El asunto es más grave de lo que ella imaginaba. La han visto con Román, tal vez incluso en una postura equívoca, durante su abrazo en la puerta de la capilla, por ejemplo. Seguramente todos creen que son amantes. ¿Qué debe hacer? ¿Negarlo? Ella no teme nada, pero él… ¡Qué transgresión de la regla benedictina! ¿Qué puede hacer para evitar que reciba un castigo demasiado severo?
—Entre fray Román y yo no hay nada reprensible —se aventura finalmente a decir.
—Ah, ¿reconocéis, entonces, haber venido a reuniros con él en secreto en la capilla de San Martín?
Moira no sabe qué responder para no perjudicar a Román. Calla y baja de nuevo los ojos, en muestra de impotencia.
—Espero vuestra respuesta.
—¡Padre, no hemos hecho nada malo! ¡Por san Miguel y todos los ángeles de la creación, él no ha hecho sino cumplir con su deber de monje!
—¡Mentira! —grita de pronto Almodius, con los ojos inyectados en sangre.
Moira y Almodius se observan como dos perros salvajes dispuestos a devorarse mutuamente.
—¡Vamos, vamos, calma! —interviene el abad, levantándose—. Fray Almodius, vos hablaréis cuando yo os lo pida. Moira, ¿decís que fray Román acudía a vuestras citas nocturnas por «deber de monje»? ¿Por qué tenía que estaros agradecido? ¿En qué consistía su deuda hacia vos y cómo la pagaba?
Almodius pone ceño. Román abre desmesuradamente los ojos, pero no se atreve a intervenir. Moira está desconcertada de nuevo. En pie, Hildeberto apoya las manos en la mesa y escruta a la joven con impaciencia.
—Pero, pero… ¡no es eso lo que yo he querido decir! —replica—. Fray Román no me debía nada, yo nunca he hecho pagar por mi medicina, del sufrimiento de los hombres no se saca provecho… A veces me regalan una gallina…, vos, padre, me colmasteis de productos de vuestras tierras…
—No se trata de cosas materiales —la interrumpe el abad—, sino de un deber espiritual, tal como vos habéis admitido. ¿Qué deseabais que os diera este monje, si no era su cuerpo? Quizá su alma pura de servidor de Dios, ¿es eso…, queríais su alma?
Moira menea la cabeza de izquierda a derecha, con la mirada perdida. El llanto le atenaza la garganta; intenta sofocarlo tragando saliva, pero no puede reprimir unas lágrimas de incomprensión que velan su mirada verde mar. Observa al prior, que está de pie ante el tapiz de san Miguel, con expresión acusadora. No debe mirar a Román, eso es fundamental, y todavía menos a Almodius.
—¡El alma de Román pertenece a Dios y yo no tengo nada que hacer con ella! —le dice por fin al abad, a voz en cuello—. Estáis equivocado conmigo, padre —añade más pausadamente, pero enfadada—. Yo no adoro a Lucifer, y no devoro ni la carne ni el alma de vuestros monjes, prefiero mis ocas. ¿Queréis saber qué alimento me ha dado, sin que yo pida nada? —pregunta, volviéndose hacia Román, que agacha la cabeza—. A mí, que soy cristiana pero ignorante, me ha ofrecido el manjar nutritivo de la palabra de Dios, a mí, que asentía sin comprender, me ha descubierto el significado del mensaje de Cristo. En eso consiste nuestro comercio, que vos juzgáis culpable y demoníaco.
Hildeberto se sienta de nuevo, con movimientos lentos y seguros.
—Sabed que yo todavía no he juzgado nada —contesta con sangre fría—. Así pues, afirmáis que fray Román, en plena noche y en secreto, os impartía clases de fe cristiana, ¿es así?
—Llamadlo así, si queréis.
—Ah, es que las palabras tienen su importancia —dice él, sonriendo con aire jocoso—. Pueden cambiarlo todo, ¿sabéis? En el caso que nos ocupa, se trata de distinguir claramente si era instrucción cristiana complementaria o bien… cristianización.
El ataque la ha pillado por sorpresa. Esa es el arma que bruñía hacía rato y que acaba de clavarle en el corazón con una sonrisa franca. El anciano lo sabe absolutamente todo, pero Moira no debe ceder al pánico.
—¿Cristianización? ¡Padre, ya os lo he dicho, soy cristiana! —replica como último recurso.
—Creo que yo también voy a necesitar unas clases particulares de fray Román —dice el abad—, porque ignoraba que nuestra hagiografía se hubiera enriquecido con la incorporación de un tal Ogmios.
Conmocionada, Moira no reacciona. Román cierra los ojos, Almodius disfruta en silencio, con los ojos brillantes. El escribano permanece a la espera. Hildeberto, reacio a aprovecharse de su ventaja, se levanta y se acerca a Moira.
