—Lo estoy.
—Entonces, quédate en Merilon. Pero al menos, abandona la casa esta noche. Sería una lástima —añadió Saryon, pidiendo a aquel dios en el que ya no creía que le perdonara aquella mentira— que estando tan cerca de obtener tu herencia lo perdieras todo por falta de precaución. Creo que...
—¡Muy bien! Quizá tengáis razón —interrumpió Joram con impaciencia—. Pero ¿dónde podría esconderme? ¿Y qué hay de vos?
—Podrías esconderte donde hemos estado escondidos todo el día: la Arboleda de Merlyn —dijo Simkin—. Mortalmente aburridos, además, debería añadir.
—Yo estaré bien aquí —repuso Saryon—. Como Padre Dunstable, soy el que está más seguro de todos. El hecho de que yo me fuera resultaría altamente sospechoso. Tal y como están las cosas, a lo mejor puedo despistarlos.
—No sé por qué estáis todos tan preocupados por nuestro Amigo Calvo —observó Simkin, su propio bigote cayéndole sobre el rostro melancólico—. ¡Soy yo quien debería estar deprimido! ¡He iniciado una nueva moda que, yo personalmente, encuentro vergonzosa! Todos los miembros de la corte van vestidos como si pensaran salir a revolcarse con los cerdos o corretear por los campos.
—Deberíamos marcharnos —les recordó Mosiah, poniéndose nervioso—. ¡Tengo la sensación de que me vigilan ojos que no veo y me tocan manos que no puedo sentir! Me está desquiciando los nervios. Pero no creo que debamos escondernos en la Arboleda. Deberíamos abandonar la ciudad. Ahora. Esta noche. Podemos viajar sin peligro durante la noche. Seguirán persiguiendo todavía a los cientos de Mosiahs que hay corriendo por ahí. Simkin podría convertirnos a todos en Mosiahs y podríamos cruzar la Puerta entre la confusión.
—¡No! —exclamó Joram, impaciente, dándose la vuelta.
Pero Mosiah se volvió para colocarse frente a su amigo, de modo que Joram se vio obligado a encararse con él.
—Este lugar no es para nosotros —le dijo Mosiah, muy serio—. Es hermoso y es maravilloso, pero... ¡nada aquí es real! ¡Estas gentes no son reales! Ya sé que no me estoy explicando muy bien... —vaciló, reflexionando—. ¡Pero cuando creé las imágenes de nuestra casa, las imágenes de nuestros amigos y de nuestras familias, parecían más vivas que las personas vivas que las observaban!
—La gente de aquí es como el clima de Merilon —replicó Saryon con suavidad, los ojos fijos en el techo—. Siempre es primavera para ellos. Sus corazones están tan inmaduros y son tan duros como los brotes de un árbol joven. No han florecido jamás en el verano, ni han dado fruto en el otoño. Nunca han sentido el azote de los fríos vientos invernales que les darían fuerza...
Joram miró a Mosiah y luego a Saryon; su mirada era sombría.
—Un Mago Campesino que es un catalista y un catalista que es un poeta —murmuró.
—Siempre me tienes a mí —dijo Simkin alegremente. Acercándose al arpa, deshizo el conjuro que la envolvía y empezó a tocar una alegre melodía que hizo que los tensos nervios de todos los presentes en la habitación empezaran a vibrar—. Soy el complemento exacto de locura en cualquier situación sensata. Muchos lo encuentran reconfortante.
—¡Para eso! —Enojado, Mosiah puso las manos sobre las cuerdas del arpa—. ¡Despertarás a toda la casa!
Joram meneó la cabeza.
—No importa lo que digáis. No me voy. Y tampoco vosotros —añadió, volviendo su sombría mirada hacia Mosiah—. Mañana por la noche, mi identidad quedará establecida. Me convertiré en el barón Fitzgerald, ¡y entonces nadie nos podrá tocar a ninguno!
Abriendo los brazos, exasperado, Mosiah miró al catalista, suplicante.
