Cuando Almodius llega a la cabaña del constructor, esta acaba de derrumbarse ante una multitud de laicos y de monjes que conjugan juntos todos los verbos de la consternación y la desesperación. El ayudante de Eudes de Fezensac, un gascón bajo y corpulento, se acerca a los escombros humeantes para buscar el cuerpo de su maestro. Con gran estruendo, aparta las planchas carbonizadas y el abad distingue un pichel de estaño volcado, un vaso del mismo material y los jirones de algo que recoge emocionado: un tapiz destrozado casi por completo, el tapiz de san Miguel pesando las almas, del que solo quedan la cabeza amenazadora del Arcángel y el mango de la espada que empuñaba con la mano derecha. Diez años antes, cuando Almodius accedió al abaciado, descolgó el ancestral tapiz de la celda donde siempre había ocupado un lugar privilegiado, la de los abades, para colgarlo en el alojamiento del constructor. Demasiados recuerdos funestos se hallaban unidos a ese trozo de tela, por muy sagrado que fuera: el interrogatorio de Moira por parte de Hildeberto, el enfrentamiento entre Hildeberto y Almodius, la muerte de Hildeberto, más tarde la del abad Thierry, y por último el paso de los abades pervertidos. Almodius temió que el hecho de verlo a diario despertara en él fantasmas a los que había vencido, mientras que, para Eudes de Fezensac, la convivencia con el Ángel podía resultar beneficiosa al abrir su alma a la de una montaña que le era desconocida.
Esa noche, mientras el ayudante del constructor y dos porteadores de agua extraen de los escombros ardientes los restos calcinados, una oleada de compasión invade a Almodius.
—Trasladadlo a la cripta de San Martín —les ordena—, al lugar donde se vela a las almas puras y a los benefactores del monasterio. Hijos míos —dice a los monjes—, no tardará en sonar el toque de vigilias. Os pido que intercedáis ante el Señor por quien acaba de ser llamado a Su presencia. Invocad la clemencia del Arcángel, rogadle que acuda en su ayuda y proteja su alma en el camino hacia el Altísimo. Id, hijos míos, id. Eudes nunca flaqueó en su misión terrestre, socorrámosle para que acceda al cielo.
Los monjes miran con gravedad a su abad y se suben la capucha para encaminarse al coro de la iglesia.
—¡Beltrán! —Almodius llama al ayudante del constructor y hace un aparte con él—. Decidme, Beltrán, ¿sabéis algo de los hechos que han precedido al incendio?
El joven, con los ojos enrojecidos por el humo y el pesar, mira cómo se llevan el cadáver envuelto en mantas.
—Estábamos los dos en la Virgen Soterraña —comienza—. Era después de vísperas, el sol no se había puesto, pero allí abajo reinaba la noche, la noche eterna. Estábamos examinando el trabajo del día, pero los resultados no podían ser más decepcionantes: después de unas pulgadas de tierra blanda, las perforaciones topaban con la roca de granito, sólida e impenetrable. Eudes de Fezensac miraba, descorazonado, la sombría topera que se extendía ante él, cuando de repente vi que sus ojos se iluminaban.
Almodius contiene la respiración y paraliza a Beltrán con su mirada de hurón.
—Tenía la vista clavada en los altares gemelos —prosigue el ayudante—, sobre los que titilaba la llama de los cirios. Observaba, para ser más exactos, la base de los pedestales. Me miró y comprendí lo que estaba pensando: era el único lugar donde a sus hombres no se les había ocurrido excavar. Nos acercamos al altar de la Virgen negra y, con algunos instrumentos y mucha dificultad, conseguimos desprenderlo. Eudes suplicaba en voz alta a la madre del Señor y Reina de los ángeles que le perdonara esa ofensa. Pero bajo el altar había tierra, y bajo la tierra, roca, de nuevo roca. Se santiguó y se precipitó hacia el altar de la Santísima Trinidad. Nos costó todavía más que el otro desprenderlo. Bajo el altar había tierra, pero bajo la tierra vimos piedras talladas.
Almodius abre con asombro los ojos, que brillan como dos soles negros.
—Mi maestro y yo retiramos las piedras. Estábamos sudando, teníamos miedo, conocíamos la euforia que a veces provoca el miedo… De pronto, profirió un grito: bajo los restos de granito se abría un orificio circular lo bastante ancho para permitir pasar a un hombre de complexión media, que descendía por la roca hacia profundidades oscuras. El conducto vertical, como un pozo, había sido excavado por la mano humana, no cabía duda, tallado en la roca. Mi maestro colocó la linterna en la boca negra, tiró una piedra y, aunque sin poder distinguir dónde caía, la oímos chocar contra un suelo plano. Ahí abajo hay algo, seguramente una gruta, e inmediatamente dedujimos que quizá se trataba de otro templo, excavado por Auberto bajo su santuario, y que ese nicho secreto contenía las reliquias santas que vos esperabais encontrar.
El abad respira entrecortadamente. La alegría lo oprime: ¡por fin va a encontrar la respuesta a la pregunta que lleva cuarenta años haciéndose!
