El poder sobre la abadía de personas de fuera de esta se había vuelto tan abiertamente incompatible con su particularismo y su deseo de ser soberanos de sí mismos que, unos años más tarde, Almodius y sus monjes llegaron incluso a redactar una falsa bula papal en la que se concedía al monasterio libertad para celebrar elecciones. Guillermo se lo creyó. De momento, en ese año 1053, Almodius podía por fin, después de treinta años de espera, remar sobre los cincuenta frailes y sobre la peña sagrada. A los sesenta años hacía realidad el sueño de toda su existencia: el báculo, la cruz cincelada y el anillo blasonado. Poseía la abadía, el Mont-Saint-Michel.
Transcurrió un decenio en la paz que la montaña del Ángel finalmente había encontrado, sin incidentes, sin desórdenes, hasta la antevíspera de la Ascensión de 1063.
—Nuestro hermano Antelmo no presenta ninguna huella de herida, padre —dice fray Godofredo, uno de los dos monjes enfermeros, ante la comunidad reunida en capítulo—. Ninguna lesión, salvo la ocasionada por la cuerda, lo que me lleva a pensar que se trata de un accidente: estaba oscuro, y todos sabemos que había perdido mucha visión… En la oscuridad, pudo enredarse con las cuerdas, golpearse la cabeza con un objeto duro, seguramente la campana Rollón, y malhadadamente caer y quedar inconsciente, estrangulado por la maraña de cabos que lo mantenían prisionero.
—¿Caer fuera del campanario? Además, ¿qué iba a hacer en el campanario? —objeta Almodius—. Fray Antelmo tenía más de ochenta años, estaba, efectivamente, casi ciego, pero además caminaba con dificultad, daba los menos pasos posibles, se consagraba por entero a la oración. No tenía ninguna razón para destruirse, estoy de acuerdo, pero tampoco tenía ninguna para infligirse ese penoso ascenso a la torre.
—Ignoro por qué subió —interviene fray Marcos, un joven monje sacerdote—, pero lo que puedo atestiguar ante vosotros, padre y hermanos, es que le vi subir la escalera del campanario y luego bajarla.
El estupor invade las filas de los religiosos.
—¿Cómo, fray Marcos? —pregunta el abad en medio del tumulto—. ¡Explicaos!
—Veréis, padre, Dios quiso que fuera el vecino de dormitorio de fray Antelmo, y vos habéis recordado que se movía con dificultad. Así pues, yo había tomado la costumbre de ayudarlo a acostarse y a levantarse, con el debido respeto a su rango y a su edad. Anoche, después de vigilias, me sorprendió no verlo entrar en la habitación. Temí que hubiera sufrido una indisposición por el camino, así que cogí una linterna y me dirigí a la iglesia para buscarlo. Fue entonces cuando lo vi en la base del campanil. Apoyado en el bastón, entró en la torre y subió la escalera con muchas dificultades. Infringiendo la regla, lo llamé, pero ya sabéis que estaba un poco sordo; no me oyó o no quiso contestarme. Preocupado, me situé a cierta distancia de la torre y esperé. Al cabo de un rato, apareció al pie de la escalera con la capucha puesta y apoyado en el bastón, pero, en lugar de dirigirse hacia, mí, le vi dirigirse hacia el exterior de la clausura. Pensé en llamarlo de nuevo, pero no me atreví a importunar de tal modo al patriarca de la abadía. Temía que me regañara agriamente, tal como en ocasiones hacía —añade, sonrojándose—, y me acusara de estar demasiado encima de él. Volví y me acosté hasta laudes.
—¿No levantasteis la cabeza? ¿No visteis el cadáver colgando? —pregunta Almodius.
—Por desgracia, no, padre. Miraba la puerta del campanil haciendo un gran esfuerzo, pues estaba muy oscuro, e interrogándome acerca de la conveniencia de cruzarla yo también, y desde donde estaba no podía distinguir el otro lado del campanario, el lado donde hemos descubierto a nuestro hermano.
El abad reflexiona un momento, se pasa una larga y nerviosa mano, manchada de tinta, por la tonsura convertida en calva bordeada de contados cabellos grises. Mientras tanto, los monjes, aterrorizados, murmuran que es el alma de Antelmo lo que Marcos vio salir de la torre. Su alma o… su fantasma.
—¡Basta! —dice Almodius, cuyo humor se agria cada vez más—. Dejaos de pamplinas. La explicación de ese fenómeno es simple: o bien Antelmo esperó fuera de la clausura a que fray Marcos desapareciera, y regresó más tarde al campanario para cometer el pecado que la Iglesia reprueba y que le valdría la excomunión, o bien alguien atrajo a nuestro hermano al campanario, alguien que esperaba en lo alto de la torre, ahorcó a Antelmo y bajó, y es a ese alguien, a ese asesino, a quien fray Marcos vio salir y escapar, tomándolo por fray Antelmo.
Las últimas palabras del abad dejan helados a los presentes. ¡Un crimen! ¡Un crimen en su abadía! Pero ¿quién podría desear algún mal a uno de los más ancianos y devotos servidores del Ángel, aparte… aparte del Maligno?
