Cuando Román vuelve en sí, la noche se dispone a enterrar la tierra, al igual que el mar la ha engullido ya. Parpadea y distingue la llama amarilla de un cirio. Por un segundo cree estar en el coro de la iglesia o de la capilla de San Martín, donde dos frailes preparan el altar para una ceremonia. Pero el altar es una mesa de madera, alrededor de la cual un muchacho inmenso y Moira seleccionan plantas a la luz del hogar y de una vela de sebo. Román sonríe al percatarse de su confusión. Nota un gusto extraño en la boca y un dolor agudo le arranca un gemido.
—¡Fray Román! —dice Moira, levantándose—. Me alegro de que hayáis despertado. ¡Tenía tanto miedo!
Román intenta responderle, pero la voz queda ahogada por su penosa respiración.
—¡No, os lo suplico, permaneced callado! —dice ella en tono autoritario—. Las palabras son malas para vuestro cuerpo, no debéis intentar hablar, sino concentrar todas vuestras fuerzas en el interior para que las heridas se curen, ¿entendido? —añade con más suavidad, a dos dedos de sus labios.
Román asiente con la cabeza mientras Moira le indica al muchacho que se acerque. Este posee una belleza inquietante: de estatura poco común, luce la misma cabellera a modo de aureola que su hermana, de un rubio rojizo, aunque más larga y más caída, tiene la frente despejada, grandes ojos de un verde de lago de montaña y una piel fina, ligeramente tostada, donde empiezan a despuntar un bigote y una barba claros. Sus manos son largas como las de un copista y fuertes como las de un caballero.
—Es Brewen, mi hermano. Tiene trece años. Os ha velado a menudo mientras descansabais. Es como vos: no habla, pero lo entiende todo. Él, además, tampoco oye, pero lee las palabras en los labios y los pensamientos en los corazones. No temáis: os he puesto albahaca bajo la lengua; es una planta fría, extinguirá el fuego de vuestra boca y podréis hablar de nuevo.
En respuesta a la mirada interrogativa de Román, le explica las virtudes medicinales de las plantas a medida que, ayudada por Brewen, le cambia las cataplasmas.
Como la mayoría de los monjes, Román tiene nociones latinas de botánica, pero Moira, aunque se refiere a las flores llamándolas por su nombre vulgar, posee unos conocimientos que superan ampliamente los suyos y tal vez incluso los de fray Osmundo, que cultiva plantas medicinales en el jardín del monasterio. No obstante, la teoría médica que la joven le presenta, aparentemente sin malicia, difiere tanto de la que defiende la Iglesia que el monje lamenta no tener fuerzas para contradecirla.
—No hay ninguna necesidad de imitar a los médicos y de sangrar los cuerpos para liberarlos de los humores malos —afirma Moira, retirándole el emplasto de verbena—. Tienen razón en un punto: la armonía del organismo es la del cosmos, constituido por los cuatro elementos divinos, fuego, tierra, aire y agua, en diferentes proporciones; una disparidad entre estos cuatro elementos acarrea la enfermedad. Sin embargo, retirando sangre como ellos hacen se corre el riesgo de dejar escapar también un elemento no enfermo, cuya ausencia obstaculizará la curación. Dios está presente en todos los hombres, en todos los animales y en todas las cosas, rocas, árboles, ríos, y también en las plantas, que poseen un alma y contienen el bien y el mal juntos. Se llevan el mal del hombre y restablecen el equilibrio entre los cuatro elementos, si el hombre respeta su propia armonía utilizándolos de manera propicia y ponderada; si no, pueden precipitarlo al abismo. La raíz del aro, por ejemplo, hervida con vino puro y sumergida en el metal calentado con ese vino, quita la fiebre demoníaca, pero la flor y el tallo de dicha planta son un violento veneno que causa una postración mortal.
