Johanna abre los ojos y contempla el pedestal. Al igual que su gemelo, el altar de la Virgen, es obra de Froidevaux en los años sesenta: un aire moderno se desprende del tablero de mármol, en cuyo canto hay grabada en letras doradas una inscripción latina. El pedestal es de una fealdad incomparable; de piedras vistas unidas con mortero, como la fachada de una casa de suburbio, y apoyadas sobre una base rectangular más ancha de losetas de granito gris. Froidevaux, que tan bien restauró el alma medieval de la cripta, construyó, en cambio, unos altares típicos de la arquitectura del siglo XX que no armonizan nada con el resto del lugar. ¿Por qué? Porque los antiguos altares fueron destruidos en el siglo XVIII, cuando los maurinos tapiaron y condenaron la cripta, y no existía ninguna reproducción. Dado que los altares originales se habían perdido, Froidevaux tuvo que inventar unos nuevos.
Sí, pero ¿por qué construyó unos pedestales que contrastan tanto con el espíritu de la Virgen Soterraña? ¿Para que la vista sea atraída y sienta rechazo por esos altares contemporáneos? Johanna esboza un mohín dubitativo. ¿Para que los pedestales sean identificados como elementos recientemente incorporados a la cripta y, por lo tanto, ajenos a su ancestral historia, a su alma, a sus secretos?
De hecho, Johanna nunca ha prestado atención a esos dos horrores, que utiliza para dejar encima los instrumentos y como espacio para ordenar el material. Sin embargo —lo recuerda muy bien—, el padre Placide dijo que en el pasado el espectro había aparecido en la escalera que quedaba sobre el altar de la Trinidad. Asimismo, en sus tres sueños, el monje decapitado estaba siempre sobre el altar de la Trinidad, y el altar era el mismo que ella mira ahora con desprecio… Sí, ese altar se hallaba presente tal cual en sus sueños, incluido el de un rato antes, en el que era el personaje principal. ¡Por el príncipe de la milicia celeste! ¿Sería posible? ¿Y si era esa la señal que esperaba? Sería absolutamente demencial… Casi toda la cripta ha sido puesta patas arriba, lo único que no se ha tocado son los pedestales… No puede perder ni un segundo, debe comprobarlo inmediatamente. Se levanta, coge un pico y golpea con todas sus fuerzas la base del altar de la Trinidad para romper el sellado. Está muy duro, pero su vigor aumenta a medida que pasan por su cabeza las imágenes de sus sueños y las palabras del anciano monje, cuyo elemento central es el altar. Encierra un secreto, sí, está segura, encierra un importante secreto; de lo contrario, no sería igual que ese y no habría aparecido siempre. Seguro que Froidevaux vio algo; era muy creyente, aunque ¿creía en los espectros? Pasó casi tres años de su vida aquí, en la Virgen Soterraña, encontró algo, es evidente, o bien se negó a encontrarlo, se asustó y no intentó desentrañar el enigma. Al cabo de media hora de esfuerzos, la base cede. A cuatro patas, Johanna retira los cascotes. Mecánicamente, empuja el altar para apartarlo, pero, como es natural, no lo consigue. Necesitaría la ayuda de Patrick, Séb y Florence. ¡No! ¡Tiene que lograrlo sola, tiene que excavar sola, ese es su deseo! Un deseo que una mano ensangrentada ha cumplido… Los cimientos del pedestal son sólidos, se hunden profundamente en el suelo. Johanna cambia de táctica: los obreros medievales tenían unos artefactos manuales provistos de polea, que sujetaban los bloques con su boca de acero; ella… ella tiene la pequeña grúa. Johanna acerca los potentes clientes de la máquina al altar y acciona el brazo de la grúa. Es una maniobra peligrosa. ¡Vamos, maquinita, haz un esfuerzo, por favor! Ya está, el pedestal se eleva tres centímetros. La sobrecarga de peso es enorme; la máquina está ideada para trasladar bloques de granito, no semejantes construcciones con tablero de mármol…, es posible que no aguante. Sin embargo, Johanna consigue, con movimientos suaves y precisos, desplazar lentamente la carga y depositar el pedestal más lejos.
