La promesa del ángel (28 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Brewen permanece inmóvil junto al humeante hogar. Fuera está oscuro. Moira aspira el manuscrito con los ojos cerrados. Sus bucles rojizos acarician el pergamino en un largo beso. Unos sollozos mudos la hacen estremecerse. Levanta la cabeza: su rostro revela tristeza, una tristeza sin lágrimas; luego lo ilumina una esperanza, débil, mortecina, poco a poco más resplandeciente y, al final, incandescente como la luminaria del día. ¡Por fin la dicha del amor desvelado, compartido, declarado! Una sombra cruza por su rostro, cuyas facciones se tensan antes de relajarse en una sonrisa. Moira presta oídos a su deseo: atreverse a creer en Román, en ella, en ellos, renegar del pasado… Las cosas han cambiado, puesto que él reconoce su vínculo. Se verán, a escondidas de los demás pero en la plena verdad de su corazón. Moira, con el alma desgarrada, vacila. Sus dedos acarician las palabras de Román, su bella escritura recta sobre la vitela curtida por los monjes. De pronto, unos golpes sacuden violentamente la puerta de la cabaña. Moira mira a su hermano y se apresura a poner la carta sobre la llama de una vela. El fuego ha iluminado esa carta y ahora la destruye. Los golpes suenan más fuerte. La inesperada misiva ha quedado reducida a cenizas. Moira se dirige hacia la puerta.

—¡Todo esto es prodigioso! —exclama Rolando de Aubigny, obispo de Avranches, frente a la cripta del coro—. ¡Querido Hildeberto, qué cambio en tan solo una semana! E1 jueves pasado, cuando vine a consagrar los santos óleos, la montaña estaba desnuda; hoy está espléndida, bulle, construye, se eleva hacia el cielo.

—Sí, monseñor —contesta el abad—, el jueves santo, la montaña vestía nuestro modesto sayal, el de mis hijos y el mío; ahora se engalana, y lo hará durante decenios, con el valor sencillo y la fuerza pura de estas gentes, que, lejos de ser ornamentos, consagrarán su vida a edificar la basílica.

Los dos hombres se cruzan una mirada fría. Envuelto en pieles de oso pese a la suavidad de ese mes de abril, Rolando de Aubigny deambula entre los jornaleros sudorosos y medio desnudos, escoltado por sus cuatro vicarios y el padre abad. Su llegada inesperada a la iglesia, al final de la misa conventual, ha sorprendido a toda la comunidad. Las aguas estaban altas y ha tenido que sentarse en una incómoda barca. Pero el Monte no es Cluny, y solo la abadía borgoñona disfruta del privilegio de exención, que la libera del yugo del clero secular y solo la obliga a rendir cuentas al Papa. En el Monte, pese a las constantes reticencias de los abades y los frailes, el obispo está en su casa y puede presentarse a cualquier hora del día o de la noche. Más joven que Hildeberto, el señor de la diócesis de Avranches, y por ello sucesor de Auberto, profesa por la montaña sagrada una pasión lunática. Tan pronto omnipresente en la isla, tan pronto desdeñoso y concentrado en las tierras de su episcopado, el quincuagenario es íntimo de Ricardo II, con quien comparte los atributos de la nobleza: ropajes suntuosos, palacios, banquetes, cacerías, mujeres. Bastante apuesto, rubio y grácil, Rolando de Aubigny mira de arriba abajo a Hildeberto con sus ojos castaños.

—Este paseo me ha dado sed, querido abad —dice, enjugándose el trasudor de la frente con el reverso de una manga de piel—, y todo este polvo me quema el gaznate. ¿Accederíais a ofrecerme un poco de ese vino de Beaune que vuestro cillerero hace traer de Cluny?

—Estáis en vuestra casa, querido Rolando, y mi bodega es vuestra —responde secamente Hildeberto, contrariado por tener que compartir una jarra de su vino favorito con ese borracho mundano—. Vamos a mi celda, allí estaremos más tranquilos y podréis entrar en calor junto a la chimenea.