La idea de que los animales y las plantas tengan alma, igual que el hombre, hace que los ojos del monje despidan chispas y su boca impotente emita sonidos ininteligibles. ¡Qué blasfemia creer tal cosa! ¡Y qué imprudencia decírselo a un religioso! Se pregunta de dónde habrá sacado Moira semejante superstición, ese animismo indigno de una buena cristiana.
—Comprendo vuestra mirada —dice ella—. Os preguntáis quién me ha enseñado toda esa ciencia, a mí que soy mujer. Fue mi padre. Era un gran sanador, un inmenso sabio. Su padre le había enseñado durante veinte años. El, naturalmente, deseaba destinar su saber a un hijo, pero mi madre tenía dificultades para dar a luz. Tuvo dos hijos que nacieron muertos, luego uno sano, pero era una niña, yo, y finalmente a Brewen, seis años más tarde. Ella murió al traerlo al mundo, y eso era un mal presagio… Mi padre adoraba a mi madre, deseaba irse con ella al otro mundo, pero se lo prohibió mientras no hubiera transmitido su ciencia a su hijo. Cuando tomó conciencia de que Brewen, que ya tenía tres años, sería siempre sordo y mudo, estuvo a punto de morir de tristeza y de vergüenza… Se negó a tomar esposa para tener otro hijo. Me enseñó a mí durante diez años…, ¡incluso sé leer y escribir! Hasta que el invierno pasado se lo llevó una súbita fiebre a la que no pude poner remedio, al igual que tampoco él pudo curar a mi hermano. Creo que no quería recuperarse, como Brewen, que no desea oír las palabras de los mortales; prefiere las de las hadas y los espíritus del bosque.
Si pudiera, Román se pondría a gritar. Está conmovido por la tragedia familiar y la triste valentía de Moira, pero ¡qué ingenuidad tan peligrosa! ¿Qué le enseñó su difunto padre? ¿Ese paganismo impío? ¡Hadas!… Una pecadora inconsciente, eso es lo que es, ¿cómo ha podido representársela a imagen y semejanza de María, de una princesa bucólica virgen y pura? Su belleza, claro…, ¡la del Demonio! Sí, lleva una existencia difícil, conoce las plantas y ayuda al prójimo socorriendo a los enfermos, pero está equivocada respecto al mundo. Debe hablar con ella, salvar su alma, conducirla a la razón de Dios. De momento, sin embargo, de lo único que es capaz es de abrir la boca sin conseguir que salga de ella ningún sonido.
—Muy atinado, fray Román —dice ella, interpretando su gesto—, no hay que olvidar alimentar el cuerpo, el propio san Benito lo escribió. Tenéis hambre, y eso es buena señal. Os curaréis más deprisa si coméis y bebéis el vino hervido con remedios que os preparo. Tengo sopa de guisantes, sin tocino, y un hermoso pichón. Tenéis derecho a consumir carne porque estáis enfermo, y el animal no es cuadrúpedo, así que podéis comerla sin infringir la regla.
Desplegando una sonrisa astuta, la joven se levanta para calentar la cena del monje. Este está atónito. ¡Conoce la regla de san Benito! ¡Sabe latín! Y esa sonrisa, esa mirada llena de sobreentendidos… Esa mujer es sin duda alguna más maligna de lo que había creído… Pero ¿por qué le espeta sus creencias sacrílegas? En realidad, si es culta, no puede aceptar semejantes pamplinas. ¿Se trata entonces de una burla, de un juego perverso? Román no puede imaginar a Moira descarriada y malévola. Mientras lo alimenta con la mano, como si fuera un pájaro, Román escruta sus ojos, sus facciones, en busca de sus propósitos secretos.
Ahora, la joven parece tan curtida en la regla del silencio como los monjes. Sonríe afablemente, no dice palabra y no deja traslucir sus pensamientos. Tan solo su misterio irradia de ella, haciendo olvidar a Román el dolor de las heridas. Esa noche, cubierto de hierbas de fuertes emanaciones, el monje se sume en un sueño extraño, poblado de animales fantásticos con cabeza de hombre, después de que ella le haya puesto albahaca bajo la lengua, como si fuera una hostia.