Detiene la grúa y se precipita hacia el emplazamiento del altar. Si esta vez vuelve a dar con la roca, sabe que todo habrá terminado…, pero, en lugar de la roca natural, descubre un agujero, un corredor vertical que parece descender no se sabe adónde, abajo, muy abajo… El conjunto está obstruido por grandes piedras y cascotes de toda clase, pero no cabe duda, ahí abajo hay algo. ¡Victoria! Ha encontrado el lugar secreto. La estancia secreta no estaba tras los muros, sino en las profundidades del vientre, en las entrañas subterráneas. ¡Las entrañas, tal como el Ángel le había indicado! Guillaume iba, pues, por buen camino al intuir la existencia de una gruta.
«Gracias, Guillaume —piensa—. Gracias, Román. Gracias, Arcángel guerrero. Gracias, Froidevaux. Deprisa, deprisa, a trabajar, hay que despejar el paso… Grúa, ven aquí…»
Veintidós horas y cuarenta y cinco minutos. Johanna termina de retirar de la chimenea vertical las piedras que la obstruían, y esas piedras le cuentan historias sorprendentes: la mayoría de los bloques de granito son medievales, unos sin labrar, otros labrados y con una cicatriz: la marca de los obreros, el distintivo de los talladores de piedra. Johanna reconoce algunas firmas, visibles en la terraza del oeste. Las piedras han conservado la firma de los que construyeron la nave románica, y esas firmas son idénticas a las que aparecen grabadas en los bloques que Johanna extrae del suelo. El abad Almodius inició la construcción de la nave; a su muerte, en 1063, Ranulfo de Bayeux se convirtió en abad y terminó la gran iglesia abacial románica. Esos bloques forman parte del material utilizado para la nave de la gran abadía.
«O sea, que en esa época aquí ocurrió algo —concluye—, algo provocó el cierre del pasadizo por manos humanas. 1063, muerte de Almodius… 1063, año en que fue redactado el manuscrito de Román… y tal vez muerte de Román, decapitado aquí mismo… y condenado por san Miguel a errar entre la tierra y el cielo. 1063, ¿cierre del pasadizo secreto? ¡Esos tres acontecimientos están relacionados! La cabeza y el cuerpo de Román están al final de ese túnel vertical, eso es evidente. Alguien o, en vista del peso y del tamaño de los bloques, más bien varios hombres, monjes o albañiles, taponaron la chimenea después del asesinato de Román; sin duda arrojaron su cuerpo mutilado por el conducto. Pero ¿quién y por qué? Johanna, deja de hacerte preguntas —se ordena—, mira las piedras, escúchalas…, te hablan… Esta, por ejemplo, es muy anterior al siglo XI, aunque no puedo datarla con precisión. No importa, ahora mismo voy a bajar a la cavidad y ahí encontraré el esqueleto de Román. Cuando construyó los cimientos de los altares, Froidevaux tuvo que ver forzosamente la chimenea, pero estoy convencida de que la dejó tal cual, taponada por las piedras. ¿Qué sucedió para que no fuera más lejos? ¡Y qué más da! Si lo hubiera hecho, el monje decapitado no habría llegado hasta mis sueños. ¡Es mi misión, el desenlace de toda mi vida, un sueño infantil que se hace realidad!»
Ha sido imposible sacar los últimos bloques. La chimenea es demasiado profunda para los brazos de la grúa. Unos cinco metros. La única solución es empujar las piedras hacia el fondo, confiando en que rueden y no obstruyan la salida del conducto. Vamos… Un último esfuerzo antes de descubrir el tesoro. Johanna, boca abajo al borde del orificio, intenta desencajar los bloques del útero de roca y precipitarlos hacia abajo con ayuda de una larga barra de hierro utilizada para efectuar las perforaciones.