—¿No hay nada que podáis decir, Padre, para convencerlo?
—No, hijo mío —replicó el catalista, escondiendo su dolor—. Me temo que no. Lo he intentado...
Mosiah se quedó en silencio un instante, manteniendo la cabeza inclinada mientras meditaba. Luego le tendió la mano a Joram.
—Adiós, amigo mío. Me voy. Vuelvo a casa; estoy extrañándola mucho...
—¡No, no te vas! —exclamó Joram, muy tenso, ignorando la mano tendida ante él—. No te puedes ir aún; es demasiado peligroso. Escóndete, un día más. Iré contigo a esa Arboleda, si eso ha de hacerte feliz. —Dirigió una mirada al catalista—. ¡Y mañana por la noche todo estará arreglado! ¡Lo sé!
Crispó un puño.
Mosiah lanzó un profundo suspiro.
—Joram —dijo con voz triste, mirando por la ventana al jardín iluminado por la luna—, realmente quiero irme a casa...
—Y yo quiero que te quedes —lo interrumpió Joram, cogiendo a Mosiah por los hombros—. Yo no soy más bueno que tú para decir las cosas —añadió en voz baja—. Has sido mi amigo desde que puedo recordarlo. Fuiste mi amigo cuando yo no quería ninguno. Hice..., he hecho todo lo que he podido para apartarte de mí. —Cerró las manos con más fuerza sobre los hombros de Mosiah, como si tuviera miedo de soltarlo—. Pero en algún lugar, dentro de mí, yo...
Se oyó un tañido discordante procedente del arpa.
—Os pido disculpas —dijo Simkin, avergonzado, mientras sujetaba las cuerdas para hacerlas callar—. Debo de haber dado una cabezada.
Joram se mordió los labios y enrojeció.
—De todas formas —continuó, hablando ahora con gran esfuerzo—, quiero que te quedes para que me ayudes en todo esto. Además —añadió intentando hacer una broma que fracasó por completo en la tensa atmósfera de la habitación— ¿cómo podría casarme si no te tengo a mi lado? Donde has estado siempre... —Su voz se apagó. Bruscamente, Joram apartó las manos y se dio la vuelta—. Pero haz lo que quieras —concluyó con voz ronca, mirando, esta vez él, por la ventana.
Mosiah permanecía callado, contemplando a su amigo, asombrado. Por fin, se aclaró la garganta.
—I... imagino que un día más... no importará demasiado —balbució con voz ahogada.
Saryon vio que las lágrimas brillaban en los ojos del muchacho; el catalista sintió sus propias lágrimas a punto de brotar. No podía dudarse de la sinceridad de Joram ni del evidente esfuerzo que le había costado abrir su corazón a otro. Sin embargo, una vocecita cínica susurró en el interior de Saryon: «Lo está utilizando, te está utilizando a ti, manipulándoos a todos para que hagáis lo que quiere, como siempre ha hecho y hará. Y lo triste es que no se da cuenta de que lo está haciendo. A lo mejor no puede evitarlo. Nació con él. Después de todo, es un Príncipe de Merilon.»
—Simkin —dijo Joram, volviéndose hacia el joven, que acababa de hacer aparecer el pañuelo de seda naranja y ahora se estaba sonando la nariz muy sonoramente—, ¿será la Arboleda un lugar seguro para esconderse?
Simkin lanzó un apenado sollozo y lloró sobre el pañuelo.
—¿Qué sucede? —preguntó Joram con un cierto tono de impaciencia, aunque una sonrisa apareció en sus labios.
—Esto me recuerda el día en el que mi pobre hermano, el Pequeño Nat..., me habréis oído mencionar al Pequeño Nat... ¿o era Nate? Sea como fuere, el Pequeño Nat yacía moribundo, después de haber consumido un cierto número de tartas de fresa robadas. Lo negó, claro, pero lo cogieron con las manos en la masa, o más bien en la boca, que es más apropiado. Sospechamos que no fueron las tartas las que lo mataron, sino el carruaje que le pasó por encima cuando se dirigía a casa flotando. Las últimas palabras que me dijo fueron: «Simkin, la pasta estaba poco hecha». Hay una moraleja en esto, en algún sitio —dijo, poniéndose el pañuelo de seda sobre los enrojecidos ojos—, pero no he sabido encontrarla.
