—Perfecto. Podemos ir a comer, es la hora —contestó Isa, relamiéndose.
El pueblo también merecía haber hecho aquella excursión improvisada. Albergaba una fortaleza medieval, digna de los caballeros de la Tabla Redonda, que antaño había pertenecido a los normandos, un baptisterio del siglo XI llamado San Juan de Tumba, unas iglesias de la alta Edad Media y unos jardines de amapolas. Definitivamente, no había ningún monasterio ni lo había habido nunca. Un barrio despertó especialmente su curiosidad: el barrio Junno, la parte más antigua de la localidad, formado por casas encaladas con balcones de hierro forjado, que ofrecían una espléndida vista del mar y estaban construidas a lo largo de estrechas y sinuosas callejuelas.
—¡Es increíble! —exclamó Johanna con la boca llena de cordero montañés, la especialidad local—. El santuario data del siglo V. Es anterior al Mont-Saint-Michel francés. O sea, que es lo contrario de lo que yo creía: el monte Gargano es el modelo, y la caverna original del monte normando, la gruta de San Auberto, es su gemelo histórico.
—Gemelo, gemelo… Perdona, pero no veo que tengan gran cosa en común como para considerarlos hermanos —repuso Isa, repelando el hueso de una costilla—. No son precisamente monocigóticos.
—Sí —insistió Johanna—. Hay diferencias importantes, pero tienen la misma matriz legendaria: la triple aparición. En el año 490, san Miguel se apareció en sueños a un obispo local pidiéndole que consagrara la gruta que él había elegido en la montaña y que antes era un lugar de culto pagano. El obispo no hizo caso. En 492, el Ángel se apareció por segunda vez al obispo Lorenzo, prelado de la ciudad de Siponto, que le había pedido ayuda porque su ciudad estaba sitiada por el enemigo. El capitán de los ejércitos celestes garantizó la victoria de los sipontinos… En 493, en muestra de agradecimiento, el obispo decidió obedecer por fin al Arcángel y consagrar su gruta. San Miguel se le apareció entonces por tercera vez para decirle que era demasiado tarde, que ya lo había hecho él mismo. El obispo, escoltado por el clero y el pueblo, fue a la caverna, donde encontró erigido un altar de piedra cubierto con la capa roja del Ángel guerrero y, grabada en la roca, la huella del pie de san Miguel. El obispo ofició por primera vez en el santuario aquel día, 29 de septiembre, que se convirtió en la festividad de san Miguel en todo el mundo.
—Muy interesante. Oye, este cordero es realmente extraordinario…
—¡Tienes razón! ¡Como el cordero de Mont-Saint-Michel! —dijo Johanna con los ojos brillantes—. Y desde el punto de vista del simbolismo, es lógico. A san Miguel le gustan las regiones vinícolas (la sangre de Cristo) y productoras de carne de cordero (el Cordero de Dios), las montañas a orillas del mar (la Jerusalén celeste), el número tres (la Santísima Trinidad) y los obispos.
—¿Ah, sí? Y según tú, ¿por qué es «preladófilo»? —preguntó Isa sonriendo.
—¡Y yo qué sé! —respondió Johanna, riéndose de su extravagante demostración, que habría hecho poner el grito en el cielo a sus antiguos profesores—. Quizá porque algún vicio tiene que tener, por muy santo que sea.
—¡Menudo vicio, tener debilidad por los obispos! Y encima no le corresponden, porque ninguno hace caso de lo que les dice.
—Exacto, Isa… Mientras que Juana de Arco, a quien se apareció cuando era pastora, le hizo caso enseguida, en la leyenda de Mont-Saint-Michel, el Ángel tuvo que perforar con un dedo la cabeza de Auberto para que el prelado se decidiera por fin a construirle la gruta en la montaña y dejara de hacerse el loco. De lo que se deduce que, pese a la pasión de los ángeles, los hombres siguen siendo hombres.
