La promesa del ángel (44 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—Simón —dijo ella cogiéndole la mano—, comprendo tu visión de las cosas y me parece cautivadora, pero no la comparto del todo. Yo también siento las emociones de las que hablas, pero no me gusta que digas que es una fábula. Perdona que insista, pero para mí no es una fábula, es verdad, y no pararé hasta que lo demuestre.

Él meneó su bonita cabeza cubierta de cabellos negros como dejándola por imposible.

—Eso es lo que no comprendo de ti, Johanna, y lo que me fascina: que te obstinas en confundir quimera y realidad. Eres una auténtica obsesiva, y resulta muy atrayente. Digas lo que digas, ante ese manuscrito no reaccionas como historiadora sino como si esa historia te afectara personalmente y estuviera relacionada con tu vida. Y no es porque un día estudiaste el fragmento del
Líber tramitis
escrito por Román en Cluny, es mucho más que eso, algo mucho más profundo, lo noto… ¿Ese monje es antepasado tuyo o qué?

Johanna se obligó a reír para no contestarle. No le había dicho ni una palabra de los tres sueños que la habían conducido hasta allí, pero él lo había adivinado. Se conocían desde hacía muy poco, no eran amantes, y le leía el pensamiento como si fueran amigos de toda la vida. No le había pasado antes nada igual y se sentía confusa. Sus cuerpos no se conocían el uno al otro, y sin embargo ya eran conscientes de su complicidad íntima. La unión de su carne era inevitable, pero por el momento no habían cedido; era algo tan evidente que no tenían prisa, y la espera resultaba deliciosa. Era ella la que tenía que poner fin cuando se sintiera preparada, lo sabía sin que hubieran hablado nunca de la cuestión, pero seguía aplazando el momento. En realidad, Johanna estaba aterrorizada por ese sentimiento nuevo repentino. ¿Cómo explicar que, de pronto, François le pareciera un extraño y que fuese a pasar la Nochevieja con Simón? Se sentía culpable de traición. Isabelle la había tranquilizado, se había burlado amablemente de que no supiera lo inopinado que es el amor y lo viviese como un desagradable accidente. Después la había felicitado y había dicho horrores sobre François, cuando hasta entonces parecía apreciarlo. Johanna se había quedado estupefacta. No estaba preparada para semejante desbarajuste en su vida. Había pasado el día de Navidad en Cluny con Paul y su compañera, Corinne, que se había reunido con ellos. François, tal como había previsto, estaba pasando las fiestas en familia, en su casa de Cabourg, a unas decenas de kilómetros de Mont-Saint-Michel, pero lejos de Cluny.

Fue una fiesta insólita y eufórica: Paul solo hablaba de Pedro de Nevers, Johanna de Juan de Marburgo, alias fray Román, y Corinne los miraba de reojo, celosa de aquellos dos muertos que infundían tanta vida y tanta complicidad a los arqueólogos, y contrariada por que François no estuviera allí para restablecer el equilibrio entre ellos. Se relajó cuando Johanna anunció, el 26 de diciembre, que regresaba al Monte. Había terminado de copiar el manuscrito y estaba impaciente por encontrar a su monje constructor entre las piedras de la abadía. En voz alta, dio las gracias a Hugo de Semur por no haber destruido el documento, por no haberlo sacado a la luz y por haberlo guardado en la tumba del maestro de Román, Pedro de Nevers. Fue a despedirse del caballo Firmamento, que, según ella, había sido «la musa de Paul», acarició largo rato el pergamino y por último besó a Paul, que se entristeció. Él insistió en que se quedara, pero, por suerte para Corinne, se fue.

