—¡Lo prometo! ¡Lo prometo!
Eadric y yo nos alejamos del río como si el dragón estuviera pisándonos los talones; saltamos un zarzal y nos refugiamos en otro prado, antes de que el hada pudiera decir «rana, rana, ranita» tres veces.
—¿Te importaría ponértelo ahora? —preguntó Eadric todavía jadeando—. No quiero presionarte, pero quién sabe que pasará si esperas más.
—Espera un momento —dije, y dejé el brazalete en el suelo. Aunque la pulsera no había cambiado de tamaño la vez anterior, quería tomar mis precauciones. Así que me senté, me lo puse en la muñeca y tamborileé en el suelo con los dedos del pie.
—Ven a sentarte aquí, Eadric.
Acudió a mi lado a toda prisa y, entreabriendo los labios, me dijo:
—Listo.
—¡Ojalá funcione!
Crucé los dedos y me incliné para besarlo.
Por el rabillo del ojo distinguí al perro blanco trotando por el prado, con el hocico muy levantado husmeando el aire. Una golondrina alzó el vuelo a sus pies, pero la bestia movía la cabeza de un lado a otro buscando un rastro, ajeno a todo lo demás. Así pues, cerré los ojos y besé a Eadric aplastándole los labios. Como no pasó nada y él agachó la cabeza, desalentado, me entraron ganas de llorar.
La brisa transportó nuestro olorcillo hasta donde se hallaba el perro. Éste irguió las orejas, giró la cabeza y trotó hacia nosotros meneando la cola como un banderín. Ya me resignaba a una muerte segura cuando sentí el típico hormigueo en los dedos de las manos y los pies; se propagó por piernas y brazos y el escalofrío me recorrió de arriba abajo, seguido del dulce vértigo dorado. Una vez más, sentí 1a cabeza ligera y llena de burbujas; una vez más, el tremendo ventarrón me arrojó al suelo y la nube gris me cubrió los ojos. Pero todavía tuve tiempo de mirar al perro y ver que él también se desplomaba.
C
uando desperté, la cabeza todavía me daba vueltas y no conseguía enfocar la vista. Poco a poco fui recobrándola, pero todo parecía diferente; por ejemplo, los colores eran más opacos y no había tantos. Meneé la cabeza, molesta por un extraño zumbido que amortiguaba los sonidos de alrededor, y mirándome de arriba abajo, vi que llevaba la misma ropa que el día que me había convertido en rana. El vestido y la túnica estaban un poco embarrados, pero no mucho más que cuando había besado a Eadric, y mis zapatitos de cuero seguían húmedos y cubiertos de barro todavía fresco.
Oí un ruido y me volví hacia Eadric, que luchaba por levantarse. Llevaba puesta una gruesa capa de viaje y las botas estaban salpicadas de lodo; unos enredadísimos rizos castaños le enmarcaban la acusada quijada; los ojos eran risueños y la nariz, tan prominente como la mía. Era algo rollizo y no muy alto, pero me pareció el hombre más guapo que había visto en mi vida.
Me miró sonriendo de oreja a oreja y, soltando una carcajada, exclamó:
—¡Lo hemos conseguido!
—¡Por fin! —asentí yo.
En los últimos días había estado tantas veces al filo de la muerte que me sentía casi mareada por la emoción al haber recuperado la forma humana.
—Eres muy guapa, Emma.
—Tú también.
—¿No quieres quitarte esas alas?
Se inclinó detrás de mí y me arrancó algo del vestido: sostenía en las manos las alas de libélula, ya rotas y descoloridas.
—¡Dámelas! —Se las arrebaté—. ¡Pienso guardarlas siempre!
—¿Para qué? ¡No merece la pena!
—¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¡Parecía el hada más hermosa del pantano con ellas puestas!
Me levanté y noté los miembros rígidos y adormecidos; di un paso al frente, tropecé con mis propios pies y caí en brazos de Eadric. Le apoyé la cabeza en un hombro y él me acunó y me miró a los ojos.
—Estaba a punto de pedirte que me dieras otro beso —dijo con un brillito en los ojos.
—Nunca te das por vencido, ¿eh? Pues, ¡lo siento! No pienso besar a nadie más hasta que le devuelva esto a tía Grassina. —Levanté el brazalete y lo hice tintinear junto a su oreja—. No quiero...
—Correr ningún riesgo.
—Si no tenemos cuidado, acabaremos terminando el uno las frases del otro, como
Clifford
y
Louise.
—¿Como quiénes?
—Dejémoslo. Ya te lo contaré en otra ocasión.
A todo esto, percibimos el resoplido de un animal a nuestras espaldas. Nos volvimos aterrados, como si hubiéramos oído rugir a un dragón, pero se trataba de un caballo blanco, de crin plateada, que yacía de costado en el suelo y trataba de ponerse en pie. Iba ensillado con una montura principesca.
—¡Eadric! —relinchó—. ¿Por qué huías de mí?
