En todos los rostros se lee estupefacción, seguida de un fervor intenso.
—Hijos míos —prosigue el abad, transportado él también—, sabemos lo que cuesta desobedecer las órdenes celestes. Oímos la advertencia enviada por el Ángel: el Ángel se dirigió a Román. Desgraciadamente, nuestro hermano se dejó atrapar de nuevo por el mal y eso le causó la muerte. ¡Ojalá la gracia infinita de Dios lo haya salvado de las garras de Lucifer en el último instante! Nosotros, que servimos a las fuerzas del Bien, respetaremos la voluntad de san Miguel y de nuestro fundador: conservaremos la iglesia de la época carolingia, en cuyos muros se conservan los vestigios de la gruta de Auberto. Las reliquias de ese hombre santo serán ofrecidas a la veneración de los fieles en ese lugar que él ha elegido, la iglesia actual, que transformaremos en cripta de sostenimiento de la nave de la nueva iglesia. A través de la mano y de la boca de fray Román, Auberto ha trazado unos planos y dado unas instrucciones muy precisas para que ejecutemos su sagrado deseo. Hildeberto reposará, como tenía previsto Ricardo, en la cripta del coro, con sus predecesores. Auberto, tal como él ha deseado, estará en la antigua iglesia, construida en el emplazamiento de su santuario original. Bernardo, me dijisteis que esa modificación implicaba la secularización de la capilla de San Martín; yo convenceré a nuestro buen príncipe de esta necesidad material. Cuando comiencen las obras de la nave, dentro de unos decenios, la iglesia se convertirá en una cripta subterránea, oscura, propicia al recogimiento y a la humildad queridos por Auberto, y esa cripta sombría es la que sostendrá la nave de la iglesia abacial, bañada de luz angélica. La cripta, bajo tierra, sostendrá el cielo. Hijos míos, si el Señor nos da vida el tiempo suficiente, veremos esa cripta, pero desde ahora voy a bautizar ese edificio, en honor de la imagen de la Virgen negra que contiene y que nos ha llegado desde los tiempos inmemoriales de la destrucción del paganismo y de la conversión de la montaña a Jesucristo, porque, hoy, el dragón de la antigua religión está definitivamente vencido. Para que recordemos la orden sagrada del Arcángel y de Auberto, la bautizo con el nombre de la Virgen Soterraña.
Había atravesado los siglos, casi diez siglos, gracias a un tubo de cobre similar a un catalejo, herméticamente cerrado y metido en el panteón de piedra, que lo había protegido de las ratas, de los gusanos, del moho y de las laceraciones de la tierra. Provisto de guantes, Paul había desenrollado pacientemente las hojas de pergamino, con mucha precaución por miedo a que se rompieran, y verificado su grado de humedad, las había fotografiado con todo detalle y luego las había introducido en un clasificador de plástico. Después las había dejado sobre la mesa de su cuarto, al lado del cilindro de cobre, de un diccionario Gaffiot y de un taco de papel. Johanna iría primero al lugar de las excavaciones… Él había calculado que tardaría unas ocho horas desde el Monte. Paul esperaba que hubiera dormido un poco antes de ponerse en camino. Él estaba tan excitado por el descubrimiento que no había pegado ojo, ni siquiera después de la fiesta improvisada por el equipo. Después de comer, llegaron los representantes de Monumentos Históricos. ¡Nunca tenían prisa, como el día anterior por la mañana, cuando había que traer una grúa para retirar el sarcófago! Por último, la buena noticia era que François aún no se había trasladado desde su ministerio parisiense. A Paul le había parecido conveniente no avisarlo. Si se enteraba de que Johanna iba a ir, dos horas después lo tendrían allí, y Paul deseaba estar a solas con su antigua ayudante cuando ella leyera el manuscrito.
A las tres de la tarde desembarcó la prensa local y Paul se dejó fotografiar con el panteón, como Howard Cárter con Tutankamón. En cambio, no quiso hacer ninguna declaración con el pretexto de que su trabajo empezaba a partir de ese momento y no soltó prenda sobre el pergamino. Por fin, a las cuatro, Johanna llegó como una tromba, con la ropa arrugada, el cabello revuelto y los ojos marcados por profundas ojeras, pero iluminados por una pasión que emocionó a Paul.
