«Entonces, se llame como se llame el monje sin cabeza, es un pobre vagabundo, no un espíritu maligno. —Johanna piensa en fray Román y siente que se le encoge el corazón—. Si el monje decapitado es él, el ángel celeste condenó a su alma a permanecer en la tierra, cortándole el camino de la paz y del encuentro con Moira. San Miguel le prometió el cielo, pero el cielo lleva siglos esperando, y Moira también, porque nadie ha sido capaz de liberar al fantasma. ¡Román y Moira siguen estando separados!»
—Conmovido por el relato del monje errante, Ambrosio prometió a su desdichado hermano que lo incluiría en sus oraciones y que buscaría su cabeza y su cuerpo para unirlos y romper la maldición del Arcángel. Interrogó al espectro para saber cómo debía proceder. El espíritu respondió entonces: «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo». Ambrosio preguntó dónde estaban escondidos el cuerpo y la cabeza cortada. El alma en pena repitió: «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo». Ambrosio insistió una vez más y el espectro dio la misma respuesta.
«La tierra de la cripta —piensa Johanna—. Ahí es donde los otros dedujeron, en el pasado, que había que excavar, y es lógico, puesto que es ahí donde le cortaron la cabeza al monje.»
—¿Qué fue de fray Ambrosio después de este episodio? —pregunta—. ¿Excavó en la Virgen Soterraña? ¿Le sucedió una desgracia como a los otros?
—No puedo responderle —dice el padre Placide, exhalando un suspiro—. El relato de Ambrosio terminaba con las palabras
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
. No sé si Ambrosio vivió o murió en circunstancias extrañas. Lo que podemos suponer es que no cumplió su promesa, ya que el espectro ha aparecido de nuevo para pedir ayuda.
—Padre, ¿qué ha sido del costumario medieval descubierto por dom Larose, que contenía el relato de Ambrosio y el del caballero? —pregunta Johanna—. ¿Se quemó en 1944, junto con los otros costumarios de la abadía de Saint-Lô, cuando se produjeron los bombardeos norteamericanos?
El padre Placide parece presa de un sentimiento chocante tratándose de un monje: la cólera.
—¡No, hija mía! ¡Desgraciadamente, en 1944 hacía tiempo que había dejado de existir! Cuando dom Larose encontró ese documento en la biblioteca, en 1775, se lo mostró al abad. Este, temiendo que otros monjes lo leyeran, excavaran en el lugar maldito y murieran, lo destruyó delante de dom Larose, que se quedó sumamente desconcertado —explica el ex codicólogo, rojo de ira por que hubieran hecho correr semejante suerte a un manuscrito antiguo—. Hay que decir que se trataba de uno de tantos sacrilegios cometidos por el abad maurino, quien había transformado el dormitorio románico en sala de esparcimiento, la cocina en biblioteca, la cripta de Nuestra Señora de los Treinta Cirios en bodega de vinos, la estancia contigua en bodega de cerveza, la sala del Aquilón en bodega de sidra, la capilla de San Esteban en leñera y la cripta de San Martín en molino. El joven dom Larose, pese a su amor por los manuscritos, no pudo hacer nada y miró arder el costumario. Pero su memoria conservó la historia durante casi cincuenta años y la noche de su muerte, en 1823, se la transmitió a fray Aelred Croward en Ampleforth. Lo más extraño es que, unos meses después de que el abad hubiera arrojado el costumario a las llamas, se declaró un gigantesco incendio en la iglesia, que sufrió daños considerables: la fachada y la parte inferior de la nave románica, justo encima de la Virgen Soterraña, amenazaban con derrumbarse, arrastrando en su caída los basamentos románicos. En vista de que no disponía de medios financieros para emprender una reconstrucción, el abad de dom Larose decidió hacer derribar lo que corría peligro de convertirse en ruinas; entonces fue cuando la nave de la iglesia abacial quedó reducida a la mitad, cuando se erigió la actual fachada y cuando, abajo, los dos pequeños coros gemelos de la Virgen Soterraña quedaron ocultos por el muro que servía de cimientos de esa fachada. Emparedada, la cripta maldita era inaccesible a todas las miradas, y de paso así se impedían nuevas apariciones del monje decapitado. La Virgen Soterraña fue redescubierta a principios del siglo XX, pero hubo que esperar hasta 1960 para que el arquitecto Yves-Marie Froidevaux la liberara de las murallas que la obstruían y la restituyera a su estado inicial. Quizá fue Froidevaux quien, al proporcionar de nuevo a la cripta su verdadero aspecto, devolviéndole el alma, desató la presencia del alma vinculada a la Virgen Soterraña: el espectro.
