«En homenaje y por veneración a monseñor san Miguel, primer caballero, quien, por la querella de Dios, batalló victoriosamente contra el antiguo enemigo del linaje humano y lo arrojó del cielo, y cuyo lugar y oratorio, llamado Monte San Miguel, siempre ha guardado, preservado y defendido sin ser sojuzgado ni haber caído en manos de los antiguos enemigos de nuestro reino».
En la cripta subterránea había una claridad sorprendente. El sol, si podía llamarse así al disco mortecino que la había despertado, la había calmado tras una noche de virulentos combates: en cota de malla y empuñando una espada, había luchado contra ingleses alados, cornudos, barbudos y de larga cola, que adoptaban el aspecto de Paul, François, Isabelle, su jefe de laboratorio en el Centro Nacional de Investigación Científica, Hugo de Semur, un ex amante, Judith de Bretaña, su madre e incluso un bebé, su difunto hermano Pierrot. En un rincón, la observaba sin moverse una estatua que representaba a un comendador con las facciones de Christian Brard, y detrás de él se alzaba la silueta, de un rojo resplandeciente, del Mont-Saint-Michel aplastando el último campanario de Cluny. Había abierto bruscamente los ojos al verse encerrada en una mazmorra, con grilletes en los pies, en espera de ser arrojada a una hoguera que ardía en medio del cementerio del pueblo, ante la mirada vacía de esqueletos con sayales andrajosos que balbucían en latín frases de su tesis. Todos sus familiares habían ido, todos excepto el que ella esperaba. Todavía en la cama, empapada de sudor, había dejado un mensaje en el móvil de François diciéndole que estaría en París a última hora de la tarde. Su mirada había permanecido largo rato clavada en el grueso manojo de pesadas llaves de la abadía, que reposaban sobre la chimenea, metidas en un aro de hierro herrumbroso que los funcionarios de Monumentos Históricos solían llevar colgado de la cintura, lo que los hacía parecer guardias de prisiones. Curiosamente, se había sentido harta de sus eternos botines, téjanos, jersey de cuello vuelto desbocado y anorak acolchado, que ocultaban su feminidad. Esa mañana, para visitar la Virgen Soterraña, le apetecía algo elegante. Por suerte, pensando que el administrador la invitaría a cenar, había llevado un vestido negro de lana, unos zapatos de salón, un abrigo corto de tweed y un collar de perlas de baquelita gris. Su cuarto de baño era rudimentario y frío, pero no tendría que compartirlo con el resto del equipo, que disponía de otros tres cuartos de aseo en el piso inferior; ese pensamiento la alegró.
Seis días más tarde llegarían cinco personas: el ayudante habitual de Roger Calfon, contra el que François la había puesto en guardia, otros tres hombres y una chica joven. A Johanna se le encogía un poco menos el estómago ante la perspectiva de dejar de ser la única representante del sexo femenino; solo faltaba que su nueva colaboradora no viera en ella a una rival. Todavía tenía seis días por delante para prepararse para dirigir unas excavaciones interesantes y, sobre todo, a unos seres humanos complicados, se decía mientras se daba un toque de carmín en los labios. No encontró ni rastro de café en la cocina. Le tocaba a ella hacer las primeras compras; después de todo, era la jefa. Después habría que establecer un sistema de reparto de trabajo por turnos, procurando que a la chica no le tocaran todas las tareas domésticas como le había pasado a Johanna en Cluny al principio, hacía dos años. Cluny…, ¡pobre Paul! Cuando había ido a su cuarto a anunciarle su nombramiento provisional en el Monte, a la mañana siguiente de la visita de François, se había quedado desconcertado, sentado en la cama, callado y pálido como un muerto. Después había estallado con una furia que Johanna jamás habría sospechado en él: la había acusado de arrivista sin escrúpulos, de ingrata, de pelandusca, antes de salir, rojo de ira, dando un portazo. Por la noche, ella le había suplicado que la acompañara a un bar lleno de humo y, con ayuda de varios vodkas, Paul había perdonado la deserción de su ayudante con la condición de que la arqueóloga volviera con él una vez finalizada su misión en el Monte. Esa noche, sola en la cama, con la habitación dando vueltas a su alrededor, Johanna había tomado conciencia de que a partir de aquel momento en su vida solo tenía cabida un hombre, un hombre sin nombre, sin cabeza, sin existencia real, pero más presente en ella que ningún otro. Estaba con ella desde siempre, en su mente, en su cuerpo y en su alma; la había modelado como un padre, en los momentos más íntimos se comportaba como un amante y le indicaba el camino al tiempo que la dejaba libre, como un hermano. Y además, la necesitaba, estaba convencida de ello.
Se hubiera dicho que lo veía por primera vez. Liberada de la angustia y de la incertidumbre, Johanna alzaba, los ojos hacia el doble techo de piedra, en forma de escalera. Sonreía. Le habría gustado estrechar los altares gemelos entre sus brazos, acariciar el granito de los pilares, impregnarse de arriba abajo del olor de ese lugar que era el suyo. Él no estaba, pero ella lo percibía allí arriba, muy cerca.
