La promesa del ángel (17 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Ella se ha quitado la toca de lana y el velo antes de entrar. Se ha peinado cuidadosamente, recogiéndose el pelo en trenzas flotantes salpicadas de flores silvestres. Lleva un largo abrigo, cerrado a la altura del pecho con una joya de oro cincelado. Se ha pasado dos noches bordando los guantes de tela que afinan sus manos. Ha tomado un baño cantando aires que solo ella conoce; después se ha frotado el cuerpo con plantas aromáticas. Ha coloreado sus pómulos y sus labios con pétalos de flores y ha cepillado sus doradas pestañas.

La carta era breve pero explícita: una entrevista secreta a primera hora de la noche en el lugar de su primer encuentro. Ella, consciente del lazo que los unía antes incluso de que se tejiera, lejos de resistirse, había dado rienda suelta a su alegría y saboreado la miel de los sutiles preparativos. Desde que Román se había ido, hacía dos meses, todas las noches esperaba noticias suyas. Poco antes de Navidad, el cillerero de la abadía le había llevado verduras de las tierras del monasterio, huevos, pescado y tres orzas de vino de parte del abad, en agradecimiento por su hospitalidad. El monje le había dicho que Román estaba reponiéndose gracias a los cuidados de Osmundo, pero que seguía estando muy débil y todavía guardaba cama. Esa era la única noticia que había tenido de allá arriba. Allá arriba…, tan cerca y tan lejos: él vive en un templo en el cielo y ella en una cabaña en la tierra, separados por el mar. Poco antes de eso, había pensado en preguntar por él una vez que requirieron su presencia en el Monte, en casa de unos lugareños cuyo único hijo se había estrellado contra las rocas. Pero cuando llegó a la casa decorada con acebo, el muchacho, con el cuerpo destrozado, presa de indecibles sufrimientos pese a la unción de un sacerdote, estaba agonizando. Después de acompañarlo mientras exhalaba el último suspiro, no se vio con ánimos para hablar de Román con los desconsolados padres. No quiso interpretar el fallecimiento del niño como un mal augurio y regresó a Beauvoir para seguir esperando. Se negó a consultar el oráculo de las runas; prefería escrutar los ojos de su hermano, ese lago apacible y acariciador que le decía que continuara confiando. Esa mañana llovía y Brewen tenía los ojos tormentosos. Nubes negras velaban el verde del lago. Ella había acariciado largo rato sus hermosos cabellos rubios, con el alma en vilo. Poco después de la misa matutina, había llegado Osmundo a pie. Unos sacos de recolectar unidos con una cuerda caían a ambos lados de su pecho, y llevaba unos cuchillos colgando del cinturón. Brewen salió corriendo al verlo. El hermano laico, con su barba castaña empapada por la lluvia, sonreía. Moira le ofreció asiento junto al hogar y una jarra de vino del monasterio, y él, riendo, dijo que Román, aunque todavía cojeaba, estaba curado. Moira se sentía tan oprimida por la emoción que le costaba hablar, pero contestó que había sido gracias a él, por sus eficaces cuidados. Entonces él se levantó y, orgulloso como el arcángel Gabriel, sacó del bolsillo de su escapulario un pergamino enrollado. Ruborizado, anunció que había sido gracias a Dios y a una de sus fieles servidoras llamada Moira, a quien su hermano Román deseaba dar las gracias en ese papel. Con sus grandes manos de uñas terrosas, había depositado delicadamente la carta sobre la mesa, se había despedido de la joven y había regresado al monasterio. Ella había aguardado un rato antes de cogerla. Tenía miedo. El daba por fin señales de vida, pero aquello podía ser el fin de la esperanza, el adiós definitivo. Osmundo no sabía leer, se había dado cuenta por su deferencia temerosa ante el pergamino. Moira cogió la carta y la apretó contra su pecho embargado por la tristeza y el abandono, convencida de que iba a perder a Román. Finalmente, resignada a aceptar su pérdida, la abrió.

