—Perdone, pero ¿no podría recibirnos a última hora del día? —pregunta Johanna—. Se tarda una hora en ir a Saint-Lô, y las excavaciones están sufriendo un retraso considerable.
El comisario Bontemps, atónito, mira a Johanna de soslayo sin sospechar que, después de semejante noticia, la reanudación de las excavaciones significa para ella la supervivencia psicológica.
—Mañana a las seis de la tarde, usted —dice, señalando a Johanna—, usted —añade, mirando a Patrick— y los otros dos.
Los otros dos se vienen abajo al oír las terribles palabras. Escrutan al ayudante, que permanece en un silencio incómodo. ¡Así que tenía razón! Pero ¿el móvil es interrumpir las excavaciones? ¿Por qué? y, sobre todo, ¿quién?
Al día siguiente, 20 de mayo, los cuatro supervivientes —Johanna, Patrick, Sébastien y Florence— se reúnen por la mañana en la cripta. La directora de las excavaciones se comporta como si no hubiera pasado nada: de pie ante el altar de la Trinidad, acaricia con la palma de la mano la roca natural que ha sustituido la muralla de Auberto, totalmente desmontada y cuyos bloques yacen a sus pies. Suspirando, regresa al centro de la Virgen Soterraña, bajo las arcadas del muro que separa las naves y los coros gemelos.
Duda entre derribar el muro de la izquierda, el que queda detrás del altar de la Virgen, desmontar los que bordean los coros, al sur y al norte, o levantar las baldosas de piedra del suelo de la cripta para realizar sondeos hacia abajo. Parece buscar la solución en el aire oscuro y caliente del santuario. Cuando escruta las dos tribunas situadas sobre los coros con bóveda de cañón, se diría que está rezando.
—¡Allí! —dice Johanna, como un brujo ante un manantial invisible, señalando el muro situado detrás del altar de la Virgen—. Quizá el pasadizo se interrumpa entre los dos altares para prolongarse hacia el norte… Hay que trabajar deprisa, solo nos quedan tres semanas.
—Estás perdiendo el tiempo y haciéndonoslo perder a nosotros —contesta Patrick, que desde el día anterior ha abandonado la actitud reservada que adoptaba—. ¿Te das cuenta de la situación, Johanna? Acaban de decirte que uno de tus arqueólogos o tal vez dos han sido asesinados aquí, en el Monte, ¿y todo lo que te preocupa a ti es saber qué muro hay que derribar? ¿No te parece una indecencia?
Johanna se quita con calma las gafas y se planta delante de su ayudante, procurando tener también a Sébastien y a Florence en la línea de mira. Había previsto ese amotinamiento. Es un momento crucial: está en juego la suerte de fray Román, el monje decapitado. No pensar en su anhelo secreto de buscarlo sola y librarse de sus colegas…, no pensar en Moira, un suplicio mediante el aire, uno mediante el agua, Jacques precipitándose en el vacío, Dimitri ahogado…, olvidar a dom Larose, el cuaderno, los cadáveres del pasado… Ceñirse a una realidad que los arqueólogos puedan aceptar. Tan solo ella sospecha la verdad. Pero ¿es la verdad? En cualquier caso, sus sospechas son inconfesables. Debe ser fuerte y luchar para que prosigan las excavaciones.
—Mirad —dice, dirigiéndose a los tres científicos—, yo estoy tan triste como vosotros y tengo tanto miedo como vosotros. No olvidéis que fui yo quien encontró a Mitia y que vi a Jacques… Eso me obsesiona y me aterra, pero trato de controlar mis emociones. Cuando pienso en ello, estoy convencida de que Jacques murió como consecuencia de un accidente…, una investigación seria llegó a esa conclusión, no lo perdáis de vista…, y de que al pobre Dimitri lo ha matado no sé quién ni por qué, pero todos sabemos que tenía graves problemas personales… Hemos estado junto a ellos, los hemos acompañado y hasta hemos rezado, pensamos en ellos sin parar, vamos a hacer cuanto podamos para ayudar a la policía a atrapar al culpable… No creo que haya que abandonar ahora las excavaciones; no tiene ningún sentido. Al contrario, yo me digo que están aquí, en esta cripta, muy cerca de nosotros. Eran arqueólogos, un oficio difícil por el que habían librado duras batallas. Sabéis tan bien como yo que uno no se hace arqueólogo por casualidad. Ellos adoraban las piedras, estas piedras, les apasionaba excavar. ¡Les hubiera gustado tanto saber qué tesoro hay oculto aquí! Cada uno tenía su teoría… Yo continúo por ellos, pensando en ellos. Vosotros haced lo que os parezca.