—¡Si ha esperado nueve siglos y medio, esperará cinco minutos más! —dijo Paul, con una copa de champán en la mano, en el centro de su habitación—. Primero brindamos y te lo cuento todo con detalle.
Johanna cedió a pesar de la impaciencia y el cansancio que sentía. Ella también había tenido que esperar: esperar que se hiciera de día para informar al equipo y darle a su ayudante instrucciones para los días de trabajo que faltaban antes de las vacaciones de fin de año. Hubiera preferido salir inmediatamente después de su llamada a Cluny, pero no podía permitirse una marcha precipitada que Patrick habría aprovechado para causarle problemas. De modo que había dormitado hasta las siete, nerviosa, y había anunciado el descubrimiento de la tumba durante el desayuno. Aunque no sabía por qué, no había dicho ni una palabra del pergamino. Había dejado su número de móvil, le había dado a Florence una carta para Christian Brard y se había despedido de todos hasta el 2 de enero, deseándoles que pasaran unas buenas fiestas. Al marcharse del Monte la había invadido una sensación extraña: en el dique, observándolo a través del retrovisor, le había parecido que el peñasco le hablaba. Le decía que era él quien le había preparado esa sorpresa y que esta iba a dar un vuelco a su existencia. Cuando volviera junto a él, Johanna sería diferente, lo miraría de una forma diferente, su amor por él sería todavía más fuerte. Inmortal. Porque a partir de entonces Johanna le pertenecería en cuerpo y alma. Estaría poseída por él. En el coche, durante ocho horas, Johanna había imaginado todo lo imaginable. Pero Paul, de forma deliberada, no había dicho lo suficiente.
—¡Es el mejor regalo de Navidad que el destino o el azar me han hecho jamás! —decía Paul, embargado por la emoción—. Estaba preparándome para decirle adiós a Hugo de Semur y a Cluny, ¿sabes? Desde que te fuiste, nada era igual… Había empezado a dudar. Resumiendo, ayer por la mañana, como de costumbre, me dirijo a las excavaciones consciente de que mis días aquí están contados. Pero no llego a meterme en el agujero. ¿Cómo explicarlo? Una lasitud general, el frío, el agotamiento físico, los demás… La tierra me agobiaba; harto de removerla sin cesar, tenía la impresión de estar cavando mi propia tumba… Entonces me acordé de ti —confesó, sonrojándose— y fui a hacerle una visita a Firmamento, como hacías tú cuando te sentías desanimada. Estaba muy nervioso, piafaba en su box sin parar de relinchar y resoplar, no me transmitía ninguna tranquilidad. El mozo de cuadra me explicó que los caballos son muy sensibles al tiempo y a las cosas invisibles para los hombres… Aquello me hizo sonreír, pero de todas formas me quedé intrigado. ¿Qué podía notar aquel animal que a mí me resultase imperceptible? Me acerqué y, de pronto, se calmó. Se dejó acariciar el hocico y el cuello. Estaba tan caliente y era tan suave que me sentó bien. Me marché apaciguado por ese contacto simple y mágico… y me puse a trabajar. Inexplicablemente, dejé mi parcela para ir a excavar en otra, todavía virgen, que te había tocado a ti en el reparto inicial. Excavaba sin convicción, pensando que tú debías de estar haciendo lo mismo en tu montaña, pero con ardor.