«¡Vamos, Johanna, empuja, empuja! —se anima—. ¡Ha llegado la hora de tu nacimiento, Johanna, el metrónomo se ha detenido, debes salir de las entrañas calientes del mundo que conoces para ir hacia lo desconocido! ¡Es ley de vida, Johanna, sigue empujando aunque tengas miedo!»
—¡Aaah!
Grito de liberación. Las últimas piedras han acabado por ser expulsadas. Johanna retira la barra de acero y contempla el conducto con ansiedad. Negro. Está todo negro. Acerca una linterna. El camino vertical que desciende al abismo ha sido excavado por hombres. El potente haz luminoso permite distinguir restos de peldaños, deliberadamente rotos, eliminados; el primer tramo del conducto debía de ser menos abrupto, seguramente tenía una escalera y por oscuras razones lo hicieron impracticable. Los ojos expertos de Johanna se fijan en los golpes asestados a la roca para destruir la escalera. La joven se pone en pie. La cabeza le da vueltas por efecto del vértigo. Va a tener que bajar a la galería… Las lágrimas acuden de nuevo a sus ojos, unas lágrimas en las que se mezcla la alegría y la pena por estar a punto de lograr su objetivo. Es el final, pero ¿desea realmente que todo acabe? Siente la dolorosa opresión de un mundo cuya desaparición ha prometido, el último soplo de vida de una larga espera, la angustia del porvenir, el nostálgico beso anunciador de un inevitable tránsito. Román… En ese instante, a través de la fortificación hecha con piedras de Auberto, suenan unos fuertes golpes en la puerta de la cripta. Johanna, vacilante, se acerca.
—¡Johanna! ¿Dónde estás? ¡Abre! —dice la voz de Sébastien.
—¡Jo! ¡Contesta, por favor! ¿Va todo bien? —añade Florence.
—¡Estoy aquí! —dice ella con voz firme—. Todo va bien.
—¡Déjanos entrar!
—No. No he terminado.
—¿Terminado qué, Jo? —replica Florence—. ¡Hace casi tres horas que estás aquí dentro sin permiso, es más que suficiente para despedirte de la cripta! Vuelve a casa con nosotros o tendremos graves problemas.
—Lo siento, pero no puedo. Todavía no. Necesito un poco más de tiempo.
—Se te ha acabado el tiempo —contesta Flo—. Mira, aunque nos hayas mentido sobre lo que estás haciendo en la cripta, da igual, de verdad, pero tienes que salir inmediatamente de ahí o no podrás volver a hacer excavaciones en ningún sitio.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Johanna, presintiendo complicaciones.
—La culpa ha sido mía —dice Sébastien—. Hemos cenado los tres abajo, y yo vigilaba a Fenoy por el rabillo del ojo para impedir que telefoneara a Brard, pero… ha sonado el teléfono, le he dado la espalda un segundo para cogerlo, y él ha aprovechado para salir… Lo siento, Johanna. Eso ha sido hace cinco minutos, hemos venido enseguida a avisarte… Date prisa y así, cuando Brard y él lleguen a la cripta, no encontrarán a nadie.
—No os preocupéis —dice Johanna—. No pasa nada. Me quedo, pero ellos no podrán entrar.
—¿Que no pasa nada? —repite Sébastien—. ¿Que no van a poder entrar? ¿Piensas impedir que el administrador entre en la cripta, en «su» cripta? Pero ¿has pensado en las consecuencias que tendrá eso en tu carrera?
La palabra «carrera» hace que Johanna rompa a reír.
—Si supierais lo poco que me importa ya mi carrera… Me trae completamente sin cuidado. Gracias por haber venido a avisarme, pero ahora dejadme… Marchaos y no os preocupéis.
Silencio.
—Jo —dice de pronto Florence—, ¿y si estabas en lo cierto cuando antes has dicho que… el asesino se encuentra todavía entre estas paredes? Que te traiga sin cuidado tu futuro profesional es una cosa, pero… ¿y tu futuro sin más?
