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Authors: E. D. Baker

Tags: #Infantil y juvenil

La princesa rana (7 page)

BOOK: La princesa rana
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—Mi hermano pequeño.

—¿Y tú le creíste? Yo no tengo ningún hermano pequeño, pero aseguran que no son muy de fiar. Me parece que estaba tomándote el pelo.

—Supongo que sí.

Eadric parecía tan triste que sentí lástima.

—Seguro que no te lo habría dicho si hubiera sabido en qué acabaría todo.

—Probablemente no —admitió Eadric—. No es un mal chico.

—No sabía que en el fondo fueras tan romántico.

—¡Romántico! ¿Eso te parece? Yo suponía que estaba pasando una mala racha, pero lo más lamentable de todo es que, unos meses después de convertirme en sapo, volví a ver a la princesa y casi me atropella con su carruaje cuando yo cruzaba el camino. El carruaje estaba adornado como si se dirigiera a una boda, así que ella debe de haberse casado; supongo que mi rival ganó sin ningún esfuerzo. De hecho, ya se veían muy a menudo cuando yo era humano, y por ese motivo seguí el consejo de mi hermano. ¡Estaba desesperado!

—No has acabado de contarme la historia. ¿Qué pasó cuando fuiste a buscar las hojas?

—Nunca las encontré pero, en cambio, me topé con la bruja. También ella andaba buscando plantas esa noche. Tropezamos en la oscuridad y fue muy desagradable, créeme. Como iba cubierta de andrajos y apestaba, se me ocurrió hacer un comentario acerca de su ropa y su higiene personal. Se lo tomó a mal y... ¡zas! ¡El príncipe se convirtió en sapo!

—Vaya... Oye, ¿cuánto falta para llegar?

—Es aquí mismo. Podemos esperar debajo de este moral; es el mismo lugar donde pasé la primera noche de mi vida de sapo. Si han caído algunas moras podridas, debe de haber bastantes bichos.

Salimos del agua y nos acomodamos debajo del árbol. Por desgracia, no había moras podridas, ni bichos, aunque las hojas nos protegían de la lluvia. El viaje había sido largo y extenuante y llevábamos varios días sin descansar adecuadamente. Con el tamborileo de la lluvia sobre las hojas, no tardamos mucho rato en caer dormidos.

Ocho

C
uando despertamos, el aire estaba limpio y fresco, la lluvia había cesado y la luna asomaba por entre las nubes, bañando el paisaje con una luz espectral. Hablábamos en susurros para no perturbar el silencio después del aguacero.

—¿Ya es medianoche? —pregunté.

—No lo sé, pero no debe de faltar mucho.

—Quiero darte las gracias.

—¿Por qué?

—Por traerme aquí, aunque no querías venir. No debe de hacerte ninguna gracia ver otra vez a esa bruja, pero dijiste que me ayudarías y lo has hecho. Así que, gracias.

—De nada. No lo hago sólo por ti, ¿sabes? Yo también quiero volver a convertirme en humano. No obstante, si quieres agradecérmelo, hay algo que puedes hacer por mí.

—¿Qué deseas? —pregunté, aunque ya adivinaba la respuesta.

—Dame un beso.

Estiró el cuello hacia mí y me ofreció los labios.

—¿En un momento así? ¡La bruja puede aparecer ahora mismo!

—¡Pero yo no quiero besar a la bruja!

—No es eso...

—Escucha —me advirtió Eadric—. Creo que oigo algo.

Lo oímos los dos. Alguien se aproximaba haciendo bastante ruido.

—¡Mira! ¡Debe de ser ella!

Una luz oscilaba a ras del escabroso suelo, y escuchamos claramente unos pasos golpeando fuertemente en el barro, en medio del silencio nocturno.

La luna llena recortó la silueta de la bruja, aunque no le iluminaba la cara. La lamparita que llevaba la mujer estaba provista de una pantalla ajustable, de modo que enfocaba solamente el suelo dejándole el rostro en sombras. De este modo, bajo la vaga luz de la luna, parecía una aparición fantasmal: el cabello le caía suelto y enmarañado sobre los hombros, caminaba arrastrando las largas vestimentas negras y, a cada paso, salpicaba barro y quebraba ramitas.

Eadric y yo nos agazapamos bajo el moral tratando de darnos valor mutuamente. La bruja, absorta en su excursión de medianoche, estaba cada vez más cerca.

—Date prisa —le dije a Eadric—. Si se marcha perderemos la oportunidad.

—No sé qué hacer y tengo un mal presentimiento. La última vez no me fue muy bien con ella.

—Ve, por favor. Para eso estamos aquí. Mira, yo iré contigo; sólo tienes que ser amable y discreto esta vez. Y recuerda: ¡nada de sarcasmos!

—Vale, pero deja de darme tantas órdenes. Ya tengo bastante con todo lo demás.

Así pues, nos plantamos de un brinco delante de la bruja, pero tuvimos que taparnos los ojos cuando nos encandiló con el farolillo.