—Dado el legítimo apego de los vuestros a la obra de Auberto y su carácter sagrado —prosigue Beltrán—, así como lo avanzado de la hora, ya que completas estaba a punto de finalizar y los demonios invadirían la cripta, mi maestro no quiso penetrar. Temía violar un lugar santo con sus manos profanas, temía ofender a las potencias celestes, tenía, sobre todo, terror de contrariar el alma de Auberto y la voluntad del Arcángel, que habían prohibido tocar la antigua iglesia y acababan de vengarse en la persona de los desdichados Antelmo y Romualdo.
«Así que Eudes de Fezensac también prestaba crédito a esas zarandajas —piensa Almodius—. Decididamente, ese hombre era tan supersticioso como un siervo sin dos dedos de frente.»
—En consecuencia —continúa Bertrán, oprimido por la aprensión de haber tocado los altares consagrados y el temor de cometer una ofensa mayor aún—, mi maestro decidió no hacer nada e informaros enseguida. Colocamos en su sitio el altar de la Virgen, dejamos unas velas encendidas y salimos de la cripta, aliviados de respirar el aire frío del exterior. Después de todo eso, completas había terminado, pero aun así fuimos a despertaros. Sin embargo, nos sorprendió ver ante la puerta de vuestra celda a dos hermanos laicos, que nos prohibieron molestaros adoptando una actitud impropia de su rango. Mi maestro no tuvo más remedio que aceptar que su descubrimiento debía esperar hasta la mañana siguiente; me ordenó que fuera a descansar y se dirigió a su cabaña. Estaba pálido, en su mirada se leía terror; estoy seguro de que presentía lo que iba a sucederle: el fuego del cielo iba a caer sobre quien había contrariado la santa voluntad de Auberto y de san Miguel, y efectivamente, su cólera cayó sobre él.
Beltrán llora desconsoladamente.
—Padre, os lo suplico, hay que interrumpir esos trabajos en la Virgen Soterraña, de lo contrario la hecatombe será mayor. El cielo está contra nosotros, pobres mortales, y nosotros no tenemos poder para luchar contra sus designios. Padre, debo… debo informaros de que, en cuanto mi infortunado maestro haya sido enterrado, tomaré el camino del sur en dirección a Gasconia. Me niego a privar a mi alma de la salvación de Dios por obedeceros. Tendréis que buscar otro constructor que tema menos el Infierno.
Sin despedirse del abad, Beltrán gira sobre sus talones resoplando y se dirige a la cripta de San Martín para recogerse ante los restos mortales de su maestro. Almodius encaja el golpe. Alza los ojos hacia las oscuras nubes: el firmamento, áspero y sin florituras, permanece impasible. Tan solo el fiel aquilón libra su perpetuo combate nocturno.
Por la mañana será la fiesta de la Ascensión de Cristo al cielo, con su muchedumbre, sus comitivas y las tres inhumaciones que el abad tendrá que oficiar ante las recriminaciones mudas de los monjes: Antelmo, Romualdo y Eudes de Fezensac. Hacia la mitad del día llegarán, para la gran misa solemne, el obispo de Avranches y el duque Guillermo, que no dejarán de dirigirle acerbas críticas. Sí, estarán allí los dos, el obispo y el duque, como todos los años, como sus predecesores hace cuarenta años… Pero esta vez Almodius será el acusado, a quien condenarán como responsable del caos presente. El prelado y el príncipe no saben quién era Moira, la mujer que Almodius ha querido olvidar y que resurge de entre los muertos más viva que nunca. Almodius tendrá que confesar que la leyenda de piedra, la que debía coronar su misión terrestre y hacerle acceder a la inmortalidad, por el momento queda suspendida a falta de constructor. En el siguiente oficio tendrá que sofocar la rebelión de sus ingenuos hijos, persuadidos de la ira del Arcángel. En breve tendrá que hablar a su soberano de las excavaciones en la cripta, de las que todavía no le ha informado, del descubrimiento del conducto subterráneo y de la gruta, convencerlo de que los tres crímenes no deben impedir la exploración de la cavidad, que sin duda contiene un tesoro…, y probablemente tendrá que luchar contra la codicia de Guillermo. El abad despliega en su rostro apergaminado una sonrisa rígida, aprieta los puños y regresa a su celda a paso de viejo soldado con ganas de pelea. Abre la puerta; la silla de Osmundo continúa volcada ante el fuego agonizante, pero el hermano laico ha desaparecido, cosa que no preocupa en absoluto al abad, convencido ahora de su inocencia. Almodius se envuelve en una gruesa capa de sarga, coge una lámpara y, mientras sus hijos cantan vigilias, se dirige a la cripta del coro de la nueva iglesia. Desde allí, accede a la Virgen Soterraña.
Los cirios dejados por Eudes de Fezensac y Beltrán arden sobre el suelo, sembrado de agujeros y de montículos de tierra removida. Al lado de la Virgen negra, sobre el altar de la izquierda, titila la llama de una linterna. Desplazado contra un muro lateral, el altar de la derecha, dedicado a la Santísima Trinidad, está perpendicular a su gemelo en lugar de estar paralelo. Junto a su emplazamiento habitual se alzan montones de piedras. A despecho de las luces, la cripta está en penumbra.