—Por cierto, no veo por ningún sitio a vuestro constructor, ese discípulo al parecer muy dotado del difunto Pedro de Nevers, a quien tengo en cuenta todas las mañanas en mis oraciones.

—Fray Román está enfermo, descansa en la enfermería. La humedad de nuestro clima despierta a veces la herida que sufrió al plantar cara a un vil desvalijador de peregrinos.

—¡Ah, recuerdo esa acción heroica! —contesta el obispo, levantando los brazos hacia el cielo—. Pero esos hechos se remontan a la fiesta de la Consagración, y yo creía que, gracias a haber recibido los más hábiles cuidados, vuestro monje estaba curado.

Hildeberto finge no comprender la alusión y continúa caminando hacia su cabaña sin pestañear. A lo lejos, ve a fray Bernardo, el ayudante de Román, que supervisa con maese Jehan la subida de gigantescos bloques de piedra.

—Fray Román posee una mente y un alma modeladas en el granito más sólido que pueda existir y demuestra ser un magnífico constructor, pero su cuerpo está extenuado como consecuencia de la batalla que libró contra la muerte. La cuchillada está junto al corazón y de vez en cuando las fuerzas le flaquean, pero, después de unos días de descanso, se repone y trabaja todavía con más ahínco.

—El corazón parece más débil en unos humanos que en otros, es cierto —observa Rolando de Aubigny—. Os lo ruego, querido Hildeberto, primero vos.

El abad entra en su celda precediendo al obispo. Ordena al hermano laico que atiza el fuego que lleve una jarra de borgoña tinto y dos vasos. El prelado no sabe que el gran amigo de Hildeberto, el abad Odilón, acaba de enviarle unos toneles de un vino blanco delicioso que sus monjes de Cluny elaboran en Auxerrois, con uva de unas vides plantadas por los romanos. Decididamente, la razón de la visita de Rolando no es su bodega, lo cual alegra al abad, aunque este, pese a lo dicho por el obispo, no acaba de creerse que se haya desplazado para admirar las obras. Las palabras equívocas del prelado dejan traslucir otra cosa y no presagian nada bueno. Incitan al abad a provocar una confrontación pacífica.

—Acomodaos, monseñor —dice Hildeberto señalando un asiento frente al escritorio, donde se instala él—. Ahora que nos encontramos en la familiaridad de esta antigua celda, y al calor de este fuego, decidme, ¿estáis satisfecho de vuestra visita a nuestra casa?

—¡Me siento colmado por lo que acabo de contemplar, absolutamente colmado! Sin embargo, para estar plenamente satisfecho, debería cumplir del todo mi misión. Porque me falta narraros una curiosa anécdota. Oh, nada grave, una simple información que no podía daros entre todos esos oídos indiscretos.

—Os escucho, monseñor, y puedo aseguraros que, aquí, los únicos oídos son los míos, y el espíritu, el del Arcángel —dice el abad, levantando una mano hacia el tapiz.

En ese momento llama a la puerta el hermano laico que lleva el vino. Después de servir a los dos dignatarios, se retira. El obispo degusta el elixir, felicita al abad por tener un amigo tan valioso como Odilón y se aclara la garganta.

—Se trata de un hecho que se produjo ayer, miércoles, por la noche —comienza—. Me afecta directamente a mí, pero he considerado conveniente informaros.

Rolando se interrumpe para mirar al abad, que es presa de una viva inquietud, de un sombrío presentimiento. El obispo, por su parte, se deleita observando el efecto de su anuncio y bebe un sorbo de vino.

—Figuraos —prosigue en un tono de falsa indiferencia— que he descubierto a una hereje en mi diócesis…, para ser más preciso, en vuestras tierras.

Hildeberto se queda petrificado como un cadáver.