—Vamos, hija mía, basta de circunloquios. Voy a haceros otra pregunta, la última, y vuestra respuesta será capital. Reflexionad bien, es inútil mentir, nuestro subprior, aquí presente, os ha visto a orillas del lago. ¿Reconocéis que rezáis a dioses paganos?
¡Almodius! ¡Así que era él el espía, el delator, el pérfido! Román no la ha traicionado. Por un instante, ese pensamiento la invade por completo. ¿Qué puede responder? La ha visto en el lago… ¿La ha oído invocar a Ogmios para preservar el secreto de la montaña? Debe proteger el secreto del Monte… Román no ha dicho nada, está segura, pero es posible que Almodius los espiara en la capilla de San Martín y que la oyera contarle esa historia a Román. ¿Cómo podría comprobarlo?
Se da cuenta de que la única manera es confesar sus creencias: de todas formas, Hildeberto está al corriente y ella no logrará convencerlo de lo contrario, ese anciano es demasiado peligroso. Si no niega la acusación y el interrogatorio se detiene ahí, es que ignora lo que le ha contado a Román. Pero si sigue preguntando…
—Padre, rezo a san Miguel y a veces rezo… a Ogmios, su antepasado. Es cierto —dice, acorralada—, soy cristiana pero también soy fiel a los antiguos dioses de mi pueblo. Fray Román lo descubrió y ha intentado hacerme olvidar mis viejas creencias mostrándome la belleza y la fuerza de la Biblia, que al parecer no admite competidores. Ha empleado todas sus fuerzas, su razón, su corazón puro de monje para convertir el mío —añade, llorando—. Me ha contado historias prodigiosas, combates heroicos, ha citado frases indiscutiblemente justas, llenas de inteligencia y de amor, me ha mostrado mi error sin acusarme, y yo he abierto mi alma al mensaje de Jesucristo, pero no he podido borrar el recuerdo de los mensajeros celestes de mis antepasados y he continuado honrando ese recuerdo. Esa es la verdad, padre, ya he confesado todos mis pecados; ahora, haced de mí lo que queráis.
Se hace de nuevo un denso silencio. Moira está temblando. La verdad va a aparecer ahora en las palabras del abad. Ahora es cuando va a hablar del secreto o a callar para siempre. Nota que Román, a su lado, tiembla también. Hildeberto ha cruzado las manos. Está tranquilo. El prior, Almodius y el escriba desaparecen de la mente de Moira. Solo existen el abad, Román y ella. Solo ellos tres.
—No hay más que un Dios, Moira —acaba por decir el abad en un tono asombrosamente paternal—. No podéis unir en la oración la luz y la sombra, la revelación de Jesucristo y la adoración del Becerro de oro. Lo que debéis reverenciar del pasado es el recuerdo de los seres humanos, el cariño de vuestros padres, el seno de vuestra madre, los brazos de vuestro padre, y no a esos espíritus mortíferos ahítos de la sangre de los sacrificios, que os arrastran por el camino de las tinieblas.
Moira levanta la cabeza y envuelve al abad en una mirada de agradecimiento. Su mano derecha se aferra a la capa para no estrechar los dedos de Román, de quien por fin tiene la prueba de su afecto, de su lealtad, de su confianza: Román no ha hablado, Almodius no ha oído nada y Román ha preservado su secreto, su vínculo, más poderoso que el respeto que profesa a su padre y sus hermanos.
La ama de verdad, siente el mismo amor que ella por él: el de un ser humano por otro ser humano. Ahí reside la fuerza de Moira, que ahora la hace invencible, decida lo que decida el abad. El pasado y el presente están indisolublemente unidos en su corazón, y el futuro ya no tiene importancia.
—¿Me oís, Moira? —prosigue el abad—. Debéis renegar de Ogmios y de los dioses de vuestros ancestros por siempre jamás.
Moira parece despertar de un dulce sopor. ¿Renegar? ¿Abandonar el pasado en el momento en que adquiere todo su sentido?
—No puedo, padre —contesta.
—¿Cómo os atrevéis? —replica el abad—. ¿Confesáis sin ambages un pecado de la más extrema gravedad y a continuación me decís en el mismo tono que deseáis perseverar en el pecado? ¿Sois consciente de vuestras afirmaciones? ¡Estáis diciendo a unos monjes que veneráis al Demonio y que vuestro deseo es continuar venerando al Demonio! ¿Pensáis que voy a aceptarlo? Vivís en mis tierras, hija mía, unas tierras sagradas, escogidas por el Arcángel, ¿creéis que puedo tolerar que se entregue una parcela a Satán? ¡Abjurad, Moira, abjurad inmediatamente, no tenéis otra opción!
