En varias ocasiones ha estado a punto de hablar en el capítulo de las culpas, delante de toda la comunidad, para denunciar a Román. Pero todas las veces una voz interior se lo ha impedido: la incontinencia de un monje es una falta muy grave que Román pagaría cara, pero que solo pagaría él; la que lo ha descarriado no se vería afectada. Y es ella quien debe ser castigada, ella, la verdadera culpable, Eva tendiendo la manzana al desdichado Adán, ella, la causa de todos los males de la tierra, ella, que fornica con Román y hechiza a Almodius…, ella es la que debe ser definitivamente apartada de su mundo. En consecuencia, el subprior, movido por un misterioso instinto, ha estrechado la vigilancia en torno a Moira y ha comenzado a observar a Román. Así ha constatado que la joven no ha vuelto al Monte desde aquella funesta noche de Cuaresma y que, salvo si ha burlado su vigilancia mediante algún sortilegio, no ha visto a su amante desde hace semanas. Por otro lado, Román, en ausencia de Moira, parece recuperar sus fuerzas, lo que demuestra la nefasta influencia de esa mujer; ha superado poco a poco su cojera de viejo, está menos demacrado y se concentra por completo en su sagrada misión: las obras de la gran iglesia abacial. Pasa días y noches inclinado sobre los planos de su maestro con un estilete en la mano, sin duda para revisar de nuevo todos los cálculos de las cargas y de los empujes de la piedra. Sin ella, su hermano ha regresado al camino de la luz; Almodius se siente satisfecho de ello, y sus celos también.
Ella, en cambio, está ostensiblemente atormentada, invadida por las tinieblas que la habitan: su tez de cortesana ha adquirido una palidez mortal, su mirada verde se ha ensombrecido y parece buscar la respuesta a una improbable pregunta en las hojas de los árboles y en el barro del camino que la conduce al lago.
Esa mañana, una vez superada la sorpresa inicial, el subprior se siente impregnado de una alegría fecunda y radiante, como si se hubiera zambullido en un océano de felicidad. Su combate sobrepasa el de la pureza contra la lujuria; su lucha, inspirada por el propio Ángel, es la de los cristianos contra el mal absoluto: el paganismo, la falsa religión. Esa mujer es mucho más que una tentadora de la carne, es la encarnación de la antigua fe, es… ¡el Maligno en persona! Apoyado en el roble, Almodius observa a Moira alejarse y sonríe. Da las gracias a san Miguel por haberle mostrado la verdadera naturaleza de esa mujer y lo que realmente está en juego en la batalla que el subprior va a tener que entablar. Una batalla providencial, para la que está armado, y que va a liberarlo de una vez por todas de su pasión deletérea por Moira. De pronto, piensa en su hermano Román: ¿sabe él quién es su amante? La llama de la venganza pasa ante sus ojos. No, es imposible, inconcebible por parte de un benedictino, el mejor servidor de Dios, la élite de los hombres. Su hermano ha sido hechizado, Almodius debe salvarlo. Sin embargo, Román merece un castigo, pues no ha sido capaz de luchar contra el espíritu del mal, se ha postrado ante él y ha traicionado, con su debilidad, el hábito que lleva. ¡Ese vil, ese cobarde, ese miserable que construye una catedral mientras se revuelca en el fango debe ser severamente sancionado! No, decididamente no merece su piedad. Almodius también se ha visto cegado por el embrujo del Diablo, pero ha conseguido liberarse de él y ahora siente en su interior el poder belicoso e invencible del Arcángel, no enternecimiento por los renegados. En cuanto a ella… El subprior corre hacia su caballo, monta y se dirige a galope tendido hacia el Monte.
Tranquilizado por el hecho de haber tomado por fin una decisión, Román sale de la iglesia. El espectáculo desusado y tan deseado que le ofrece la montaña le corta la respiración: desde la base hasta la cima, el Monte bulle de hombres ajetreados y atareados, como abejas alrededor de una colmena. Por el mar, todavía alto, se deslizan decenas de barcos cargados de bloques de granito.
La piedra sube con dificultad a través del pueblo, por las empinadas laderas, en grandes carretas de ruedas bajas tiradas por bueyes. Otros carros transportan la madera de los andamios. Junto a las cisternas donde se ha recogido el agua de lluvia, se alzan unos hornos de cal y humean recipientes donde los encargados de preparar mortero, sudando por el exceso de calor, remueven la cal viva con una gran vara de hierro. Más allá, unos jornaleros mezclan la cal apagada y enfriada con arena y pelo de vaca, antes de que otros hombres transporten a hombros el mortero hasta la cima de la montaña. Allí, en la punta de la peña, en el extremo opuesto de la iglesia carolingia, en el lado de levante, están empezando a levantar, al borde de la ladera, la cripta del coro. Para compensar la inclinación de la montaña, el equipo de maese Roger ha construido unas terrazas de madera, sostenidas por estacas clavadas en la tierra descendente. Encima de esos rellanos, sobre taburetes de una pata o sobre un ensamblado de tablones que forman una mesa, los oficiales de maese Jehan tallan las piedras; otros artesanos esculpen los capiteles que decorarán las columnas. Frente a ellos se yergue ya un fragmento de muro, donde se alzan, al mismo tiempo, andamios sostenidos por maderos introducidos en mechinales. En las pequeñas plataformas de los andamios trabajan los albañiles, controlando la verticalidad del muro con plomada o arquipéndola. Imponentes tornos elevadores, cabrias, pescantes y palancas sujetan las piedras entre sus tenazas de hierro y las trasladan hasta lo alto de la construcción. Unos peones están instalando el potro, gran rueda de madera que permitirá, gracias a la fuerza de las piernas humanas, levantar bloques de hasta diez quintales de peso. Se oye gritar en todas las lenguas, el trujamán corre de un lado a otro para traducir, suenan cantos, no en latín, pero aun así el cielo los escucha, Román está seguro. El monje se acerca con el corazón ebrio de emoción y contempla su obra. Sí, suya y de Pedro de Nevers.