—¿Cree que Froidevaux lo vio? —pregunta Johanna.
—No lo sé. En cualquier caso, si bien ese arquitecto restauró magníficamente la Virgen Soterraña, tengo la certeza absoluta de que ni él ni nadie emprendió en el siglo XX una campaña de excavaciones… y de que no se ha producido ninguna muerte sospechosa.
—¿Está seguro de que el monje decapitado no se dirigió a uno de sus hermanos benedictinos cuando una comunidad de monjes negros regresó a la peña? —insiste ella.
—Puedo asegurarle que entre 1969 y 2001, año de nuestra partida, no habló con ninguno de nosotros. La primera vez que supe de su existencia fue cuando leí el cuaderno de fray Aelred Croward, sobre el cual, lo confieso, tenía muchas dudas… Desde entonces, nadie había vuelto a mencionarlo hasta hoy, hasta que usted ha venido a verme para contarme su relato, que presenta unas similitudes sobrecogedoras con el contenido del cuaderno inglés.
—¿Y qué ha sido de ese cuaderno? —pregunta Johanna, nerviosa e impaciente por encontrar una prueba tangible que corrobore su historia—. Me gustaría mucho verlo. No tema, sé leer inglés y no se lo enseñaré a nadie.
El padre Placide baja sus ojos acuosos y respira más fuerte.
—Desgraciadamente, al igual que el antiguo costumario de la abadía, ese cuaderno tampoco existe ya.
La noticia deja a Johanna sin habla.
—Como dom Larose en sus tiempos, en relación con el costumario —prosigue el anciano—, yo soy el único testigo de que ese cuadernito existió, y esta tarde mi memoria ha transmitido lo más fielmente posible su contenido.
Las manos y la boca le tiemblan convulsivamente.
—No quería que ese texto cayera en manos de cualquiera —explica el anciano—. Después de que me lo hubieran traducido, y con el consentimiento de mi prior, decidí no depositarlo en los archivos de Avranches, sino conservarlo en el recinto de la abadía, en la pequeña biblioteca privada de los monjes. Pero, dos años antes de que nos marcháramos del Monte, una mañana encontramos una de las puertas de los edificios conventuales forzada. Todo estaba en orden y, aparentemente, no se habían llevado nada. Sin embargo, me di cuenta de que el cuaderno de Aelred Croward había desaparecido. Era el único documento que habían robado…, el único, pero era un desastre del que yo era responsable. Si lo hubiera sabido, lo habría llevado siempre conmigo, debajo del hábito.
Johanna está consternada. ¡Robado! Pero ¿quién pudo hacerlo?
—¡Alguien más sabía de su existencia, aparte de usted! —exclama—. ¿Quién, padre, quién sino la persona que se lo tradujo?
—Va desencaminada. Ese hombre jamás habría cometido un acto sacrílego. Nunca dudé de Fernand Bréhal. Además, en el momento del hurto, hacía varios años que había muerto, descanse en paz.
—Pudo hablarle del asunto a alguien antes de morir, incluso en su lecho de muerte.
—No, no. Me he hecho miles de veces esa pregunta, pero no, Fernand Bréhal jamás se lo habría contado a nadie; me lo había prometido, y era un hombre de palabra. Tanto que, después de habérmelo traducido, ni siquiera se atrevió a hablar de ello conmigo.