Llegó a Mont-Saint-Michel la noche del 26 de diciembre, sin siquiera haber dado un rodeo para ver a sus padres en Fontainebleau, ni a Isabelle en París, y todavía menos a François, que la esperaba en un discreto hotelito de Cabourg. Les mintió a todos: contó que Christian Brard la había llamado urgentemente, sin preocuparse de que François podía comprobarlo y descubrir que el administrador estaba de vacaciones. A todos les narró el fantástico descubrimiento de Paul; a nadie le mencionó el manuscrito encontrado en el panteón. François no tardaría en enterarse, cuando volviera al ministerio a principios de enero. Cuando vio la irreal silueta de luz recortándose contra las tinieblas del mar y del cielo, supo que la ofrenda que acababa de recibir emanaba de la montaña: el Arcángel había elegido a Román para construir la Jerusalén celeste, y el alma de la peña la había escogido a ella para llevar a cabo una misión cuyo contenido desconocía, pero cuyos contornos poco a poco iban dibujándose, como los de la abadía. Mientras circulaba por el dique, con los ojos clavados en los del castillo de piedra, la mirada en la aguja de oro coronada por la escultura del Arcángel, sus últimos temores desaparecieron. Aceptaba su destino. Presentía que la esperaban intensas convulsiones, pero tenía confianza. El espíritu que reinaba en el Monte continuaría acudiendo en su ayuda, iluminándola en sus momentos de duda, insuflándole su ardor combativo. Sí, lucharía por él, descubriría la clave de sus sueños y resolvería el enigma de la peña sagrada.

Dejó el coche en el aparcamiento de los residentes y cruzó las tres puertas fortificadas que conducían al pueblo. Las diez de la noche. Hacía un tiempo digno de los relatos medievales: los cañones y los adoquines estaban bañados por una lluvia de gotas invisibles. Las potentes olas respondían al viento del norte, el aquilón, que extendía la humedad como un sudor helado por el terror de una brusca aparición. El frío era tan violento que se apoderaba de la carne, paralizando los músculos tan cruelmente como los grilletes de un calabozo. Pensó en los benedictinos de la Edad Media, que sobrevivían sin calefacción de ninguna clase. Los faroles amarillos de las tabernas se balanceaban en la oscuridad, y uno esperaba cruzarse en cualquier momento con un caballero furioso o un bardo ebrio de vino y de lira. Johanna se encontró con una joven pareja de enamorados que, con su ropa moderna y sus efusiones, parecían perdidos en aquel tiempo en suspenso. Les sonrió y subió con dificultad los resbaladizos peldaños. Al llegar a la altura de la iglesia parroquial dedicada a san Pedro, giró a la izquierda y entró emocionada en el cementerio local. Entornando los ojos, podía ver un hoyo excavado en la tierra del que salía flotando Moira, vestida como una diosa celta, dejando allí a un monje negro que lloraba mientras le acariciaba las alas. Johanna levantó la cabeza y vio su vivienda vacía, que por primera vez consideraba su única y verdadera casa, el balcón forjado de su habitación cerrada, desde la que se veía una incongruente palmera plantada en la calle. La lámpara instalada en la pared arrojaba un velo blanquecino sobre las sepulturas alineadas a lo largo de una muralla de vegetación. Descubrió que la tumba situada justo bajo sus ventanas, junto a la cual también había una insólita palmera, era de un soldado de la Primera Guerra Mundial caído en el campo del honor a los treinta y tres años, exactamente su edad, justo antes del armisticio de 1918.

