de este muro? ¿Somos enemigos? ¿Tenéis nombre? Soy el temible pirata Roberts, pero podéis llamarme Westley.

—Fezzik.

—Íñigo Montoya, de España. Deja que te explique lo que ha ocurrido… —Se interrumpió y meneó la cabeza. Luego prosiguió—: No. Son demasiadas cosas, nos llevaría demasiado tiempo, o sea que permíteme que te lo resuma: la boda es a las seis, lo que nos deja un margen de un poco más de media hora para entrar, raptar a la chica y salir; pero antes tengo que matar al conde Rugen.

—¿Qué tenemos en contra?

—En el castillo sólo hay una entrada habilitada y está vigilada por unos cien hombres.

—Mmm —murmuró Westley, no tan desanimado como habría estado de costumbre, porque en ese mismo momento comenzó a mover los dedos de los pies—. ¿Y a nuestro favor?

—Tu cerebro, la fuerza de Fezzik y mi acero.

Westley dejó de mover los dedos de los pies.

—¿Eso es todo? ¿Nada más?

Íñigo intentó explicárselo.

—Hemos estado sometidos a una carrera contra reloj desde el principio. Ayer por la mañana, por ejemplo, yo no era más que un borracho perdido y Fezzik trabajaba para la Brigada Brutal.

—Es imposible —gritó Westley.

—Soy Íñigo Montoya y no acepto la derrota…, ya se te ocurrirá algo. Tengo plena confianza en ti.

—Se casará con Humperdinck y yo no podré hacer nada —dijo Westley, cegado por la desesperación—. Tendedme otra vez y dejadme solo.

—Te das por vencido muy fácilmente. Nosotros hemos luchado contra monstruos para llegar hasta ti, lo hemos arriesgado todo porque tú tienes la sagacidad necesaria para resolver los problemas. Tengo la confianza plena y absoluta de que tú…

—Quiero morirme —susurró Westley, y cerró los ojos—. Si tuviera un mes para planificar el ataque, quizá podría ocurrírseme algo, pero esto… —La cabeza se le bamboleó de un lado al otro—. Lo siento. Dejadme.

—Acabas de mover la cabeza —comentó Fezzik, haciendo lo imposible por parecer alegre—. ¿Te levanta eso la moral?

—¿Mi cerebro, tu fuerza y su acero contra cien hombres? ¿Y crees que un ligero movimiento de cabeza debería hacerme feliz? ¿Por qué no me dejasteis con la muerte? Esto es peor. Yo aquí tendido, impotente, mientras mi verdadero amor se casa con mi asesino.

—Sé que en cuanto superes tus arrebatos emocionales, encontrarás una…

—¡Aah! Si al menos tuviésemos una carretilla, algo se podría hacer —comentó Westley.

—¿Dónde pusimos la carretilla del albino? —preguntó Íñigo.

—Junto al albino, creo —replicó Fezzik.

—Quizá logremos conseguir una —dijo Íñigo.

—¿Y por qué no la mencionaste entre las cosas a nuestro favor? —inquirió Westley sentándose y mirando las tropas apiñadas en la distancia.

—Acabas de sentarte —dijo Fezzik, e insistió en parecer alegre.

Westley continuó observando las tropas y la pendiente que conducía hacia ellas. Meneó la cabeza, y luego dijo:

—Qué no daría yo por una capa del holocausto.

—En eso no podemos ayudarte —le dijo Íñigo.

—¿Creéis que servirá ésta? —preguntó Fezzik sacando su capa del holocausto.

—¿De dónde…? —comenzó a preguntar Íñigo.

—Cuando tú buscabas la rana en polvo… —respondió Fezzik—. Es que me caía tan bien que la escondí para quedármela.

Westley se puso en pie.

—Está bien. Luego necesitaré una espada.

—¿Para qué? —inquirió Íñigo—. Si apenas podrías empuñarla.

—Es cierto —convino Westley—. Pero eso no es de conocimiento público. Escuchadme bien, cuando estemos dentro, quizá tengamos problemas.

—Y tanto que tendremos problemas —lo interrumpió Íñigo—. ¿Cómo impedimos la boda? Y cuando la hayamos impedido, ¿cómo encontramos al conde? Y cuando lo haya hecho, ¿dónde volveré a encontrarte? Y cuando estemos juntos, ¿cómo huiremos? Y cuando hayamos huido…

—No lo fastidies con tantas preguntas —le ordenó Fezzik—. Tómatelo con más calma, el pobre ha estado muerto.

—Sí, sí, es verdad, lo siento —se excusó Íñigo.

El hombre de negro comenzó a moverse muy, muy despacio en lo alto del muro. Él solo. Fezzik e Íñigo lo siguieron en la oscuridad, en dirección a la carretilla. Del aire se desprendía un cierto entusiasmo; era un hecho innegable.

