La repentina oleada de temor provocada por la visión del Señor de la Guerra le fue de gran ayuda, aunque para cuando Dulchase consiguió sacar las piernas de debajo de las mantas y poner los pies en el suelo, el temor había sido reemplazado por un cínico regocijo.
—Me han cogido esta vez —reflexionó, buscando a tientas con una mano la túnica que había arrojado a los pies de la cama—. ¿Por qué habrá sido? Indudablemente debe de ser por aquel comentario que hice sobre la Emperatriz durante la fiesta de anoche. Ah, Dulchase. ¡A tu edad ya podrías haber aprendido!
Suspirando, empezó a vestirse la túnica, pero lo detuvo la fría mano del Señor de la Guerra que se erguía ante él, el rostro oculto bajo la negra capucha.
—¿Qué pasa ahora? —saltó Dulchase, diciéndose que ya no tenía nada que perder—. ¿No es suficiente con que Su Divinidad decida imponerme un castigo en plena noche? ¿Me he de presentar desnudo ante él, también?
—Debéis vestir ropas de ceremonia —salmodió el
Duuk-tsarith
—. Están aquí.
Así era; al levantar los ojos, Dulchase pudo ver que el Señor de la Guerra sostenía sus mejores ropas de ceremonia dobladas sobre sus brazos tal y como lo haría el más eficiente de los Magos Servidores. Dulchase clavó los ojos primero en las ropas y después en el brujo.
—No se ha mencionado para nada un castigo —continuó el
Duuk-tsarith
con indiferencia—. El Patriarca desea que os apresuréis. Es un asunto urgente. —El Señor de la Guerra desdobló las ropas muy cuidadosamente—. Os ayudaré, si me lo permitís.
Dulchase se puso en pie como en sueños. Al sonido de una palabra mágica, quedó vestido con las ropas de ceremonia que no se había puesto desde... ¿cuándo? ¿Desde la ceremonia celebrada con ocasión de la Muerte del joven Príncipe?
—¿Qué... qué color? —preguntó el perplejo Diácono, pasándose la mano por la cabeza, que tiempo atrás había llevado tonsurada pero que ahora estaba tan pelada como los peñascos de El Manantial en los que vivía.
—¿Qué color, Padre? —repitió el
Duuk-tsarith
—. No os comprendo...
—¿Qué color debo darle a mi ropa? —preguntó Dulchase, colérico, señalándolas con la mano—. Es
Azul Llanto
, como podéis ver. ¿Se trata de un duelo oficial? Si es así, la dejaré como está. ¿Una boda, quizás? Entonces, tendré que cambiarla a...
—Un juicio —respondió el
Duuk-tsarith
sucintamente.
—Un juicio —repitió Dulchase, considerándolo cuidadosamente.
Sin apresurarse, hizo uso del orinal colocado en un rincón de su pequeña habitación, observando, mientras lo hacía, que incluso el disciplinado Señor de la Guerra empezaba a ponerse nervioso por el retraso. Se suponía que debía mantener las manos cruzadas sobre su regazo; sin embargo, movía los dedos con nerviosismo.
—Hummm —bufó el Diácono.
Luego se entretuvo en colocarse adecuadamente las ropas y volverlas del tono apropiado de gris requerido para un proceso. Durante todo aquel tiempo, el cerebro, totalmente despierto, intentó averiguar qué estaba sucediendo.
Se lo convocaba ante el Patriarca Vanya en plena noche. Se enviaba a un
Duuk-tsarith
para escoltarlo, no a un novicio como era la costumbre. No se lo iba a castigar sino que, al contrario, iba a asistir a un juicio, y vestido con las ropas de ceremonia que hacía dieciocho años que no se había puesto, dieciocho años casi exactos, porque se había celebrado el aniversario de la muerte del Príncipe la noche anterior. Sin embargo, el Diácono Dulchase no consiguió sacar nada en claro de todo ello. Sintiendo una inmensa curiosidad, se volvió hacia el
Duuk-tsarith
, el cual no pudo reprimir un suspiro de alivio.