Se había pasado dos días engalanándose para olvidar las dudas de todas aquellas noches sin él.

Moira continúa allí, en silencio e inmóvil como la primera vez, cuando él la tomó por un fantasma. Pero un espíritu no tiene ese cuerpo, ni esa mirada…, no es como una estrella serena. Entre sus dedos enguantados, el velo brilla por efecto de las gotas de lluvia de las que ha protegido su rostro blanco y rojo.

Román no se atreve a hacer nada por miedo a estropearlo todo. Permanecen cara a cara, pendientes el uno de los ojos del otro y del silencio que interpreta su canto de amor.

—Me… me alegro de veros, Moira —dice él finalmente—. Desde que he vuelto aquí, habéis estado presente en muchos de mis pensamientos.

—Vos jamás habéis abandonado los míos —confiesa ella en un susurro—. Celebro que estéis bien… y que hayáis desafiado la regla para verme.

Moira baja la vista y mira las manos de Román, sus bellas manos. ¿Cuándo va a abrirlas?

—Tenemos que seguir viéndonos —dice él—. Con frecuencia. Y en secreto. Nadie debe saberlo.

Moira nota que las lágrimas, unas lágrimas de alegría, afluyen a sus ojos, y lucha para no arrojarse en sus brazos.

—Nadie se enterará —contesta, controlando la voz y sus impulsos—. Solo Brewen, él siempre ha estado al corriente, pero no puede traicionarnos.

Román le tiende una mano. Ella está exultante. Con gesto febril, le da la suya y nota su calor bajo el guante. Él la conduce hacia el banco de piedra. Sus vestiduras se rozan. Se sientan.

—Me marché tan precipitadamente… —prosigue Román, sin soltarle la mano—. Vos me salvasteis, pero quedó algo inacabado… Lo vi claro de repente, como si fuera una revelación… Debía volver a veros… —Ella, dominada por el deseo, se pone tensa—. Sí, debía volver a veros para enseñaros en profundidad la religión cristiana.

El corazón de la joven se detiene. ¿Está burlándose de ella? ¿Se trata de un juego perverso? La iluminación que proporcionan los cirios no le permite distinguir bien su rostro, pues queda a contraluz, pero sí lo suficiente para ver que no sonríe. La corona de la tonsura aparece como un sombrío muro erigido sobre su piel lisa, como una muralla. La fortaleza está dentro de su cabeza, esa es la realidad. Pero ¿qué había imaginado ella? ¿Que un hombre que vive desde la adolescencia sometido a la severa clausura de un monasterio abandonaría de buenas a primeras sus compromisos por una mujer, una criatura a la que los religiosos temen y desprecian, aunque esa mujer le haya curado las heridas y le haya abierto su alma? ¡Qué insensata y estúpida ha sido! Aprieta los labios para no llorar. ¡Qué tonta! Él ni siquiera se ha enterado de que lo quiere. ¿Cómo puede ser ajeno a ello, si se trasluce en todos sus gestos? De repente, se da cuenta de que lo único que deben de tener en común es el hecho de haber nacido de una madre. Seguramente, la única mujer con la que el monje ha tenido contacto. Brewen es sordo y mudo, pero quien no oye ni habla en esos momentos es Moira. Aturdida por su pasión, no ha pensado ni por un instante en Román, pese a que este ha ocupado de forma exclusiva sus pensamientos. Sin embargo, está enamorado de ella, ahora está segura. Lo que ocurre es que debe de estar aterrorizado por ese amor desconocido. Tiene que ser paciente, atraerlo poco a poco, vencer su miedo, salvarlo de sí mismo y guiarlo hacia ella.

—Os escucharé gustosa, fray Román —contesta, haciendo un esfuerzo sobrehumano, tras un momento de silencio.

Román también permanece callado unos segundos, inmóvil como un mago antes de obrar un prodigio.