—¡Señora! —la llamó Eadric—. Tenemos que hablar con usted. ¡Es urgente! —La bruja se detuvo y dejó el farol en el suelo—. Tal vez se acuerde de mí —prosiguió Eadric con cautela, tratando de vislumbrar la cara de la bruja—. Nos conocimos aquí una noche y tuvimos una breve conversación. Yo hice un comentario sobre su manera de vestir y usted me convirtió en sapo.

—Continúa —lo animó la bruja.

—Usted me dijo que seguiría siendo un sapo hasta que una princesa me diera un beso. Pero una princesa me besó y no pasó nada. ¡Ayúdeme, por favor!

—¿Cómo que no pasó nada? —exclamé yo—. ¡Me convertí en rana también! ¡No me dirás que eso no es nada!

—Ésta es la princesa Esmeralda —me presentó Eadric—. Fue ella la que me besó.

—Eso no tendría que haber ocurrido —dije yo—. Tal vez usted se equivocó al hacer el encantamiento...

—¡Chissst, Emma! ¡Se va a enfadar! ¡Tú misma me dijiste que fuera discreto!

—Pero yo...

Eadric, después de carraspear, le habló de nuevo a la bruja.

—Bueno, no hemos venido aquí para acusarla; sólo queremos pedirle ayuda.

—¿Ah, sí? —dijo la bruja con voz amable—. ¿Y cómo podría ayudaros?

Las palabras me salieron solas de la boca.

—Conviértanos otra vez en humanos y recibirá una generosa recompensa —dije, envalentonada—. Mis padres harán lo que sea con tal de que vuelva a casa.

—No me digas. ¡O sea que soy una bruja muy afortunada! Vaya, vaya... —La voz de la bruja ya no revestía ninguna dulzura—. ¡Os habéis equivocado conmigo, renacuajos! ¿O debería llamaros altezas?

En un abrir y cerrar de ojos, la bruja soltó el saco que llevaba en la mano, se abalanzó sobre nosotros y nos levantó hasta la altura de sus ojos. Mirándonos de hito en hito, nos dio la vuelta y nos examinó de arriba abajo.

—Dos especímenes formidables. Me venís de perlas.

Por fin le vimos el rostro: se trataba de una bruja joven, de cabello largo y rizado, que se lo teñía de negro porque se le veían las raíces de color castaño, ojos negros y hundidos, pómulos pronunciados y piel pálida. Iba vestida toda de negro, desde el raído vestido largo y el deshilachado chal hasta los cuarteados zapatos de cuero.

—¡Emma —murmuró Eadric, aterrado—, no es ella! ¡Ésta no es la bruja que me encantó!

—Qué listo eres, principito. Nunca he convertido a nadie en sapo, pero andaba buscando un par de bichos como vosotros. ¡Habéis tenido mala fortuna, pero yo no, porque es fantástico encontrar a dos ranas parlantes en una sola noche! Parece que finalmente mi suerte empieza a cambiar.

Mientras canturreaba, la bruja abrió el saco y nos tiró dentro, donde reinaba una oscuridad total y apestaba a moho. Caí de espaldas, aunque conseguí darme la vuelta después de retorcerme y patalear, y traté desesperadamente de agarrarme al burdo entramado deseando llevar mi brazalete porque, por lo menos, nos habría proporcionado un poquito de luz. Enseguida la mujer levantó el saco y nos desplomamos hasta el fondo, amontonándonos uno encima del otro.

—¡Ay! —gruñó Eadric acariciándose la cabeza—. No me des codazos, ¿vale?

—Lo siento, no lo he hecho adrede —me disculpé—. Tal vez si nos sentamos...

Intenté patear el saco, pero como el peso de nuestros cuerpos tensaba la tela, mi pata rebotó y fue a dar de lleno en el buche de Eadric.

—¡Uuuf! —dijo doblándose sobre sí mismo.

—¡Ay, lo siento! —me disculpé otra vez—. ¿Estás bien?

Lo había dejado sin respiración y tardó un momento en responder. Cuando por fin contestó sin aliento, me sentí fatal.

—Ya estoy mejor... pero ¡quédate quieta!

Traté de apartarme unos centímetros, pero allí dentro estábamos demasiado apretujados el uno contra el otro. En éstas, el saco se balanceó como un péndulo cuando la bruja echó a andar; iba hablando sola en murmullos incomprensibles. De repente se detuvo y dejó caer con brusquedad el saco. Eadric y yo percibimos que se alejaba, aunque se quedó por los alrededores.

—¡Rápido! —urgí—. Trata de abrir el saco. ¡Tal vez podamos escapar!

Eadric se rebulló a mi lado y yo me encogí para facilitarle el paso hasta la boca del saco.

—Nada —dijo al cabo de un momento—. Le ha hecho un doble nudo.

—¡Bah, da igual! Con la suerte que tenemos, volvería a atraparnos. ¿Habías visto alguna vez una bruja más malvada que ésta? Le importa un comino quiénes somos; no le interesa que pertenezcamos a la realeza, sino sólo que sepamos hablar. ¿Qué haremos ahora?