—Aquí estoy, por fin he venido —murmuró—. No sé quién eres, pero sí que estás aquí, en la Virgen Soterraña… No sé qué esperas de mí…, o quizá soy yo quien espera algo de ti… Estamos unidos por encima del tiempo, lo sé, estamos unidos por una espera recíproca, una esperanza, una búsqueda… Las piedras me han transmitido tu fuerza, tu valor, tu pasión… Era a ti a quien buscaba excavando la tierra en busca de huesos sin alma, a ti, que eres un cuerpo dividido…, dividido, como yo…
De pronto, un joven desconocido irrumpió en la cripta y se plantó delante de Johanna.
—¡Ah, está aquí! Es usted madrugadora, pero yo también. Kelenn, Guillaume Kelenn, montesino y guía-conferenciante, para servirla. Encantado de conocerla, señorita —dijo tendiéndole la mano.
Sorprendida por esta aparición, Johanna retrocedió instintivamente antes de rehacerse y estrechar la mano del guía.
—Encantada —contestó ella en un tono grave—. Jo…
—Johanna, sí, un nombre precioso. El femenino de Juan, el autor del Apocalipsis, el inspirador de la abadía románica.
—Si quiere verlo así —repuso ella con sequedad, disgustada por el hecho de que la hubiera importunado en un momento tan íntimo y esperando que no hubiese oído lo que decía.
Debía de tener la misma edad que la joven. No carecía de encanto, con su chaquetón de buen corte, sus largos bucles rubios tirando a rojizo atados con una cinta, su fino bigote y sus grandes ojos verdes con pintas marrones, aunque la nariz aguileña y el cuello demasiado largo hacían pensar en un buitre disfrazado de dandi.
—Perdone la intrusión, no quería molestarla, solo presentarme a nuestra nueva arqueóloga, una especialista en arte románico, por lo que me han dicho, y ver si podía serle útil en algo. Entre especialistas… Me proponía llevarla a visitar mi castillo antes de que lo abran al público y compartir con usted todos sus secretos —añadió, guiñándole un ojo.
—¿«Su» castillo? —preguntó Johanna, a quien aquel tipo empezaba a irritar.
—Es una forma de hablar, claro. Verá, yo nací aquí, en el pueblo, como toda mi familia desde el siglo IX, cosa nada corriente, y me encargo de las visitas guiadas a la abadía desde hace más de diez años, así que tengo cierta tendencia a considerarla mi casa. Es normal, ¿no?
—Desde luego. Le agradezco el ofrecimiento, pero habrá que dejarlo para otra ocasión; tengo que ir a la biblioteca de Avranches y después a París a buscar mis cosas. Lo siento.
—¡Qué lástima! Habría podido contarle infinidad de cosas que no se encuentran ni en los libros ni en los archivos, mostrarle su alma… Porque está aquí, ¿sabe? ¿La ha sentido?
La irritaba, pero también empezaba a despertar su interés.
—Sí —susurró—. Bueno, no sé, se respira una atmósfera tan particular en la Virgen Soterraña…
—Porque es el origen —contestó él, animándose—. Esta cripta era una iglesia construida por los bretones en el emplazamiento del santuario de Auberto, del que se ve un trozo de pared ahí, pero antes de eso era un templo celta.
—Sí, lo he leído —dijo Johanna, decepcionada—. Auberto construyó sobre un antiguo túmulo megalítico, arrasado por los primeros misioneros.
—¡Pero todo está aquí! —dijo él con apasionamiento, levantando los brazos—. ¿Cree que mis antepasados, los celtas, escogían el lugar para construir sus santuarios al azar?
—Pensaba que era usted ciento por ciento montesino —objetó Johanna mirándolo mal.
—¡Montesino, exacto, luego bretón! —exclamó él con vehemencia—. ¡Los pérfidos normandos nos robaron el Monte en 933, pero nosotros ya estábamos aquí, y éramos celtas!
Johanna suspiró. Ese tipo de disputa milenaria la aburría.
—Yo creía que el Monte era cristiano desde el siglo VI —recordó.
—Cristiano, en efecto, pero poblado por celtas. Yo le hablo de un pueblo, no de religión…, de un pueblo aparte, con una historia, unas raíces, unos rasgos físicos, unas costumbres comunes. Por lo demás, Auberto procedía de Avranchin, que hasta 933 pertenecía a Bretaña, y sus canónigos servían al Arcángel pero eran celtas… Fue preciso que los benedictinos normandos invadieran el Monte y los expulsaran, en 966.
—Así y todo, desde entonces es usted normando.
—¡Me insulta! —repuso Kelenn en un tono patético, levantando la barbilla como un caballero escarnecido—. Mi familia se considera normanda, pero yo me niego. No quiero que se me asimile con esos salvajes disfrazados de intelectuales hipócritas, que se apoderaron de nuestra tierra e intentaron arruinar nuestra cultura.
A Johanna le entraron ganas de reír. Se contuvo haciendo un gran esfuerzo, diciéndose que aquel energúmeno quizá pudiera enseñarle algo sobre su monje sin cabeza.
