Pude ver el Barrio de los Ladrones, donde Fezzik se reunió con Íñigo, y la estancia en la que Íñigo mató finalmente al conde Rugen está en el tour del castillo. La granja de Buttercup ha sido conservada bastante intacta, pero qué os puedo decir… ¡es una granja! Y por supuesto, el Pantano de Fuego es todavía tan mortal como siempre, no se permite la entrada de nadie, pero sí vi el lugar no muy lejos de ahí en el que los estudiosos locales creen que Buttercup y Westley se sujetaron el uno a otro después de que ella lo empujara por el barranco. (Es donde tuvo lugar la escena de la reunión y, os lo prometo, fue una sensación extraña, estar yo allí, mirando aquel trozo de suelo.)
Todavía no es posible llegar en barco a la isla del Único Árbol por la corriente que la rodea, de modo que alquilé un helicóptero y me paseé. (El Único Árbol es donde fueron a recuperar sus fuerzas. Es donde Buttercup y Westley hicieron el amor por primera vez, y donde nació la pobre Waverly. Probablemente no debería llamarla «pobre Waverly: vivió feliz durante un tiempo, tuvo unos padres que la amaban, al mejor espadachín como guardaespaldas y al hombre más fuerte del mundo como canguro. No se puede pedir mucho más.
Pero, por supuesto, todo cambió con el secuestro; pero ahora es mejor que me calle, antes de que empiece a contaros demasiadas cosas de la historia…
Fezzik persiguió al loco montaña arriba, el loco que llevaba la cosa más preciosa, para Fezzik, que había en este mundo, a la niña misma, al bebé de Buttercup.
«Perseguir» tal vez no era la palabra adecuada. «Tambalearse tras él» quizá lo describía con mayor exactitud. Fuera como fuese, no eran buenas noticias, porque Fezzik, por mucho que se esforzara, se iba quedando cada vez más rezagado. Había dos causas: una era su tamaño. Había cuatrocientos cincuenta metros cuesta arriba, la pendiente era empinada y a Fezzik le resultaba terriblemente difícil encontrar lugares en los que poder apoyar los pies con seguridad. Sus pies enormes y patosos palpaban aquí y allá, buscando donde apoyarse, pero eso le llevaba demasiado tiempo.
Y el loco usaba ese tiempo a su favor, aumentando su ventaja, mirando atrás de vez en cuando con su cara pelada, para comprobar lo lejos que Fezzik se había quedado. Hasta para Fezzik resultaba claro su plan: llegar a la cima, cruzar el altiplano corriendo, seguir por el extremo más lejano y dejar a Fezzik desamparado, intentando todavía completar la ascensión.
La segunda razón por la cual Fezzik no salía adelante era ésta: el miedo. O, para ser más concretos, los miedos. Por el hecho de ser el más grande y el más fuerte, nadie se daba cuenta de que también tenía sentimientos. Por el mero hecho de poder arrancar árboles enteros, la gente no quería saber que los bichitos que habitaban entre las raíces le aterrorizaban, la gente no se creía que su madre tenía que mantener las velas encendidas toda la noche cuando él era (comparativamente hablando) pequeño. Por supuesto, la idea de hablar en público era algo que ni siquiera se planteaba. Pero Fezzik hubiera preferido pasarse el resto de su vida haciendo discursos que enfrentarse a lo que ahora le contemplaba. La posibilidad de
C
A
E
R
S
E
Con nada más que rocas para triturar su cuerpo al final.
Cierto, había escalado los Acantilados de la Locura, pero aquello era distinto. Entonces contaba con una cuerda a la que aferrarse y que le indicaba en qué dirección tenía que avanzar, y contaba con Vizzini insultándole, lo cual siempre hacía que el tiempo transcurriera más agradablemente.
