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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (45 page)

BOOK: La promesa del ángel
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Simón había preparado una mesa principesca. La velada fue un cuento de hadas. Estaban viviendo en un libro de leyendas, se encontraban fuera del tiempo, fuera del presente. A medianoche, situó a Johanna frente a la ventana y, después de abrirla, se pegó a su espalda y le tendió un catalejo de cobre para que admirase Tombelaine y la luna. La resistencia de la joven se había quebrado y, al ver el cilindro, sintió unos irreprimibles deseos de abrirse a él, de contarle la historia de Román y de Moira. Con aires de conspiradora, sacó del bolso el cuaderno del que no se separaba, se arrellanó en un sillón, frente a la chimenea, y mientras se esparcía por el aire el aroma dulzón del tabaco holandés con el que Simón acababa de llenar una pipa de marino, leyó las palabras del monje, que había traducido al francés.

Le resultó mucho más fácil perdonar a Simón que lo animara una vena de literato, y no de historiador racional, porque era precisamente ese ardor novelesco lo que la seducía.

Estaba tomando conciencia de que ella misma se alejaba cada vez más de la mente cartesiana que creía ser: la historia no pertenecía a las ciencias llamadas «duras», desde luego, pero exigía rigor y verificación; un arqueólogo era ante todo un científico. Y sin embargo, había dado inmediatamente ese manuscrito por auténtico, sin esperar el resultado de los peritajes. Peor aún, ella, que se declaraba atea, pensaba estar ahora poseída por una especie de ángel custodio, con sayal y sin cabeza. Finalmente, para poner la guinda, estaba cautivada por un individuo que, a sus cuarenta años, se entretenía contemplando la luna. Se dijo que apenas unos meses antes ni siquiera se habría fijado en el anticuario. Había conocido a algunos de esos tenebrosos ultrasensibles y los había apartado cuidadosamente de su camino: la vida era demasiado seria para abandonarse al romanticismo, que ella consideraba cosa de chiquillos que se niegan a crecer. El amor por las piedras antes que el amor por los hombres, y nada de hombres que pudieran arrebatarle un ápice de la pasión que sentía por su oficio. Johanna veneraba las piedras, pero no podía negar que estaba locamente enamorada de Simón y que eso no era antinómico… Luchaba contra sí misma, pero era en vano: deseaba a Simón como jamás había deseado a François ni a ningún otro. A su cuerpo le encantaban los abrazos carnales de François, pero en este caso era todo su ser en perfecta armonía, cuerpo y mente, lo que ardía. Una idea descabellada acudió a su mente: ¿y si fuera la fuerza celeste lo que la atormentaba, lo que la empujaba hacia ese amor? ¿Quería ponerla a prueba, o bien hacerle sentir un amor tan ardiente como el de Román y Moira para que lo comprendiera mejor? Dejando a un lado interpretaciones esotéricas, llegó a la conclusión de que el relato del monje la había impresionado tanto que su inconsciente podía haberse visto afectado hasta el extremo de intentar vivir una relación similar, imposible con François. Fuera como fuese, no tenía ningunas ganas de volver a su casa y separarse de Simón. Tampoco quería entregarse totalmente. Pensando en el poderoso pero casto vínculo que unía a Román y a Moira, le dijo a Simón que quería dormir con él, pero sin que la tocara. Se sentía pueril, pero él aceptó.

Simón le prestó un pijama que olía a tilo y Johanna pasó las primeras horas del nuevo año acurrucada entre sus brazos, contra su pecho, mientras él le besaba delicadamente los cabellos, como en una novela caballeresca de Chrétien de Troyes.

La mañana del 1 de enero, Johanna tuvo una intuición. Sin saber por qué lo hacía, se despidió de Simón y se marchó precipitadamente a su casa. La vivienda estaba desierta, ya que el equipo no volvía hasta el día siguiente. Sin embargo, una hora más tarde, cuando salía del cuarto de baño, alguien llamó abajo y vio a François esperando en la puerta. Su visita era inopinada. Pretextó estar preocupado porque Johanna había desconectado el móvil y no contestaba al fijo. Al final, había pasado la Nochevieja con Marianne y los niños, en Cabourg, y temiendo por Johanna —que estaba enferma—, había acudido de inmediato al Monte. La joven no tuvo valor para confesarle la verdad y afirmó que se había acostado pronto después de haber tomado somníferos, pues seguía encontrándose mal, además de que aborrecía —él sabía cuánto— la Nochevieja. François constató que, en efecto, tenía un aspecto horrible y que le sentaría bien tomar el aire. Recomendó un paseo inmediato por las murallas. Johanna se sentía culpable ante François y buscó un medio de evitar encontrarse con Simón. Sin duda alguna sucedería, precisamente porque no debía suceder, y los dos rivales podían adivinarlo todo al primer golpe de vista. Además, ¿acaso François no se había olido ya algo? Nunca se había presentado sin avisar, ni siquiera cuando ella estaba ilocalizable. Johanna dijo que le apetecía cambiar de aires y, como hacía casi buen tiempo, propuso pasar el día en Bretaña. Para no despertar sospechas, se apresuró a añadir que, en la Edad Media, Cancale formaba parte de las tierras de la abadía y que no le importaría hacer una visita de inspección… François sonrió. Quiso ver las excavaciones, así que primero fueron a la antigua capilla de San Martín. Ella le describió distraídamente los trabajos arqueológicos y le habló de las osamentas en proceso de análisis; pensaba en los encuentros clandestinos entre Román y Moira que habían tenido lugar allí y se preguntaba si Simón y ella estarían también condenados a mantener su amor en secreto. El amor siempre es secreto para alguien, se decía pensando en Marianne, lo importante es no ocultarlo al propio corazón. ¡Pero hasta Román había hecho caso omiso de sus sentimientos por Moira durante mucho tiempo! La situación no era comparable, desde luego; Johanna no era monja, aunque también dirigía unas obras. Cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que su alma se parecía a la del constructor… Juan de Marburgo, fray Román…, ¿su monje sin cabeza quizá?

