—¿Moira? ¡Vaya! ¡Yo la consideraba una científica —dice en un tono desolado—, y ahora resulta que hace todo esto para satisfacer a un alma romántica! ¿Mi cripta, la Virgen Soterraña, va a ser removida de arriba abajo, transformada en una zanja, rastreada y profanada porque una joven arqueóloga con influencias ha decidido que, hace casi mil años, una torturada de la que un monje se había enamorado quizá enterrara ahí un «secreto» que nadie ha descubierto jamás? ¡Es delirante! Salga de aquí, no quiero oír nada más. De todas formas, no puedo hacer nada para evitar esa profanación… ¡Un momento!
Brard le arroja el decreto ministerial de autorización para hacer excavaciones que acaba de recibir esa misma mañana.
—Le dejo la tarea de explicar todo esto a su equipo, y a Patrick Fenoy en particular. Mañana limpiará y protegerá la zona de excavaciones de la antigua capilla de San Martín; no quiero que un turista caiga en un hoyo y se rompa una pierna. Y pasado mañana empezará en la Virgen Soterraña. Pero se lo advierto, señorita, el ministerio le ha concedido solo dos meses en la cripta, del 15 de abril al 15 de junio. Acato la orden pese a mi oposición, porque yo respeto la jerarquía, pero usted no tendrá ni un día, ni una hora más. El 16 de junio abriremos de nuevo la cripta para las visitas-conferencias y este verano para los recorridos nocturnos. Y cuente con que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que me la devuelva en el mismo estado en que la encuentra, es decir, en perfecto estado, virgen de sus elucubraciones.
Johanna sale con el decreto en la mano, avergonzada y furiosa. Pero ¿qué iba a hacer? No podía hablarle del monje decapitado, del padre Placide, del costumario quemado y del cuaderno inglés robado. ¡Brard la habría hecho encerrar en el asilo con el anciano monje sin pensárselo dos veces! Porque el manuscrito de Cluny, el testamento de Román, existe y ha sido oficialmente autentificado. En parte, eso ha sido lo que la ha salvado. El pergamino data del siglo XI y fue fabricado en el taller de la abadía de Cluny. La tinta fue elaborada según las técnicas y con los ingredientes propios del
scriptorium
de Cluny, y podría datar de 1063, el año que figura en la carta. La escritura, el lenguaje y el estilo corresponden también a ese período. La única incertidumbre reside en la época en la que introdujeron el documento en el tubo de cobre antes de guardarlo en la sepultura de Pedro de Nevers, sepultura autentificada también, en este caso por Paul. Este último sigue defendiendo la tesis de que fue Hugo de Semur, convencido de que Román —o más bien Juan de Marburgo— había muerto, quien hizo desellar el panteón de su maestro para esconder allí el testamento de su discípulo. Después, bien el propio Hugo o bien otro abad trasladó la tumba al coro de Cluny II. El minucioso examen que, desde hace casi cuatro meses, Paul está efectuando del panteón y de su habitante parece corroborar su teoría: ha encontrado huellas ínfimas y muy antiguas de apertura y posterior cierre del sepulcro. El manuscrito no es, pues, obra de un falsario: fue escrito en la fecha indicada. En cambio, en lo que se refiere a su contenido, que están estudiando latinistas y medievalistas especializados en la historia del Monte y de Cluny, suscita una encendida polémica: algunos expertos desean creer en la veracidad histórica de este testimonio y buscan, en vano, rastros de la existencia de fray Román y de Moira. Los duques normandos y los abades mencionados no plantean ningún problema: el posible envenenamiento de Hildeberto es incluso una pregunta que se hacen desde hace mucho tiempo los historiadores, y su posible envenenador, Almodius, ha pasado a la historia en virtud de su labor como director del scriptorium.
Juan de Marburgo no figura en los costumarios cluniacenses, y no hay ninguna posibilidad de leer el nombre de fray Román en los costumarios montesinos, ya que lo que quedaba de esos documentos se consumió en el incendio de 1944. Sin embargo, todos coinciden en pensar que el tal Román conocía la vida monástica y que pudo muy bien haber sido monje en el Monte y posteriormente en Cluny. También pudo haber conocido a Pedro de Nevers, pero que él mismo fuera constructor de la gran iglesia abacial montesina está por demostrar, y de hecho es indemostrable, pues los documentos relativos a esa obra de construcción también han desaparecido. En resumen, fray Román es el fantasma de un monje invisible, ilocalizable e inidentificable, pero dotado de un espíritu que ha atravesado el tiempo gracias a ese documento. En cuanto a Moira, históricamente no es nada, no se conserva ningún indicio ni del juicio al que fue sometida en Ruán ni de los suplicios de que fue objeto en el Monte: tan solo vive a través de las palabras del autor del manuscrito. Tal hecho es el que ha llevado a algunos expertos a dejar de considerar ese documento un testimonio histórico, para verlo como la sorprendente fantasía de un monje, una obra de ficción original, revolucionaria incluso, una fábula inventada por una inteligencia atormentada, viva e imaginativa: un cuento dirigido a Hugo de Semur, una novela corta, la primera novela escrita en Occidente, un siglo antes que las obras en verso escritas a partir de escritos latinos, más de un siglo antes que los franceses Chrétien de Troyes, Béroul y Thomas, que hasta ahora se pensaba que eran los inventores de ese género literario en Europa. Cuando Johanna se enteró de la controversia que enfrentaba a los «partidarios de la revelación histórica» con los «partidarios de la novela», pensó en Simón, que había elegido bando nada más leerle ella el testamento de Juan de Marburgo, en Nochevieja, y lo había considerado inmediatamente una creación genial pero sin relación alguna con la realidad. Después decidió utilizar esa polémica para sus propios fines.