»Y luego, hacia mediodía —prosiguió, mirando hacia la ventana—, el sonido característico de un objeto duro. Una esperanza inmensa, unida al miedo de que, una vez más, no fuera nada interesante. Y al mismo tiempo una sensación inexplicable, el instinto, la experiencia, no sé, en cualquier caso el presentimiento de que por fin tenía algo importante… pero que deberías haberlo encontrado tú. Poco a poco, limpié unos centímetros y vi aparecer una R grabada en la piedra de aquí, piedra calcárea de las canteras. El corazón dejó de latirme y yo también me quedé inmóvil, aunque ya sabía que no podía ser la sepultura de Hugo. Intenté controlarme y continué limpiando hasta dejar a la vista la palabra entera: PETRUS… Sí, "Pedro"… Estaba paralizado, subyugado, era incapaz de seguir adelante. Pensaba en el abad Pedro el Venerable. Después llamé a los otros… No fue fácil, porque la tumba se había desplazado con el paso del tiempo, estaba colocada de través, pero estaba bien sellada y no había sido profanada. La inscripción latina que figuraba sobre el panteón era de una simplicidad absolutamente románica: Pedro de Nevers, monje de Cluny, constructor de la iglesia, fallecido en el año de gracia 1022, y las fórmulas habituales por la paz de su alma. Al ver la fecha, me dio un vuelco el corazón: ¡En 1022 era abad Odilón! Yo sabía que ese arquitecto era el que había terminado Cluny II y que había muerto como consecuencia de un accidente sufrido durante las obras de construcción, pero no me esperaba descubrir su tumba. Como te dije por teléfono, para mí hemos encontrado a Pedro de Nevers, que debía de reposar en el coro de Cluny II, con Odilón, gracias a Hugo. Fue Hugo quien debió de hacerlos trasladar a los dos al sanctasanctórum de Cluny III…, a no ser que fueran Hugo V o Beltrán I en el siglo XIII, cuando reorganizaron la disposición de las tumbas en el coro. Sea como sea, todo esto significa que estábamos en lo cierto respecto al emplazamiento del coro de Cluny III, y este descubrimiento abre el camino a muchos más. Ahora todo está permitido, ¿comprendes?, los trabajos para encontrar a Hugo, ni que decir tiene, pero no solo a él, también a Odilón, a Bernón y a Pedro el Venerable.
—Tienes razón —lo interrumpió Johanna—, pero, en primer lugar, todavía no tienes permiso para eso, y en segundo lugar, antes de nada hay que explotar a fondo este descubrimiento, confirmar la datación mediante arqueometría…
—¡Sí, por supuesto! —contestó él, sirviéndose otra copa que se bebió inmediatamente—. Bueno, como te iba diciendo, nos pasamos todo el día esperando la grúa y al conservador. Al final pudimos retirar la tumba y abrirla… Yo temía sentirme decepcionado, pero nada más lejos de la realidad: estaba allí, envuelto en su hábito de monje completamente raído… A su lado reposaba este cilindro de cobre. ¡Ah, queridos despojos, hermoso esqueleto, flor de mis sueños, ahora eres mi mejor amigo!
Johanna ya no podía más. Dejó su copa de champán, miró ostensiblemente el tubo de cobre y a continuación el clasificador que contenía el manuscrito.
—Un segundo más, querido ángel —dijo Paul, un poco achispado—. ¡Estoy llegando a la sensación del espectáculo! Porque he sido yo el primero que lo ha leído; es más, solo lo he leído yo, he prohibido a todo el mundo tocarlo. Te lo he guardado para que seas la segunda persona en recorrerlo con los ojos desde hace casi mil años. Lo he preparado para ti, lo he vigilado toda la noche y ahora te lo ofrezco. Aquí lo tienes, ¡adelante!
—Paul —dijo ella cogiéndole las manos—, sé que nunca podré agradecerte lo suficiente esto y muchas cosas más. Te quiero infinitamente, Paul, y estoy muy emocionada por todo lo que has dicho, pero este descubrimiento es tuyo. Tú debes recoger ahora sus frutos: autentificarlo, estudiar todo lo que pueda enseñarnos sobre esa época y publicarlo a tu nombre. Pedro de Nevers te ha esperado más de nueve siglos, no te esperará cinco minutos más. Ve con él, tiene mil confidencias que hacerte… A mí me gustaría quedarme a solas con el manuscrito antes de devolvértelo. Por favor, déjame cara a cara con él unos instantes.
