Algunas cabezas se volvieron. La gente empezó a reír y a señalar con la mano, algunos flotando hacia arriba o descendiendo un poco para obtener una mejor visión, muchos de ellos acercándose para poder escuchar los comentarios del irreverente joven de la barba. Moviéndose con dificultad detrás de Simkin, Mosiah notaba cómo su piel alternativamente ardía de vergüenza o se quedaba helada por el miedo. En vano tiraba de la manga de Simkin —que en una ocasión se le quedó en la mano para diversión de dos condes y una marquesa—, en vano le recordaba en voz baja que se suponía que debían «mezclarse con la gente». Eso no hacía más que incitar a Simkin a cometer mayores ultrajes, tales como cambiar sus ropas cinco veces en otros tantos minutos «para despistar a nuestros perseguidores».
Mirando a su alrededor, inquieto, Mosiah esperaba ver aparecer en cualquier momento las enlutadas figuras de los
Duuk-tsarith
. Pero no surgió ninguna capucha negra por entre las floridas, emplumadas y enjoyadas cabezas, ni hubo manos cruzadas con toda corrección que arrojaran un velo de tristeza sobre la alegría y la diversión reinantes. Poco a poco, Mosiah empezó a relajarse e incluso a divertirse, diciéndose que los temidos vigilantes no debían encontrar mucho que vigilar entre aquella alegre multitud.
Simkin podría haberle dicho a Mosiah —si el inocente Mago Campesino se lo hubiera preguntado— que los
Duuk-tsarith
estaban allí al igual que estaban en todas partes, observando y escuchando, discretos y sin ser observados. Bastaría con que el más ligero rizo alterara la brillante superficie de los festejos, para que se presentaran en un santiamén para eliminarlo. Tres estudiantes de la universidad que habían consumido demasiado champán empezaron a cantar canciones consideradas de muy mal gusto. Una oscura sombra se materializó, como una nube que pasara frente al sol, y los estudiantes desaparecieron, para ir a dormir su borrachera.
Una compañía de actores que representaban lo que ellos creían que era una inofensiva sátira del Emperador, desapareció en el descanso de una forma tan hábil y con tal rapidez que la audiencia ni se dio cuenta y se alejó, creyendo que la obra había terminado. Un carterista fue aprehendido, castigado y vuelto a poner en libertad con tal velocidad y de una forma tan silenciosa que el desgraciado tuvo la impresión de que todo había sido una especie de horrible pesadilla, excepto por el hecho de que sus manos —ahora mágicamente deformadas de modo que eran cinco veces más grandes de lo normal— eran una monstruosa realidad.
Mosiah no se dio cuenta de nada, no vio nada. No se pretendía que viera o se diera cuenta de nada. La diversión de la gente no debía verse alterada. Y de este modo, el joven se olvidó de todo, se olvidó de sus sencillas ropas —Simkin se había ofrecido a cambiarlas, pero Mosiah (después de verse vestido con pantalones de seda color rosa) rehusó de plano— y se dedicó de lleno a disfrutar de toda la belleza que lo rodeaba. Incluso consiguió, en cierta forma, olvidarse de la presencia de Simkin. Nadie parecía sentirse ofendido por los improvisados insultos del joven barbudo ni por sus escandalosos comentarios. El joven sacó a relucir tantos trapos sucios que Mosiah creyó que llegaría a verlos tendidos en el aire frente a él. Pero, aunque aquí y allí algún noble bigote se estremecía o alguna maquillada mejilla palidecía, los duques y los barones, las condesas y las princesas, se secaban rápidamente la sangre vertida y observaban satisfechos cómo Simkin apuñalaba limpiamente a su siguiente víctima.
Sabiendo que muy pronto se perdería si se quedaba solo, Mosiah permanecía cerca del ingenioso bufón. Pero su atención se apartó de los elegantemente vestidos nobles, tanto damas como caballeros, quienes, evidentemente, tampoco le prestaban a él la menor atención. Éstos reaccionaban ante sus sencillas ropas y su bronceada piel, sus manos encallecidas y sus brazos endurecidos por el trabajo haciendo una mueca como si hubiera dejado un sabor amargo detrás de él.