Sólo si el loco hubiera llevado otro tipo de equipaje, Fezzik se habría detenido y habría vuelto a rastras a un lugar seguro. Aunque el equipaje fuera toda la plata de Persia, o una píldora que te tomas una sola vez y dejas de ser un gigante.
Entonces hubiera sido fácil detener la persecución.
Pero se trataba de Waverly, su bendición, y aunque sabía en el fondo de su gran corazón que iba a perder la carrera, aunque sabía que de algún modo acabaría resbalando, Fezzik seguía tambaleándose tras el loco.
Levantó la vista. La niña estaba envuelta en la manta en la que había sido secuestrada… ¿y cuánto tiempo hacía de aquello? Fezzik prefirió no acordarse, porque el secuestro había sido culpa suya. De algún modo, él lo había permitido; había sucedido mientras él vigilaba. Fezzik parpadeó para ahuyentar sus lágrimas de remordimiento. El cuerpo de la niña estaba quieto. Probablemente el loco le hubiera dado alguna poción. Para que resultara más fácil de llevar.
Más arriba, el loco se detuvo, empujó, pateó…
… y rocas enormes empezaron a caer hacia él.
Fezzik hizo todo lo que pudo para apartarse a un lado, pero era demasiado lento. Las rocas le rozaron los pies, desequilibrándolos, y ahora él, Fezzik el Turco, se balanceaba en el vacío, sujeto sólo por la fuerza de unos cuantos dedos.
El loco gritó de alegría, luego siguió trepando, dobló la esquina de una montaña y desapareció de su vista.
Fezzik colgaba en el vacío. Tenía tanto miedo.
El viento empujaba su cuerpo.
Empezaba a sentir calambres en la mano izquierda, de modo que Fezzik la soltó y busco más arriba otro lugar al que agarrarse.
Permaneció allí, pensando, y lo que pensaba no era el terrible miedo que tenía, sino que había conseguido subir un metro entero, usando sólo las manos. ¿Podía volverlo a hacer? Tocó un metro más arriba y encontró otro asidero. «Eso es muy interesante —se dijo—. De hecho he subido sin utilizar los pies. Y he ido más rápido que antes, sin usar los pies».
Hummm.
Y de pronto se dio cuenta de que estaba avanzando. Con el solo uso de sus manos para avanzar, agarrarse, luego otra vez, avanzar, agarrarse, y eso sin usar las cuatro patas, sólo las dos de arriba…
… y avanzaba rápido.
Ahora Fezzik volaba por la montaña. En algún lugar de la otra ladera estaba el loco, probablemente sin apresurarse, confiado en que Fezzik ya no le seguía.
Fezzik aumentó su velocidad, hacia la cima, luego hasta el altiplano, cruzándolo con enormes zancadas, y cuando el loco llegó con el bebé, él estaba esperándolo.
—Me gustaría que me dieras a la niña —dijo Fezzik, con voz tranquila.
—Claro que te gustaría.
El loco no tenía boca. La voz le salía de algún lugar de dentro de su cara pelada. Seguía sujetando el cuerpo de Waverly.
Fezzik avanzó un paso hacia él.
—Puedo exhalar fuego —dijo el loco.
Fezzik sabía que era cierto. Pero no tenía miedo.
Se acercó otro paso más.
—Puedo cambiar de forma —le dijo el loco, ahora más alto, y Fezzik sabía que también era cierto. Pero también sabía otra cosa: que el miedo había penetrado en el corazón de su enemigo.
—Éstas son mis últimas palabras —dijo Fezzik—. Cuando te diga que me entregues la niña, me vas a entregar la niña.
—¡Voy a utilizar mi magia contigo!
—Puedes intentarlo —dijo Fezzik tranquilamente—. Pero aunque no tengas cara, puedo ver lo asustado que estás. Tienes miedo de que te haga daño —hizo una pausa—. Y voy a hacértelo; un daño terrible.
Ahora el miedo latía dentro del loco.