—¡Bueno, ya está bien! —replica ella, exasperada—. ¡Marchaos! En la Virgen Soterraña estoy protegida, es en el exterior donde está el peligro. Aquí no temo nada, ¿entendido? ¡Largaos! ¡Que os larguéis os digo!
—No sé qué estás haciendo ahí adentro —contesta secamente Sébastien—, pero me niego a apoyar semejante actitud, propia de una irresponsable. Así que… —prosigue, mirando el reloj—, son las once…, si a la una de la madrugada no has vuelto, echamos la puerta abajo. Adiós, Jo, y suerte.
Johanna esboza una mueca de maldad.
«¡Echar la puerta abajo! ¡Ja, que lo intenten! —se dice—. Con la cadena y el muro que he levantado, no lo consiguen ni por casualidad.»
Da media vuelta y regresa junto al agujero negro. La una de la madrugada… Le quedan dos horas para explorar la cavidad y colocar la cabeza de Román sobre su cuerpo. Más que suficiente. Deja caer una escala de cuerda por la chimenea de granito y constata con sorpresa que toca el suelo pasados siete metros. Sujeta el extremo a la grúa, se pone la cazadora y coge una linterna. Por fin, el momento de la verdad. Lentamente, intentando calmar los latidos de su corazón, desciende por el secreto de Moira y de Román.
El pasadizo es estrecho. Las paredes de piedra raspan la cazadora de Johanna. Sensación de descenso al abismo y de comunión con el granito. Impresión de penetrar en su propio vientre. El miedo ha desaparecido en beneficio de la certeza del tiempo suspendido a sus pies, los cuales salvan los escalones del mismo modo que se vuelve atrás, a la retaguardia de la historia, al otro lado del espejo deformado por el imaginario. Sus pies tocan un suelo pedregoso. Suelta la escala y empuña la linterna, cuyo círculo luminoso surge del bolsillo superior de la cazadora. Planta cara al misterio y le clava su luz en el corazón. De pronto aparece una gruta. Una gruta circular, natural, que le recuerda la del monte Gargano. Una cavidad redonda de altura variable, entre uno y alrededor de cuatro metros, y que debe de medir al menos veinte de diámetro. Johanna respira despacio para no turbar el silencio de las tinieblas. En el umbral de la caverna, examina el suelo y las paredes: rastros de erosión, seguramente la roca fue excavada por un río subterráneo que volvió a su cauce. Los hombres solo han abierto el acceso que ella acaba de tomar. La gruta es obra de la naturaleza. Johanna avanza por el oscuro antro y se detiene ante la asombrosa visión que muestra la linterna: dos altares primitivos se alzan en el centro. Dos altares gemelos, toscamente tallados en granito, que parecen dólmenes. Sobre cada uno de ellos, un pequeño reguero para recoger la sangre de los sacrificios. En un nicho excavado en el muro, aparece una escultura, la estatua de una mujer con túnica y cabello largos, montada en un caballo.
«¡Epona! —adivina Johanna—. Una de las numerosas representaciones galas de la diosa madre, sacerdotisa de la fecundidad. Epona, protectora de los caballos, animales preciosos que simbolizan la caza, la guerra, la muerte. Epona, patrona de los guerreros, de los viajeros y de los que se dirigen al más allá, al otro mundo, al universo de los difuntos… ¡Increíble! Un santuario celta, sí, se trata de un auténtico santuario celta. Pero en ningún documento se menciona este lugar. Nadie ha hablado jamás de él. Nadie lo conoce. ¡Acabo de hacer un descubrimiento arqueológico importantísimo! Por todos los dioses, ¿de cuándo puede datar este templo pagano?»
Con suma delicadeza, pese a que le tiemblan las manos, Johanna coge la estatuilla que representa a Epona.
Sus conocimientos del arte celta son demasiado limitados para permitirle evaluar con precisión la época de la escultura, pero le parece muy anterior a la Edad Media. No obstante, su cultura histórica le proporciona algunos datos.