«¿Por qué quiere Joram formar parte de esto?», se preguntó Mosiah cuando Simkin se detuvo para apuñalar a otro alegre grupo con el estoque de su ingenio.
La sensación de añoranza que Mosiah había sentido junto a la tumba del mago regresó de nuevo. Nunca se había sentido tan solo como ahora rodeado por aquella gente a quienes él no les importaba nada en absoluto. El recuerdo de su padre y de su madre volvió a él y las lágrimas afloraron a sus ojos. Parpadeando con rapidez, consiguió contenerlas y esperó que nadie las hubiera observado; luego, para apartar la mente de los recuerdos infantiles, empezó a concentrarse en lo que sucedía en el escenario que tenía ante él.
Los ojos de Mosiah se abrieron desmesuradamente, lanzó un suspiro casi sin aliento y se sintió tan cautivado que empezó a descender lentamente hasta quedar de pie sobre la mullida y verde hierba. La muchedumbre lo había aturdido tanto, había estado tan absorto en la búsqueda de
Duuk-tsarith
, y Simkin lo había puesto tan nervioso que había pasado junto a diversos escenarios sin darse cuenta de lo que se estaba haciendo en ellos. Pero éste... ¡éste era extraordinario! Nunca había soñado que pudiera existir algo tan maravilloso.
En realidad, no era más que una Danzarina Acuática. Era buena, pero no fabulosa, y Mosiah, un pequeño grupo de niños, un anciano catalista medio ciego y dos estudiantes universitarios algo bebidos eran su única audiencia. Los niños no tardaron en alejarse volando, aburridos. El catalista se echó una siestecita de pie y los estudiantes se alejaron tambaleantes en busca de más vino. Pero Mosiah se quedó allí, cautivado.
El escenario, una plataforma de cristal, flotaba por encima de uno de los muchos burbujeantes arroyos que atravesaban la Arboleda; los Druidas habían alterado el curso del gran río que cruzaba Merilon, haciéndolo pasar por la Arboleda para que pudiera facilitar alimento a las plantas y a los árboles y diversión al pueblo. Utilizando sus artes mágicas, la Danzarina Acuática hacía que las aguas del arroyo que pasaba por debajo de su escenario saltasen por los aires y se unieran a ella en su baile.
La muchacha era encantadora. Tenía la cabellera del color del agua y parecía, incluso, vestida de agua; su delgado y empapado vestido se pegaba a su ágil cuerpo mientras el agua se alzaba haciendo espirales y se retorcía a su alrededor en una compleja danza. Mediante sus artes mágicas, el agua parecía estar viva. La cogía y la rodeaba en sus espumeantes brazos, las ondulaciones de su propio cuerpo convirtiéndola en parte de aquel elemento.
La danza terminó demasiado pronto. Mosiah se dijo que podía haberse quedado contemplándola hasta que el río se hubiese secado. La muchacha esperó sobre su escenario de cristal, mientras el agua corría por su cuerpo en resplandecientes riachuelos, sonriendo a Mosiah, expectante. Entonces, viendo que éste no tenía dinero que arrojarle, sacudió la empapada cabellera azul e hizo que el escenario se elevara en el aire, dirigiéndose río abajo.
Mosiah la siguió con la mirada y estaba a punto de hacerlo también con el resto de su cuerpo cuando se dio cuenta, de pronto, de que se estaba reuniendo una muchedumbre a su alrededor. Sorprendido, descubrió que Simkin había descendido de los aires para colocarse a su lado sobre la hierba. El joven barbudo se había cambiado también de traje. Llevaba ahora el traje multicolor, con gorro y cascabeles incluidos, del bufón, y estaba, se dio cuenta Mosiah con creciente alarma, señalando hacia
él
.