Eran los primeros días de febrero, ese mes apagado, gris, fallido. Estaba obnubilada por las revelaciones del padre Placide, que la habían conmocionado profundamente. Fingía concentrarse en las excavaciones de la antigua capilla de San Martín, pero había pasado a la fase 2 de su plan: conseguir excavar oficialmente en la Virgen Soterraña sirviéndose del único elemento tangible que ya conocían todos, o sea, la confesión de Román. Le dijo a Simón que iba a visitar a sus padres y, el fin de semana siguiente, se reunió con François en un hotel de Etretat, lujoso, desierto y anticuado. Cuando el alto funcionario mencionó la disputa tonta que dividía a los historiadores en relación con el manuscrito de Cluny, atrapó al vuelo la oportunidad que le brindaba la providencia: si las investigaciones históricas llevadas a cabo en el ámbito bibliotecario habían sido infructuosas, la única manera de averiguar cuál de los dos bandos estaba en lo cierto era la arqueología. El autor decía claramente que la cripta de la Virgen Soterraña encerraba un secreto, por cuya causa había modificado los planos de la gran iglesia abacial, puesto que dicho cambio no respondía a ninguna consideración arquitectónica. Pues bien, era muy sencillo, bastaba con excavar en la cripta: si el relato era un testimonio histórico, los arqueólogos exhumarían ese secreto; si no encontraban nada, los partidarios de que era una novela tendrían razón. En ambos casos, el documento poseía un valor inestimable y merecía que se zarandeara un poco a la Administración. François, que distaba mucho de ser ingenuo, se había dado cuenta enseguida de lo que la afirmación de Johanna implicaba y de la razón que había empujado a esta a ir a pasar tres días con él. Aquello lo entristeció.
—Y, si no me equivoco —había dicho, disimulando su pesar—, serías tú la encargada de dirigir esas excavaciones en la cripta, ¿verdad?
—Mira, François, resulta que por suerte ya se encuentra en el lugar un equipo completo y operativo de arqueólogos, y sería una tontería no aprovecharlo. Es más sencillo y menos oneroso que enviar otro. Basta con desplazarlo temporalmente de la antigua capilla de San Martín a la cripta; la campaña de excavaciones será breve, porque la cripta es pequeña; después, reanudaremos el curso normal de nuestros trabajos. Además, para serte sincera, es evidente que me gustaría dirigir yo misma esas investigaciones en la Virgen Soterraña. Recuerda lo que te conté el pasado septiembre cuando me llevaste al Monte y que eres el único en saber —había mentido—. Yo creo que, simbólicamente, excavar en la cripta sería para mí como excavar en mi inconsciente y liberarme de mis pesadillas infantiles. Pero habrá que actuar deprisa, porque mi nombramiento en el Monte es provisional y solo es válido para seis meses.
Había tenido la prudencia estratégica de no insistir y de no volver a mencionar el asunto durante el resto del fin de semana. François tenía todas las cartas en su mano; no habría servido de nada acuciarlo. Por el momento, Johanna sabía que la esposa de Roger Calfon estaba muy mal —Patrick Fenoy había ido recientemente a visitarla al hospital— y que el veterano arqueólogo tardaría en asumir de nuevo sus funciones. François tenía que saberlo, pero habría sido de pésimo gusto que Johanna aludiera a ello. Más bien se dedicó a hacer comprender a François lo mucho que se había alejado de él durante los últimos meses —sin mencionar a Simón— y que podría alejarse definitivamente si no la ayudaba. Era chantaje, tenía conciencia de ello, pero no sentía ningún escrúpulo: su prioridad absoluta y secreta era romper la maldición que caía sobre el monje decapitado; debía liberarlo para liberarse a sí misma, y ese objetivo era lo único que importaba. Llevaría a cabo su misión, cumpliría su promesa, y para hacerlo estaba decidida a utilizar todos los medios a su alcance. Todos los medios, el peor de los cuales no era la ayuda de François; lo utilizaba, en efecto, pero ¿acaso no le había dado ella mucho a lo largo de su relación? Mientras que él, ese hombre casado, ¿qué le había ofrecido, aparte de citas clandestinas y sin futuro? Ese era el argumento preferido de Isabelle, razonamiento que, en el fondo, Johanna sabía que aplicado a ella era falaz. Porque era ella quien había elegido a François y, por lo tanto, la discontinuidad y la frustración inherentes a esa relación. Esa forma de no compromiso la había tranquilizado, pero por el momento fingía no recordarlo. Isabelle tenía razón, se decía, lo mejor que François podía ofrecerle era una ayuda profesional que Johanna habría sido tonta de no pedir. Conocía lo suficiente al género masculino para intuir que, si François la sentía a su merced, débil e implorante, no movería un dedo, mientras que, si temía perderla, la respaldaría para demostrarle lo mucho que lo necesitaba.