Paul la miró con ojos de perro apaleado, levantó la barbilla en actitud desafiante y, sin pronunciar palabra, salió para ir a reunirse con su nuevo compañero de estudio. Johanna se apresuró a cerrar la puerta. Temblaba de emoción. Lentamente, se sentó detrás de la mesa. Empezó por examinar el cilindro de cobre que había protegido el pergamino del aire, de la luz y del agua, antes de depositarlo en una esquina del escritorio. Sus dedos se acercaron poco a poco al clasificador. Cerró los ojos, respiró hondo y finalmente lo abrió. Era también un sepulcro que ella extraía de una tierra misteriosa y durante mucho tiempo muda, una tumba que se entreabría por sí sola ante su mirada. La escritura era una promesa: las letras trazadas con tinta negra, ovaladas y prietas —minúscula escritura Carolina heredada de Carlomagno— revelaban la maestría de las personas instruidas, sin la grafía dibujada y compleja de los monjes copistas. Para el autor, el fondo de aquel manuscrito era más importante que su forma; se trataba, pues, de la escritura usual de las cartas y los documentos corrientes, no de la de los textos sagrados. Sin embargo, ¡qué belleza se desprendía de esos caracteres casi milenarios, trazados sobre la piel amarillenta, raspados y corregidos! No se resistió al deseo de tocarlos y, con gestos de enamorada, los liberó de su corsé de plástico transparente. Contrariamente al uso medieval para los manuscritos corrientes, el pergamino era de excelente calidad, del que se reservaba para copiar biblias: una hermosa piel de cordero sin ningún defecto, curtida según las reglas del arte en un taller monástico de primer orden. ¿Cuál? ¿Cluny u otro? Cada taller tenía su técnica particular de fabricación, pero Johanna no era una experta en la materia. Tendría que analizarlo un especialista. Fuera como fuese, el autor se había preocupado de que sus escritos se conservaran. Johanna no pudo evitar acariciar la piel lisa, suave como la espalda de un hombre. Se la acercó a la nariz. Según el novelista ruso Bulgakov, los pergaminos antiguos huelen a chocolate. Este exhalaba un olor de otoño a orillas del mar, un perfume de hojas secas y de sal…, no, brisa marina no, más bien el ligero efluvio de las lágrimas que se han secado. Johanna dispuso los nueve rollos ante sí. Retrasaba el momento de iniciar la lectura, palpitante ya el corazón por la sola presencia de las páginas. Emanaba de ellas un sentimiento confuso, una fuerza que había atravesado los siglos, una sensación de eternidad mezclada con una urgencia trágica… Limpió las gafas con la manga del jersey, se las puso de nuevo, dirigió una mirada al diccionario de latín y se zambulló en busca del significado y del desconocido que había redactado aquel texto.
Abadía de Cluny, Pascua del año de gracia de 1063. Al abad Hugo de Semur.
Padre en Cristo: Hace cuarenta años que vivo en este lugar consagrado a san Pedro, príncipe de los apóstoles y depositario de la llave del cielo, Cuarenta años en los que, como el pueblo judío en el desierto, mi alma y mi cuerpo han hecho acto de contrición y de arrepentimiento. En este santísimo día de la Resurrección del Salvador, no comparto el alborozo de mis hermanos porque voy a dejaros. Este imperioso viaje que debo emprender, en el crepúsculo de mi vida, no es el que todos esperamos con esperanza. La preciosa hora está cerca, pero antes de abandonar la tierra tengo que cumplir una última misión, y ese deber exige que me aleje de vosotros. Esta desaparición no es una huida, padre, aunque vos así lo creáis. Me avergüenza cubrir de deshonor nuestra casa con mi afrenta, esta morada sagrada que antaño me acogió; por eso redacto esta confesión dirigida a vos. No reclamo vuestro perdón, pues sé que no soy digno de él. Si leéis estas confesiones, es que mi alma habrá sido juzgada.