«Un novato», pensó, divertido, Dulchase.
—Bien, vamos —refunfuñó el Diácono, dando un paso hacia la puerta.
Con gran asombro, notó que la fría mano se posaba de nuevo sobre su brazo.
—Por los Corredores, Padre —indicó el
Duuk-tsarith
.
—¿Para ir a los aposentos de Su Divinidad? —Dulchase lanzó una mirada furiosa al Señor de la Guerra—. Puede que seáis nuevo aquí, muchacho, pero seguramente sabréis que eso está prohibido...
—Seguidme, por favor, Padre.
El
Duuk-tsarith
, irritado quizá por el comentario de Dulchase sobre su edad, había agotado evidentemente su paciencia.
Un Corredor se abrió en la habitación de Dulchase, y la fría mano empujó al anciano Diácono a su interior. Tras sentir una momentánea sensación de ser estrujado y comprimido, Dulchase se encontró en una enorme caverna que, según la leyenda, había sido excavada en el corazón de la fortaleza montañosa por la mano del poderoso mago que los había conducido hasta allí.
Era la Sala de la Vida. (En la antigüedad su nombre había sido originariamente el de Sala de la Vida y de la Muerte, para representar las dos caras del mundo. Pero en épocas más modernas se habían puesto muchas objeciones a esta denominación y tras el destierro de los Hechiceros se le había cambiado el nombre de forma oficial.)
Fuera o no verdad la leyenda, la Sala tenía todo el aspecto de haber sido excavada en el granito de la misma forma en que se extrae la pulpa de la corteza de un melón. Situada en el mismo centro de El Manantial, construida alrededor del Pozo de la Vida, por el que brotaba la magia del mundo como si de agua invisible se tratara, la bóveda tenía una extensión de cientos de metros y el techo de roca estaba adornado con arcos tallados en piedra pulimentada. Cuatro surcos gigantescos horadados en la entrada de la Sala recibían el nombre de Dedos de Merlyn y formaban cuatro nichos donde se sentaban los cuatro Cardinales del Reino durante las grandes ceremonias. Otra enorme hendidura en la pared rocosa, situada en el lado opuesto de la enorme Sala, era conocida extraoficialmente y de forma algo irreverente como El Pulgar de Merlyn. Aquí era donde se sentaba el Patriarca del Reino, frente a sus ministros. Hilera tras hilera de bancos de piedra cubrían el espacio entre ellos. Fríos e incómodos, estos bancos de piedra tenían un nombre aún más irreverente si cabe, que provocaba cuchicheos y risitas mal disimuladas entre los nuevos novicios.
La extensa Sala estaba iluminada generalmente por luces mágicas que los magos que servían a los catalistas hacían bailar en el aire. Sin embargo, en esta ocasión no se había dado Vida a las luces. Dulchase paseó la mirada por las frías tinieblas.
—¡Por el nombre de Almin! —exclamó el Diácono, estupefacto a causa de la sorpresa que le producía darse cuenta de dónde estaba—. ¡La Sala de la Vida! No había estado aquí desde... desde...
Aunque a Dulchase a menudo le resultaba difícil recordar incidentes ocurridos tan sólo el día anterior, el recuerdo de lo sucedido dieciocho años antes le vino a la cabeza rápidamente. Era un síntoma típico de la vejez, le habían dicho. Se tenía tendencia a vivir en el pasado. Bueno, ¿y por qué no? Era muchísimo más interesante que el presente. Aunque parecía que aquello iba a cambiar, pensó, echando una ojeada a la Sala y frunciendo el entrecejo.
—¿Dónde está la gente? —le espetó al joven
Duuk-tsarith
, quien, sujetándolo por un brazo, lo guiaba por entre el laberinto de bancos en dirección a El Pulgar de Merlyn.