El final de la comida fue jovial y estuvo salpicado de teorías chuscas que derivaron en confidencias escabrosas sobre sus respectivos compañeros. Prosiguieron la conversación callejeando, recorriendo la parte antigua del pueblo y las terrazas de los bares. Isabelle hacía muchas fotos, anotaba impresiones y direcciones de locales en su deseo de reparar la injusticia hecha a Monte Sant'Angelo por algunas guías turísticas francesas, que no decían una palabra ni del lugar ni de sus atractivos. Al atardecer, se cruzaron con unos ancianos endomingados, de elegancia viril y anticuada, que iban a tomar el aperitivo mientras jugaban a las cartas. Isa echó un vistazo al reloj y Johanna le dirigió una mirada aduladora.
—¿Qué programa tenemos para esta noche, Isa?
—Tram, una ciudad con un encantador puerto pesquero, en el camino hacia Bari. No tardaremos en ir para allá; he dicho en el hotel que llegaríamos hacia las ocho.
—Isa…, no quiero ser desagradable, pero empiezo a estar cansada de hacer tantos kilómetros. Me gustaría descansar un poco. ¿Qué te parece si pasamos la noche aquí y nos vamos mañana por la mañana? He visto un hotelito enfrente del santuario, quizá te resulte útil para el artículo conocer un hotel aquí para poder recomendarlo… Venga, te invito para agradecerte que me hayas traído, y también pago la cena.
Isabelle expulsó lentamente el humo del cigarrillo y frunció el entrecejo.
—¡Ostras, Jo! Mira, yo soy rubia, pero no es mi color natural… ¿Por qué no confiesas simplemente que no quieres dejar a tu san Miguel, ahora que sabes que aquí nunca ha habido monjes y, por lo tanto, que ningún fantasma de monje benedictino italiano vendrá a tirarte del pelo mientras duermes?
El hotel Miguel era modesto. Estaba prohibido fumar, sobre todo en las habitaciones, cosa que irritó a Isabelle. La falta de afabilidad de la chica que las recibió la sacó todavía más de quicio, pero se calmó al enterarse de que eran las únicas clientes y, en consecuencia, podían disponer de la mejor habitación, la «
matrimoniales
, que tenía una vista excepcional de los tejados del pueblo y del mar. De pie en el balcón de la habitación, las dos jóvenes admiraron el panorama: frente a ellas y a su derecha, se extendían los nidos blancos de tejas rojas, que una multitud de golondrinas parecían defender con su vuelo musical. A su izquierda, los arcos romanos del viejo baptisterio, el edificio más cercano, se recortaban en el cielo como un astro familiar. A lo lejos, la inmensidad azul lamía, impasible, el pie verde de la montaña. Abajo, los ruidosos juegos de unos críos animaban una placita rodeada de iglesias con portada barroca. Al ver a los jóvenes autóctonos, Isabelle se instaló en el balcón para hacer fotos fumando, mientras que Johanna volvió a la caverna santa para explorarla antes de que cerraran el santuario. Esa noche, la enamorada de las viejas piedras se sintió revivir, pero no era la arqueóloga la que renacía, sino una niña liberada de un miedo primitivo: morir mientras dormía. Esa noche, tras el ágape habitual y un digestivo paseo por las callejas, Johanna se tendió junto a su amiga y no se tomó ningún somnífero.
A la mañana siguiente, cuando el despertador de viaje sonó, Isabelle se despertó de golpe. Saltó de la cama y descorrió las cortinas de terciopelo rosa: un sol resplandeciente iluminaba el cielo y el lejano mar, ambos de un azul claro y liso, sin nubes, sin olas. Frente al agua brillaban las rocas y los viñedos. La luz blanqueaba las casas de la montaña, que tendían sus tejas ancestrales hacia la nueva mañana. Isa abrió la ventana, se alegró de que hiciera un día tan espléndido y, al dar media vuelta para despertar a Johanna, se percató de que estaba sola en la habitación.