Sébastien y Florence agachan la cabeza después del sermón; Patrick, que ha fracasado momentáneamente en su intento de poner fin a las excavaciones, se precipita hacia un pico y avanza con rabia hacia el muro de detrás del altar de la Virgen. El ruido de los golpes no tarda en invadir la cripta cerrada.
—¿Y usted no tiene ninguna idea de quién podía odiar a Dimitri Portnoi? —repite el comisario Bontemps, sentado detrás de la mesa de su despacho.
—Ya se lo he dicho, ninguna —responde Johanna con seguridad—. No hablaba nunca de su vida privada; ya le he contado cómo nos enteramos de que su novio lo había dejado.
—¿Se había opuesto a que se hicieran excavaciones en la Virgen Soterraña?
—No… Mmm…, no. No se había opuesto, aunque le preocupaba estropear la cripta. Pero era una reacción normal que muchos compartían, incluida yo misma. Se trata de la construcción más antigua de la abadía y del Monte.
—¿Quién estaba en contra de la autorización de esos trabajos arqueológicos en la cripta?
—¿En contra? Christian Brard, el administrador —responde ella, azorada por la pregunta.
—Olvida a Patrick Fenoy, su ayudante —le espeta el comisario—. ¡Hizo de todo para impedir las excavaciones!
—¡Supongo que no sospechará que ha llegado al extremo de matar a Dimitri para conseguirlo! —se subleva Johanna.
—No sospecho de él más que del señor Brard, que me ha confesado espontáneamente su hostilidad contra esas excavaciones, así como la de su ayudante, y las particulares condiciones en que han sido autorizadas —dice él, haciendo que la joven se sonroje—. Simplemente le pido que no omita nada en su declaración.
—El asesinato de Mitia no tiene nada que ver con las excavaciones —replica ella, irritada—, y estoy segura de que Jacques murió accidentalmente.
—Tal vez sí o tal vez no. Es a mí a quien me corresponde decirlo, y por el momento, a falta de pruebas en uno u otro sentido, no debo pasar por alto ninguna pista, aunque también me inclino por un crimen pasional en el caso Portnoi. De hecho, la Brigada Criminal de París acaba de arrestar a su ex compañero, cuya actuación en esta historia no está clara. Parece ser que Portnoi no aceptaba la separación y lo acosaba. El otro lo amenazó violentamente delante de testigos, y no tiene ninguna coartada para la noche en que mataron a su colaborador. Mañana voy allí para interrogar personalmente al sospechoso.
Johanna no puede contener un profundo suspiro de alivio al enterarse de que no hay ningún vínculo entre este crimen y la Virgen Soterraña. Una vez más, sus dudas eran fruto de su imaginación. Simón tenía razón… Simón… ¡Cómo lo echa de menos! La prensa, si es que ese montesino de adopción la necesita para estar informado de lo que sucede en la peña, se ha hecho amplio eco de la muerte de Dimitri y de la investigación en curso, pero en esta ocasión él no ha llamado. Si lo hubiera hecho, ella le habría respondido, porque tiene muchísimas ganas de hablar con él, de sentir su piel, de acurrucarse entre sus brazos. Simón no ha dado ninguna señal de vida y el amor propio de Johanna, así como el temor de ser rechazada, le ha impedido ponerse en contacto con él. Con todo, el día anterior marcó el número de su tienda de objetos marinos, pero en cuanto Simón contestó, colgó el teléfono. François, en cambio, la llama varias veces al día; la Brigada Criminal de París lo ha interrogado en el ministerio. Brard ejerce una presión considerable para que se suspendan las excavaciones y François teme por Johanna. Ha estado a punto de ceder a los argumentos del administrador, pero la joven los ha rebatido: ese crimen odioso no guarda ninguna relación con las excavaciones (¡Dios mío, menos mal que François no sabe nada del cuaderno de dom Larose!) y, después de todo lo que ha hecho para conseguir que se autoricen, después de todos los riesgos que ha corrido, ¿va ahora a abandonar y a abandonarla a ella?