Al menos allí era adonde el anciano Diácono imaginaba que se dirigían, a juzgar por lo que podía recordar de la distribución de la habitación. El Señor de la Guerra avanzaba por un sendero de luz que proyectaba la mano que mantenía alzada ante él, llevando a Dulchase detrás, dando traspiés. No podía ver prácticamente nada. El Pozo de la Vida estaba en el centro exacto de la Sala, recordó, buscándolo con la mirada. Sí, allí estaba, brillando con un débil resplandor fosforescente, pero, más allá, la Sala aparecía tan oscura casi como boca de lobo. Entonces, de repente, una luz brilló delante de ellos. Entrecerrando los ojos para ver mejor, Dulchase intentó localizar de dónde procedía, pero era tan brillante que todo lo que pudo ver fueron varias figuras que pasaban ante ella, eclipsándola momentáneamente.
La última vez que Dulchase había estado allí había sido para presenciar el proceso de un catalista acusado de tener relaciones carnales con una joven de noble familia, de nombre Tanja o Anja o algo parecido. ¡Ah! Dulchase sacudió la cabeza recordándolo con cariño. La Sala se había llenado de miembros de su Orden; a todos los catalistas que residían en El Manantial y en la ciudad natal del acusado —Merilon— se les había exigido su presencia. Los pormenores del crimen cometido por la pareja habían sido descritos con todo lujo de detalles por el Patriarca, de modo que la enormidad de tal pecado quedara bien grabada en las mentes de su rebaño. Si alguno de ellos fue disuadido o no de caer en la tentación gracias a ello, no se pudo demostrar nunca. Lo que sí se sabía es que ni un solo catalista durmió durante los tres días que duró el juicio, y los novicios pasaban la noche en tal estado de febril excitación que los Rezos Vespertinos se habían alargado de una hora a dos hasta pasado un mes de todo aquello.
Indudablemente el castigo de la Transformación —que todos tuvieron que presenciar— tuvo un efecto más profundo aún. A Dulchase aquella trágica escena le producía aún pesadillas. Continuaba viendo, una y otra vez, la mano del hombre crispándose en un último gesto de odio y de desafío, mientras la piedra se iba adueñando de su cuerpo palpitante.
Enojado por haber sacado a la superficie aquellos inquietantes recuerdos, Dulchase se detuvo.
—Oíd —dijo con obstinación—, insisto en saber qué está pasando. ¿Adónde me lleváis? —Paseó la mirada por la oscura Sala—. ¿Dónde están los demás? ¿Qué ha sucedido con las luces?
—Por favor, acercaos, Diácono Dulchase. —Una voz agradable, aunque severa, resonó en la oscuridad. Dulchase comprobó que la luz y la voz surgían del mismo lugar: El Pulgar de Merlyn—. Todo os será aclarado.
—Vanya —murmuró Dulchase. Se estremeció y pensó en su confortable cama con añoranza.
La Sala, que hacía años que no se abría, resultaba fría y olía a roca húmeda y a tapices enmohecidos. El Diácono estornudó. Se secó la nariz con la manga de la túnica y dejó que lo condujeran hasta que se detuvo, parpadeando como una lechuza bajo una luz, ante Su Divinidad, el Patriarca del Reino.
—Mi querido Diácono, os pedimos disculpas por perturbar vuestro sueño.
El Patriarca se puso en pie, lo cual constituía un fenómeno sin precedentes en presencia de un humilde Diácono, que además hacía cuarenta años que era Diácono y que probablemente moriría siendo Diácono a causa de su afilada lengua y de su desdichada costumbre de decir lo que pensaba. Algunos decían que Dulchase se había ganado hacía tiempo un lugar entre los Guardianes de Piedra si no hubiera sido por la protección de una cierta poderosa familia de la corte. Aquella muestra de respeto por parte de su Patriarca resultaba inaudita. Pero aún había más. Dulchase se inclinaba en una reverencia, mientras intentaba recuperarse de su sorpresa, cuando Vanya le tendió la mano, no para que Dulchase besara el anillo, sino para conceder al Diácono el placer de tocar sus dedos gordinflones.