Dejaré este manuscrito en manos de fray Gregorio, quien me ha prometido entregároslo cuando empiece el nuevo año si no estoy de regreso. Por consiguiente, solo el óbito desbaratará mi designio de volver para prosternarme ante vos e invocar vuestra misericordia por este pecado que me dispongo a cometer. Conociendo la pureza y las legítimas exigencias de vuestro corazón, no os he hecho partícipe de la angustia en la que me hallo sumido, pues sé que vuestra venerable autoridad y vuestra viva inteligencia habrían modificado mi decisión. Parto, pues, con aflicción y consciente de mi bajeza, pero habiéndoos contado las verdaderas causas de este ultraje. Para ello, yo que soy un anciano, debo rememorar mi juventud y relatar fielmente una historia cuyas heridas no han podido curar cuarenta años de oraciones. Esa historia, padre, es la siguiente.
No debéis de ignorar que fue vuestro predecesor, el abad Odilón, quien me admitió entre estos muros en el año de gracia 1023. No le oculté a ese santo hombre todo lo que me dispongo a contaros, y aun así, él, con su infinita bondad, me abrió las puertas de este monasterio. Siempre me he preguntado si Odilón, antes de tomar el camino del cielo, os había confiado el secreto de mi llegada a Cluny. Si mi memoria de anciano no se equivoca, vos ingresasteis en Cluny hacía el año 1040, cuando teníais unos quince años, y Odilón, al descubrir vuestras virtudes y méritos, os nombró rápidamente gran prior. Quizá os informó entonces sobre mí. Nunca he tenido la improcedente audacia de interrogaros al respecto, en vista de que os comportabais conmigo igual que con los demás hermanos: con severidad, justicia y grandeza. Actualmente, esa cuestión ya no tiene importancia. En aquel lejano año 1023, yo era, pues, un hombre de treinta años y llevaba el hábito benedictino que sigo llevando hoy. Cuando ingresé en el claustro, mis hermanos creyeron que venía de uno de los numerosos establecimientos que habían adoptado las costumbres cluniacenses. ¡Confieso mi terror inicial de que uno de ellos preguntara algo al respecto en los momentos en que la palabra estaba permitida! Los primeros días me apartaba de su vista durante esos ratos en que podíamos hablar. Sin embargo, de acuerdo con San Odilón, había recuperado mi nombre de pila y decidido ocultar a mis hermanos una parte de la verdad… Gracias a Dios, me adapté con rapidez a los usos de la comunidad, que desconocía hasta entonces, y enseguida me integré en el grupo de veinticuatro monjes tan armoniosamente como si hubiera sido un oblato que viviese en este lugar desde hacía decenios. Cuando un sacerdote o un hermano lego se interesaba por mis orígenes, decía que era un aristócrata nacido en Baviera y que venía de un monasterio benedictino de Colonia. Ocultaba que me había refugiado en Cluny huyendo de Normandía, donde se alza una abadía no cluniacense, en la que acababa de pasar más de seis años. Durante mucho tiempo, cuando un fraile de, ese monasterio normando pasaba por Cluny, el buen Odilón me autorizaba a no aparecer ni en el coro ni en el refectorio para no exponerme a ser reconocido. Esa abadía normanda, el difunto Odilón la conocía muy bien… Es un monasterio situado sobre una montaña, entre la tierra, el cielo y el mar, que los antiguos llamaban monte Tombe y nosotros Mont-Saint-Michel.
Johanna dejó escapar un grito. Se levantó y fue hasta la ventana para dominar su emoción, como Paul había hecho poco antes. ¡Paul, querido Paul! Maquinalmente, miró los vestigios de Cluny III que se alzaban a lo lejos, entre la luz crepuscular. Posó la mirada en la cima del campanario del agua bendita y vio aparecer el pico negro del Monte en un cielo cargado de amenazas. Volvió a la mesa y encendió la lámpara.
Viví, pues, seis años en Mont-Saint-Michel, de 1017 a 1023, como ayudante de Pedro de Nevers, mi maestro, al que había acompañado a Normandía, y después como constructor de la nueva abadía.
¡Increíble, fantástico! ¡El autor de aquella carta era el arquitecto de la abadía románica de Mont-Saint-Michel! Johanna sintió unos deseos locos de ir directamente hasta el nombre que figuraba en la última línea del pergamino, nombre que se había perdido en los siglos, pero se dijo que sería una profanación. Un poco de paciencia, un poco de paciencia. Él había esperado cuarenta años para hablar, las palabras habían tardado casi mil años en llegar hasta ella, debía respetar el tiempo, la progresión íntima del narrador… Calma.