Durante dos días y dos noches, Román no consigue hablar. Observa a Moira y a Brewen con una mezcla de curiosidad y de gratitud. Los dos jóvenes prodigan todos sus cuidados al monje. Moira prosigue su monólogo sobre sus ungüentos y brebajes como lo haría un médico, citando los nombres en latín, seguidos de las propiedades. Osmundo, Bernardo y Almodius lo visitan todos los días y le informan de que el duque Ricardo acaba de donar al monasterio la abadía de Saint-Pair, desolada tiempo atrás por los vikingos. En cuanto sea posible trasladar a Román, lo llevarán al Monte, donde Osmundo se ocupará de él. Aunque su anfitriona tenga la cortesía de desaparecer durante las visitas de sus hermanos, Román percibe en el subprior una sutil desconfianza hacia la curandera. ¿Se debe simplemente a la indecencia de la situación —una mujer laica pasando día y noche con un monje, en una cabaña aislada— o ha cometido ella el peligroso error de hacerle partícipe de sus supersticiones? Observando a diario la actitud de la muchacha, el instinto de Román le dice que esta no mantiene comercio alguno con el Maligno. Así pues, se inclina por la inconsciencia pueril. Luego duda, a la vez que teme… Se sorprende sintiendo miedo por ella. Román también está preocupado por las futuras obras de construcción; por el momento, Bernardo se las arregla solo con la ayuda de maese Jehan y de maese Roger, que lo visitaron el día anterior y trataron de tranquilizarlo, pero ¿y si se quedara para siempre en ese estado? ¿Y si no recuperara el uso de las piernas o de la palabra? Por muy abnegado que sea, Bernardo no conoce los arcanos de la ciencia de los constructores, que no figuran en los pergaminos de Pedro de Nevers, sino que este enseñó oralmente a Román durante ocho largos años. Con las manos y la lengua paralizadas, Román no puede revelar ningún misterio a su ayudante, ni por escrito ni de viva voz. Solo le queda la oración. Así pues, encerrado en sí mismo, reza día y noche, no por él, sino por la construcción de la nueva basílica.
Le pide al Arcángel que acuda en su ayuda, llevándoselo deprisa si ha llegado su hora o curándolo para que pueda cumplir su deber terrestre, en memoria de su maestro. Al amanecer del tercer día de silencio forzado, las palabras logran salir por fin de su garganta. Román da las gracias a san Miguel gritando; Moira a su Santa Madre llorando. Falta poco para el día de Todos los Santos.
—Moira… —gime Román—, oigo las campanas de Beauvoir. ¿Son vigilias o laudes? He perdido la noción del tiempo.
—Es prima, fray Román. Ya ha salido el sol. Voy a despertar a Brewen, pero antes, tened, bebeos esto —responde ella, tendiéndole un vino caliente hervido con miel y escolopendra.
—Gracias —dice él, sorbiendo el brebaje—. Sois muy buena. Debéis de estar harta de tener en casa un enfermo que no solo requiere toda vuestra solicitud, sino que además os priva de descanso ocupando vuestra cama.
—Vos no me priváis de nada, fray Román, puesto que esta es la misión que he recibido en herencia: aliviar los sufrimientos del cuerpo, al igual que los religiosos alivian los del alma. En cuanto al descanso, con un baúl lleno de paja me las arreglo muy bien; de todas formas, duermo poco.
Dicho esto, prepara el fuego y luego pone pan, vino y tocino en el centro de la mesa, mientras bajo el caldero de sopa crepitan las llamas. Ese día lleva el mismo vestido que la noche de su extraño encuentro en la capilla de San Martín, un vestido con reflejos otoñales.