Las grandes manos de Fezzik se acercaron a la manta:
—Dame la niña —dijo, y el loco se dispuso a hacerlo, pero entonces, en vez de eso, lanzó las manos de modo que la niña salió de su manta, rodando hacia el aire de la montaña…
… el impulso la llevó hasta el lado donde estaban los dos hombres, y mientras rodaba, con los ojos abiertos de par en par, y miraba a su alrededor aterrada, vio a Fezzik y levantó los brazos hacia él, mientras caía fuera de la vista, y pronunció el nombre que sólo ella le daba: «Sombra».
Fezzik no tuvo elección. Se lanzó al espacio tras ella, dio su vida por la niña…
Y bien, ¿qué te parece?
Es emocionante, eso lo admito ante Morgenstern. Un pilla-audiencia, como dicen los chicos de la tele. Pero esto es una novela, te da tiempo de desarrollar la trama y los personajes, nadie te amenaza con cambiar de canal. De modo que no me entusiasma. Tampoco me gusta que el capítulo 1 se llame «Fezzik muere».
¿Crees realmente que Morgenstern va a matar a Fezzik? Yo ni en broma, no se lo planteó ni un solo minuto. Dejando de lado el hecho de que es mi personaje favorito. Recuerda lo que hizo por Buttercup y Westley: dejó que le prendieran fuego, justo antes de la lucha en el castillo; encontró los cuatro caballos blancos en los que todos cabalgaron hacia la libertad; y no te creas ni por un instante que Íñigo hubiera llegado hasta el Zoo de la Muerte sin que Fezzik le hubiera acompañado; así que, de algún modo, él salvó a Westley.
Y lo siento, pero no se elimina a alguien así. Está mal. Tan sólo para darle un poco de salsa a tu historia.
En otras palabras, no estoy de acuerdo con esta obertura. De hecho, hay una serie de cosas con las que no estoy satisfecho en este capítulo. Pero ya sabes las razones por las que me tengo que callar.
Y tampoco estoy muy seguro de que deba incluir esta parte sobre Íñigo. Tuve una larga discusión con mi editor, Peter Gethers. Él está en contra de incluirla; la encuentra confusa. Pero, antes de darte mis razones, creo que es mejor que tengas la oportunidad de ver por ti mismo de lo que estamos discutiendo.
Íñigo estaba en Despair.
Era difícil de encontrar en el mapa (eso era después de que se inventaran los mapas), no porque los cartógrafos no supieran de su existencia, sino porque cuando lo visitaron para medir sus dimensiones precisas se deprimieron tanto que empezaron a beber y a ponerlo todo en duda, en especial por qué alguien podía querer ser algo tan estúpido como cartógrafo… Exigía viajar constantemente, nadie sabía nunca tu nombre y, lo peor de todo, puesto que las guerras iban modificando siempre las fronteras, ¿para qué molestarse en hacer ese trabajo? Empezó a circular, entonces, un pacto de caballeros entre los cartógrafos de la época para mantener el lugar lo más secreto posible, no fuera que empezaran a llegar turistas y a morir. (En caso de que insistieras en visitarlo, está más cerca de los estados Bálticos que ningún otro lugar.)
Todo en Despair resultaba deprimente. Nada crecía en su tierra y lo que caía del cielo no provocaba tampoco conversaciones felices. El país entero era húmedo y malsano, y el porqué los nativos no lo abandonaban no era sólo una pregunta, sino la única pregunta. Los nativos no hablaban de nada más. «¿Por qué no nos marchamos?», preguntaban los maridos cada día a sus mujeres, a lo que ellas respondían: «Dios mío, no lo sé, hagámoslo». Y los niños entonces saltaban y gritaban «¡Hurra, hurra! ¡Nos vamos de aquí!». Pero entonces no pasaba nada. Los Bindibus viven en condiciones más horribles pero tampoco viajan demasiado. Había cierto placer en saber que, por muy mal que las cosas anduvieran, no podían andar peor. «Lo hemos soportado todo —se decían los nativos—. En cambio, si recogemos y nos vamos, por ejemplo, a París, saldríamos a la calle y los parisinos nos estarían insultando todo el día».