—Está bien, si usted responde de él… —admite la joven—. Pero entonces, alguien más estaba al corriente, no puede negar esa evidencia. Perdone, pero… ¿y entre sus hermanos del Monte, o los de la abadía de Ampleforth?
—Es imposible —replica el padre Placide con vehemencia—. Un hermano, fuera de donde fuese, no habría tenido necesidad de forzar la puerta para entrar en el edificio.
—Claro, pero eso habría sido firmar su acto, confesar que el robo había sido cometido por un monje, ya que los monjes son los únicos autorizados a entrar en el recinto del monasterio. Mientras que, forzando la puerta, hacía creer que el culpable era un laico.
—¡Se equivoca! —replica de nuevo el fraile—. Además, ninguno de mis hermanos sabía nada. En Ampleforth, el cuaderno había caído en el olvido, y aquí, al único que le revelé su contenido fue al prior. ¡No irá a acusar a un superior de haber desvalijado su propio monasterio!
Johanna esboza una triste sonrisa. El padre Placide parece al límite de sus fuerzas. La joven decide, pues, abandonar la partida.
—Por desgracia, creo que en el pasado se cometieron fechorías similares tanto en esta abadía como en otras. Pero tiene razón, fue hace mucho tiempo, y no me permitiría incriminar a su antiguo prior. Ese hurto continuará siendo un misterio.
Exhausto por haber hablado tanto, el padre Placide cierra los ojos y se desploma bruscamente. Johanna se precipita hacia él. Respira. El anciano simplemente se ha dormido. Con ternura, le arregla las almohadas, estira la blanca sábana que le cubre el hábito y se sienta junto a él, en la silla, como si velara su sueño. Durante siglos, los monjes han defendido de los demonios el descanso de los laicos, permaneciendo despiertos, cantando y rezando mientras los profanos duermen. Ahora es ella quien está en posesión de las armas protectoras del sopor de ese hombre, ese hombre que acaba de ofrecerle un regalo inestimable: la realidad histórica del monje decapitado, la prueba de su existencia, las razones de sus apariciones y la demostración de que Johanna no está loca. Está poseída, pero por un ser indefenso que cuenta con ella para salvarse. Sí, por fin tiene la respuesta a una pregunta que lleva veintiséis años haciéndose: por qué lo ha visto y qué espera de ella. Aún no sabe con certeza quién es, de acuerdo, pero esa cuestión le parece que reviste menos importancia.
¡Qué suerte ha tenido Johanna de hacer hablar al padre Placide antes de que se duerma definitivamente! Mira al anciano con un infinito reconocimiento teñido de admiración. ¡Qué mente tan despierta la de ese hombre, a su edad! ¡Qué memoria tan prodigiosa! Veinticinco años después de que Fernand Bréhal le tradujera el cuaderno que no pudo leer personalmente… Como dom Larose, que había guardado el relato para sí mismo durante casi cincuenta años, hasta el momento de su muerte… Johanna frunce el entrecejo y, por un segundo, la asalta un terrible pensamiento: no hay nada más falible y parcial que la memoria humana, en especial cuando el recuerdo, además de ser oral, es indirecto. Tan solo lo escrito conserva los hechos con una apariencia de objetividad. El autor del cuaderno, Aelred Croward, no vivió nada de lo que cuenta; no hace más que repetir, lo mejor posible, lo que le contó un anciano moribundo, dom Larose, sobre unos sucesos que habían ocurrido medio siglo antes, a partir de un manuscrito que el fraile montesino había leído una sola vez. En cuanto al padre Placide, un anciano también, relata el recuerdo, no visual sino auditivo, de una lectura de ese cuaderno, que era ya una recopilación de recuerdos de segunda mano. ¿Cómo es posible que la realidad no haya sido alterada? Es evidente que ciertos hechos han sido deformados… ¡El único elemento indiscutible es que no queda ninguna prueba material de toda esta historia!