—Simkin... —la voz de Joram se endureció.
—¡Ya lo tengo! ¡Medio cocido! Este plan está medio cocido. De todas formas —añadió tras un momento de reflexión—,
deberíamos
poder escondernos en la Arboleda. No habrá allí ni un alma mañana. Todo el mundo estará asistiendo a la celebración en el Palacio. Los
Duuk-tsarith
estarán ocupados controlando a la gente. Mosiah puede quedarse cuando salgamos para el Palacio mañana por la noche...
—¿No te quedarás conmigo? —preguntó Mosiah con cierta ansiedad.
—¿Y perderme la fiesta? —Simkin pareció escandalizarse. Agitó una mano en el aire—. Nuestro Sombrío y Rústico Amigo de ahí es famoso por su encanto y sus modales cortesanos. Debo estar a su lado para guiarle por el laberinto de cortesías, la traicionera maraña de besamanos y besaculos...
—Yo estaré con él, ya lo sabes —dijo el catalista con acritud.
—Y nadie más satisfecho de ello que yo —repuso Simkin con voz solemne—. Entre nosotros, sin duda se nos necesitará a los dos para que esto salga bien —predijo en tono ligero—. Además, en caso de que alguno lo haya olvidado, es gracias a mí que recibisteis la invitación.
—Estarás perfectamente mientras nos hallemos fuera. Y mañana por la noche, después de la fiesta, nos encontraremos contigo en la Arboleda —le dijo Joram a Mosiah—. Te traeremos aquí de vuelta para que nos ayudes a celebrar mi título de barón y mi compromiso —dijo con voz firme.
«Mañana por la noche, nos encontraremos con Mosiah en la Arboleda y huiremos de aquí —se dijo Saryon—. Quizá saldrá bien, a pesar de todo.»
—Os esperaré —accedió Mosiah, aunque había un dejo de reticencia en su voz.
Joram sonrió, con una auténtica sonrisa. Sus oscuros ojos brillaron con una extraña calidez.
—Ya verás —prometió—. Todo irá bien. Yo...
—Bien, lo mejor será que nos vayamos —interrumpió Simkin.
Saltó en el aire con tal brusquedad que se le enredó un pie en las cuerdas del arpa, haciéndolas lanzar un atroz tañido disonante. Tras unos violentos esfuerzos, consiguió liberarlo de las cuerdas.
—Vamos, vamos. —Dando vueltas alrededor de Mosiah y Joram, los condujo hasta la puerta como si fueran ovejas—. No puedo utilizar el Corredor con nuestro amigo Muerto. Las calles deberían ser bastante seguras, aunque me temo que el número de Mosiahs debe de estar empezando a decrecer.
—¡Espera! ¿Qué le diréis a Gwen..., quiero decir a lord Samuels? —preguntó Joram al catalista.
—Les dirá que os he llevado a la corte a ensayar la obra de mañana por la noche —dijo Simkin, tirando de la manga de Joram—. ¡Vamos, amigo mío, vamos! ¡Las sombras de la noche empiezan a deslizarse por las calles y algunas de ellas son de carne y hueso!
—Hablaré con Gwen —repuso Saryon con una triste sonrisa, comprendiendo lo que realmente preocupaba a Joram.
Ante el asombro de Saryon, Joram se acercó a la cama. Inclinándose, tomó la débil mano del catalista entre las suyas.
—Os veré mañana por la noche —dijo con voz decidida—. Lo celebraremos.
—Como dijo la duquesa d'Longeville en ocasión de su sexto matrimonio —comentó Simkin, obligando a Joram a cruzar la puerta.
Saryon los oyó alejarse sin ruido por el pasillo. Luego la voz de Simkin llegó de nuevo hasta él en el silencio de la casa.