—Es cierto, pues, a la hora en que todos duermen —contesta Román—, vos frecuentáis las abadías para asustar a los pobres monjes.
Ella se echa a reír mientras corta el pan. Una risa infantil, clara y traviesa.
—No tenía intención de asustaros. Había ido al Monte a ver a la pequeña Brígida, la hija del carpintero de armar, y aproveché para ir a recogerme ante unas tumbas que me son muy queridas. Pero llegué demasiado tarde a la capilla, estaban tocando a completas… Aun así, entré, y al oíros, me escondí. Además, ¿por qué frecuentáis vos las capillas después de completas, para asustar a las pobres muchachas?
Román ríe a su vez, antes de esbozar una sonrisa apagada.
—Por la misma razón que vos, para rezar. Rezaba por mi maestro, que acababa de sufrir un accidente. Murió unos días después, en Cluny.
—¿Vuestro maestro? —repite Moira levantando la cabeza, con un intenso brillo en la mirada.
—Sí, Pedro de Nevers, el mayor constructor de toda la cristiandad… ¿Es la memoria de Judith lo que reverenciáis? —pregunta él tras una pausa.
Moira deja el cuchillo y vuelve la cara hacia el monje para mirarlo directamente a los ojos.
—La princesa Judith, sí, y Conan de Armórica… Somos del mismo pueblo. Mi padre los conoció a los dos, y yo recuerdo que Judith vino a consultarlo antes de sus esponsales con Ricardo el Normando. Qué hermosa era… Mi padre le predijo que esa alianza sería nefasta, vio que ella no viviría mucho tiempo después de casada. Pero Judith se sacrificó para que por fin reinara la paz entre normandos y bretones.
Román sabe que está invitándolo a penetrar su secreto. La joven ha elegido ese instante. Lo provoca con la mirada. De espaldas al hogar, inmóvil, lo espera.
—Ah, ¿así que vuestro padre también hacía oráculos? —se aventura él a decir con ironía—. Pero, entonces… ¡era un santo, un profeta! Con las hadas de vuestro hermano y vuestros espíritus del bosque, habría podido fundar una nueva Iglesia.
Moira encaja las palabras del monje. Se acerca lentamente. En sus ojos no hay amenaza, sino una infinita tristeza. Por primera vez, se sienta en la cama, apoya una mano muy cerca de la de Román. Se diría que está temblando.
—Esa Iglesia ya existía —dice por fin, con voz grave—. Existía mucho antes que la vuestra, fue saqueada por el invasor romano y más tarde destruida por los misioneros cristianos.
—¿Qué? —se subleva el monje—. ¿Cómo podéis lamentar la desaparición de los cultos bárbaros e impíos y poner en tela de juicio la civilización de Cristo?
—¡Pero si yo soy cristiana, fray Román! —replica ella—. ¡Yo soy cristiana! Vuestros semejantes no nos dejaron elección… ¡Cristo o la muerte! La «civilización», como vos decís, nos la impusieron por la fuerza hace varios siglos, saqueando nuestros lugares de culto, eliminando a los druidas, mis antepasados, que se negaban a convertirse. Yo soy como vos, venero a Dios, a Jesucristo, a María y a los ángeles, pero también me acuerdo de los dioses de esta tierra y los honro como a mis antepasados, orgullosa y sinceramente.
Román está boquiabierto. Los celtas, los druidas…, no sabe gran cosa de ellos, aparte de que eran una especie de sacerdotes vestidos de blanco, que practicaban sacrificios humanos y leían el porvenir en las entrañas de los hombres a los que los guerreros habían vencido. Ese es, pues, el enigma de Moira: permanece fiel a unas supersticiones primitivas. Pero ¿cómo puede sentirse orgullosa de tener unos antepasados tan crueles y salvajes? ¿Y hasta qué punto perpetúa sus rituales sangrientos? De repente, la intimidad con esa criatura lo aterroriza y le causa mucho más dolor que las heridas.