A falta del costumario quemado por el abad de dom Larose, Johanna decide hacer lo que sea necesario para encontrar el cuaderno inglés de fray Aelred Croward y al ladrón que se lo llevó. El robo es reciente. Hay muchas posibilidades de que su autor todavía viva y de que haya conservado el objeto con la codicia que lo empujó a arriesgarse tanto. Por el momento, no tiene ninguna idea acerca de la identidad del malhechor… De repente, llaman a la puerta y la religiosa que tan mal la recibió abajo entra con una bandeja sobre la que hay un tazón de chocolate y unas tostadas.
—La merienda —le dice a Johanna mirando al viejo monje, en plena siesta—. Veo que está tan locuaz como de costumbre —constata con cara de satisfacción—. ¡Ya se lo había dicho!
—Sí, tenía usted razón —miente Johanna—. Pero no tiene importancia… Deme —añade, cogiendo la bandeja—, yo me ocuparé de esto.
—Como quiera —dice la monja, retirándose.
—¡Demonios! —exclama el padre Placide cuando la puerta se ha cerrado—. ¡Con ella vale más estar sordo y mudo!
—Ah, se ha despertado —observa Johanna, riendo—. Soy yo quien lo agota, padre, lo siento. Ahora mismo me voy.
—Ni hablar —replica él—. Tenía miedo de que ya no estuviera aquí. ¡Para una vez que puedo hablar de él con alguien que lo quiere tanto como yo! —dice, señalando el grabado del Monte—. No me había pasado desde que me retiré. Por eso había decidido callar. Deme eso —ordena, indicando la bandeja con la merienda que Johanna tiene en las manos—, hoy me apetece.
Ella obedece de buena gana y lo ayuda a beber el cacao, y como el padre no toca las tostadas, Johanna, percatándose de que no ha comido, las devora con apetito. Una vez sustentados, se miran como viejos amigos, dos seres de alma cómplice, unidos por un lazo poderoso e invisible.
—Hija mía —murmura él, cogiéndole las manos—, contándome sus sueños, me ha aclarado el relato de Aelred Croward, del que confieso haber dudado. Ha iluminado un período de la historia de la peña, que, pese a haberla conocido tardíamente, ocupó el centro de mi existencia. En lo que a mí se refiere, narrándole el contenido de ese cuaderno, he aclarado sus sueños y el sentido de su búsqueda, cuyo centro es, desde su infancia, la montaña sagrada. Sin embargo, debo ponerla en guardia. Hoy la veo por primera y quizá última vez, pero le leo el pensamiento, y lo que leo me llena de miedo. Temo que su propósito sea ahora hacer excavaciones en la Virgen Soterraña, y le ruego, hija mía, que no lo haga. Porque si la historia del monje decapitado relatada por el hermano Croward y por dom Larose es cierta, entonces los asesinatos de los que han excavado lo son también. ¡Alguien mata sistemáticamente, en el transcurso de los siglos, a los que excavan el suelo de la cripta! Y no me conteste que eso sucedió en tiempos oscuros que la modernidad ha borrado: el robo no resuelto del cuaderno inglés, dentro del recinto del monasterio, constituye la prueba de que el peligro perdura en nuestros días.
Justo eso es lo que hay que decirle a Johanna para que decida no perder ni un minuto y consagrar a partir de ese momento todas las noches a excavar la cripta, sola y en secreto. La advertencia del padre Placide hace que la invada un miedo natural, pero ese temor justifica su sensación de urgencia y su certeza de que está en el buen camino. Conseguirá un aerosol de gas lacrimógeno. ¡Llegado el caso, el aliento del monje sin cabeza o del Arcángel la protegerá! Sin embargo, no quiere avivar la inquietud del anciano monje y le parece preferible cambiar de tema. Tampoco desea mentirle.