Pese al fresco de la noche, el ambiente es templado. Arropado con su hopalanda negra, Almodius se acerca a la cavidad misteriosa. Mira a su alrededor, pero no ve a nadie. La chimenea descubierta por Eudes de Fezensac es tal como Beltrán la ha descrito: vertical, excavada por la mano del hombre en las entrañas de la roca. El abad la ilumina con la antorcha, pero su resplandor es demasiado débil para llegar hasta el fondo. Con todo, la gruta clandestina está ahí, constituye una promesa de futuro y, sobre todo, una explicación del pasado.
—No cabe duda de que esta es la razón de que hayan matado a esos tres infelices —murmura Almodius, incorporándose.
—Muy bien razonado.
El abad se vuelve hacia la voz, que parece de ultratumba. Junto a un pilar se recorta una silueta negra, endeble, encorvada como las arcadas de la cripta. Sorteando los montículos de tierra, Almodius se dirige hacia la sombra. Esta lleva un sayal idéntico al del abad, un bastón de peregrino y, en la cabeza, una espesa corona de cabellos blancos. Es un hombre viejo, igual que Almodius, pero sus ojos, grises como un crepúsculo o una delicada aurora, rodeados por un cerco de congoja, poseen una gran viveza. El bastón le recuerda otro, y la mirada…
—¡Román! —exclama Almodius a unos pasos de su interlocutor—. ¿Sois vos, Román?
—A lo mejor soy un fantasma que ha venido para vengar la muerte de una inocente a la que vos entregasteis y mirasteis perecer con absoluta frialdad.
—Guardaos vuestras historias de espectros y de poseídos para fray Esteban y los demás monjes de esta abadía —replica el abad, una vez pasado el primer momento de estupor—. Están tan ávidos de ellas como hace cuarenta años. Así que mi razón y mi instinto no me engañaron hace cuatro décadas, cuando dudaba de que hubierais muerto. Ahora tengo la prueba de que todo aquello de la fiebre súbita y la posesión de vuestra alma por parte del Demonio, y luego de Auberto, fue una odiosa representación orquestada con la complicidad de Osmundo. ¡Sabía que ese bribón estaba encubriendo siniestras fechorías!
—No tenía más remedio que obrar así —confiesa Román, bajando la cabeza— e implicar a Osmundo en aquella infame comedia. Debía hacerlo para huir de esta abadía, del abad Thierry, de vos mismo, debía renunciar a mi misión como constructor con la seguridad de que me dejaríais en paz.
—Siempre pensé que, desgraciadamente para nosotros, amabais más a esa hembra que las piedras sagradas de la gran iglesia abacial —dice Almodius con una súbita afabilidad, mirando las bóvedas de cañón del santuario. Erais el mejor constructor que el Arcángel haya elegido jamás y lo traicionasteis por una mujer, una mortal, y por si fuera poco una impía, cuya alma condenada debe de estar pudriéndose en un abismo de sufrimiento.
—¡Su alma no está en el Infierno! —ruge Román—. ¿Cómo sabéis que no accedió al cielo? Hace cuatro décadas que rezo por ella en la abadía de Cluny.
—¡Ah!, ¿ahí es donde os refugiasteis? No me sorprende que Odilón acogiera a una oveja negra, pero me resulta curioso que no hayáis colgado los hábitos.
—¿Colgar los hábitos? ¿Por qué? Mentí fingiendo mi muerte, es cierto, pero siempre he sido fiel a Dios y a la regla de Benito.
—Fray Román, ¿a quién queréis hacer creer que un asesino es digno del hábito benedictino? Esta vez ni siquiera engañaréis a los más tontos del monasterio.
Román no se digna replicar al abad y Almodius aprovecha esa ventaja.
—Es evidente que Moira os había revelado la existencia de esta gruta —dice, señalando con el dedo su emplazamiento— y habéis vuelto, cuarenta años más tarde, para impedir que se descubra. No sé qué fabuloso tesoro contiene, pero debe de ser importante, porque para protegerlo modificasteis los planos de vuestro maestro Pedro de Nevers y ahora sembráis el terror en la comunidad con esos crímenes odiosos. Vuestra mano no golpea al azar y sirve a un doble propósito, teñido de demoníaca habilidad: con esos asesinatos, perseguís la cancelación de mi campaña de excavaciones en la cripta a la vez que elimináis a vuestros enemigos del pasado. Sí, es una maniobra ingeniosa… Antelmo y Romualdo eran los últimos supervivientes del tribunal que condenó a la hereje, de modo que los habéis elegido a ellos para perpetrar vuestra venganza; en cuanto al pobre Eudes de Fezensac, digamos que ha cometido la fatal imprudencia de descubrir la gruta, que su posición de constructor ha provocado vuestra amargura y que, matándolo, me heríais de muerte a mí.
—Os equivocáis —contesta Román, meneando la cabeza—. Estáis describiendo la obra de una mente de una frialdad satánica, que sé que encaja más con vos que conmigo.