—¿Jo? ¿Estás en el cuarto de baño? —preguntó. Al no obtener respuesta, añadió—. ¿Adónde habrá ido? A misa
quizá
… —dijo, sin poder reprimir la risa.
El único rastro de su amiga era el equipaje, que estaba en un rincón. Isa dedujo de ello que Johanna no debía de estar muy lejos y tomó posesión del cuarto de baño. Unos instantes más tarde, vestida con un traje de chaqueta de color rojo y un jersey corto azul marino, cuidadosamente peinada y maquillada, subió la escalera que conducía hasta la sala común del hotel dejando tras de sí una estela almizclada. En una esquina del mirador construido bajo los tejados, un hombretón manejaba una máquina de café refunfuñando. Sentada frente a la cristalera, Johanna desayunaba sola. Junto a ella había un bolígrafo y un pequeño cuaderno azul.
—Buenos días —le dijo Isabelle dándole un beso—. ¿Hace mucho que estás aquí? No te he oído levantarte.
—Buenos días, Isa —contestó ella, poniendo discretamente el cuaderno boca abajo—. Me he despertado un poco antes de que amaneciera, pero he salido despacio para no despertarte.
—¿Has visto salir el sol desde aquí? —preguntó Isabelle señalando el cristal—. ¡Debe de haber sido una maravilla!
—Sí, absolutamente espléndido —contestó Johanna antes de llevarse la taza a los labios.
Isabelle se sentó a su lado, pidió un café solo y observó a su amiga. Estaba rara: poco locuaz, cara de cansada, la mirada atrapada por la cristalera, se pasaba por la frente los dedos sin anillos. Debía de haberse vestido a oscuras, sin lavarse previamente. Llevaba sus eternos pantalones de gruesa loneta oscura, sus inseparables botines planos y un clásico jersey de lana gris, con el cuello en pico, sobre una camiseta blanca. Estaba delgada, pero no demasiado, y se adivinaban formas firmes y generosas bajo la indumentaria andrógina. Isabelle hubiera dado cualquier cosa por tener ese cuerpo, todavía sin marcar por la condición de madre desbordada por la vida cotidiana. Si ella tuviera la suerte de estar hecha así, intentaría mantenerse, comería bio e iría a la piscina y al gimnasio, no como Jo, que se atracaba de lo que fuera y se declaraba incompatible con el deporte. Si ella tuviera la figura de su amiga, se pondría largos vestidos ajustados, prendas escotadas, chaquetas ceñidas, faldas cortas, tacones, y no escondería su belleza bajo esas ropas informes y monótonas.
Por una vez, Johanna no se había recogido el pelo y la hermosa melena castaña, un poco ondeante, le caía sobre los hombros. Sin las gafas, no tenía tanto aspecto de intelectual y se apreciaban mejor sus soberbios ojos rasgados, azul claro con un círculo gris alrededor. ¡Si por lo menos se esforzara en maquillarse, dejaría a todos los hombres petrificados con tan solo una mirada! Tenía los labios muy bien perfilados y no necesitaban silicona en absoluto, pero un poco de carmín les daría vida… No tenía un trabajo estresante, no fumaba, no abusaba del té ni del café, así que conservaba los dientes blancos sin la ayuda ruinosa de un dentista… En cuanto a su piel, era fina, salpicada de esas pecas irregulares que tanto contrastaban con la oscuridad del cabello y de las cejas, apenas depiladas. Eso era un detalle absolutamente encantador; le daba un aspecto juvenil y travieso. Debería prestar atención a las arrugas, se distinguían algunas en forma de estrella en las comisuras de los ojos. Las primeras grietas del tiempo… Johanna debía de pensar en ellas menos que en su primera muñeca, pero, así y todo, no por ser arqueóloga tenía que parecer una pared vieja. Isa se prometió que le hablaría de la nueva generación de cremas y le daría unas muestras si sus compañeras de la redacción no se las habían llevado todas. Aparentemente, el momento presente no era propicio para una charla sobre cosmética: Johanna hacía caso omiso de la presencia de su amiga y parecía totalmente absorta en la contemplación del cielo, rasgado por un ballet de golondrinas juguetonas.