Desde su regreso al Monte, a principios del Adviento, Román ha pensado a menudo en la joven. Ha soñado varias veces con ella, con su vestido silvestre, y la muchacha ha poblado sus noches de un ardor extraño. Al principio, al despertar por la mañana se sentía avergonzado, culpable, y no comentaba el asunto con nadie. Pero luego había llegado al convencimiento de que sus visiones oníricas no procedían de un rincón siniestro de su alma de hombre, sino que estaban inspiradas por Dios mismo: Moira no veía Su luz. Román se había refugiado entre los corazones puros de sus hermanos antes de conducir el de la joven celta hacia el Señor; había resuelto, pues, aportarle la divina luz. Ocultando a su conciencia la causa real de semejante estrategia, Román decidió encontrarse con Moira a escondidas de sus hermanos, convertirla en secreto y posteriormente abrirse al padre abad y solo a él. Como aún estaba demasiado débil para montar a caballo, no podía ir discretamente a la cabaña, de Beauvoir. Era preciso, pues, que fuese Moira quien se trasladara. No tuvo que dar muchas vueltas para que se le ocurriera dónde tendrían lugar sus encuentros clandestinos: la capilla de San Martín. La hora fue también una implacable evidencia: la noche, después de completas. Solo le faltaba convocar a la joven mediante una carta llevada por un mensajero, un cómplice involuntario y analfabeto, libre de las imposiciones de la clausura: fray Osmundo, el enfermero.

Román, que solo conoce de las mujeres los ojos fríos de su madre, los brazos intercambiables de las nodrizas y el sagrado amor de la Virgen, no comprende el origen del alborozo que toma posesión de su cuerpo y de su mente cuando ve de nuevo a Moira esa noche: un calor difuso en el vientre, un cosquilleo en la piel, la respiración acelerada, un pájaro cantando dentro de su cabeza…

—Moira, ¿conocéis la historia de nuestros antepasados Adán y Eva? —pregunta.

Moira apenas sabe nada de ellos, aparte de que eran un hombre y una mujer, y además amantes. Se dice que Román elige muy adecuadamente las historias religiosas.

—He oído hablar de ellos en misa —responde.

—La Biblia nos dice que el Dios único creó la tierra, el mar, el cielo, el firmamento del cielo, las luminarias, que son el astro del día y el astro de la noche, después las plantas, los animales del mar, los de la tierra… y por último creó la primera pareja humana. Contrariamente a las plantas y los animales, al hombre y a la mujer los creó a su imagen y semejanza.

—¿Qué imagen —lo interrumpe la joven—, si Dios no tiene rostro?

—La imagen interior, el alma. Por eso ni las plantas ni los animales poseen un alma espiritual, solo la posee el Hombre —dice él, sonriendo—. Esa alma tiene tres cualidades: inteligencia, amor y dominación. La inteligencia permite al Hombre interpretar el mundo que lo rodea y, a través del conocimiento de las criaturas, ascender hasta su creador. La segunda cualidad, el amor, es la voluntad encaminada hacia el bien, hasta el bien supremo que es Dios. En cuanto a la dominación, solo se extiende a las criaturas; por eso Dios exhorta al Hombre a nombrar las plantas y los animales. Mediante el verbo, el Hombre controla toda la creación.

—¿Y es porque piensa, ama y domina por lo que el Hombre se parece a Dios, mientras que los otros seres no? —pregunta Moira.

—Porque piensa, ama y domina la naturaleza es por lo que el Hombre está hecho a imagen de Dios; el parecido es otra cosa: la jerarquía entre esas tres cualidades. Originalmente, la dominación está al servicio de la inteligencia y la inteligencia al servicio de lo más importante: el amor.

—¡No creía que la Biblia dijese tantas cosas sobre el amor! —exclama ella, con la mirada brillante.

—El texto del Génesis solo dice que Dios creó al Hombre a su imagen y semejanza —dice él doctamente—. Fueron los doctores de la Iglesia, Casiano, Jerónimo, Gregorio y Agustín, quienes, inspirados por Dios, comprendieron el significado profundo de la Escritura para extraerle todo su jugo. Han sido ellos quienes nos han enseñado el significado profundo del texto sagrado, en especial las tres cualidades otorgadas por Dios al Hombre y su jerarquía.