—Los soldados de Ricardo la arrestaron anoche —continúa el obispo con una satisfacción no fingida—. Está encerrada bajo vigilancia en una de sus prisiones, en Avranches, cerca de la diócesis. Todavía no la he interrogado; me ha parecido natural hablar primero con vos… Se trata de una curandera llamada Moira.

El abad parece revivir. Se levanta bruscamente y vuelca el vaso de estaño con el reverso de la mano. El líquido rojo fluye por la mesa.

—¡No teníais derecho a hacerlo! —grita—. ¡Moira vive en Beauvoir, en mi dominio, me pertenece!

—Ah, ¿conocéis a esa criatura?

—¡Alguien ha hablado! ¡Exijo que me digáis quién! Juzgué a esa mujer hace dos días y tiene hasta el domingo para abjurar de su fe impía. De lo contrario, será excomulgada y expulsada de mis tierras.

—¿Para que venga a refugiarse a las mías? ¡Bonita sentencia, padre abad! —replica Rolando, cuyos ojos devuelven la furia de Hildeberto—. No podéis censurar a uno de vuestros hijos por haber hecho gala de una altura de miras absolutamente apropiada en este asunto de la más extrema gravedad, que sobrepasa las fronteras de vuestro dominio.

—¿Quién? —repite el abad, de pie tras el escritorio—. ¿Vais a decirme quién se ha permitido semejante acto?

—Fray Almodius, vuestro subprior, se desplazó el martes para pedir mi opinión sobre este asunto. Juiciosamente, pensó que yo debía estar informado de la herejía de esa mujer, herejía que constituye un crimen de lesa majestad dirigido contra todos los cristianos, y no solo contra vuestro monasterio, cosa que evidentemente no ignoráis. Siendo así, deberíais haberme informado. No os lo tengo en cuenta porque vuestro subprior lo ha hecho por vos.

—¡Almodius no tiene ningún poder para actuar en mi nombre! Ese felón será severamente castigado.

—Vamos, vamos, padre abad —dice el obispo, sirviendo vino en los vasos—, creo que exageráis. Almodius ha faltado a su deber de obediencia, es verdad, pero ha sido por una razón superior e imperiosa. El crimen no está en vuestro hijo, sino únicamente en el alma réproba de esa pagana. Es ella quien debe ser castigada de manera ejemplar.

—¿Qué vais a hacer con ella? —pregunta Hildeberto en un tono fatigado.

—Lo que vos no habéis hecho. Sondear su alma y ver hasta dónde llega la podredumbre.

—¡Por la fuerza, claro! —dice el abad, animándose de nuevo—. ¡En efecto, eso no lo he hecho, pues la tortura es indigna del hombre de Dios que aspiro a ser y de la Iglesia a la que sirvo! ¿Habéis olvidado acaso el principio promulgado por el papa Gregorio, según el cual no corresponde a la Iglesia verter sangre?

—Verter sangre, no, pero, como obispo, soy el sucesor de los apóstoles, y es a mí a quien corresponde calibrar el peligro que supone esa mujer, utilizando los medios que considere apropiados, y pronunciarme sobre ello en nombre de la Iglesia. No la castigaré yo mismo, por supuesto. Dejo esa tarea, tal como corresponde, al duque Ricardo. Él es quien debe hacer que la paz reine aquí abajo y auxiliar a la Iglesia en su lucha contra el Demonio, si es necesario, por la fuerza.

—¡Ricardo no es un verdugo! —objeta el abad.