El día anterior, lunes de Pascua, el abad Hildeberto puso en marcha oficialmente las obras, y unas lágrimas de felicidad hacían brillar sus ojos azules. La alegría de las festividades pascuales nunca fue tan radiante como ese año. Era como si todos los ángeles se hubieran reunido en aquel lugar, encabezados por el primero de ellos. Tres días antes de Pascua, los monjes, solos en la montaña, celebraron el oficio nocturno, llamado «de tinieblas», y apagaron uno tras otro todos los cirios de la iglesia. Luego, durante las tres noches siguientes, cantaron las lamentaciones de Jeremías.
El jueves santo, el obispo de Avranches fue a consagrar los santos óleos y a reconciliar a los penitentes públicos; a la gente del pueblo y a los peregrinos, se sumaban ya algunos de los obreros que iban a trabajar en la construcción de la iglesia abacial. Por la noche, los frailes retiraron las sabanillas y los ornamentos de los altares y, antes de celebrar la misa, a la hora de la cena, Hildeberto lavó los pies de los hombres presentes; a esa hora santa llegaron los porteadores de piedra, cansados de su larga marcha desde los confines del país. El abad se arrodilló ante ellos y mojó sus pies sucios de tierra. Al día siguiente, mientras los monjes, en la falda de la montaña, levantaban sobre los hombros el enorme crucifijo para llevarlo hasta la cima, representando de esta forma el vía crucis de Jesús, desembarcó una tropa inmensa de jornaleros que, unos días más tarde, llevarán su carga siguiendo el mismo sendero. A partir de entonces, por la mirada de los hombres que, llenos de fervor, observaban a los benedictinos en las pendientes de la roca sagrada, los frailes estuvieron seguros de que el Todopoderoso bendecía esas obras. El episodio más ardiente se desarrolló el sábado, durante la vigilia pascual: cuando Hildeberto salió de la iglesia, abarrotada de monjes y lugareños, para encender y bendecir el fuego de Pascua, vio una muchedumbre que lo esperaba arrodillada en el exterior de la iglesia. Todos estaban allí, los que iban a usar sus manos, los que iban a usar sus piernas, los que iban a morir para construir la casa del Ángel, y la iglesia no podía acogerlos. Hildeberto encendió la hoguera delante de la puerta del santuario, e inmediatamente el canto de Jesucristo resucitado se elevó de entre la multitud. Exultet, «que exulte la asamblea de los ángeles», salmodiaban, y el abad vio a los ángeles que habían acudido a él. Entonces, olvidándose de la iglesia, se sumó a ellos y, uno por uno, los bendijo a todos, hasta que acabó la noche.
—Vaya, maese Roger, veo que ya queréis dirigir la colocación de las bóvedas —le dice Román al carpintero de armar, que, con los brazos enjarras, supervisa el laborioso ascenso de una carreta cargada de cimbras de madera, que servirán para construir las bóvedas de cañón o las bóvedas de arista de los edificios.
El artesano se vuelve hacia Román con la mirada rebosante de luminosidad, y Román, como de costumbre, ve en ella la llama burlona de los ojos de su hermano.
—Ah, fray Román —contesta él, riendo—, es que estaba impaciente por mostrar al Arcángel el espléndido trabajo de mis oficiales.
En la mente de maese Roger, en ese instante el Arcángel presenta los rasgos del promotor, Hildeberto, su mensajero los del constructor, Román, y la gracia del cielo debe de tener la forma redonda de las monedas de plata. En el momento en que Román se dispone a contestar, su ayudante, fray Bernardo, lo llama para anunciarle que el abad desea verlo urgentemente en su celda.
—Pues precisamente ahora voy a ensalzar los méritos de vuestros hombres al promotor de esta obra —le dice al carpintero de armar.
Roger le hace un guiño y Román se aleja, esperando que el padre abad se atenga al precio acordado y no le pida que vuelva a negociar con los diferentes gremios, cosa que el constructor, más preocupado por la altura de los muros que por su tarifa, no soporta. Román pasa junto a los antiguos edificios conventuales y la sala capitular. Llama a la puerta de la celda heredada de los canónigos, que será destruida cuando los edificios de piedra hayan sido erigidos.