—¿Eres
País
? —cuestionó Eadric, protegiéndose del sol con la mano para verlo mejor—. ¿Eres tú?
—
¿País,
has dicho? —pregunté.
—¡Es
País de Sol,
mi caballo! Lo até a un árbol para ir a buscar la mandrágora y fue entonces cuando topé con Mudine. ¡He estado muy preocupado por ti,
País
!
El caballo piafó, dio un empellón y se puso en pie con las patas temblorosas.
—¡Jo, me duele todo! —rezongó.
Volvió a resoplar y miró a Eadric, que me dejó caer al suelo y se puso también de pie.
—¡Oye! —dije tratando de sentarme—. ¡Mira lo que haces!
—¡Ay, perdona! ¡Es que es
País
!
Miré al caballo otra vez y me resultó extrañamente familiar.
—¡Eh, está donde se hallaba el perro cuando nos dimos el beso! —comenté—. ¡Es el perro blanco que nos perseguía!
—No creerás que Mudine le lanzó también un conjuro, ¿o quizá sí?
—¡Es posible! Tal vez por eso nos buscaba.
Eadric se acercó trastabillando a su caballo y le dijo:
—¡Ay,
País,
siempre supe que eras el más leal de los caballos! ¡Querías estar conmigo, aunque yo fuera un sapo!
Suspiró y lo abrazó por el cuello.
País
se le recostó en un hombro y casi lo tiró de espaldas; volvió a resoplar y le despeinó los rizos castaños a su amo.
—¡Te he buscado por todas partes! Yo vi cómo esa mujer te convirtió en sapo, pero luego me hechizó a mí también. ¡Me convirtió en perro, Eadric! No te imaginas por lo que he pasado. ¡Sentía ganas de olerlo todo! Y comía cosas asquerosas, aunque no me apetecían, pero no podía evitarlo. No sabes cuánto me alegra haberte encontrado. Estaba convencido de que en cuanto te hallara todo iría bien. ¡No vuelvas a abandonarme nunca!
—Todo saldrá de maravilla,
País.
Ya he vuelto —lo tranquilizó Eadric dándole otro abrazo.
—Te apuesto a que
País
te daría un beso si se lo pides —le sugerí sonriendo a mi amigo, y yo también solté un resoplido muy poco apropiado para una dama.
—No me atrevo. Con toda la magia que hay en el ambiente, quién sabe qué podría ocurrir.
—Hablando de magia... tenemos que ir a buscar a mi tía. Estaba muy rara... ¡Parecía que la hubieran encantado! Además, se fue en dirección a las flores...
Eché a andar por el prado y Eadric vino tras de mí llevando de las riendas a
País.
Tenía la impresión de que estábamos en otro mundo, pues lo veía todo mucho más pequeño que cuando era rana: las hierbas que antes nos tapaban el sol me llegaban a las corvas y casi no reconocí el pastizal, que me rozaba las rodillas. Era desconcertante verlo todo tan distinto. Noté que Eadric también estaba perplejo cuando se restregó los ojos ante una mariposa; un momento antes nos habría parecido enorme, pero ahora era de un tamaño regular.
Oímos voces cuando nos acercamos al sauce e incluso creí que era la risa de Grassina. Convencí a Eadric para que atara al caballo a una rama, me remangué el vestido y, tropezando por el escabroso terreno, enfilé hacia donde debía de estar mi tía. Pasamos por delante de la madriguera de la nutria, todavía siguiendo el rumor de las voces, y nos encaramamos a unas rocas que sobresalían de la orilla. Grassina estaba justo detrás de ellas, con la nutria enroscada a sus pies; alzó la vista al oírnos llegar y me quedé mirándola perpleja: sonreía con franca alegría y sus ojos brillaban de felicidad.
—¡No era un sapo! —dijo acariciando la pata de la nutria—. Por eso no logré encontrarlo. ¡Y pensar que los besé a todos! ¡Mamá lo convirtió en nutria! Emma, Eadric, os presento a Haywood, ¡mi prometido!
Haywood apartó los ojos de Grassina con pesar y, contemplando a Emma, exclamó:
—¡Así que tú eres la sobrina de Grassina! ¡Pero si sois idénticas! Y tú debes de ser su novio, Eadric. Ella me ha contado mil cosas de vosotros.
—No soy su novio exactamente —dijo Eadric, y me lanzó una mirada.
—Vi a Haywood en la bola de cristal —explicó mi tía— y tuve el presentimiento de que la nutria era él. Me ocurrió lo mismo que cuando alguien va a mi cuarto y sé quién es antes de que llame a la puerta. Luego vine a observarlo de cerca... Y comprobé que el encantamiento había cambiado su apariencia, pero no su espíritu.
—Si tiene esa percepción, ¿por qué cuando nosotros fuimos a verla, no supo quiénes éramos? —preguntó Eadric, indignado—. Emma tuvo que contarle toda la historia, y aun así usted no estaba segura.