Buttercup, por su parte, no sentía ningún entusiasmo. En realidad, no recordaba haber experimentado una sensación de calma tan maravillosa. Su Westley vendría a buscarla; ése era su mundo. Desde el momento en que el príncipe la había llevado a rastras a su alcoba, se había pasado las horas siguientes pensando en la manera de hacer feliz a Westley. Era imposible que no pudiera impedir la boda. Ése era el único pensamiento que lograba sobrevivir el recorrido de su mente consciente.

De manera que al enterarse de que la boda sería adelantada, no se mostró en absoluto molesta. Westley siempre estaba preparado para cualquier contingencia, y si podía rescatarla a las seis, tampoco le costaría demasiado esfuerzo hacerlo felizmente a las cinco y media.

En realidad, el príncipe Humperdinck logró organizarlo todo mucho más deprisa de lo que había esperado. Eran las cinco y veintitrés minutos cuando él y su futura esposa se encontraron arrodillados ante el archideán de Florin. Eran las cinco y veinticuatro cuando el archideán comenzó a hablar.

Y las cinco y veinticinco cuando comenzaron los gritos justo delante del portal principal.

Buttercup se limitó a esbozar una leve sonrisa. «Aquí viene mi Westley», fue todo lo que pensó.

En realidad, no era su Westley el causante de la conmoción. Westley hacía lo imposible para bajar solo, sin doblarse, la pendiente que conducía al portal principal. Delante de él, Íñigo luchaba con la pesada carretilla. El motivo de tanto peso era que Fezzik iba montado en ella, con los brazos abiertos y los ojos llameantes, mientras con voz potente y llena de ira exclamaba una y otra vez:

—¡Soy el temible pirata Roberts y no habrá supervivientes!

Su voz reverberaba más y más a medida que su rabia iba en aumento. Su figura imponente, que en total mediría cerca de los tres metros, se deslizaba en la oscuridad acompañada de una voz acorde con tamaña monumentalidad. Pero ése tampoco era el motivo de tanto griterío.

Desde su puesto junto al portal, Yellin se mostró razonablemente molesto al ver al gigante rugiente deslizarse hacia ellos en la oscuridad. No era que dudase de que sus cien hombres serían capaces de despachar al gigante; lo que realmente le molestaba era que el gigante también se daría cuenta de eso, y como era lógico, en la oscuridad de ahí fuera, tenía que haber un buen número de ayudantes gigantes. Otros piratas, lo que fuera. ¿Quién podía precisarlo? No obstante, sus hombres se mantuvieron unidos de un modo notable.

Sólo cuando el gigante se encontró en mitad de la pendiente comenzó a arder alegremente y continuó viaje exclamando de una manera que resultaba de una sinceridad letal:

—¡No habrá supervivientes! ¡No habrá supervivientes!

Fue verlo arder y avanzar alegremente lo que provocó el griterío de la Brigada Brutal. Y cuando el griterío comenzó…, vaya, a todo el mundo le entró el pánico y echó a correr…

8
LUNA DE MIEL

Cuando el pánico estaba ya en marcha, Yellin se dio cuenta de que casi no le quedaba ninguna posibilidad de recuperar con rapidez el control de las cosas. Además, el gigante se encontraba terriblemente cerca, y el rugido de «No habrá supervivientes» dificultaba muchísimo todo tipo de reflexión sólida. Pero, por suerte, tuvo el buen tino de coger la única llave del castillo y de ocultarla en su persona.

También por suerte, Westley tuvo el buen tino de prever tal comportamiento.

—Entregadme la llave —le ordenó Westley a Yellin, una vez que Íñigo con su espada presionó firmemente la nuez de Adán de Yellin.

—No tengo ninguna llave —repuso Yellin—. Lo juro sobre la tumba de mis padres; que el alma de mi madre arda eternamente en el infierno si miento.

—Arráncale los brazos —le ordenó Westley a Fezzik, quien ya comenzaba a quemarse un poco porque el uso de la capa del holocausto tenía un límite; quería quitársela, pero antes de hacerlo, tendió las manos hacia los brazos de Yellin.

—¿Os referís a esta llave? —inquirió Yellin, y la dejó caer.

Una vez que Íñigo hubo apartado su espada, le permitieron huir.

—Abre el portal —le ordenó Westley a Fezzik.

—Estoy muy acalorado —dijo Fezzik—, por favor, ¿puedo quitarme antes esta cosa?

Al ver que Westley asentía, se arrancó la capa llameante y la dejó tirada en el suelo, después descorrió el cerrojo del portal y abrió la puerta lo preciso para que los tres pudieran pasar.

—Vuelve a cerrar y guárdate la llave, Fezzik —le ordenó Westley—. Ya han de ser más de las cinco y media; nos queda media hora para impedir la boda.