—¿Fue en la boda? ¿O en el funeral?
La noche hundió a Merilon en sus sombras, a tanta profundidad como se le permitía a la noche hundirla, que no era demasiada. La oscuridad simplemente humedecía a la gente, nunca la ahogaba. Aunque Saryon estaba débil y agotado, se deslizaba por encima del sueño, inquieto y preocupado, sin caer profundamente en él, ni tampoco flotar totalmente a la superficie.
La habitación del catalista estaba a oscuras y en silencio. El arpa, negándose a tocar, ocupaba taciturna uno de los rincones. Los tapices estaban corridos para cerrar el paso a los perniciosos efectos tanto del sol como de la luna. Las hierbas aromáticas habían sido retiradas; Saryon había dicho que lo sofocaban. El único sonido que se oía en la habitación era la áspera respiración del catalista.
Alzándose de la marea nocturna, silenciosas como la noche misma, dos figuras vestidas de negro aparecieron en la habitación del catalista. Se acercaron flotando hasta la cama de éste e, inclinándose, una suave voz femenina dijo en voz baja:
—Padre Dunstable.
No hubo respuesta de la adormilada figura.
—Padre Dunstable —repitió la voz, esta vez más apremiante.
El catalista se agitó inquieto ante el sonido y volvió la cabeza sobre la almohada como si intentara alejarlo, empezando a tirar con una mano de las sábanas para cubrirse la cabeza.
Entonces, la enlutada mujer gritó:
—¡Saryon!
—¿Eh?
El catalista se incorporó, mirando a su alrededor aturdido. Al principio no pudo ver nada, porque las formas que flotaban sobre su cama se fundían con la noche. Cuando, finalmente, las vio, abrió los ojos desorbitadamente y un sonido estrangulado surgió de su garganta.
—Actúa con rapidez —ordenó la mujer—. Puede sufrir otro ataque.
Su compañero estaba ya lanzando el conjuro. El cuerpo de Saryon se quedó fláccido, volvió a hundir la cabeza en la almohada y cerró los ojos en un sueño mágico.
La bruja y el Señor de la Guerra se miraron con satisfacción por encima de aquel cuerpo inerte.
—Ya te dije que la Iglesia se ocuparía del asunto —dijo la Señora de la Guerra. Indicó a su víctima con un gesto—. Se le debe llevar inmediatamente a El Manantial.
El Señor de la Guerra, las manos cruzadas frente a él, asintió.
—¿Has registrado la casa? —continuó la mujer.
—Los jóvenes no están.
—Ya me lo esperaba. —La bruja se encogió de hombros con un movimiento casi imperceptible. La capucha de su negra túnica se volvió aún más imperceptiblemente en dirección al catalista—. No importa. —Hizo un movimiento con la otra mano—. Vete.
Su compañero hizo una reverencia. Pronunció un conjuro para que el cuerpo del catalista se elevara en el aire. Unos filamentos más finos que la seda surgieron disparados de los dedos del brujo, arrollándose rápidamente alrededor del cuerpo de Saryon hasta que quedó firmemente encerrado en un capullo encantado. El Señor de la Guerra pronunció otra palabra y la boca de un Corredor se abrió ante él; los
Thon-Li
habían estado aguardando su señal. Otro movimiento de la mano envió al inmovilizado catalista flotando por el aire nocturno hacia el Corredor. El Señor de la Guerra lo siguió y el Corredor se cerró veloz y silencioso tras ellos.
La bruja permaneció algún tiempo más en la tranquila habitación, permitiéndose un instante de bien merecida congratulación. Pero aún había mucho que hacer. Juntando las manos en actitud de plegaria, la bruja las alzó hasta la frente; luego las bajó delante de su rostro. Mientras movía las manos, la mujer murmuraba palabras arcanas. Su aspecto empezó a cambiar. A los pocos momentos, la imagen de la
Theldara
que había estado asistiendo a Saryon apareció en la habitación.