La maniobra había funcionado a la perfección: François tenía tanto miedo de que Johanna lo dejara que había removido todo el ministerio para conseguirle un decreto de autorización de excavaciones en la cripta y prolongar sus funciones en el Monte. La oposición de Christian Brard había sido inmediata, vehemente y legítima en un punto: ni el contenido objetivo del manuscrito de Cluny ni la polémica de los especialistas sobre él podían justificar que, de repente, Monumentos Históricos cambiara radicalmente la política de conservación del patrimonio que prevalecía en la peña desde hacía casi ciento cincuenta años. No obstante, François, apoyado por algunos historiadores conocidos pertenecientes a los dos bandos, había impuesto su criterio, aunque sabía que el administrador tenía razón. Este último había conseguido que la campaña de excavaciones no excediera de dos meses.
Mientras sale del despacho de Christian Brard, Johanna sabe que otra prueba igual de temible la espera: anunciar a su equipo la reorientación de los trabajos de excavación. Han corrido rumores, pero nada concreto, pues, para lograr el objetivo deseado, François ha mantenido el proyecto en secreto a fin de evitar que las asociaciones de defensa del Monte o arqueólogos resentidos como Patrick Fenoy obstaculizaran sus gestiones. El administrador, respetuoso del juego que impone su cargo, ha luchado solo, sin divulgar el asunto —cuando darle publicidad habría aumentado considerablemente su poder de oposición—, y François aprecia sinceramente su actitud, él que, en esa lucha intestina, se ha comportado con total falta de lealtad profesional. Brard es un hombre perspicaz y sutil, quizá se ha dado cuenta de todo, pero de momento se ha limitado a hacer alusiones. Johanna y él deben ser prudentes.
—Es…, es francamente increíble, pero muy excitante —exclama Florence acodada en el potro, junto a la antigua capilla de San Martín—. Ya no disfrutaremos del sol, pero no importa.
—Es increíble, desde luego —dice Jacques—. Me encanta la idea de excavar en busca del verdadero valor de palabras surgidas del pasado: factura histórica o novelesca.
—Sí… Personalmente desearía —añade Dimitri, quitándose delicadamente los guantes—, sin duda por primera y única, vez en mi vida, no encontrar nada en la cripta para que ese manuscrito fuera la primera novela que se ha escrito.
—¡Menudo romántico estás hecho! —se burla Sébastien—. Yo también me presento voluntario, Jo, pero espero que encontremos un sustancioso botín escondido por Auberto y sus canónigos: incensarios de oro y rubíes, cálices de plata, un tabernáculo de diamantes, ¡la propia espada de san Miguel! Bueno, señora directora, lo tenías muy calladito, ¡vaya que sí! Notábamos que se estaba tramando algo, pero no nos esperábamos esto. ¿Cómo te las has arreglado para conseguir la autorización de nuestros queridos peces gordos del ministerio tan deprisa y sin que se haya sabido nada del asunto? No es ni mucho menos su manera de hacer las cosas.
Johanna se sonrojó.
—Es que… desde que descubrieron el pergamino en Cluny… —empieza a decir torpemente—. No podíais estar al corriente a causa de los grupos de presión.
—¿Grupos de presión, dices? —la interrumpe Patrick—. La señora tiene sus contactos en el ministerio, esa es la razón. Cluny ya no era suficientemente bueno para ella, se las compuso para que la nombraran aquí y ha utilizado también esos contactos para su última extravagancia, las excavaciones en la cripta. Y claro, era vital que ninguno de nosotros nos metiéramos por medio. En fin, que os aproveche —dijo, dirigiéndoles a todos una mirada despreciativa—, ya que parecéis tan contentos de colaborar en los abracadabrantes caprichos de la señora, pero yo tengo otra concepción de nuestro oficio. No pienso avalar esas excavaciones improvisadas y grotescas, y me niego a ser tratado como un peón al que ponen ante los hechos consumados.
Dicho esto, Patrick Fenoy gira sobre sus talones.
—Eh, Patrick, ¿adónde vas? —se aventura a preguntar Florence.
—¡A informar a Brard de mi dimisión! —les espeta.
Johanna está desconcertada.