«Supongo que si me muriera ahora, subiría directamente hasta Almin», se dijo el viejo Diácono sarcásticamente.
No obstante, llevó la mano del Patriarca hasta su frente con tales demostraciones de reverencial éxtasis como le era posible fingir a su edad, y pensó que debía de tener todo el aspecto de una persona que sufre de gases. El contacto de los dedos resultaba desagradable, eran fríos como un pez recién pescado y temblaron ligeramente en su mano. Dándose cuenta de ello quizá, Vanya los retiró con indecorosa rapidez y se apartó para volverse a sentar, descansando su enorme mole vestida de rojo en el sencillo trono de piedra situado en el hueco. La luz surgía de detrás de las espaldas del Patriarca Vanya, observó Dulchase perspicaz, originándose mágicamente en algún lugar de la pared, y hacía que el rostro del Patriarca permaneciera en las sombras, al tiempo que iluminaba el de aquellos que estaban frente a él.
Mirando a su alrededor, acostumbrados ahora sus ojos a la brillante luz y preguntándose qué se suponía que debía de hacer ahora, Dulchase se dio cuenta de que el
Duuk-tsarith
que lo había acompañado hasta allí ya no estaba; o había desaparecido o se había fundido en las sombras. No obstante, tenía la sensación de que había otros miembros de esa siniestra Orden por allí, observando y escuchando, aunque no podía verlos. Dulchase sólo veía a otra persona en la Sala: un envejecido catalista ataviado con una raída túnica roja, acurrucado en una silla de piedra que tenía todo el aspecto de haber sido conjurada a toda prisa junto al trono del Patriarca. El hombre mantenía la cabeza gacha. Todo lo que Dulchase podía ver de él era el ralo pelo gris que, descuidado y enmarañado, dejaba al descubierto un cuero cabelludo de aspecto enfermizo. El catalista no se había movido durante la bienvenida que el Patriarca había prodigado a Dulchase, limitándose a mirarse fijamente los zapatos, de un modo que le resultaba vagamente familiar al Diácono.
Dulchase intentó vislumbrar el rostro de aquel hombre, pero resultaba imposible desde donde estaba, y no se atrevió a hacer nada para atraer su atención hasta que el Patriarca le diera permiso para retirarse. Volviendo los ojos hacia Vanya, el Diácono vio que Su Divinidad ya no lo miraba a él, sino que hacía señas, o así lo parecía, a la oscuridad.
Dulchase no se sintió sorprendido al ver que la oscuridad respondía, tomando la forma del joven Señor de la Guerra que le había conducido hasta allí. La encapuchada cabeza se inclinó para escuchar las palabras que murmuraba Vanya, y Dulchase aprovechó aquel momento para dar un paso en dirección a su colega catalista.
—Hermano —dijo Dulchase en voz baja y amable; su afilada lengua podía ser ambas cosas cuando se lo proponía—. Parece que no os encontráis bien. Hay algo que...
Al oír estas palabras, el catalista levantó la cabeza. Un rostro macilento se quedó mirando al Diácono, las lágrimas brillando en sus ojos ante el sonido de una voz amable.
Pero Dulchase no sólo se tragó sus palabras a causa de la sorpresa, sino que estuvo a punto también de tragarse la lengua.
—¡Saryon!
Totalmente desconcertado, la cabeza dándole vueltas literalmente a causa de la sorpresa, la curiosidad y un creciente temor, Dulchase se dejó caer agradecido en otra silla de piedra, que apareció, a una orden de otro
Duuk-tsarith
oculto en las sombras, a la derecha del Patriarca Vanya, al lado opuesto de donde se sentaba Saryon. La curiosidad y la sorpresa de Dulchase tenían una fácil justificación: no tenía la más mínima idea de lo que estaba sucediendo. El temor resultaba algo más sutil, más difícil de definir. Finalmente, se dio cuenta de que provenía de la angustiada expresión del rostro de Saryon, una expresión que había marcado a aquel hombre de tal forma que Dulchase se preguntó ahora, mirándolo, cómo había podido reconocerlo.