Mis problemas empezaron hace veinticinco años, con la escena de la reunión.
¿Recordáis, en mi resumen de
La princesa prometida
, cuando Buttercup y Westley se habían vuelto a reunir justo antes del Pantano de Fuego, me aventuré y dije que pensaba que Morgenstern había engañado a sus lectores al no incluir una escena de reunión de los amantes, de modo que yo había escrito mi propia versión y os la podía mandar si queríais un ejemplar?
Mi último gran editor, Hiram Haydn, tuvo la sensación de que eso había sido un error, que si estás abreviando la obra de alguien no puedes, de pronto, empezar a usar tus propias palabras. Pero a mí me gustaba mucho mi escena de la reunión. De modo que, par; complacerme, me dejó incluir esa nota en el libro sobre la posibilidad de mandarla a los lectores.
Nadie —y por favor, creedme—, nadie pensó que alguien pediría realmente mi versión. Pero Harcourt, el editor original en tapa dura, quedó desbordado; y más tarde Ballantine, el editor en rústica, quedó todavía más desbordado por las peticiones. Me encantó. Eso de que los editores tuvieran que gastar dinero. Mi escena de la reunión quedó destinada al mailing… pero no se llegó a mandar ni una.
Lo que sigue a continuación es la carta de explicación que redacté y que sí fue enviada a las decenas de miles de personas que habían escrito a lo largo de los años solicitando la escena.
Estimado lector:
Gracias por mandar tu solicitud y no, ésta no es la escena de la reunión, debido a una barricada llamada Kermit Shog.
Tan pronto como los libros estuvieron listos y encuadernados, recibí una llamada de mi abogado, Charley —puede que no lo recordéis, pero Charley es a quien llamé desde California para que saliera en medio de la nevada y comprara un ejemplar de
La princesa prometida
en una librería de segunda mano. En cualquier caso, él siempre empieza con un poco de humor talmúdico, con bromas ingeniosas, pero en esta ocasión se limitó a decirme: «Bill, creo que es mejor que vengas», e incluso antes de darme la oportunidad de preguntar por qué, añadió: «Ahora mismo, si puede ser».
Aterrorizado, salí zumbando, preguntándome quién podía haber muerto, o si los de Hacienda venían por mí. Su secretaria me dejó entrar en la oficina y Charley me dijo: «Bill, éste es Mr. Shog».
Y ahí está él, sentado en la esquina, agarrado a su cartera, con un aspecto como de Peter Lorre grasiento. Realmente esperar: que me dijera: «Dame el halcón. Hazlo o tendré que matarte».
—El señor Shog es abogado —me dice Charley.
Y entonces añade lo siguiente, subrayado:
—Representa al legado de Morgenstern.
¿Quién lo hubiera dicho? ¿Quién hubiera podido imaginar que tal cosa existía, un legado de un hombre muerto hace al menos un millón de años de quien, en cualquier caso, nadie había oído hablar aquí? «Tal vez ahora me querrá entregar el halcón», añadió Shog. No, eso no es cierto. Lo que dijo fue:
—Quizá desee hablar un momento a solas con nuestro cliente.
Y Charley hizo un gesto con la cabeza y salió del despacho, y una vez hubo acabado le dije:
—Charley, Dios mío, jamás imaginé…
Y él dijo:
—¿Y los de Harcourt?
Y yo dije:
—Nunca mencionaron nada.
Y él dijo:
—¡Uuuf! —el clásico gruñido que hacen los abogados cuando se dan cuenta de que han defendido a un perdedor.
—¿Qué quiere? —dije.
—Una reunión con el señor Jovanovich —contestó Charley.
Resultó que Kermit Shog no sólo quería una reunión con William Jovanovich, el brillante ejecutivo que dirigía la empresa. También quería enormes sumas de dinero y quería además que la versión no abreviada de
La princesa prometida
fuera publicada con una primera edición descomunal de 100.000 ejemplares. Y, por supuesto, la idea de que yo, pobre de mí, me dedicara a enviar la escena de la reunión a sus lectores por correo murió ese mismo día.
Pero las demandas judiciales empezaron a llover. A lo largo de los años, un total de treinta, de las cuales sólo once me afectaban a mí directamente. Fue horrible, pero lo bueno del caso es que los derechos de autor de Morgenstern caducaban en 1978. De modo que les dije a todos los lectores que solicitaban la escena de la reunión que se estaba confeccionando una lista con sus nombres y que esperaríamos a que pasara el año 1978 y entonces,
voilà!
Pero volví a equivocarme. He aquí parte de la siguiente nota que mandé a toda la gente que solicitaba la escena de la reunión:
Lamento de verdad todo esto, pero ya conocéis la historia que acaba con «no tenga en cuenta el último comunicado, le mandaremos otra carta». Pues bueno, olvidad el hecho de que los derechos de Morgenstern caducaban en el 78. Se trata de un error injustificable, pero el señor Shog, por el hecho de ser florinés, como es natural, tiene problemas con nuestro sistema numérico. Y los derechos caducan, en realidad, en el 87, no en el 78.