—¡Pasad!
El tono del abad es seco. Román entra en la estancia. Hildeberto está sentado detrás de su escritorio, bajo el tapiz del Ángel. Sus ojos, habitualmente claros y afables, expresan una dureza llena de reproches.
—Padre, me habéis llamado…
Hildeberto observa a Román sin decir nada. De pie frente a él, el joven monje aguarda con la mirada gacha. Hildeberto tiene los labios apretados y el azul de sus ojos es el de un glaciar. En el hogar, las llamas lamen un tronco, pero Román no nota su calor, solo oye su crepitar voraz, que llena el denso silencio.
—¿Habéis vuelto a ver a la curandera de Beauvoir después de vuestro regreso a casa, fray Román? —pregunta por fin el padre abad, en un tono que presagia que ya conoce la respuesta.
Así que se trataba de eso… Era una imprudencia que Moira viniera al Monte. Ha debido de verlos algún hermano. Es preciso decirle al abad la verdad sin rodeos.
—Sí, padre —confiesa Román, levantando los ojos—. Por tres veces ha respondido a mi llamada y nos hemos encontrado en la capilla de San Martín, entre completas y vigilias…
—¡Qué infamia! —lo interrumpe Hildeberto, golpeando el escritorio con el puño\1 \2os, un hombre de Dios, un servidor del primero de los ángeles, un compañero de Pedro de Nevers designado para la misión más sagrada…, vos, el más erudito de mis hijos, en quien confiaba plenamente, a quien el Señor acogía con ternura en su seno… Me resistía a creerlo, pero confesáis vuestra lujuria como un ignorante primitivo desconocedor del pecado… ¡Vos!
—¡Padre! —exclama Román—. ¡He cometido un grave pecado, pero no ese del que me acusáis! ¡Mi carne no se ha corrompido!
Hildeberto se levanta y se acerca a Román. Su ira parece transformarse en una sombría gravedad. Escruta a su hijo como si el monje se hubiera convertido en un extraño.
—Entonces vuestra falta es mucho peor —dice el abad, a unos centímetros del semblante de Román—. Porque es vuestra alma lo que habéis ofrecido…, ¿y sabéis a quién? ¿Sabéis quién se esconde detrás de la apariencia inofensiva de esa mujer?
El aliento especiado del abad envuelve a Román en un pavor húmedo. El joven sacerdote mira al Arcángel con la balanza. Moira está arrodillada en uno de los platos y cae hacia la oscuridad… Hildeberto lo sabe todo, está perdida. ¿Quién? ¿Quién ha visto cómo acosa a esa mujer la herejía? Román, mudo, ve un velo blanco que pasa por delante de sus ojos y lo ciega de golpe.
Las piernas no le responden, han dejado de pertenecerle. Cae a los pies del abad, desbordado por una emoción incontrolable.
—¡Padre! —exclama, con la cara contra el suelo, como los arrepentidos en el capítulo de culpas—. Padre…, Moira no es lo que creéis. Soy yo el responsable… —dice entre sollozos—. He querido ayudarla solo, por orgullo quizá, o por amor…, porque la amo, padre, es verdad, siento por ella un amor desgarrado…, desgarrado entre el cielo y la tierra. ¡Pero siempre he escogido el cielo! Debéis entenderlo, ella no es un demonio peligroso sino una esclava, y yo he querido liberarla. Su piel huele a bosque, sus cabellos son árboles, sus ojos…, hay… que salvarla, quiero salvarla —murmura.
Estupefacto por el discurso de Román, el anciano deja que el pesar del monje fluya en el silencio. Se arrodilla ante su hijo y, con un gesto paternal, pone una mano sobre la nuca de Román, sacudida por el llanto.
—Ahora, contádmelo todo, hijo mío —le ordena en voz baja—. Os escucho. Liberaos.
Román levanta un poco la cabeza. Con los ojos clavados en la cruz que cuelga sobre el pecho del padre, comienza a hablar. Cuenta las conversaciones con Moira en la cabaña de Beauvoir. Narra cómo le salvó la vida, por qué decidió volver a verla, sus extravíos, su apego, los encuentros nocturnos en la capilla de San Martín, las creencias de Moira, los esfuerzos del religioso para conducirla a la luz, la tentación de la carne, su combate interior…
—¡Pero jamás me ha apartado de mi vocación ni de mi obra, padre! ¡Jamás! —concluye, pensando en el secreto que Moira le ha contado y que todavía no ha mencionado—. Su falta es no ver la verdad; la mía es haber querido mostrársela.
—Desvelar la palabra de Cristo en el mayor de los secretos, de noche, como si se tratara de un verbo impío, ¡hermosa misión! —dice Hildeberto, levantándose con dificultad.
—Pero lo he conseguido, padre —objeta Román—. Creo que he abierto su alma a la palabra divina, he conmovido su corazón, aunque ella no lo diga.
Hildeberto se aproxima al fuego. Las llamas rojas iluminan su semblante cansado. Se vuelve hacia Román con una sonrisa sarcástica en los labios.