Las piedras eran mi vida. Dios y después las piedras. Mi maestro me había enseñado su lenguaje de obra en obra, por toda Europa. Yo veneraba a Pedro de Nevers por lo que me enseñaba y por él mismo. Era un hombre piadoso y generoso, humilde monje frente al Señor, al que servía mediante la oración y, sobre todo, erigiendo iglesias de tal fuerza mística que sus piedras edificaban el alma de los hombres. No temo en absoluto confesarlo hoy: ese hombre fue quien abrió mi corazón al más intenso de los fervores transmitiéndome su arte. Con él comprendí que el constructor es ante todo un misionero, un evangelizador de mente visionaria, que construye afín de revelar la fe a los hombres, la gloria de Dios, ahora y para la eternidad, guiado por el Altísimo.
Cuando el padre abad del Monte en aquella época, Hildeberto, a quien vos no habéis podido conocer pero cuya infinita sabiduría sin duda habéis oído alabar, hizo llamar a mi maestro para construir una nueva abadía, nos pusimos los dos en camino hacia Normandía, orgullosos y radiantes de servir a Nuestro Señor mediante ese grandioso proyecto. ¡Si hubiera sospechado que mi existencia entera y todo aquello en lo que creía se verían afectados hasta tal punto por ese viaje! Pero ese era mi destino.
Llegamos a esa extraña montaña construida por los elementos, aislada de los mortales y tan próxima al cielo que fue elegida como morada por el primero de los ángeles. Desde el año 1017 hasta el funesto año 1022, mi maestro y yo vivimos entre los ángeles, totalmente dedicados a la labor sagrada encargada por el Altísimo y su intermediario Hildeberto. No describiré las proezas inventivas que Pedro de Nevers llevó a cabo para dar vida, sobre el pergamino, a esta fabulosa empresa que ningún hombre había osado jamás imaginar. La Jerusalén celeste que se alza hoy sobre la peña normanda, sin estar totalmente acabada, se la debemos a mi maestro, que recibió la inspiración del Todopoderoso.
Fue ese año cuando el abad Odilón llamó a Pedro de Nevers para que terminara en Cluny la obra dedicada por el abad Maieul, la iglesia abacial de San Pedro el Viejo, desde la que os escribo. Durante los cuarenta años que he pasado entre vosotros, no ha habido un día en que no haya tocado con afecto estas piedras que son la vida y la tumba de mi querido maestro. Son su última plegaria, su alma, su sangre, constituyen su sepulcro tanto como el que se encuentra en el coro, y todos los días me han aportado consuelo y calor. ¡Ojalá el Señor me conceda el favor de terminar mi vida a su sombra! Su sombra protectora y familiar, eso es lo que vine a mendigar a Odilón y al alma de mi maestro hace mucho tiempo. Pero si leéis esta carta es que ahora me encuentro bajo otro cielo. Hágase su voluntad.
Cuando Pedro de Nevers se marchó de Mont-Saint-Michel, afínales de la primavera de 1022, cuando, sin saberlo, mi mirada se cruzó con la suya por última vez, me entregó sus planos y su bastón de constructor, confiándome la gran responsabilidad de las obras hasta su regreso, que no llegó a producirse. No obstante, a la vez inquieto y confiado, acepté, secundado por fray Bernardo, un monje del Monte a quien mi maestro había iniciado en los secretos de las piedras. El comienzo de las obras había sido fijado para Pascua. El verano pasó como un soplo. En la montaña, poblada de demoníacos accesos de ira de la naturaleza y de apariciones, pero defendida por un poderoso santo patrón, la vida era dura. Sin embargo, nuestra alma ardiente era sometida frecuentemente a prueba, y yo no me libré de ello, la prueba que me envió el cielo era de la misma magnitud que la tarea que me había encomendado y que entonces ocupaba todos mis pensamientos.