—El corazón me decía que era Emma, pero mi cerebro respondía que no podía haberse convertido en rana. Yo misma le había dado el brazalete, así que no me parecía factible. Pero, esta vez, confío en mi corazón, y me dice que éste es el mismo Haywood, al que mi madre hizo desaparecer.
—Me temo que he envejecido un poco —dijo la nutria acariciándole la mano con la pata.
—No serás más viejo que yo.
—Querida Grassina —replicó la nutria mirándola a los ojos—, cómo me gustaría que las cosas fueran como antes. No he dejado de desearlo ni un día en todos estos años. ¿Crees que existe alguna posibilidad?
—¡Ay, Haywood! ¡Es lo que más quisiera en el mundo!
—¡Pues daos un beso! —sugirió Eadric mirándome de reojo—. A ver qué pasa. —Al percatarse de mi cara de sorpresa, añadió—: A nosotros nos fue bien, ¿no?
—¡La primera vez no! Tía Grassina, no llevarás puesto otro brazalete para revertir conjuros, ¿verdad? ¿O algún collar? ¿O algo por el estilo?
—No, Emma, no creo...
—¿Entonces a qué esperáis? —los incitó Eadric, balanceándose como un tentetieso, como si también él estuviera impaciente.
—A nada... —replicó mi tía.
Entonces ella se inclinó hacia la nutria hasta que sus bocas estuvieron a unos centímetros de distancia. Sus rostros quedaron tapados tras la cabellera de mi tía y, cuando por fin se separaron, ambos se miraban con ojos soñadores. Esperamos un ratito, atentos a alguna señal de la transformación de Haywood... Aguardamos un poco más, pero no se produjo ningún cambio. Haywood agachó la cabeza, abatido, y Grassina suspiró.
—Ya me imaginaba que no nos saldríamos con la nuestra —comentó él—, pero tenía la esperanza...
Hacía apenas unas semanas, me habría resultado francamente extraño ver a mi tía mirando a una nutria con tanto amor, pero después de mi breve vida de rana, me sentía mucho más solidaria.
—¡Ya sé qué podemos hacer! —grité, exaltada, después de tanta inactividad. Todos se volvieron a mirarme y, convencida de que estaba en lo cierto, insistí—: Haywood, ¿te indicó la abuela qué tenías que hacer para librarte del encantamiento?
—Sí me lo dijo, pero ha pasado mucho tiempo... Tenía algo que ver con un botellín de aliento de dragón y la concha de unas caracolas.
—¡Jo! —renegué—. ¡Ya sabía yo que echaríamos de menos la botellita! Pero no importa. Si una bruja hace un conjuro también puede deshacerlo, así que lo único que tenéis que hacer es hablar con la abuela.
—¿Tú crees que nos ayudará? —preguntó Haywood—. Dudo que le caiga mejor ahora que antes.
—Nos ayudará, ya verás. Pero hay que planteárselo con astucia. Veréis, cada vez que vamos a visitarla se queja de que sólo tiene una nieta, que soy yo. Pero si Haywood vuelve a ser humano y os casáis...
—¡Podrá tener muchos más nietos! —exclamó Eadric—. A no ser que vosotros ya no estéis para...
—¡Eadric, por favor! —Grassina se puso roja como un tomate. Nunca la había visto ruborizarse tanto.
—¡Creo que Emma ha tenido una idea fantástica! —aseguró Haywood—. Cuando Grassina y yo nos casemos, tengo la intención de volver a estudiar y quizá montemos un consultorio juntos, ¡tal como planeábamos!
Ambos volvieron a mirarse a los ojos y comprendí que Eadric y yo estábamos de más. Sin embargo, había algo que debía hacer antes de marcharme.
—Toma, tía Grassina. —Y le entregué el brazalete—. Es precioso, pero me temo que ya no me sentiré cómoda con él.
—Te comprendo, sobrina. —Apartó los ojos de su enamorado un instante y metió el brazalete en la bolsa que llevaba atada a la cintura.
—Si ahora beso a alguien... —insinué.
—¿Eh? Ah, no, ya no te convertirás en nada.
—¡Por fin soy libre! ¡Qué bien! Sólo una pregunta más, tía: ¿por qué Eadric y yo todavía entendemos a los animales, aunque ya somos humanos?
—Porque ambos habéis sido animales también. Tú conservarás esa habilidad porque eres bruja, pero Eadric puede perderla si no practica a menudo. ¿Alguna pregunta más?
La tía me guiñó el ojo y entendí al momento la indirecta.
—¡Nada en absoluto! Ven conmigo, Eadric. Nos vamos.
Habría preferido salir de escena con elegancia, pero Eadric y yo estábamos tan magullados que tuvimos que apoyarnos el uno en el otro al subir la cuesta. Ya en la cima, vimos un pequeño corazón tallado en la corteza de una vieja encina, dentro del cual habían escrito: «Grassina y Haywood, para toda la vida». Comprendí que Haywood había extrañado a su enamorada tanto como ella a él.