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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (14 page)

BOOK: La profecía 2013
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—Nos esperan —dije mientras miraba atrás para asegurarme de que nadie nos seguía; aquel callejón era el lugar ideal para una emboscada.

Busqué en la entrada algún tipo de interfono, pero sólo había una puerta metálica con el grabado «Spiro Export». Ni siquiera tenía cerradura, como si fuese un lugar permanentemente cerrado. Mientras Elsa me observaba un par de pasos detrás de mí, necesité unos segundos para entender que aquella puerta siempre estaba abierta y sólo había que empujarla.

—¿Quieres esperarme aquí abajo? —le pregunté.

—No, prefiero subir contigo a quedarme sola en este callejón.

En la escalera de Spiro Export hacía un calor sofocante y apestaba a carbonilla. Costaba figurarse cualquier tipo de actividad comercial en un lugar tan hostil, así que supuse que lo de los vinos y el aceite era una pura tapadera.

Gracias a un paquete de pilas que me había procurado el camarero del Villa Ambassador, al que habíamos dado una generosa propina, pude iluminar nuestro camino. A medida que subíamos, sentí la inquietud del espeólogo que teme que le caiga el techo encima.

Al llegar a la tercera y última planta, me di cuenta de que aquella aprensión era justificada. La puerta estaba totalmente abierta y del fondo del local llegaba un fuerte olor a quemado.

—¡La Torre herida por el rayo! —exclamó Elsa, que ante mi indecisión se metió en el pasillo que debía de dar a los despachos.

Me cubrí la cara con un pañuelo y fui tras ella en dirección a la fuente del humo. Al llegar a la oficina cuyas ventanas daban al callejón, me di cuenta con horror de lo que originaba aquel olor. En el centro de la sala había un cuerpo ya carbonizado.

Por su altura y por la estrechez de los hombros supe que era Cora, o lo que quedaba de ella. El cadáver estaba replegado sobre sí mismo, como si al saber que iba a morir hubiera adoptado una posición fetal.

La estancia estaba iluminada por un foco amarillento que debía de estar conectado a un generador en el sótano. Aquella luz había permitido que pasaran desapercibidas las llamas, en un crimen tan brutal como calculado. Supuse que Cora había sido amordazada para silenciar los gritos, y luego rociada con la gasolina justa para que el cuerpo se consumiera lentamente. Podía haber ardido todo el edificio, pero la estructura de hormigón no había prendido. En todo caso, se trataba de un asesinato reciente, pocas horas después de nuestra conversación telefónica.

Mientras deducía todo esto para no sucumbir al pánico, me di cuenta de que había olvidado a Elsa. Al buscarla con la mirada la encontré tendida en el suelo. Se había desmayado.

10

—Necesito una copa —dijo Elsa con un ligero temblor en el labio inferior.

Tras aquel descubrimiento infernal, había tenido que cargar con ella al hombro y bajar las escaleras como un raptor. No había recuperado el sentido hasta salir del callejón. Desde allí, habíamos caminado en silencio hasta mezclarnos con las multitudes en el centro del Blloku aquel viernes por la noche. Había vuelto la luz.

Me apoyé en un árbol a recobrar el aliento. Entre el barullo de bares y coches detenidos con la música a todo volumen, varios niños vociferaban para tratar de vender un cartón de tabaco.

—Cada hora que pasa me siento más cerca del infierno —dije.

Entramos en el Lazy Lizard, un bar de rock atestado de gente donde al menos pasaríamos desapercibidos. Al final de una larga barra había un pequeño escenario. En aquel momento una banda hacía pruebas de sonido.

Mientras esperaba a que el camarero nos sirviera, me dije que alguien tenía mucho interés en cortarme los puentes que conducían a Kynops. El recepcionista había muerto por haber hablado con Spiro, y Cora había corrido la misma suerte tras intentar reunirse conmigo.

Faltaba saber dónde estaba Spiro y qué relación tenía con aquel infierno. Por otra parte, tanto Elsa como yo estábamos ahora en el disparadero por razones obvias. Y lo peor de todo era que yo no podía abandonar el país hasta que recuperara mi pasaporte. Tras aquellos acontecimientos se perfilaban para mí dos destinos igual de funestos: que me mataran, o bien que me relacionaran con los crímenes y me encerraran en una cárcel albanesa.

El grupo de rock del Lazy Lizard ponía ahora banda sonora a este panorama con un tema de Chris Rea muy adecuado para el momento:
Road to hell.

And there's nothing you can do

It's all just pieces of paper flying away from you...
[4]

—Qué porquería de versión —dijo Elsa, que parecía sentirse a salvo entre aquel bullicio.

—A mí me suena bien.

—Eso es porque no conoces la original. Se están saltando estrofas enteras de la letra. ¿No te has dado cuenta?

Un camarero teñido de rubio pollito nos sirvió dos cervezas Tirana. Mientras me llevaba el cuello helado de la botella a los labios, me dije que aquella marca era lo único que delataba que estábamos en Albania y no en cualquier otra capital europea.

—¿Sabes que eres algo desconcertante? —comenté—. Parece que no te enteras de nada, pero estás en todo.

—Digamos que mi atención es algo caprichosa.

Puedo saberme la letra de una canción o el fragmento de una novela, pero me olvido de cosas muy simples: por ejemplo, mi edad.

—Treinta y tres —dije con retintín.

—Ahí has fallado. Desde esta medianoche tengo treinta y cuatro.

—Felicidades —repuse chocando mi botellín con el suyo—. No se puede decir que la fiesta haya empezado de forma muy brillante.

—Todo puede mejorar. Démosle una oportunidad a la noche: podría ser la última de nuestra vida.

Acabado el concierto de versiones, el público del Lazy Lizard abandonó la sala en busca de otros bares donde proseguir la fiesta. Quedaban los irreductibles que uno puede encontrar en cualquier club nocturno europeo: jóvenes que no han encontrado todavía su lugar en el mundo, junto con maduros que han entendido que están definitivamente fuera de lugar.

Una vez en la calle, me asaltaron las imágenes del cuerpo calcinado y del recepcionista con el balazo en la frente.

—Hay que moverse —dije sin una idea clara de lo que podíamos hacer—. Si nos quedamos en Tirana, más pronto que tarde nos freirán.

—Pero me has dicho que no tienes tu pasaporte —comentó Elsa repentinamente juiciosa.

—Cierto. Y no sé cuándo lo voy a recuperar. Después de lo de Spiro Export, si atan cabos es posible que la policía tenga unas cuantas preguntas para mí. En todo caso, no me han dicho que no pueda moverme por el país.

—¿Y adonde quieres que vayamos?

De repente visualicé la portada de la guía Bradt, donde se veía una costa desierta y pedregosa azotada por las olas. La Riviera Albanesa.

—Podríamos refugiarnos en alguna aldea de pescadores en la costa. Es prácticamente virgen, así que nadie nos encontrará allí. El teatro de Butrint puede abrir el telón sin nosotros —dije en referencia a la cita anotada por Kynops en la cuartilla.

—¿Abrir el telón en Butrint? —rió Elsa—. ¡Pero si es un teatro griego!

De repente me sentí sumamente ridículo. Apreté el paso como si así pudiera huir del prototipo del americano ignorante.

—Parece ser que es el único lugar de Albania que recibe cierto turismo —añadió ella—, sobre todo de veraneantes de Grecia.

—Te has empollado bien la guía. ¿Por dónde cae Butrint?

—Está en el extremo sur de Albania, no muy lejos de Saranda.

«Saranda», repetí para mis adentros con cierta fascinación. Era la ciudad costera de la que había hablado Spiro. Cerca de allí estaba la casa del misterioso personaje que movía los hilos de aquella locura. Y ahora me citaba entre unas ruinas griegas. El hecho de que fuera un punto de interés turístico nos daba cierta seguridad, sobre todo tratándose de un domingo al mediodía. Supuse que se trataría de un encuentro al amparo de las multitudes.

—¿En qué piensas? —preguntó Elsa al llegar a la calle de nuestra pensión.

—Creo que podemos ir a Saranda y decidir sobre la marcha —dije pensando en los diez mil euros por componer—. La casa del millonario parece un lugar seguro mientras amaina el temporal. Spiro dijo que me estaba esperando.

—Recuerda que ahora somos dos —apuntó Elsa mientras abría la puerta del Endri—. Tienes que empezar a hablar en plural.

—¿Y qué le diremos a Kynops o como se llame?

—Dile que soy tu esposa.

11

Habíamos decidido salir en el primer autobús de la mañana para poder estudiar el terreno un día antes de la cita. Además, cada hora que pasáramos en Tirana aumentaba nuestras posibilidades de engrosar el número de los caídos.

Dicen que el personal sanitario es más activo sexualmente porque trabajan cerca de la muerte. Tal vez por ese mismo efecto empecé a mirar a Elsa con un deseo creciente. Aunque apenas teníamos tres horas para dormir, el monje que debía de habitar en mi interior un año entero se disponía a colgar los hábitos.

Al abrir la puerta de mi habitación, sin embargo, vi asombrado como ella hacía lo propio con la suya. Al leer el estupor en mi cara preguntó maliciosa:

—¿Qué te pasa?

—Me pasa que dos camas dobles me parecen demasiadas para un hombre solo —dije espoleado por el alcohol.

—¿Y pretendes que ocupe una de las camas? ¿Por quién me tomas?

Había dicho eso con expresión enfadada. Al recordar su visita nocturna en casa de Desmestre, me dije que sólo había dos posibilidades: o era un carácter bipolar o disfrutaba tomándome el pelo.

Cuando ya pensaba que me cerraría su puerta en las narices, dijo en alusión al mismo episodio:

—Te tenía por un hombre de principios, Leo. De esos que esperan al matrimonio para desflorar a la chica. ¿No eres así?

—Me mueve algo distinto —respondí a su burla—. Soy algo así como un chico zen que aspira a librarse del deseo, pero no siempre lo consigue.

Elsa hablaba apoyada en el marco de la puerta cruzando las piernas con coquetería.

—Librarte del deseo... Eso puede llevar toda una vida.

—Y con una mujer como tú puede llevar dos vidas incluso.

Elsa respondió a mi galantería con una risita infantil. Luego me agarró la cabeza y me dio un beso en la frente.

—El chico zen ya se puede ir a su camita.

—Pues no veo el momento de meterme entre sábanas —concluí con toda sinceridad—. Esta ciudad me agota.

—¿Y qué esperabas de Tirana?

Cerró estas palabras despidiéndose con la mano antes de meterse en su habitación. Luego oí girar la llave.

Con la tentación a buen recaudo, desfilé hacia mi cuarto para desplomarme sobre la cama más cercana. A duras penas había tenido fuerzas para apagar la luz.

Tras una respiración profunda, noté como me hundía en un sueño que prometía ser corto pero profundo. Antes de desasirme definitivamente de la conciencia, sin embargo, oí dos golpecitos en la puerta. Estaba tan cansado que estuve tentado de hacerme el muerto y no atender a la llamada, pero finalmente me levanté para ver qué pasaba.

Como no podía ser de otro modo, encontré a Elsa al otro lado. Llevaba un camisón semitransparente, pero yo tenía los ojos tan hinchados por el sueño que no veía nada.

—He pensado que me gusta más tu habitación —anunció—. La mía es demasiado pequeña. ¿Puedo?

—Puedes, pero cierra tú misma la puerta —dije mientras me acostaba de nuevo.

Cuando Elsa apagó la luz, deseé en la oscuridad que entrara en mi cama para poder abrazarla, pero oí decepcionado como sus pasos suaves pasaban de largo para meterse en la otra cama.

—Ahora ya no puede ser —habló en la oscuridad, como si me hubiera leído el pensamiento.

—No te entiendo —mentí—. ¿De qué me hablas?

—De follar, tonto. Ahora que somos compañeros de trabajo, debemos guardar las formas.

—Pues es una lástima —bostecé—. Hubiera sido la única satisfacción en medio de este berenjenal.

Elsa no respondió. Sin motivo especial, antes de dormirme me vino a la mente Montserrat y la tarde fatídica de domingo que ella me había dejado el sobre. Sólo habían pasado cinco días, pero habían sido suficientes para convertir mi vida en una aventura tan desesperada como incontrolable.

—No te duermas aún, tengo una pregunta —le hablé—. Mejor dicho: dos.

—Que sean facilitas, tengo mucho sueño.

—Lo son. Pregunta número uno: ¿qué hacías en Montserrat cuando aprovechaste para traerme el sobre, según tu padre?

—Hacía un retiro de fin de semana.

—¿Sola?

—Pues claro. Los retiros se hacen a solas. ¡Qué pregunta!

—¿Y qué necesidad tenías tú de hacer un retiro? No puede decirse que tu vida en Gerona fuera muy estresante que digamos.

—¿Tengo que tomármelo como una impertinencia o es la segunda pregunta?

—No, la segunda pregunta es otra. Si no te apetece, no la contestes, pero es algo que me preocupa. En casa de tu padre él dijo que no podías beber alcohol porque tomabas medicación. Sin embargo, yo te he visto beber en Le Bistrot y también aquí en Tirana. ¿Cómo es posible?

—Muy fácil: bebo cuando mi padre no está delante para regañarme.


¿Y
la medicación?

—Cuando voy a salir, simplemente, no me tomo la pastilla.

Al oír esto me alegré interiormente de que no hubiera pasado nada entre nosotros. Elsa me parecía ahora un ser desvalido y vulnerable.

—Pero esa pastilla —insistí— ¿para qué es?

Escuché cómo ella respiraba profundamente en la oscuridad. Parecía que dudara entre responder o cerrar la conversación con un buen corte. Al final optó por una respuesta breve:

—Dicen que tengo demasiada imaginación.

12

Había dormido poco más de una hora cuando la alarma de mi móvil sonó a las seis de la mañana. Para mi sorpresa, Elsa ya estaba vestida y me observaba con la maleta hecha a sus pies.

Camino de la ducha, experimenté un leve mareo que me hizo flaquear las piernas. Ya bajo el chorro de agua caliente, me alegré de dejar Tirana de una vez. Soñaba con playas desiertas batidas por el oleaje. Un lugar para olvidarme del mundo y que el mundo se olvidara de mí.

La ducha y la perspectiva de un cambio de aires me habían reanimado. Elsa, en cambio, se mostraba extrañamente silenciosa, como si la falta de sueño la tuviera hipnotizada.

Tomamos un taxi en dirección a la estación de autobuses. El chófer era un anciano locuaz que parecía encantado de llevar a dos extranjeros. Para celebrarlo, puso en su equipo de música la actual reina del pop albanés: una cantante melódica de influencias arábigas llamada Poni, que tuvo un inmediato efecto narcótico sobre Elsa.

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