—¿Qué hacemos cuando hayamos ganado? —preguntó Fezzik mientras le daba vueltas a la llave y obligaba al enorme cerrojo a cerrarse—. ¿Dónde nos encontramos? Soy de esa clase de personas que necesita instrucciones.

Antes de que Westley pudiera contestarle, Íñigo lanzó un alarido y desenvainó la espada. El conde Rugen y cuatro guardias de palacio doblaban en aquel momento una esquina y corrían hacia ellos. Eran las seis menos veintiséis minutos.

La boda no concluyó hasta las seis menos veintinueve minutos, y Humperdinck tuvo que emplear toda su capacidad de persuasión para lograrlo. Cuando el griterío que provenía del portal principal superó todos los límites de la etiqueta, el príncipe interrumpió al archideán y empleando el más amable de sus tonos le dijo:

—Santidad, mi amada ha vencido mi capacidad para la espera…, os ruego que paséis al final de la ceremonia.

Eran entonces las cinco y veintisiete.

—Humperdinck y Buttercup —dijo el archideán—, soy muy viejo y mis ideas sobre el matrimonio son escasas, pero siento que debo transmitíroslas en el día más feliz de todos.

(El archideán estaba sordo como una tapia, su capacidad auditiva se había visto seriamente mermada desde que tenía unos ochenta y cinco años. En los últimos tiempos, el único cambio que se había producido era un empeoramiento general de su estado. «Humperdinck y Buttercup», había dicho, «Madrimonio». Y a menos que se tuviesen seriamente en cuenta su título y sus logros de antaño, resultaba muy difícil tomárselo en serio.)

—El madrimonio… —comenzó a decir el archideán.

—Santidad, vuelvo a interrumpiros en nombre del amor. Os ruego que paséis lo más pronto posible al final.

—El madrimonio ez un zueño dendro de un zueño.

Buttercup apenas prestaba atención a los acontecimientos. Westley debía de estar recorriendo velozmente los pasillos. Siempre corría de un modo tan hermoso. Incluso cuando estaban en la granja, mucho antes de que ella descubriera lo que había en su corazón, era un placer observar cómo corría.

El conde Rugen era la única otra persona que había en el templo, y la conmoción del portal lo tenía en ascuas. Ante la puerta había apostado a sus cuatro mejores espadachines, de manera que nadie podría entrar en la diminuta capilla, pero, no obstante, donde debería haber estado la Brigada Brutal había un montón de gente gritando. Los cuatro guardias eran los únicos que quedaban dentro del castillo, porque al príncipe no le hacían falta espectadores que presenciaran los acontecimientos que no tardarían en producirse. Si el idiota del clérigo pudiera darse prisa…, ya eran las cinco y veintinueve.

—El zueño de amod envuelto dendro de un zueño mayod de vida etedna. La etednidad es nuestda amiga, decodadlo, y oz acompañada pada ziempde.

Eran las cinco y media cuando el príncipe se puso en pie, se acercó al archideán y con toda firmeza le gritó:

—Marido y mujer. ¡Marido y mujer! ¡Decidlo!

—Ez que aún no he llegado a eza padte —repuso el archideán.

—Acabáis de llegar —le espetó el príncipe—. ¡Ahora mismo!

Buttercup se imaginaba a Westley doblando la última esquina. Afuera esperaban cuatro guardias. A diez segundos por guardia, comenzó a calcular, pero se detuvo, porque los números siempre habían sido sus enemigos. Se miró las manos. «Oh, espero que me siga encontrando bonita —pensó—, porque esas pesadillas me han desgastado mucho».

—Marido y mujer, os declaro marido y mujer —dijo el archideán.

—Gracias, santidad —le dijo el príncipe volviéndose hacia Rugen—. ¡Poned fin a ese tumulto! —le ordenó, y antes de acabar de proferir la orden, el conde corría ya hacia la puerta de la capilla.

Eran las seis menos veintinueve minutos.

El conde y los guardias tardaron tres minutos completos en llegar al portal, y cuando lo hicieron, el conde no podía creerlo, él mismo había visto cómo mataban a Westley y ahí estaba Westley. Acompañado de un gigante y de un tipo aceitunado con unas extrañas cicatrices. Hubo algo en aquellas cicatrices gemelas que le penetró en lo más hondo de la memoria, pero no era aquél un momento para reminiscencias.

—Matadlos —le ordenó a los espadachines—, pero dejad al de tamaño mediano hasta que yo os lo diga.

Y los cuatro guardias desenvainaron sus espadas…, pero demasiado tarde; demasiado tarde y con excesiva lentitud, porque cuando Fezzik se puso delante de Westley, Íñigo atacó: la gran hoja se movió, cegadora, y el cuarto guardia moría antes de que al primero le hubiera dado tiempo a tocar el suelo.

Jadeante, Íñigo se quedó inmóvil durante un momento. Luego se dio media vuelta en dirección del conde Rugen y efectuó una reverencia rápida y ostentosa.

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