—¡Traído ante ustedes, damas y caballeros, a costa de muchísimo dinero y de un gran riesgo personal desde las zonas más inhóspitas y sombrías del País del Destierro! Aquí está, damas y caballeros, totalmente auténtico, único en Merilon. ¡Os presento para vuestra diversión a... un campesino!
La muchedumbre rió, agradecida; Mosiah, la sangre zumbándole en los oídos, agarró a Simkin por una de sus mangas multicolores.
—¿Qué estás haciendo? —le espetó.
—Sígueme la corriente, ¡sé buen chico! —murmuró Simkin en voz apenas audible—. ¡Mira ahí! ¡El
Kan-Hanar
que casi nos cogió en la Puerta! Le dijimos que éramos actores, ¿recuerdas? Debemos parecer auténticos, ¿no es verdad?
De repente empujó a Mosiah hacia atrás.
—¡Vaya! ¡Está atacando! —gritó—. Son criaturas salvajes, estos campesinos, damas y caballeros. ¡Atrás, te digo! ¡Atrás!
Sacándose el gorro lleno de cascabeles, Simkin lo agitó furiosamente frente a Mosiah, ante la hilaridad de la muchedumbre.
Mirando a Simkin totalmente aturdido, Mosiah se empezaba a preguntar si tendría suficiente Vida en su interior para hacerse invisible, o, al menos, la suficiente para asfixiar a Simkin, ¡cuando el barbudo joven se acercó danzando hasta él y empezó a acariciarle la nariz!
—¿Lo veis? —le gritó Simkin al público—. Totalmente manso. Al terminar el número, pondré mi cabeza en su boca. ¿Qué estás haciendo, Mosiah? —le siseó Simkin a su amigo en el oído—. Una compañía de actores ambulantes, ¿eh? ¿Recuerdas? ¡El
Kan-Hanar
está observando! Estás dando una extraordinaria impresión de ser un inútil, querido muchacho, pero me temo que alguien empezará a encontrarlo algo sospechoso dentro de poco. Haz algo más original. No queremos llamar la atención sobre nosotros...
—¡Tú ya te has encargado de eso! ¿Qué demonios se supone que debo hacer? —le susurró a su vez Mosiah, furioso.
—Haz una reverencia, haz una reverencia —rogó Simkin entre dientes. Sonriendo y haciendo reverencias y agitando su sombrero en dirección a la muchedumbre, puso una mano detrás del cuello de Mosiah. Hundiéndole los dedos en la carne, Simkin obligó a su «salvaje campesino» a inclinar la cabeza torpemente—. Veamos —musitó—, ¿qué tal se te da la lírica? ¿Sabes cantar, bailar, contar algún chiste? Sigue haciendo reverencias. ¿No? Hummmm. ¡Ya lo tengo! ¡Tragafuegos! Totalmente simple. Tú no sufrirás de gases, ¿verdad? Podrías ser peligroso...
—¡Déjame hacer a mí! —le espetó Mosiah, desasiéndose de Simkin con dificultad.
Irguiéndose, con el rostro enrojecido y las palmas de la mano húmedas de sudor, se quedó mirando a la multitud, que lo contemplaba expectante. Mosiah sentía las piernas tan frías como el hielo; estaba helado de terror, incapaz de moverse, hablar o pensar siquiera. Al mirar a la gente que flotaba por encima de él, bajando los ojos para contemplarlo de pie sobre la hierba, Mosiah vio al
Kan-Hanar
, o al menos era un hombre vestido con las ropas de los
Kan-Hanar
. No podía estar seguro de si era el mismo de la Puerta o no. Sin embargo, se dijo que no podían arriesgarse. ¡Si hubiera algo que él pudiera hacer!
—¡Eh, Simkin! Tu campesino es muy aburrido. Devuélvelo al País del Destierro...
—¡No, esperad! ¡Mirad! ¿Qué está haciendo?
—Ah, esto es otra cosa. ¡Está pintando! ¡Qué original!
—¿Qué es eso?