—¿No has dormido bien? —preguntó Isabelle.
—No he dormido mucho —respondió Johanna al cabo de un rato de silencio—, pero ha sido suficiente.
—Bueno… ¿Quieres volver a la gruta antes de que salgamos para Trani?
—No, no hace falta. Ya he visto lo que tenía que ver. Pero voy a ir a lavarme antes de dejar la habitación. Isa, ¿puedo ponerme tu jersey azul sin mangas? ¿Sabes cuál te digo? Ese que es tan suave…
—¿El top de cachemira? Pues claro —contestó Isa, sorprendida—. Es posible que te quede un poco grande, pero cógelo, está encima de la silla.
Johanna le dio las gracias, cogió el cuaderno y el bolígrafo y dejó sola a su amiga, que no salía de su asombro.
El pequeño puerto de Trani olía a sal y a pescado. A unos metros de los barcos de pesca, en una terraza con flores, Johanna estaba concentrada en un plato de marisco y su compañera en una dorada a la plancha. El azul celeste del jersey realzaba el color de sus ojos, y su corte sin mangas la elegancia de sus brazos.
—¿Estás segura de que no quieres un poco de vino? —le preguntó Isa levantando la jarra de blanco.
—No, gracias, hoy me apetece agua.
—No estarás enferma, ¿verdad? —preguntó Isa—. Te noto rara desde esta mañana. Pareces ausente. ¿Hay algo que no va bien?
Johanna levantó la cabeza mientras se comía una ostra y miró a su amiga directamente a los ojos. Luego dejó de comer, estuvo un largo momento dudando, escrutó el mar y finalmente dijo:
—Voy a contarte una cosa, Isa. Esta noche he tenido un sueño.
—¿Un sueño? ¿Qué clase de sueño? —preguntó Isa, inquieta—. ¿Un sueño normal o tu famosa pesadilla en latín con sayal incluido?
—Al principio todo está oscuro —prosiguió Johanna a modo de respuesta—. Luego, una sombra salta a una habitación iluminada. En realidad, la silueta humana estaba escondida en el techo de una casa y desde allí ha saltado a un suelo de tierra. Alrededor, todo es de madera: el techo, donde se ve el agujero por donde ha pasado, y las paredes. Hay una chimenea, una mesa con pergaminos, unas velas encendidas, una pequeña jarra de vino y un vaso de estaño. En un rincón, un jergón sobre el que duerme un tipo desconocido: un rubio de cabellos largos, con bigote y barba, que apenas sobresale de una tosca manta de lana. Sobre su cabeza, un espléndido tapiz en el que aparece representado san Miguel con una balanza pesando las almas…
—Vaya, eso me suena… —la interrumpió Isabelle.
—Exacto. La escultura del siglo VIII o XI que vimos ayer en la gruta —contestó Johanna, exaltada—. El mismo motivo, idéntico, pero bordado en un tapiz… Bien, pues la sombra, a la que oigo respirar, se acerca al durmiente y alarga una mano hacia él. Y entonces distingo claramente esa mano: es una mano de hombre.
—Pero ¿y el resto de su cuerpo? —balbució Isabelle—. ¿Quién es?
—No lo sé… No lo distingo. Solo le veo las manos… Resumiendo, con su viril mano derecha, agarra el brazo del hombre rubio, lo levanta y lo suelta. El brazo cae inerte sobre el lecho y el hombre no se despierta. La forma coge la jarra de vino y la tira al suelo; se forma una mancha roja, el aire se impregna de olor a vinazo, pero el otro sigue sin moverse.
Johanna hizo una pausa y respiró hondo antes de proseguir: