La promesa del ángel (51 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Johanna abre la boca con estupor. ¡Cuatro benedictinos muertos violentamente! ¿Es posible que se trate de los crímenes que ella ha visto en sueños? No lo cree; vio tres cadáveres, no cuatro. Además, la última víctima, la que ardió en la cabaña, era un laico, no un monje, y un laico vestido según la moda medieval. Y, por último, los detalles arquitectónicos que recuerda son románicos, sin nada de las construcciones góticas realizadas con posterioridad.

—Padre, ¿cree que esas víctimas son las que he visto en sueños? ¿Describió dom Larose un ahorcamiento, un ahogamiento y un incendio?

—Dom Larose no describió nada, hija. Se limitó a mencionar los cuatro crímenes sin dar detalles; contó, eso sí, lo que habían suscitado en los frailes y en él mismo: un prodigioso terror y la certeza de que el espectro sin cabeza era un espíritu maligno, un demonio que había arrojado sobre ellos una fatal maldición. Dejaron de excavar en la cripta, y el abad, arrepentido de haber dejado que su prior siguiera las diabólicas exhortaciones, pidió a sus hijos que silenciaran ese drama. Él no dijo ni una palabra al rey de Francia, Luis XVI. Dom Larose calló, pero su memoria habló: se acordó de un antiguo costumario de la abadía, cuyas páginas había limpiado y que había encuadernado de nuevo varios años antes. Estaba seguro de que allí se contaba una historia de muertes sospechosas, acaecidas en la Virgen Soterraña, a la que él no había prestado mucha atención.

Johanna se estremece.

—Dom Larose exhumó el manuscrito medieval de la biblioteca y allí encontró, con gran asombro, el edificante relato de un monje del siglo XIII, que empezaba con una página añadida doscientos años después, en el siglo XV, por otro monje.

El padre Placide se detiene para recobrar el aliento. Debe de padecer la enfermedad de Parkinson, porque le tiemblan los miembros.

—La enmienda del siglo XV había sido redactada en plena guerra de los Cien Años, durante el asedio del Monte, que mantenían el capitán Luis de Estouteville y sus ciento diecinueve caballeros franceses frente a los ingleses, que ocupaban el resto de Normandía. El bloqueo del Monte por parte de los ingleses era total, por tierra y por mar, a pesar de los marinos bretones de Saint-Malo que por la noche aprovisionaban clandestinamente la peña. En pocas palabras, el Monte se había transformado en plaza fuerte rodeada de murallas y de cañones, poblada de irreductibles monjes y caballeros que resistían infatigablemente al invasor.

Johanna sonríe interiormente, pensando en unos famosos tebeos que cuentan las aventuras de irreductibles galos que resisten infatigablemente al invasor romano.

—Desde Carlomagno, el Mont-Saint-Michel era, y sigue siendo, el emblema de la defensa de la nación, de la lucha contra la adversidad, en los planos espiritual, geográfico e histórico —dice el anciano monje, como en respuesta a los pensamientos de la joven—. Y durante toda la guerra de los Cien Años, no cayó en ningún momento. Porque los hombres que lo defendían eran valerosos y tenían fe en Dios y en su héroe, el Arcángel guerrero.

—Sí, he leído documentos fantásticos sobre la valentía de los defensores del Monte, que derrotaron a la artillería inglesa, mucho más numerosa y mejor equipada pero menos ferviente.

—Sí, una Valmy anticipada, en 1434. Pero nosotros estamos en 1425, hija, 1425, el año en que san Miguel se apareció a la doncella de Orleáns, cuatro años después de que el coro románico de la abadía, se derrumbara sobre los monjes en pleno oficio. Ese año, pues, el hermano bibliotecario del Monte relató, como introducción al manuscrito del siglo XIII, la aventura de un caballero francés que una mañana había visto un espectro en la Virgen Soterraña.

Johanna mira al anciano intensamente.

—Ese noble guerrero había sido turbado durante su plegaria por un monje negro desprovisto de cabeza, que se le había aparecido en la escalera situada sobre el altar de la Santísima Trinidad y le había dicho: «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo». He olvidado el nombre de ese gallardo personaje. Lo que sí recuerdo es que el caballero decidió volver solo a la cripta de noche y excavarla de arriba abajo. Estaba convencido de que encontraría un tesoro escondido por los monjes del pasado, un botín de oro, plata y piedras preciosas.

—¿Qué le ocurrió a ese bravo paladín? —pregunta Johanna, temiendo que la historia acabe mal.

—Al amanecer, lo encontraron muerto en el suelo de la cripta. De la garganta, de la boca le salían borbotones de tierra que había tragado y que sin duda alguna lo habían ahogado.

—¿Por qué comería tierra de la cripta?

—Nadie lo sabe y nadie lo sabrá jamás —responde el padre Placide—. El texto del monje bibliotecario acaba con unas advertencias contra el fantasma sin cabeza, unas exhortaciones a no tocar la tierra de la cripta y a respetar la prohibición ancestral de penetrar en el santuario entre completas y vigilias. Dice que cualquiera que vea a ese espectro y le obedezca poniéndose a excavar tiene la muerte asegurada; y añade que ese monje negro es el demonio de la muerte, la maligna guadaña que recoge las almas para conducirlas al Infierno.

Johanna intenta tragar saliva, pero una bola de angustia le obstruye la garganta. El padre Placide percibe su miedo y cambia de tema.

—También hace referencia al costumario del siglo XIII donde insertó esa página para contar su relato. Dice que es conveniente leer la anécdota que sigue y que ilumina las razones por las que ese benedictino frecuenta la cripta. Dice, por último, que ignora lo que le sucedió al monje del siglo XIII que narró esa curiosa historia, pero que, en vista de que la cripta está maldita, sin duda no fue nada bueno.

Johanna está lívida.

—Ese monje se llamaba fray Ambrosio. Los hechos que relata se desarrollaron en 1204, y ese hecho es fundamental, pues en 1204 se produjo un inmenso incendio que destruyó los edificios románicos situados al norte de la abadía. Por lo demás, si me permite hacerle una observación personal, parece que cada aparición del monje sin cabeza haya tenido lugar en un contexto histórico y arquitectónico particular, un contexto de destrucción del pasado: en 1425, el Monte es atrapado por la tenaza inglesa y el coro románico de la abadía se derrumba: la joya de la iglesia románica queda destruida para siempre. El coro será reconstruido, pero en gótico flamígero, el que conocemos actualmente. En 1775, la abadía está moribunda, los edificios están en ruinas y los monjes arruinados, y esa agonía del monaquismo montesino se consumará en la Revolución, con la expulsión de los frailes. Las piedras sagradas se mueren, anunciando el fin de los que habían construido su leyenda: los religiosos. El monje decapitado apareció tres veces en el pasado lejano y las tres veces lo hizo en un contexto de desaparición de un mundo antiguo. Es interesante, ¿no le parece?

—Es fascinante —asiente Johanna.

El padre Placide ha debido de pensar en ello a menudo durante sus años de silencio. Johanna piensa que el fantasma está vinculado a la historia política y, sobre todo, arquitectónica de la abadía: vive con sus piedras, las piedras románicas, y aparece cuando esas piedras desaparecen. Eso significa que el espectro puede ser fray Román, antiguo constructor de la iglesia abacial. Sin embargo, hay algo que no encaja en esa teoría: la cuarta aparición del monje decapitado, su propia visión cuando era pequeña. En ese caso el contexto era diferente: no se trataba de una muerte del pasado sino de todo lo contrario, de un renacimiento. En aquella época, no solo los benedictinos habían regresado a la peña —benedictinos de los que formaba parte el padre Placide— sino que Monumentos Históricos había efectuado considerables obras de restauración, sobre todo en la Virgen Soterraña. No, hace veintiséis años la muerte había abandonado las piedras de la abadía, que estaban reviviendo… Hace veintiséis años, igual que en el momento actual, la muerte estaba únicamente en sus sueños, en los tres cadáveres que los otros testigos no mencionaron. Meditando en las diferentes apariciones del fantasma en el transcurso de los siglos, Johanna se da cuenta de que es la única que ha visto al monje sin cabeza en sueños y no en la realidad, la única que ha visto las tres muertes sospechosas, la única que lo ha visto varias veces, en diferentes épocas de su vida y fuera de Mont-Saint-Michel, la única que se halla en un contexto arquitectónico de vida y no de muerte, y, por último, de todos los testigos, la única mujer.

—Es muy raro —le dice a su interlocutor—. Se diría que conmigo ha cambiado de táctica… Fíjese en que el entorno espiritual e histórico es totalmente distinto: ahora, nuestras luchas son individuales, más interiores que exteriores, y gracias a Freud creemos más en nuestros sueños que en fantasmas.

—Tiene razón —dice él, sonriendo—. Estamos lejos de la Edad Media y sus cortejos de espectros, tan reales como la lepra. Porque, en aquella época, que los muertos se presentaran ante los vivos era corriente, algo temido pero aceptado. Probablemente veremos las cosas más claras cuando le haya contado lo que vio fray Ambrosio en el año 1204. Sin duda sabe que en la Edad Media presidía el concepto de buena muerte o mala muerte. La ironía de la historia está en que fue precisamente un hombre llamado Ambrosio, san Ambrosio, quien, en el siglo IV de nuestra era, formuló el concepto de buena muerte. Para dormirse en el Señor y acceder de inmediato al cielo, hay que seguir el camino de la redención antes de fallecer: contrición, confesión, expiación. Las víctimas de muerte súbita no tienen tiempo de pasar por esas tres etapas y, por lo tanto, su fallecimiento puede ser problemático: son víctimas de la mala muerte. Esta afecta a dos categorías de difuntos, predispuestos a no ir inmediatamente al otro mundo, cualquiera que sea su suerte en el más allá: las personas muertas prematuramente, sean suicidas o asesinados, que siguen necesitando la ayuda de sus allegados, y las que han llevado una mala vida: bandidos, asesinos, brujos, curanderos… Estas dos clases de difuntos están predispuestos a vagar entre los dos mundos: los espectros son esas almas vagabundas, atrapadas entre la tierra y el cielo, víctimas de la mala muerte.

—Comprendo, padre. Cuénteme qué le sucedió a fray Ambrosio.

—En el mes de mayo de 1204, hacia la Ascensión, creo, fray Ambrosio, un copista del scriptorium, inspecciona el desastre causado por el tremendo incendio. Deambula solo entre la negra desgracia. Bajo la nave de la iglesia, la Virgen Soterraña, al oeste, está intacta, aparte de un pilar añadido a finales del siglo XII, durante las obras del abad Roberto de Thorigny, que la hace parecer recargada pero no modifica su atmósfera. En el momento en que penetra en la penumbra de la cripta, nota un soplo que le acaricia la cara y oye un ruido extraño, como si arrastraran una escoba por el suelo. Luego, la linterna de fray Ambrosio localiza una sombra en el sitio de siempre, sobre el altar de la Santísima Trinidad, en la escalera. Y esa sombra es de un benedictino sin cabeza, con los brazos cruzados como si permaneciera a la espera. Pasado el primer momento de intenso miedo, Ambrosio se da cuenta de que se halla ante un espectro, y de que ese espectro lo necesita. Ambrosio aplaca su miedo. El fantasma permanece inmóvil en la base de la escalera. Ambrosio sabe que solo puede tratarse de un familiar, ya que los espectros se dirigen a sus allegados para pedirles ayuda frecuentando los lugares donde han vivido, e intenta tranquilizarse diciéndose que la infernal cacería de vivos por parte de los demonios tiene lugar en invierno. Estamos en primavera, luego ese espectro no quiere hacerle ningún daño. Sin duda alguna es un buen espíritu, atrapado entre la tierra y el cielo. Ambrosio intenta hablarle. Le pregunta su nombre. El otro no responde, pero emite un ruido terrorífico. Ambrosio concluye que, naturalmente, al no tener boca, el espectro está privado de la facultad del habla. Temblando, se santigua. El fantasma levanta los brazos al cielo, junta las manos en señal de plegaria y… empieza a hablar en latín.

Johanna junta las manos con un mimetismo instintivo. El padre Placide prosigue su relato con voz solemne:

—El monje sin cabeza dice que su nombre está proscrito… Ambrosio se atreve a preguntarle cómo es que posee la facultad del habla, no teniendo ni boca ni lengua. El espectro responde que no es su cuerpo el que se expresa, sino su alma., cuyo cuerpo humano es el instrumento; su alma, cuya voz espiritual puede dirigirse con toda libertad a oídos corporales, pues tal es la voluntad de Dios. Ambrosio lo interroga acerca de la manera en que los vivos pueden ayudarlo. Y el espectro le cuenta su historia…

Un silencio de muerte invade el cuarto. Johanna contiene la respiración.

—El monje sin cabeza dice que está atrapado entre los dos mundos y que necesita la ayuda de los vivos para entrar en el cielo. Necesita sus sufragios en forma de oraciones, de misas a los difuntos y de odas al coro de los ángeles. Los mortales deben prestarle auxilio, en particular sus hermanos del Monte, con los que antaño vivía, pues fue el propio Arcángel quien lo condenó a esa prisión, hace mucho tiempo. Cuenta que sufrió una mala muerte, súbita y prematura, que no le dejó tiempo para hacer acto de contrición, de confesión y de expiación. Revela que fue asesinado, por decapitación, en la Virgen Soterraña.

Los azules ojos de Johanna parecen querer salirse de las órbitas.

—Al fallecer, se le apareció san Miguel, a pie, alado, enfundado en su armadura de príncipe de la milicia celeste y de heraldo divino, con la mirada clara y dura, empuñando la espada con la mano derecha y sosteniendo la balanza en la izquierda.

Johanna piensa en su tercer sueño y ve de nuevo el fuego devorar el tapiz que representa al Arcángel en esa misma postura.

—San Miguel le pesó el alma, que estaba cargada de pecados, pero también de amor y de acciones piadosas. Los demonios esperaban al lado, preparados para llevarse su alma al abismo. Pero la balanza estaba equilibrada, no se inclinaba ni hacia el Paraíso ni hacia el Infierno. Entonces el Arcángel posó sobre él sus ojos en forma de torbellino para transmitirle el juicio de Dios: dijo que el monje había servido bien al Todopoderoso, pero que también había cometido graves faltas y que no era digno de reunirse inmediatamente con el Señor. Así pues, el Ángel no lo conduciría junto a él. Primero, su alma debía esperar para que el tiempo la enmendara. La sentencia fue la siguiente: el monje decapitado era condenado a errar entre el mundo de los vivos y el de los muertos, entre la tierra y el cielo, sobre el lugar donde había fallecido, la cripta de la Virgen Soterraña, hasta que su cabeza fuera unida al cuerpo. Este terrible fallo iba acompañado de una promesa: el Ángel prometió al monje que la maldición que pesaba sobre él quedaría rota en el mismo instante en que, por intervención de los vivos, su cabeza fuera colocada de nuevo sobre su cuerpo. Entonces sería liberado de ese mundo incierto y el Arcángel vendría a buscarlo para llevarlo al otro mundo, al Paraíso eterno.

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