Lo peor es que está muerto. El señor Shog, quiero decir. (No me preguntéis cómo lo sé. Fue fácil. Una mañana, sencillamente, dejó de sudar y ya está.) Y lo que empeora todavía más las cosas es que todo el asunto está ahora en manos de su hijo, llamado (no os lo perdáis) Mandrake
[2]
Shog. Mandrake se mueve con toda la verborrea y la velocidad de una lagartija escamada paseando por la orilla de un río.
Lo único bueno que he sacado de todo este embrollo es que finalmente tuve la oportunidad de leer parte de
El bebé de Buttercup
. En la Universidad de Columbia opinan que, por su contenido satírico, es definitivamente superior a
La princesa prometida
. Personalmente, no tengo ningún lazo afectivo con el texto, pero es una gran historia, sin lugar a dudas.
Es curioso, echando la vista atrás, pero en aquellos tiempos no tenía realmente ningún interés en
El bebé de Buttercup
.
Por muchas razones, pero entre ellas ésta: entonces yo escribía mis propias novelas. Para darle sentido a la frase, supongo que de: deciros lo que hice con
La princesa prometida
. Sé que en la cubeta sólo dice «abreviada por» y es cierto, yo pasé de un «buen episodio» a otro «buen episodio». Pero, en realidad, mi trabajo mucho más laborioso.
La princesa prometida
de Morgenstern es un manuscrito de mil páginas. Yo lo dejé en trescientas. Pero no me limité a cortar sus interludios satíricos, sino que hice constantes elisiones. Y había todo tipo de pasajes, algunos de ellos maravillosos, de los que me deshice. Por ejemplo: la terrible infancia de Westley y cómo llegó a convertirse en granjero. Otro ejemplo: cómo el rey y la reina acudieron al taumaturgo Max porque sabían que de alguna manera habían concebido un monstruo (Humperdinck) y se preguntaban si Max lo podía cambiar. El fracaso de Max es lo que motivó su despido, lo cual, a su vez, le provocó una crisis de inseguridad. (Su esposa, Valerie, se refiere a ello cuando le dice a Íñigo: «Tiene miedo de estar acabado, de que los milagros hayan abandonado esos dedos que una vez fueron majestuosos…».)
Consideré que todo esto, por emocionante y conmovedor que sea, está fuera de la trama central de la historia. Hice hincapié en el amor verdadero y el espíritu aventurero, y creo que hice bien. Y creo que los resultados lo demuestran. Morgenstern nunca tuvo un público para su libro; excepto en Florin, por supuesto. Yo lo acerqué a gentes de todo el mundo y, con la película, a una audiencia todavía más grande. Así que, obviamente, yo lo abrevié.
Lo siento, pero también le di forma. También le di vida. No sé cómo querréis llamarlo, pero sea lo que sea lo que hice, obviamente es algo.
De modo que, en aquel momento,
El bebé de Buttercup
no era para mí. La carga de trabajo era una cosa; hubiera significado miles de horas de trabajo. Pero eso no era nada comparado con los ataques constantes de los Shog. Una demanda tras otra terrible demanda, y cada vez tener que defenderme, hacer declaraciones juradas… lo cual, francamente, me parecía terrible, puesto que todas eran ataques a mi honestidad.
Por aquel entonces ya había tenido bastante del señor Morgenstern.
Tampoco había llegado a leer
El bebé de Buttercup
. Una tarde estaba casualmente en la Universidad de Columbia —entregué mis documentos a Columbia— y un chaval florinés me paró y me entregó el borrador de una traducción para que le echara una ojeada. El título entero del libro es éste:
El bebé de Buttercup: El glorioso análisis del coraje hecho por S. Morgenstern, comparado con la muerte del corazón
. Tenía una gran página inicial, algo realmente sorprendente, pero eso es básicamente lo que recuerdo. Entonces ya era para mí un libro más. No me había llegado a tocar el corazón. Todavía.
¿Y qué es lo que hizo cambiar las cosas?
A decir verdad, y por qué no hacerlo, durante la última docena de años mi vida ha sido, cómo podría decirlo, ¿cuál es el contrario de vertiginoso? Bueno, he escrito un montón de guiones de cine y algunos ensayos, pero no he escrito ninguna novela, y por favor, recordad que eso me resulta doloroso, porque en mi corazón eso es lo que soy: un novelista, un novelista que resulta que escribe guiones (Odio cuando a veces me encuentro a alguien y me dice: «Bueno, ¿y cuándo va a salir tu próximo libro?», y entonces yo sonrío y miento y les digo que ahora estoy en la recta final.) Y todas las películas en las que me he metido —excepto
Misery
— me han aportado cierta dosis de decepción.
Vivo solo aquí en Nueva York, en un hotel agradable, con servicio de habitaciones veinticuatro horas al día, y está muy bien, pero a veces tengo la sensación de que, sea lo que fuere que escribí anteriormente y que quizá fuera de cierta calidad, bueno, que esa etapa ya pasó.