—Claro que no. Nuestro príncipe es un buen príncipe, ávido de justicia, y un ferviente cristiano. En cuanto recibió mi mensaje, me mandó inmediatamente uno de sus destacamentos armados para prender a la presunta curandera y ponerla a buen recaudo. Muy pocos son los príncipes, afortunadamente, que subestiman el gravísimo peligro engendrado por la herejía. Esto me recuerda que hace seis años, el mismo de la boda de Ricardo con Judith y de la muerte de Judith, el año en que se encontraron las reliquias de Auberto en este techo —dice, levantando la cabeza—, el año en que el duque tomó la decisión de construir la gran iglesia abacial y en que vos hicisteis venir al honorable Pedro de Nevers, el rey de Francia, Roberto II, acertadamente apodado el Piadoso, condenó a la hoguera a los canónigos adeptos al maniqueísmo. Normandía no es Francia, pero supongo que nuestro buen Ricardo ha debido de tener en cuenta este precedente cuando se ha enterado de que la tierra bendita del Monte, por la que tanto cariño siente y cuya futura abadía financia, albergaba en su seno a alguien de semejante ralea.

El ataque es pérfido, pero justo. Con mucho pragmatismo, Hildeberto evalúa la situación: Moira está ahora en manos del obispo y del príncipe; de momento, no puede hacer nada por ella. A causa del absurdo empeño de la joven en no abjurar el otro día, en su celda, y de la incalificable falta del subprior, el asunto es ahora de otro orden; se ha convertido en una cuestión política, de rivalidad de poder entre tres hombres: Ricardo, Rolando y él. La autoridad del abad ha sido severamente puesta en entredicho, y Hildeberto piensa que quizá la construcción de la iglesia abacial se vea amenazada. ¡No, Ricardo no puede poner en peligro ese proyecto grandioso que tanta gloria le dará! No obstante, el abad debe solicitar cuanto antes una entrevista con su soberano e intentar restablecer su influencia, evitando lo peor para Moira. Por el momento, debe batallar contra el hábil prelado, que ha rebatido todos sus argumentos. Pero el abad todavía dispone de un arma, la que maneja con la mayor destreza: el Verbo sagrado.

—Lejos de mí el propósito de predicar ante un hombre tan instruido como vos en las cosas divinas —dice, sirviendo vino—, pero, compartiendo con vos esta santa bebida acuden a mi mente la última cena de Cristo y sus palabras cuando fue prendido. Pedro desenfundó su espada para defenderlo y Jesús dijo: «Guarda tu espada». Si la propia vida del Señor no justifica el hecho de derramar sangre, entonces ninguna vida puede justificarlo. Nuestra espada, la de los servidores de Cristo, es la palabra, Su palabra. Debemos convertir mediante las palabras, no con las armas.

—Cristo también dijo: «No he venido a traer la paz sino la guerra», indicando así que la espada de la verdad es preferible a la paz del error y de la mentira.

Los dos hombres se calibran con la mirada.

—Constato que nuestras visiones divergen incluso cuando se trata de las Sagradas Escrituras. Recurramos, pues, al Papa para que zanje nuestras diferencias —dice Hildeberto en un tono cortante.

—¡Yo soy el representante del Papa! —replica el obispo, poniéndose en pie—. Me parece que tenéis tendencia a confundir el Monte con Cluny —añade con voz melosa, sentándose de nuevo—. ¿Será quizá una consecuencia involuntaria del buen vino de Odilón?

—Odilón es un santo que, como Benito y todos los miembros de nuestra orden, rechaza la violencia para luchar contra la herejía —repone secamente el abad—. El mal solo puede ser vencido mediante el testimonio de la oración, de la fe y del amor. Evidentemente, hay que tener el valor de renunciar a las seducciones ilusorias del mundo terrenal —añade, mirando con desprecio las pieles del obispo— para sentir el poder de esa fe y de ese amor celeste.

—Comprendo que os parezca edificante la compañía de los ángeles, ese ideal os honra, al igual que a todos los miembros de vuestra orden. Pero ignoraba que vuestro querido arcángel Miguel hubiera atravesado al dragón con palabras fervientes.

—San Miguel es un ángel que combate con espada contra otro ángel —contesta Hildeberto, exasperado por la condescendencia del obispo—. Lucifer era consciente de su error, pecó con pleno conocimiento de causa, y el combate se desarrolló entre iguales. Esa mujer, en cambio, ha pecado por ignorancia, no por orgullo.

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