El día fue agradable: una gigantesca fuente de marisco en el puerto de Cancale, la punta del Grouin, desde donde se veía a lo lejos el Monte, y para acabar las murallas de Saint-Malo. Alegó la ausencia de piedras antiguas —la ciudad había sido totalmente destruida durante la última guerra— para negarse a entrar en la ciudad. Sabía que no podría disimular su emoción si pasaban por delante de cierta tienda de antigüedades marinas. Temía el regreso al Monte, y no solo a causa de un posible encuentro con Simón. No, había otra cosa, algo más confuso y más poderoso…, como si la montaña santa, que acogía todos los años a tres millones de turistas, rechazara a François. ¡Era ridículo! Claro que François no era un visitante como los demás: él se metería en la casa de Johanna, en su cama y en su carne. ¿Le resultaba penosa esa idea al espíritu de la montaña o al de la joven? Para Johanna estaba todo tan nebuloso que confundía los dos. Ella pertenecía al Monte, su misterio se fundía en ella porque ella le había abierto su alma; ya no podía distinguir su propia respiración de la de la montaña. Así y todo, tenía que reconocer que vivía en el Monte gracias a François. Ese hecho indiscutible la enterneció, pero no hasta el punto de llevarlo a la peña. Lo condujo a una casa solariega del municipio de Courtils, transformada en hotel-restaurante, desde la que se disfrutaba de una espléndida vista de la morada del Arcángel. Durante toda la cena, se repitió que su felicidad actual se la debía a ese hombre y se apaciguó. Incluso se sintió a gusto estando con él. Rió, habló de nuevo de Paul y su descubrimiento, de Navidad, de Corinne, pero no dijo nada del pergamino. Desde detrás de la ventana, parecían admirar el Mont-Saint-Michel, pero era él el que los observaba. Los vigilaba. Cuando terminaron de cenar, se negó a ir a su casa: era fría, impersonal, estaba segura de que Patrick Fenoy había vuelto y ese hombre la exasperaba; además, si los veía juntos toda la profesión se enteraría, le haría la vida insoportable, tal vez hasta se enteraría Marianne… Naturalmente, él cedió y cogieron una habitación. Johanna, para saldar todas sus cuentas, gozó en cuanto él la penetró.

La reanudación de los trabajos arqueológicos fue sombría: los colegas de Johanna habían vuelto cansados de las vacaciones, sobre todo en lo tocante a la zona hepática. El único que no había perdido ni una pizca de hiel era su ayudante, quien la repartía a diestro y siniestro, aunque seguía agasajando preferentemente a Johanna. La acusaba, indirectamente, de desinteresarse de las excavaciones de la abadía y tener la mente centrada en el descubrimiento de la tumba de Pedro de Nevers en Cluny. En parte era cierto: la directora de las excavaciones tenía la cabeza en otro sitio, pero no en Borgoña; estaba en el Monte, obsesionada con fray Román y con Simón. Al primero, lo buscaba en la Virgen Soterraña y en la biblioteca de Avranches. En la cripta, percibía su rastro, mientras que en la biblioteca se perdía en volúmenes maravillosos, alegorías en rojo y verde, caras de ángeles y de demonios que le consumían la vista y le provocaban pesadillas. Estaba consiguiendo conocer mejor la labor de Almodius que la de Román, pues este último se escabullía. Al segundo, en cambio, lo veía todas las noches a escondidas del grupo, ya que no deseaba alimentar el espíritu venenoso de Patrick y exégeta del resto. Su ayudante había comentado que el hecho de no cenar con el equipo denotaba desprecio, así que se imponía compartir con ellos ese rito inmutable y soportar las lecciones de historia y buenas costumbres de Fenoy. En cuanto terminaban de cenar, escapaba sigilosamente, mientras en la casa de los arqueólogos los cotillees iban que volaban. Florence y Dimitri, los más perspicaces, con toda seguridad habían descifrado su mirada perdida, sus mejillas sonrosadas, su mayor esmero en el arreglo personal y, sobre todo, su impaciencia, que aumentaba en el transcurso de la cena, pero tenían el pudor de no dejarlo traslucir. Johanna sabía que su relación con Simón acabaría por ser descubierta. No sería un escándalo ni una ofensa para nadie. Sin embargo, le causaba un placer novelesco cubrirse el rostro con una bufanda de lana o de seda, correr por las murallas al caer la noche, con el corazón palpitante por si se cruzaba con un algún conocido que no la reconocería, y llamar a la puerta de la torre donde suspiraba su príncipe utilizando la señal convenida. A esa alegría infantil sucedía un júbilo de mujer. Johanna había vencido su miedo, y desde hacía dos noches, había emergido entre ellos la sensualidad. En ese terreno, estaban descubriendo una sinfonía de emociones en modo mayor. Accedían a la esencia del amor, y cada vez era una sorpresa, una ofrenda más grande… Para Johanna, una revelación inédita, la creación del amor.