—Es... sí, querida..., es una casa. ¡Hecha de un árbol! Qué maravilloso y qué primitivo. ¡He oído que los Magos Campesinos viven en esas curiosas casuchas pero nunca creí que llegaría a ver una! ¿No es divertido? Eso que nos está pintando debe de ser su pueblo... ¡Bravo, campesino! ¡Bravo!
Los comentarios continuaron, junto con los aplausos. Simkin estaba diciendo algo, pero Mosiah no podía oírlo. Ya no oía nada. Estaba escuchando las voces de su pasado; estaba pintando un cuadro, un cuadro viviente, utilizando el aire como lienzo, su añoranza como pincel.
La multitud alrededor del muchacho crecía cada vez más a medida que las imágenes creadas por la magia de Mosiah se movían y cambiaban en el aire por encima de su cabeza. Cuando las imágenes se volvieron más claras y precisas —la memoria del muchacho iba dándoles vida—, las risas y el parloteo excitado empezaron a dar paso a los murmullos. Y más tarde a un respetuoso silencio. Nadie se movía ni hablaba. Todos observaban mientras Mosiah mostraba al reluciente y alegre auditorio la vida de los Magos Campesinos.
Los habitantes de Merilon vieron las casas que antes habían sido árboles, sus troncos transformados mágicamente por los Druidas en toscas viviendas, los techos hechos de ramas entretejidas y cubiertos de paja. Las furiosas ventiscas del invierno introducían la nieve por entre las grietas de la madera, mientras los magos gastaban su preciosa Vida en envolver a sus hijos con burbujas de calor. Vieron a los magos comiendo su escasa comida mientras en el exterior, en la nieve, los lobos y otros animales hambrientos rondaban y husmeaban, oliendo carne fresca.. Vieron a una madre acunando a su hijo muerto.
El invierno aflojó su cruel cerco, permitiendo que el calor de la primavera se filtrara por entre sus dedos. Los magos regresaron a los campos, parcelando la tierra que estaba aún medio helada o trabajando penosamente con el barro hasta las rodillas cuando llegaban las lluvias. Luego los vieron elevarse en el aire, las semillas cayendo de entre sus dedos sobre el arado campo, o colocar los plantones, cuidados amorosamente durante los últimos días de invierno, en el terreno. Los niños trabajaban junto a sus padres, levantándose al alba y volviendo a sus casas cuando la luz del sol empezaba a apagarse.
El verano traía consigo terrenos que desbrozar, casas que reparar y el interminable desherbaje y cuidado de las plantas jóvenes, la lucha constante contra los insectos y los animales que pugnaban por conseguir su parte de la cosecha, el ardiente sol durante el día y las tormentas, a menudo violentas, que se desencadenaban por la noche. Pero tenían también sus sencillas diversiones. El catalista y sus jóvenes pupilos salieron de paseo al mediodía, los niños dando volteretas en el aire, aprendiendo a utilizar la Vida que algún día les serviría para ganarse el pan. Había también los pocos y tranquilos momentos, entre el atardecer y la noche cerrada, en los que los Magos Campesinos se reunían al final del día. Celebraban también el Día de Almin. Ese día pasaban la mañana escuchando la aguda voz del catalista describiendo un cielo de verjas doradas y salones de mármol que ellos no conocían. Por la tarde, tenían que trabajar aún más duro para compensar el tiempo perdido.
El otoño traía ardientes colores a los árboles y horas de trabajo agotador para los Magos Campesinos, ya que era el momento en que recogían el fruto de su trabajo, del cual únicamente podrían quedarse una parte. Los Ariels llegaban volando al pueblo, llevando sus enormes discos dorados. Los magos cargaban en los discos el maíz y las patatas, el trigo y la cebada, las verduras y las frutas, y contemplaban cómo los Ariels se los llevaban a los graneros y almacenes del noble a quien pertenecían las tierras. Después, tomaban su pequeña porción y planeaban cómo hacerla durar todo el invierno, que ya empezaba a lanzar su gélido aliento. Los niños espigaban en los campos, recogiendo todos los restos, porque cada grano era tan precioso como una joya.