Pero, para compensar lo malo, estaba siempre mi hijo, Jason.
¿Recordáis que cuando tenía diez años era ese chico fofo y sin gracia, más bien patosillo? Pues bien, esa fue su fase
delgada
. Helen yo solíamos pelearnos por eso todo el tiempo.
Para cuando cumplió quince años pesaba ya casi ciento cincuenta kilos. Un día volví pronto del trabajo, anuncié mi presencia a voces y me dirigía al armario del vino cuando, de pronto, oí un sonido sobrecogedor…
… un llanto…
… que procedía de la habitación del chico. Respiré profundamente, me dirigí a su puerta, llamé. En aquella época Jason y yo no estábamos muy unidos. El apenas reconocía mi existencia, le importaban un bledo las películas que escribía, ni siquiera se le pasaba por la cabeza abrir ninguno de mis libros. Por supuesto, a mí esto me mataba, pero yo nunca lo reconocí.
—¿Jason? —dije desde el otro lado de la puerta.
El horrible llanto persistía.
—¿Qué ocurre?
—No puedes hacer nada; nadie puede hacer nada; nada puede hacer nada —y luego soltó un terrible
buaaaaa…
Sabía que la última persona a la que quería ver era a mí, per: tenía que entrar.
—Prometo que no se lo contaré a nadie.
Vino a echarse en mis brazos, con las mejillas ardiendo, el rostro desfigurado.
—Oh, papá, soy feo y no tengo amigos, y las chicas se ríen de mí y se burlan de mi gordura.
Tuve que reprimir mis propias lágrimas… porque, veréis, todo aquello era verdad. Y yo estaba ahí atrapado en el momento. No sabía si quería escuchar la verdad de mí o no. Al final tuve que decirle:
—¿Y qué más da? Yo te quiero.
Me abrazó tan fuerte:
—Papi —alcanzó a decir—, papi —y era la primera bendita vez que me llamaba así, con sus lágrimas calientes mojándome la piel.
Ese fue un punto de inflexión.
Durante los últimos veinte años, nadie podría haber pedido un hijo mejor. Más que esto, Jason es el mejor amigo que tengo en el mundo. Pero el auténtico argumento decisivo sucedió al día siguiente.
Lo llevé a la librería Strand, en la esquina de Broadway y la calle 12, un sitio al que voy a menudo para hacer mis consultas, y estábamos a punto de entrar cuando se detuvo y señaló una foto que había en el escaparate, la cubierta de un libro de fotografías.
—¿Quién será?
—Es un culturista austríaco que está intentando hacerse una carrera como actor. Lo conocí la última vez que estuve en Los Ángeles. Quiere ser Fezzik si algún día se hace
La princesa prometida
. (Eso ocurría a finales de los años 1970, hace veinte. Entonces Schwarzenegger no era nadie, pero cuando
La princesa prometida
se rodó finalmente él ya era tan famoso que no teníamos presupuesto para pagarle.) Me gustó, era un joven muy brillante.
Jason no podía apartar la vista del retrato.
Entonces pronuncié las que creo que resultaron ser las palabras mágicas:
—Él también ha sido fofo.
Jason me miró:
—No lo creo.
Yo tampoco lo creía, pero diciéndolo no hacía ningún daño.
—Salió en la conversación —dije—. Me dijo que creía que había llegado todo lo lejos que podía en el mundo del culturismo. Lo que le llevó hasta allí fue el hecho de que de adolescente no le gustaba su aspecto.
Una cosa que juraría que no sabéis de Arnold es que era amigo de André el Gigante. (Creo que todos los fortachones se conocen.) A continuación va una historia que me contó él. La utilicé en la necrológica que escribí cuando André, por desgracia, murió.
André invitó una vez a Schwarzenegger a un combate en México en el que él luchaba ante un público de 25.000 exaltados fans. Después de noquear a su oponente, le hizo un gesto a Schwarzenegger para que subiera al ring.
De modo que, en medio de los gritos, Schwarzenegger sube. André le dice: «Quítate la camisa, están todos locos por que te quites la camisa; yo entiendo el español». Así que Schwarzenegger, avergonzado, va y hace lo que André le dice. Se quita la americana, la camisa, la camiseta y empieza a hacer poses con el torso desnudo. Y entonces André se marcha al vestuario y lo deja que vuelva a reunirse con sus amigos.
Todo había sido una broma. No sabía lo que el público estaba pidiendo a gritos, pero desde luego no era que Schwarzenegger se quedara medio desnudo y posara: «A nadie le importaba un carajo si me quitaba o no la camisa, pero caí de cuatro patas. André era capaz de hacerte ese tipo de cosas».
—¿Cuánto valdrá este libro? —dijo entonces Jason. (Seguimos frente a la librería Strand, recordadlo, y entonces no lo sabíamos, pero la tierra ya se había movido.)