—Sé que, con vuestra gran clemencia, padre, me ofrecéis el perdón con esa condición —dice ella en un tono neutro—, y os agradezco tal magnanimidad. Desgraciadamente, no puedo recibir ese perdón, pues no puedo renegar de la sangre que corre por mis venas, sea cual sea su naturaleza. Os pertenezco, haced de mí lo que consideréis oportuno, estoy en vuestras manos y totalmente sometida a vuestra voluntad.
Estas palabras hacen saltar al abad del sillón y avanzar hacia ella señalándola con un dedo acusador.
—¿Mi voluntad? ¡Mi voluntad es todopoderosa, en efecto, a la medida de vuestro crimen! ¿Sabéis que puedo entregaros al brazo secular, que odia más que yo aún lo que vos representáis? Ricardo os someterá a interrogatorio, y eso es algo muy distinto de esta amable conversación. ¿No habéis oído hablar nunca de los maniqueos, que declaraban rezar a un dios de la luz y a un dios de las tinieblas y veneraban a la vez el bien y el mal? ¡Los quemaron, sí, los quemaron vivos en la hoguera! ¡A eso os exponéis negándoos a renegar del diablo que hay en vos, a eso!
Moira agacha la cabeza. Su mirada vacía encuentra el suelo de la celda, la tierra del Monte. Las cadenas que la atan a esa tierra son más sólidas que esas otras con las que la amenaza el abad. El poder puro del vínculo que la une a Román es más fuerte que la supervivencia de su cuerpo. Ese amor nunca se ha concretado mediante la fusión de su carne, y de pronto se le ocurre que eso es lo que le da su intenso vigor y lo que sellará su eternidad: la fusión de su espíritu, de su alma. El cuerpo no cuenta, volverá a la nada, pero su alma irá a otro cuerpo, indefinidamente. Los envoltorios de piel se sucederán en el tiempo, al igual que se han sucedido desde el origen del mundo. Quedará el alma, migratoria pero eterna, en armonía con el universo de los suyos y enriquecida con un nuevo absoluto: el amor de ese hombre. Moira piensa en el sufrimiento que se puede infligir a un cuerpo y que Hildeberto parece prometerle; tendrá que soportarlo sin ceder, evitar que los tormentos físicos manchen su alma. El miedo la invade, pero enseguida recupera el dominio de sí misma. Su decisión es irrevocable. Su único deseo es comunicarse una vez más con el espíritu de Román. Lo observa intensamente. El sigue mirando fijamente un punto frente a él; luego, un soplo de vida lo anima, se estremece, va a volverse hacia ella, tiene que mirarla, una sola vez más…
—No contéis con ninguna ayuda por parte de fray Román —dice el abad con un brillo metálico en los ojos, y Román vuelve inmediatamente a su posición inicial—. El no puede hacer nada por vos. Vuestra suerte depende de mí, y sobre todo de vos misma —añade con menos dureza—. Os lo pregunto por última vez, Moira: ¿renegáis de vuestras creencias impías?
¡Que esto acabe! Moira no puede más, y Román parece a punto de desmayarse; un sudor malsano resbala por sus sienes, y se diría que de un momento a otro va a desplomarse. Con un ademán definitivo, Moira niega con la cabeza esperando que la ira del abad se abata sobre ella. Sin embargo la respuesta es muy distinta.
—Moira, en este martes pascual, ante testigos —anuncia como si estuviera pronunciando una sentencia—, habéis reconocido vuestro pecado. Yo, Hildeberto, tercer abad benedictino de Mont-Saint-Michel, recuerdo que Jesús murió para redimir los pecados de los hombres y resucitó. Os dejo cuatro días y cinco noches para rezar y reflexionar en el misterio de la fe. El próximo domingo, primer domingo después de Pascua, iré yo personalmente, al amanecer, a recoger vuestra abjuración. Si os negáis a pronunciarla, vuestros bienes serán confiscados, vos y vuestro hermano seréis excomulgados y expulsados para siempre de mis tierras, con la prohibición perpetua de regresar tanto vos como vuestra descendencia. He dicho. Ahora, fuera de mi vista. Regresad a vuestros bosques sombríos y vuestra morada maldita. Rezaré para que el Señor acuda en vuestra ayuda. ¡Marchaos!
Moira está tan sorprendida por el veredicto que se queda un momento sin saber qué hacer. Mira a su alrededor como un animal encerrado al que le abren de repente la jaula. Almodius echa chispas, lucha con todas sus fuerzas para no protestar, para no abalanzarse sobre ella y agarrarla del cuello. Román llora en silencio. Hildeberto, de espaldas, camina lentamente hacia su escritorio y se deja caer en el sillón, sostenido por el prior. El abad parece exhausto. La joven encuentra su mirada celeste, perdida, extrañada de que todavía esté allí. Entonces, tras dirigir una mirada furtiva a Román, da media vuelta, abre la puerta y echa a correr en dirección al bosque de Beauvoir como si la persiguiera un monstruo fantástico.