—Lo siento, lo siento mucho —se excusó Eadric—. Si no te hubiera pedido que me dieras un beso...

—Yo me habría perdido el conocer al mejor amigo del mundo. No te eches la culpa; nadie me obligó a besarte. Y si no fuera por mí, tampoco habríamos venido aquí a hablar con la bruja. Así que no te culpes más y ayúdame a pensar cómo podríamos ponernos cómodos aquí dentro.

—Tal vez si cada uno se sitúa en un lado del saco...

—Acabaremos otra vez uno encima del otro. Será más adecuado que nos quedemos juntos para no chocar entre nosotros cuando vuelva a levantarlo.

—Yo tengo otra idea mejor: abracémonos para no hacernos luego un revoltijo.

—Bueno, probemos.

—Y ya que estamos... ¿por qué no me das un beso?

—¿Qué?

—¿Quién sabe qué tendrá en mente esa bruja? Tal vez nos arroje en un caldero de agua hirviendo o nos ofrezca como merienda a un dragón. Quizá sea la última oportunidad de demostrarnos lo que sentimos el uno por el otro.

—Demostrarnos lo que... ¿Estás loco? ¡Lo último que quiero hacer en este momento es darte un beso!

—Vale, vale. A mí no me parecía tan mala idea.

—¡Ya te lo he dicho! —dije exasperándome—. ¡No quiero correr ningún riesgo!

A todo esto, el suelo retumbó con los pasos de la bruja y, de pronto, la boca del saco se abrió y vislumbramos la luz de la luna.

—¿Y si tratamos de escapar? —le susurré al oído—. Porque si ella luego...

Una pequeña planta cubierta de espinas, cuyas embarradas raíces destilaban gotitas de olor acre, nos cayó encima de la cabeza. Escupí y me tapé la cara con las manos.

—¡Ay! —chilló Eadric—. ¡Me he clavado una espina!

—Trata de no hablar. ¡Esto sabe inmundo! —le aconsejé, después de escupir también un poco de barro.

Entonces la bruja levantó el saco y lo cargó otro trecho. Al cabo de un rato volvió a abrirlo, pero esta vez sólo metió un puñado de hojas. Sin embargo, me estremecí al reconocer la forma que tenían porque eran las de una encina venenosa, pero ya no había remedio.

«Hasta aquí hemos llegado», pensé.

Por lo general, bastaba con que una sola de esas hojas me rozara para que me saliera un sarpullido. ¡Y ahora me cubrían toda la espalda!

La bruja levantó de nuevo el saco y Eadric y yo tensamos los músculos, esperando el siguiente impacto contra el suelo. Sin embargo, el saco siguió balanceándose mientras ella chapoteaba por entre los barrizales. Poco después Eadric empezó a gimotear.

—¿Qué tienes? —pregunté—. ¿Te has clavado otra espina?

—No —murmuró.

—¿Te molesta el barro?

—No.

—¿Qué te pasa, entonces?

—Son estas sacudidas. No me encuentro bien.

—Respira hondo y piensa en otra cosa. O al menos date la vuelta si vas a vomitar.

Si la casa de la bruja hubiera estado mucho más lejos, no habríamos sobrevivido. Antes de llegar, Eadric iba berreando a voz en cuello y yo tenía miedo de que muriera por el camino: daba tales gritos que, si no se moría de mareo, yo misma lo habría estrangulado para poner fin a su sufrimiento. Quién sabe si todos los sapos berreaban así cuando estaban mareados, o sólo lo hacían los sapos que habían sido príncipes.

Me tapé las orejas para no oírlo hasta que la bruja puso el farolillo sobre una mesa. Entonces abrió el saco, nos pescó con las manos y nos metió en una pequeña jaula de mimbre. Me dejé caer en el suelo dándome vueltas la cabeza, mientras ella cerraba la portezuela y echaba varios pasadores.

—Ahí os quedaréis encerrados mientras me preparo —sentenció.

—¿Para qué? —pregunté.

Notaba la mente algo más despejada.

La bruja me ignoró y vació el saco en una mesa desvencijada en el centro de la habitación.

—¡Oye, brujilda! ¿Para qué tienes que prepararte? —repitió Eadric con voz temblorosa. Nos dio la espalda y se quitó el chal—. ¿Nunca te han dicho que eres una maleducada? —El tono de voz sonaba más firme—. Nos has secuestrado, nos metes en una jaula sin ninguna explicación y luego aspiras a que nos comportemos como animales decentes. No tienes ni idea de quién soy yo. ¡Me las vas a pagar!

—¡Chissst, Eadric! —susurré—. ¡Estás empeorándolo todo!

—¿Cómo puede ser peor? Estábamos mucho mejor antes, cuando éramos un sapo y una rana libres que vivían alegremente en el pantano. Ahora nos tiene presos la bruja Zascandil y ni siquiera sabemos por qué. ¡Oye, brujilda! ¡Contéstame! ¿Qué piensas hacer con nosotros!

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