—Hijos míos, os lo ruego —dice el abad en tono firme pero afable—, no dejéis que el pánico se apodere de vosotros. Todavía no estamos seguros de nada, y el Arcángel nos ayudará a dilucidar este penoso asunto. Vamos a rezar a san Miguel, hijos míos, para que nos ilumine tal como siempre ha hecho, vamos a rezar para que cuide del alma de Antelmo, vamos a celebrar misa. Dejo en manos de nuestro prior, fray Juan de Balbec, la tarea de interrogar con toda discreción a los numerosos peregrinos y a los lugareños. ¡Vayamos hacia la luz, hijos míos!
Esa mañana, la primera misa del día tiene lugar en la cripta de Nuestra Señora de los Treinta Cirios, como todas las mañanas, pero la ceremonia se tiñe ese día de tristeza, de un sentimiento de temor y luego de una esperanza extática que la atmósfera del santuario subterráneo refuerza: coronada por dos bóvedas de arista y una bóveda de cascarón en el ábside, la cripta parece una gruta oscura, íntima y tranquilizadora como el vientre de una madre. El techo es bajo, el espacio reducido, tiene una sola nave, y está dedicada a la Madre, la Virgen, una Virgen blanca de misericordia. Llamada así a causa de los treinta cirios que arden en su interior, se encuentra situada en la zona de clausura y, por lo tanto, está reservada a los monjes del Monte. Es el lugar donde se celebra la primera misa de la mañana y completas, el último oficio de la noche; las demás ceremonias se desarrollan ahora en el coro de la nueva iglesia. Nuestra Señora de los Treinta Cirios sostiene el brazo norte del transepto de la gran iglesia abacial.
La cripta de San Martín, al sur, sostiene el otro brazo del transepto: majestuosa, monumental, con bóveda de cañón continua de un tamaño colosal, traza un cuadrado perfecto rematado por un semicírculo puro. Fuera de la zona de clausura, por consiguiente de libre acceso para todos, y ricamente decorada, representa la muerte y la lírica accesión del alma al cielo. Destinada a ser el lugar de inhumación de los grandes personajes benefactores del monasterio, la cripta de San Martín inaugura un nuevo espacio mortuorio, un cementerio cuya explanada se extiende entre sus muros y la antigua capilla de San Martín, que ha sido secularizada y transformada en osario.
Finalizada la misa matutina, Almodius deja a los monjes sacerdotes celebrando sus lucrativas misas privadas. A dos días de la Ascensión, la multitud de peregrinos es inmensa. Perdido en sus pensamientos, da una vuelta alrededor de la iglesia abacial e inspecciona el dominio del que es señor indiscutible. Hace diez años, cuando por fin fue nombrado abad, su primera preocupación fueron las obras de construcción. En tres décadas, los constructores se habían sucedido al mismo ritmo que los abades y la confusión ambiental había afectado a las obras, que habían sufrido retrasos.
De 1023 a 1026, fray Bernardo había bregado solo con las obras de la cripta del coro, pero el bastón de constructor parecía quemarle las manos. Poco a poco, se había ido convenciendo de que sobre los que tocaban los planos de la nueva abadía recaía una maldición: Pedro de Nevers, Hildeberto y su maestro, Román, habían muerto, y él temía que le llegara el turno. El abad Thierry le había explicado que, si realmente había habido anatema, este había sido retirado por Auberto la noche que había hecho modificar los planos en presencia del propio Bernardo: la voluntad del fundador de la montaña, que sus predecesores no habían tenido en cuenta, era ahora respetada, y ya no había ninguna razón para que la muerte se abatiera sobre los que manejaban los dibujos. Bernardo lo había creído durante algún tiempo, pero la muerte de Jehan, el maestro cantero, que consultaba a menudo los planos, lo había sumido primero en el escepticismo y más tarde en el pánico. Se trataba, sin embargo, de un accidente normal, semejante a los que se producían casi a diario en la obra: un pescante cargado con un bloque de varios quintales se había partido y maese Jehan, que se encontraba cerca, había desaparecido bajo la enorme piedra. No había perecido enseguida, sino que, trasladado a la enfermería de Osmundo, se había pasado varios días gritando, con el cuerpo destrozado y presa de apariciones infernales, antes de morir.
Esa visión hizo acudir a la mente de fray Bernardo el doloroso recuerdo de su maestro poseído por el Demonio y reavivó sus temores. A partir de entonces, todos los accidentes que se producían en la obra eran interpretados por Bernardo como una amenaza directa contra él. Abandonaba a menudo su trabajo para rezar y prefirió cada vez más el silencio de la capilla de San Martín al estruendo de la obra. Cuando el abad Thierry y más tarde Ricardo II el Bueno murieron, de manera repentina y misteriosa, en el intervalo de unas semanas, Bernardo perdió la cabeza. Declaró que era la maldición, arrojó los planos y el bastón de constructor sobre uno de los dos altares de la iglesia carolingia, que todos llamaban ya la Virgen Soterraña aunque estuviera inundada de claridad. Después se marchó. Nadie supo nunca qué había sido de él.