Moira:
Si maese Roger ha aceptado llevarte esta carta es porque no está al corriente de la agitación que reina en el monasterio desde ayer, pese a la intranquilidad que se propaga como una epidemia y que muy pronto contaminará todas nuestras tierras. Temo por ti, Moira, temo la cólera mezquina de la gente sin instrucción, temo la pasión vengadora de los lugareños hacia quienes no son como ellos, temo que olviden los sufrimientos de los que les has aliviado y que conjuren su miedo haciéndote sufrir a ti. Roger aún no sabe nada, luego se acuerda de que curaste a su hija Brígida; quizá mañana vea en ti a un secuaz del Demonio. Sin embargo, tú has sido testigo, Moira, de la aguda inteligencia y el bondadoso corazón de nuestro querido abad, siempre dispuesto a perdonar las faltas, por graves que sean.
¿Comprendes que le confesara las mías sin reserva, como tú también te mostraste dispuesta a hacerlo de inmediato? La luz divina ha entrado en ese hombre, que no es sino misericordia. Él te espera, ha renunciado a hacer un importante viaje para permanecer junto a ti. Sabe que no escaparás, reza día y noche por ti, por tu salvación, por tu alma; te ama como te ama Dios y quiere mantenerte en su seno; no rechaces su generosidad y su benevolencia, tan poco comunes en un señor tan grande como él, recíbelo el domingo, al igual que al Cristo que lo habita, ábrele tu casa, deja que te purifique de tus pecados, no tienes más que decir una palabra, y te lo suplico, Moira, dila.
Te escribo con la complicidad de una vela y de fray Osmundo, en la enfermería improvisada donde ayer encontré refugio. Mi cuerpo me ha abandonado de nuevo y tú no puedes hacer nada por él, nadie puede. Te hablo del amor de Hildeberto, del Todopoderoso, mientras que todo mi ser proclama otro amor, relegado al rango de sospecha o de concupiscencia. Sin embargo, he tomado conciencia, con la violencia de una puñalada, de que te amo sin sombra, sin mancha, sin otro deseo que satisfacer que el de saber que existes y estás cerca de mí. Estamos ya en un más allá, el del cuerpo, hemos superado las exigencias de la carne, nos hemos tornado ajenos, por la fuerza de las cosas y de sus obligaciones, a sus satisfacciones efímeras y a sus desgarros. Tú me amaste cuando yacía medio muerto, febril y desangrándome; yo te amaré tanto si eres cristiana como pagana clandestina, da igual mientras estés ahí.
Siempre encontraremos una manera de vernos y de escucharnos. Pero ¿cómo podremos hacerlo si te destierran? El cielo nos ha hecho una ofrenda: la de conocernos. Sí, Moira, hoy bendigo al bandido y su afilada arma; mañana le presentaría mi pecho, si su cuchillo me llevara hasta ti. Pienso sin cesar en aquellos días en Beauvoir, en tu casa: ¡cuán plácidos me parecen, fuera del tiempo, independientes de las contingencias del mundo que ahora nos asedian! He olvidado todos los sufrimientos que mi cuerpo soportó allí; recuerdo tu voz la primera vez que la oí, tu mirada amorosa, tus manos blancas, tu evanescente presencia a mi lado, la de un ángel… Ayer, Moira, ayer la generosidad del cielo fue todavía mayor: después de haberme permitido permanecer con vida, te ha concedido a ti el mismo favor, y no pongo en duda que de ese modo haya aprobado nuestro amor. ¿Y tendrías tú el valor de destruirlo todo, en el momento en que todo se abre ante nosotros? ¿Por qué? ¿Por una tierra de la que serás expulsada si le eres fiel? ¿Por salvar un culto que desaparecerá contigo? El enemigo de nuestro amor vivo es ese, es una religión muerta, una época difunta, unos pobres despojos a los que el alma ha abandonado hace siglos. No temas, no le he contado a nadie tu secreto, pero no me he atrevido a cambiar los planos de mi maestro, que son su testamento. Lo que te impide vivir desaparecerá dentro de unos decenios.
Te lo ruego, Moira, no te exilies tú misma de la existencia que el cielo nos promete, preserva nuestro amor, que es más importante que todo, y construiremos una tierra nueva en la que no habrá cadáveres sino las raíces de los árboles.
No me abandones a mis piedras, Moira; sin ti, están frías y mudas, al igual que mi alma. Sin ti, soy prisionero de una fortaleza oscura y mi corazón es una cárcel. ¡Te lo imploro de rodillas! ¡Danos la paz, mi bienamada, danos la paz!
Hasta pronto, mi ángel terrenal, hasta pronto, prométemelo.
Román.
Por prudencia, destruye esta carta en cuanto la hayas leído.