Moira deja vagar su mirada por el suelo y piensa en Conan, Geoffroy y Ethelred, príncipes valerosos, heroicos y sanguinarios que reposan bajo las baldosas.

—Fray Román —dice con expresión maliciosa—, yo creo que, contrariamente a lo previsto por Dios, el mundo de los hombres no está gobernado por el amor, ni siquiera entre los cristianos.

—Moira, los hombres ya no están gobernados por el amor por culpa del propio Hombre: la pareja original vivía en un paraíso terrenal en armonía con el mundo. Pero un día Satán, en forma de serpiente, los invitó a transgredir la única orden que Dios les había dado: no comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Pensando que se convertirían en dioses, Adán y Eva comieron el fruto prohibido y fueron expulsados del Paraíso. Desde el día que cometieron el pecado original, su descendencia invirtió la jerarquía de las tres cualidades, colocando el amor y la inteligencia al servicio de la dominación. Así pues, al Hombre ya no lo mueve el amor, sino su voluntad de poder. De este modo, el Hombre continúa estando hecho a imagen de Dios, pero pierde su parecido con el Creador.

—Salvo los monjes —dice la joven.

—No, incluso los monjes —contesta Román, riendo de buena gana—, porque los monjes también descienden de Adán y Eva. Nosotros somos también pobres pecadores, no nos parecemos a Dios. Lo servimos y, mediante la oración, rodeándonos de su amor y del de los ángeles, intercedemos para que perdone al Hombre por ser un pecador. Tan solo un hombre, que era hijo de Dios, nació a semejanza de él, sufrió y murió para redimir nuestras faltas. Pero de Jesucristo os hablaré más adelante.

—Sí, habladme de las faltas de los hombres, eso lo entiendo mejor, aunque en la religión de mis antepasados no existe el pecado.

Román no hace caso de la ironía de Moira. Sabe que su tarea será ardua, pero la paciencia y la perseverancia forman parte de sus virtudes.

—Todos los hombres —prosigue sin alterarse— sienten en su alma nostalgia del jardín del Edén, pero es un paraíso perdido: Yahvé apostó a unos ángeles delante del jardín para impedir el paso. Eso significa que todo hombre que busca la felicidad únicamente en los bienes terrestres se extravía; el hombre está ahora exiliado en la tierra y debe caminar hacia el verdadero reino que está en el cielo. Tan solo Dios puede colmar los deseos de su corazón. Por eso todas las tentativas humanas para parecerse a Dios mediante el poder no son sino orgullo y vanidad; tan solo el amor puede acercarnos a él, y tan solo un ser al que aquí conocemos bien se le parece: el arcángel Miguel, pues en hebreo Miguel significa «el que es como Dios». Sí, san Miguel es el reflejo perfecto de la imagen divina.

Román se queda en silencio, con la mirada perdida en la lejanía. Su mente se llena de dibujos, de arcadas de granito y de las bóvedas de una abadía grandiosa que solo existe aún en los pergaminos de su imaginación.

—Os habéis quedado pensativo, fray Román —dice Moira—. ¿Qué deseos alberga vuestro corazón?

Román baja de sus nubes abovedadas. Durante unos instantes, oye a través de las altas ventanas cómo cae la lluvia en la oscuridad del exterior; luego se vuelve hacia Moira. Ella lo mira intensamente, con una pizca de provocación. Sus hermosos ojos verdes brillan como la manzana de la tentación. Román se convence de que ese refulgir venenoso es fruto de la ignorancia y de que no debe apagarlo mediante la violencia, como hicieron sus predecesores. Ella borra todo rastro de desafío y lo observa con una dulzura infinita. Él se aventura a perderse en esa mirada y ve en ella toda la profundidad de su inteligencia, toda la claridad de su alma. A partir de ese momento tiene la certeza de que, si bien los pensamientos de Moira están corrompidos por sus creencias impías, su alma se ha mantenido pura.

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