Fue Aumodio quien edificó el coro, con un nuevo constructor al que hizo ir desde Bretaña y que había trabajado en el coro de la abadía de la Couture, en Le Mans, ciudad de la que era originario el abad. El sanctasanctórum, estrictamente reservado a san Miguel y a los monjes sacerdotes, fue construido según los planos de Pedro de Nevers: la cabecera sobresale de la montaña y los muros de la cripta del coro sostienen esa parte. Antes incluso de terminar el coro, los servidores del Ángel supieron que su señor había tomado posesión del lugar: se produjeron fenómenos sobrenaturales que los escribas de Almodius relataron de inmediato. Fray Drogón vio tres ángeles disfrazados de peregrinos, sosteniendo cirios ante el altar mayor durante la noche. No se inclinó, e inmediatamente recibió un bofetón de una mano invisible; por la mañana, estaba muerto. En otra ocasión, una llama surgida del altar quemó a dos monjes que leían descuidadamente el breviario; el propio Arcángel atravesó el coro, también de noche, en forma de columna de fuego. En cuanto a las tormentas magnéticas, fueron propicias a las apariciones. Por estas razones, el acceso nocturno al santuario fue estrictamente reglamentado, como ya se hacía con la iglesia carolingia. En ese lugar consagrado, la noche quedó reservada para las criaturas espirituales, y ningún mortal debía penetrar en la nueva iglesia entre completas y vigilias.
Suppo había erigido el transepto en la punta aplanada de la peña. En cuanto a Raúl de Beaumont, apenas tuvo tiempo de edificar los pilares del crucero del transepto y de comenzar la torre que se eleva sobre dichos pilares. La finalización de ese campanario mortal para Antelmo fue la primera tarea del abad Almodius y del constructor que hizo ir desde Gascuña: Eudes de Fezensac, un laico, hecho rarísimo en la época.
Los edificios conventuales que rodeaban la iglesia carolingia fueron destruidos y reemplazados por unas construcciones provisionales de madera situadas en una ladera de la montaña, a fin de poder levantarlos de nuevo, en piedra, escalonados a lo largo de la nave de la iglesia abacial, nave cuya construcción está en curso. Almodius desea grabar su nombre en la historia como el de quien terminó la gran iglesia abacial y por ello ha hecho acelerar las obras. La iglesia carolingia merece por fin su nombre de la Virgen Soterraña: forrada de mampostería, han reforzado sus muros, aumentado el diámetro del pilar central y añadido un vestíbulo para que pueda aguantar sin derrumbarse los tramos de la nave que están construyendo encima. Circundada por una galería ascendente y flanqueada por los edificios conventuales en proceso de construcción, han tapado sus ventanas y ahora se halla totalmente privada de luz, lo que altera su atmósfera. Los exaltados responsorios de antaño han sido sustituidos por un silencio sombrío y recogido, por la introspección oscura, apenas guiada por la llama de los cirios que arden en el altar de la Santísima Trinidad y en su gemelo, que acoge a la Virgen negra, reina de los ángeles. El cráneo de Auberto, agujereado por el dedo del Ángel, y su santísimo brazo han sido depositados en una urna opaca y cerrada, ornada con brocado y pedrería. Nadie debe poner sus ojos impuros sobre las reliquias, pues se expone a quedarse ciego en el acto, pero, tal como deseó Auberto, todos deben poder venerar a distancia el tesoro de la abadía, su corazón glorioso e ilustre, que late en ese lugar de misterio, antes de acceder a la iluminación de la iglesia de arriba.
Almodius examina las obras de la nave escoltado por su constructor: encima de la cripta de la Virgen Soterraña emergen, a cielo abierto, un suelo de piedra y unos pilares, invadidos de artilugios y de efervescencia obrera. Por el momento, aquello parecen las ruinas de un templo romano, pero el abad imagina lo que será ese lugar dentro de una o dos décadas: de una longitud impresionante, la nave de la cruz latina estará constituida por siete tramos idénticos, separados por columnas que suben hasta el final y divididas en tres niveles. Arriba se abrirán grandes ventanas, coronadas por arcos de descarga de medio punto que cerrarán cada tramo sobre sí mismo. Las vidrieras representarán la Pasión, y un bello artesonado cubrirá la nave. Será magnífico, original, poderoso y eterno. Será la obra de Almodius, con la que sueña todas las noches. Desgraciadamente, esa mañana Eudes de Fezensac interrumpe el sueño grandioso del constructor.
—Padre, perdonad la pregunta, pero los porteadores se han encontrado con la sorpresa de que los han echado de su cabaña. Han visto el cadáver, rodeado de vuestros enfermeros, y no hablan de otra cosa. Temen una epidemia… ¿Podéis explicarme qué ha sucedido para que apacigüe sus temores?
El abad parece despertar.
—¿Creéis que, para salvar a mis monjes, soy capaz de matar a los hombres que construyen nuestra inmortalidad? —replica de mal humor—. ¡Calumnias y más calumnias! —vocifera, mirando con frialdad a su constructor.