El corazón se le encogió y se estremeció de frío. Notaba en el bolsillo el peso de las llaves de la abadía y le pareció que el manojo ardía. Cogió su pequeña bolsa de viaje y continuó subiendo la escalera hasta el monasterio. Al abrir la pesada puerta de madera de la Fortaleza, recordó la noche que no se había atrevido a entrar, la noche que había notado una respiración extraña que la había asustado tanto, la noche de la llamada de Paul, unas horas después de su descubrimiento. Había sido la semana anterior, pero había pasado una eternidad: entre la semana anterior y el momento presente habían transcurrido casi mil años. Sonrió: aquella noche no había podido ir más lejos porque no estaba preparada. Ahora, él sabía que lo estaba, había hecho lo necesario para que lo estuviera. La linterna trazaba un surco puro sobre las piedras: Johanna iba precedida por un velo de novia. Pilotos de luz lechosa coronaban los muros de granito como una guirnalda de azahar. La felicidad que había invadido el alma de Johanna en Cluny aquí la inundaba. Atravesaba las inquietantes salas con una calma y una serenidad que le resultaban desconocidas. Tan solo ante la puerta de la Virgen Soterraña se estremeció. Era la primera vez que iba a entrar sola en la antigua iglesia por la noche, y recordó las palabras de Simón sobre los ángeles y los demonios que habitaban esos lugares. Abrió muy despacio. Inmediatamente, un hecho al que hasta entonces no había prestado atención la tranquilizó: la temperatura dentro de la cripta era agradable, cuando en todos los demás sitios tiritabas de frío. Las entrañas ancestrales de la abadía estaban calientes como un vientre humano. La tierra nutricia fecundaba ese lugar, que le pareció que pertenecía a lo femenino. Sí, los lugares tenían sexo. La peña y la mayor parte del monasterio eran masculinos, pero ese santuario era mujer, y albergaba a un hombre al que Johanna buscó con los ojos en la escalera que subía por encima de los altares gemelos. No había nadie, pero la cripta no estaba vacía: ella sentía confusamente una vida muda, una fuerza imperceptible. Guillaume Kelenn le había contado que, sin saber nada de ese lugar, sin creer ni en Dios ni en el Diablo, algunos turistas entraban en trance en la Virgen Soterraña. ¡Las energías telúricas! Johanna sabía que esas potencias no le serían nefastas. No tenía nada que temer, ya que una de ellas la protegía. Se quitó el anorak y se apoyó en un pilar. ¿Tendría su monje decapitado alguna relación con fray Román? Sí, seguro; de lo contrario, ¿por qué iba a haberle dirigido ese manuscrito desde el fondo del tiempo?

Porque ya no le cabía duda de que el texto le estaba destinado, y tan íntimamente como sus tres sueños: el espíritu misterioso que se había dirigido a ella a través de sus sueños también se las había arreglado para que encontrara el manuscrito y fuera informada del prodigioso amor entre aquellos dos seres a los que todo separaba y a los que una tragedia había separado. En la suave calidez de la cripta, pensó que, para acabar de comprender, le faltaba un eslabón crucial: el que unía la existencia de fray Román a la del monje sin cabeza. Poseía el principio y el final, pero no podría resolver la historia sin deshacer el nudo central. Ese fragmento desaparecido era lo que le había sucedido a Román después de su marcha de Cluny, en el año 1063.

—Sé que está aquí, en el Monte, que tengo que encontrarlo para llegar hasta ti —le susurró a la presencia invisible—. Sé que me ayudarás… Guíame, ¿qué camino debo tomar? Indícamelo, por favor.

Cuando salió de la cripta subterránea, alrededor de medianoche, tuvo la extraña sensación de que ya no estaba sola. Un alma bondadosa la acompañaba, poblando el silencio nocturno con un suave murmullo. Era un antiguo rezo cantado en latín, una antífona. Quizá era el viento, o las piedras de la abadía, que se acordaban del oficio de vigilias y de los benedictinos. Quizá no era nada.