Íñigo, sin embargo, sentía cierto cariño por aquel lugar. Puesto que fue allí, hacía un montón de años, donde había ganado su primer campeonato de esgrima. Había llegado poco tiempo antes de que empezara el campeonato, y vino con el corazón endurecido. Con las lágrimas apenas contenidas. No era capaz de deshacerse de su pesar, provocado por lo que le acababa de suceder en Italia, en su primera visita al país. Un viaje que había emprendido con tantas esperanzas…
Cuando cumplió veinte años, Íñigo Montoya de Arabella, España, había pasado los últimos ocho errando por el mundo. Todavía no había empezado a perseguir al hombre de seis dedos que había matado a su amado padre, Domingo. No estaba preparado y no iba a estarlo hasta que el gran maestro de la espada, Yeste, lo proclamara así. Yeste, el mejor amigo de su padre, no le mandaría nunca a la caza si tenía puntos débiles. Los puntos débiles no le traerían la muerte sino, mucho peor, la humillación.
Íñigo sabía una cosa y sólo una: cuando finalmente encontrara al hombre que lo atormentaba, cuando finalmente fuera capaz de enfrentarse a él y decirle «Hola, me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre; disponte a morir», no habría lugar en su mente para la derrota. El hombre de seis dedos era un maestro. Y así, preparándose para estar a la altura del maestro, Íñigo había recorrido el mundo. Haciéndose más fuerte a medida que crecía, aprendiendo de quienquiera que pudiera enseñarle los misterios que había que resolver. Más tarde había empezado a especializarse. Sus talentos eran más que extraordinarios, pero todavía no lo bastante buenos como para obtener la bendición de Yeste.
Había estado en Islandia hacía poco, para pasar unos meses con Ardnock, el gran experto en terrenos helados. Íñigo ya dominaba la lucha desde abajo y desde arriba, desde los árboles y desde rocas, en los rápidos. Pero ¿y si el hombre de seis dedos era de más al norte, y allí luchaban sobre la escarcha, o sobre hielo recién regado? ¿Y si Íñigo, desvalido y resbaladizo, perdía el equilibrio, perdía la batalla, lo perdía todo?
Después de Islandia se pasó medio año en el ecuador, estudiando con Atumba, el maestro del calor, porque ¿y si el hombre de seis dedos venía de un país cálido? ¿Y si la pelea tenía lugar el día más caluroso, a más de cincuenta grados, y la empuñadura de su espada se humedecía un momento en su mano?
Ahora, con veinte años recién cumplidos, estaba en Italia para visitar a Piccoli, el pequeño anciano, el reconocido rey de la mente. (Piccoli era descendiente de la línea más famosa de grandes maestros italianos. Otra rama estaba centrada en Venecia y enseñaban canto a todos y cada uno de los más famosos tenores italianos cuyo nombre acaba en vocal.) Íñigo sabía que no iba a ser capaz de pensar cuando llegara la batalla de su muerte. Su mente tendría que ser un día de primavera, y sus movimientos tendrían que salir por ellos mismos, sus giros y contorsiones e impulsos tendrían que fluir todos de manera espontánea.
Piccoli vivía en una pequeña casa de piedra, y era empleado del conde Cardinale, el hombre extraño y misterioso que controlaba casi todo el país. Piccoli había oído hablar de Íñigo porque, aunque Yeste era el mejor y más famoso fabricante de espadas, corría el rumor de que, cuando se enfrentaba a un empeño que lo superaba hasta a él, se iba al pueblo de Arabella, en lo alto de las colinas que se levantan sobre Toledo, a la cabaña de un tal Domingo Montoya, un viudo que vivía con su joven hijo.