François se había enfadado al enterarse de que Johanna le había ocultado la existencia del pergamino de Cluny. El documento estaba siendo sometido a un análisis químico en la Biblioteca Nacional. A primera vista, el experto pensaba que las pieles y la tinta podían datar del siglo XI y que provenían de los talleres de la abadía borgoñona. Johanna, en el otro extremo del hilo telefónico, sonrió. ¡Pues claro que el manuscrito era auténtico! Procuró acabar cuanto antes la conversación con François, que por suerte solo conocía el contenido del pergamino a grandes rasgos —su conocimiento del latín era reducido y el texto no había sido traducido oficialmente—, y se dirigió de inmediato a la Virgen Soterraña para dar las gracias al poder que había iluminado su alma. Se encontró de cara con Guillaume Kelenn, que se exhibía como un pavo real rodeado de un grupo de turistas, numerosos los sábados por la mañana.

—¡Ah, qué suerte! —exclamó al ver a Johanna—. Señoras y señores, les presento a la directora de las excavaciones arqueológicas que nos impiden admirar el potro y su fabulosa rampa hacia la base de la peña… ¿Le importaría hablarnos de sus trabajos y de Judith de Bretaña? Aquí tengo un grupo que viene de Brest.

Era inoportuno, como casi siempre. Pero en esta ocasión a Johanna le sentó especialmente mal que se interpusiera entre ella y las piedras de la cripta. Lo miró de hito en hito con los labios apretados. Sus ojos adoptaron la forma de cañones imaginarios y le lanzaron una salva de bombas cargadas del más mortal de los venenos. Después, giró sobre sus talones y salió del santuario dando un portazo. ¡Maldición! Raramente estaba de tan mal humor. ¡Y encima Simón se había marchado a pasar fuera el fin de semana! Había dicho que iba a felicitar a sus padres, que vivían cerca de Brest. ¿Y ella? ¿No visitaba a sus padres? Se había limitado a telefonearlos. De todas formas, ¡ir a pasar tres días a casa de papá y mamá a su edad…! Además, eso es lo que él decía, que iba a ver a sus padres, pero no había nada que lo demostrara. Los celos la reconcomían por dentro. Eso también era nuevo, ese deseo ardiente de poseer al otro, de compartir con él todos y cada uno de los movimientos, de los segundos, de respirar al unísono.

Y por si fuera poco, ese fatuo de Kelenn le impedía ver a Román, o a su monje sin cabeza, o a los dos, puesto que según todos los indicios estaban relacionados. Podía esforzarse en prescindir de Simón unas noches, pero nada la obligaría a apartar la atención de Román. Estaba a punto de encontrarlo. Bajó al pueblo a paso marcial, montó en su coche y se dirigió a toda velocidad a Avranches.

—Le digo que no existe, al menos que yo sepa —dijo el jefe del servicio de conservación de la biblioteca, a punto de perder los nervios.

—Que usted no sea capaz de encontrarlo en sus nidos de polvo no significa que no exista —replicó Johanna—. Estoy segura de que se hace mención en uno de estos libros.

El quincuagenario recorrió con mirada iracunda los documentos que lo rodeaban: con sus volúmenes de cantos de piel gastada, que cubrían desde el suelo hasta el techo, sus estanterías de madera clara y su galería, que se extendía por la parte superior de las paredes de libros, la sala patrimonial tenía aspecto de museo o de biblioteca nacional.

—Señorita, los «nidos de polvo» de los que tenemos el honor de ser depositarios —le espetó— y que han escapado por milagro de los múltiples incendios de la abadía, del derrumbamiento de las construcciones, de la codicia de los príncipes y de los prelados desaprensivos, de la Revolución, de la expropiación de los monjes, de los pillajes, de las guerras, de los bombardeos norteamericanos de 1944, de la acción del tiempo, de la humedad, de la luz artificial, del salitre, del moho, de los insectos y, por último, de la incuria de lectores malintencionados, esas obras, pues, o lo que queda de ellas, se han salvado gracias a nuestros cuidados, consistentes en desinfectarlas, catalogarlas, microfilmarlas, reclasificarlas y reunirías aquí. Solo de la abadía del Mont-Saint-Michel, hay cuatro mil volúmenes, de los cuales doscientos tres son manuscritos medievales. Son supervivientes, tesoros, y no le permito que los insulte. Adiós, señorita, son las doce y tenernos que cerrar.

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