Los días siguientes, Johanna aprovechó las vacaciones de su equipo para explorar todos los rincones del monasterio y del pueblo: la peña no debía tener ningún secreto para ella. A lo largo del día se veían desfilar los inevitables autocares de turistas, pero a partir del crepúsculo invernal la montaña era devuelta a los elementos de la naturaleza que constituían su estrepitosa singularidad. Se encontró varias veces con Simón Le Meur, quien la invitó a dar un paseo en su pequeño velero. Pero Johanna se mareaba y prefirió acompañarlo a coger berberechos, con la marea baja y a pie. Calzado con botas de goma y provisto de un rastrillo, la inició en la vida de la bahía, le mostró pájaros magníficos, recordándole que el Monte era también una reserva natural, y encontró bajo la arena esas pequeñas conchas blancas llamadas pechinas de San Miguel, que los peregrinos medievales lucían en la esclavina. Dieron un largo paseo y, por la noche, la invitó a degustar en su casa los mariscos que habían cogido. Con ese paseo al aire libre y esa velada había empezado todo. Johanna descubrió a un hombre distinto del insaciable charlatán a quien había conocido la primera vez, en el bar: un ser sutil, sensible y discreto. Atribuyó la actitud de propagador de cotilleos que había exhibido aquella noche al torpe impudor que a menudo demuestran los extremadamente tímidos.

La casa de Simón poseía tanto encanto como él: además de la espléndida vista del islote de Tombelaine que ofrecía, estaba protegida por una gárgola de piedra en la cima del muro de granito. Sobre la puerta de entrada, el antiguo portafaroles recibía a los visitantes. En el interior, el anticuario había arreglado las habitaciones con un criterio de comodidad y elegancia carente de afectación, en armonía con el ambiente de la montaña: una gran cocina con fogones de loza coloreada, azulejos decorados y cazuelas de cobre, un cálido salón lleno de cuadros antiguos e instrumentos marinos, con una inmensa chimenea muy bien restaurada, unos sofás mullidos y un globo celeste del siglo XVIII. El escritorio era un auténtico baúl medieval rodeado de hileras de libros desde el suelo hasta el techo, con vigas a la vista, y en todos los dormitorios había imponentes armarios normandos finamente trabajados, donde las sábanas debían de oler a lavanda. Esa primera noche fue frívola y alegre; no hablaron del Monte. Simón evocó con mucha gracia las galletas bretonas que su madre, española, se esforzaba en hacer para su padre y en las que no podía evitar poner aceite; Johanna contó sus memorables catástrofes culinarias. El la interrogó hábilmente sobre su vida sentimental y ella se oyó responder que había mantenido una larga relación con un hombre casado, pero que su idilio había terminado. ¿Qué le había ocurrido de repente para mentir así? Cambió de tema y se percataron de que tenían los mismos gustos en materia de música y de literatura. Cuando terminaron de cenar, Simón reiteró su invitación para la Nochevieja y Johanna aceptó. De vuelta en casa, se hizo amargos reproches: ¿acaso había perdido el juicio? Le había dicho que sí a ese hombre, cuando le había prometido a François que pasaría el día de Año Nuevo con él en París. Durante toda la velada había tenido la sensación de que otra persona hablaba por ella y la empujaba hacia los brazos de Simón. ¡Era un hechizo! Johanna estaba tan confusa que telefoneó a Isabelle pese a lo tarde que era.

A su amiga solo le preocupaba una cosa: ¿estaba Simón soltero, libre, disponible, solo, sin mujer ni hijos escondidos en alguna parte? Cuando Johanna respondió afirmativamente, oyó un grito de alegría en el otro extremo de la línea, seguido de incitaciones tan apremiantes que se quedó perpleja. Tres días antes de Nochevieja, le entró tal pánico que se puso enferma. La oportuna gastroenteritis resolvió el dilema impidiéndole ir a París. Le suplicó a François que no fuera a visitarla porque no le apetecía nada que la viera en semejante estado. Vomitó hasta la primera papilla, hizo una dieta purificadora, guardó cama y la noche del 31 de diciembre estaba curada. Tenía la sensación de tener un cuerpo completamente nuevo. Esa noche, en casa de Simón, observó con estupor que se había liberado de la macabra desesperación que la oprimía todas las Nocheviejas. Estaba cambiando, y habría jurado que el espíritu benéfico que parecía poseerla no era ajeno a ello. Pero de eso no podía hablarle a nadie.

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