—Los normandos también han hecho grandes cosas —dijo con calma—. Basta con mirar a nuestro alrededor.
—Eso es cierto, lo admito —contestó él, tranquilizándose un poco—. Se lo cuento todos los días a los turistas. En realidad, desarrollaron magníficamente un paraje mágico que no les pertenecía.
—¿Mágico? ¿Como la Virgen Soterraña? —preguntó Johanna, confiando en que se centrara en la historia de la cripta.
—Esta cripta no es una simple capilla —dijo finalmente Kelenn—. Arrasaron por completo el santuario celta que existía anteriormente, pero todavía se percibe su alma. Además, todos los templos celtas poseían dos partes absolutamente idénticas, con dos altares taurobólicos gemelos… Como en el año 708 Auberto imitó el modelo circular de la gruta del monte Gargano construyendo una caverna redonda, sus canónigos, en el siglo X, reprodujeron el principio arquitectónico celta edificando esta iglesia de doble coro y doble nave, ¿comprende? Así rendían homenaje a sus antepasados, pese a ser cristianos de los pies a la cabeza. Ellos, aunque habían cambiado de religión, no olvidaban a su pueblo.
En ese momento, la erudición de Guillaume cautivó a Johanna. Le hizo una seña indicándole que continuara y él obedeció sin hacerse de rogar.
—Los druidas veneraban a sus muertos y curaban a los vivos aquí; nos encontramos exactamente en el punto de convergencia de importantes corrientes telúricas, cuya existencia ha sido demostrada por la sacrosanta ciencia. Sí, el poder sobrenatural de la tierra está aquí… Los druidas rendían culto aquí al dios Ogmios, u Ogme, que es el opuesto al dios Dagda, venerado en el monte Dol, al lado; Dagda es el dios de la luz, y Ogmios el dios de las tinieblas, el caudillo de los muertos, el dios de la guerra, de la magia, el conductor del alma de los difuntos al otro mundo… ¿No le recuerda eso a otro personaje?
—Sicopompo…, el conductor y el protector del alma de los muertos en el camino del cielo… San Miguel, claro… —dijo Johanna, atónita.
—¡Sí, san Miguel! —exclamó Guillaume, henchido de satisfacción—. Y no es una coincidencia; tiene sentido: los cristianos se limitaron a recuperar y desarrollar nuestras tradiciones con la forma de sus mitos, y lo hicieron tan bien, con tanto énfasis y tanta fuerza que hemos olvidado el origen, nuestra cultura. Podría ponerle muchos otros ejemplos: el combate de san Miguel contra el dragón, que no es sino una variación de una de nuestras leyendas, «el pastorcillo y el monstruo», la fiesta de los difuntos y Samain, y el cráneo de san Auberto, que los fieles veneraban en la Virgen Soterraña y que haría usted muy bien en ir a ver a Avranches, a la iglesia de Saint-Gervais, en su relicario de oro, en lugar de encerrarse en una biblioteca normanda.
—¿Un cráneo? ¿En la Virgen Soterraña? ¿Auberto? —repitió Johanna, palideciendo.
Kelenn avanzó hacia ella, se pegó a su espalda y, frente a la escalera que había subido el monje sin cabeza, susurró en la nuca de la joven:
—¿Ve esos peldaños de ahí delante, sobre el altar dedicado a la Trinidad, que llegan hasta la puerta de madera, bajo la bóveda del techo?
Johanna, clavada al suelo de piedra, contenía la respiración. La escalera y la puerta eran idénticas a las que había sobre el otro altar, paralelo al primero, el altar de la Virgen.
—Pues bien —prosiguió Kelenn sin esperar respuesta—, esos peldaños continúan al otro lado de la puerta, suben hasta la nave de la iglesia grande, y los de al lado también. En la actualidad, los dos pasos están condenados, pero en la Edad Media se utilizaban para presentar a los fieles prosternados en la cripta el receptáculo con las reliquias de Auberto, el fundador, que reposaba en el coro de la iglesia abacial. El estuche contenía un brazo y una cabeza, supuestamente pertenecientes a Auberto, que los canónigos habían escondido al llegar los benedictinos y que casualmente estos últimos encontraron cuando necesitaban dinero para financiar las obras de la gran iglesia abacial románica. El cráneo presenta una particularidad de lo más sorprendente: si nos remitimos a la leyenda, se supone que debería tener en medio de la frente la marca que le dejó con el dedo el Arcángel en su tercera aparición, una perforación angélica… Por lo tanto, no es el cráneo de Auberto, porque el orificio del cráneo no está en la frente sino en el parietal derecho, casi en la coronilla, vaya a comprobarlo usted misma a Avranches, a la iglesia de Saint-Gervais, que sigue presentándolo como una reliquia auténtica de Auberto. ¿Y sabe por qué el orificio está a un lado y no en la frente? Porque se trata de un cráneo celta, sin duda neolítico o de los primeros tiempos de la era cristiana, que no lleva la marca dejada por ninguna aparición, sino la marca de un rito sagrado de trepanación que los druidas practicaban a sus muertos.