24 de mayo. Detrás del altar de la Virgen, el muro carolingio. Detrás del muro carolingio, el muro de Auberto. Y detrás del muro de Auberto, la roca, recta y dura como una amenaza. Ningún escondrijo, ningún pasadizo, ninguna cabeza ni otros huesos corporales.
Dos días antes, la policía registró metódicamente toda la casa. ¿Qué buscaban? Nadie lo sabe salvo el presunto asesino de Mitia, su amante, que continúa retenido. El granito de la roca natural es frío, oscuro y húmedo como una mazmorra. Esa mañana, Florence ha sido convocada en Saint-Lô, en la brigada, y todavía no ha vuelto. Solo Florence. ¿Por qué? Esa tarde, Guillaume no ha ido a ayudarlos. Las paredes están mudas. Y hacen oídos sordos a las súplicas. ¿Hay que atacar el suelo? Román, ¿dónde estás?
—¿A que no sabéis la última? —grita Florence entrando en la cripta, sobreexcitada—. ¡Acaban de detener al asesino de Mitia! ¡Ya lo han pillado!
—¡Ah, por fin has vuelto! —contesta Johanna—. Gracias por la noticia, pero no es muy fresca.
—No es quien tú crees. Al amante de Dimitri lo soltaron ayer, completamente limpio.
Johanna, Patrick y Sébastien se vuelven hacia Florence.
—No ha sido él —repite Florence dándose aires de importante—. No vais a dar crédito a vuestros oídos, ¡es totalmente demencial! Nos hemos librado de una buena, creedme.
Johanna tiene una sensación de vértigo.
—¿Sabéis qué buscaba la poli anteayer en casa? —pregunta Florence.
No pueden sino negar con la cabeza. Florence sacude la suya antes de responder. Un mechón rubio le cruza la frente.
—¡Cabellos, señoras y señores! Nuestros cabellos… Bueno, sobre todo los míos.
—¿Vas a contárnoslo de una vez? —se impacienta Patrick.
—Como siempre ocurre en este tipo de investigaciones, la policía oculta elementos importantes a la prensa y a los sospechosos a fin de confundir al criminal… En lo relativo al asesinato de Dimitri, nos han ocultado dos cosas. Una: la ventana del cuarto de baño parecía cerrada desde el interior, pero en realidad no lo estaba, lo que indica que alguien pudo entrar y salir por ahí. Dos: al peinar a fondo el cuarto de baño, encontraron cabellos que no pertenecían ni a Dimitri, ni a Johanna, ni, tras las oportunas comprobaciones, a ninguno de nosotros, aunque eran similares a los míos.
—¿Rubios? —pregunta Sébastien.
—Rubio natural tirando a rojizo, ligeramente ondulados y… largos. No procedentes de una peluca. Desgraciadamente, o más bien afortunadamente, en mi caso el rubio es artificial. No soy una auténtica vikinga.
Johanna nota un zumbido en los oídos.
—Con eso, la policía científica puede reconstruir el ADN de una persona —dice Patrick.
—Exacto —confirma Florence—. Y por lo tanto, es una prueba irrefutable de la presencia de esa persona en el lugar del crimen, sin que ello signifique que sea quien lo ha cometido. Resumiendo, como la policía se había centrado en el antiguo compañero de Dimitri, que es moreno, no buscó a esa misteriosa mujer rubia hasta que estuvo convencida de la inocencia del chico. Entonces examinaron a conciencia nuestros cepillos del pelo.
—¿Y han encontrado a esa mujer? —pregunta Séb con ingenuidad—. ¿Quién es? ¡Por aquí hay rubias para dar y vender!
Johanna se apoya en el altar de la Virgen negra. La cabeza le da vueltas. Florence pone los brazos en jarras, como una vendedora de pescado anunciando su mercancía.
—Han encontrado… a la persona cuyos cabellos coinciden con los hallados en el cuarto de baño. Es alguien que todos conocemos, con una espléndida cabellera rubia con reflejos rojizos, larga y ondulada, unos bonitos ojos verdes con pintas marrones y… bigote: ¡Guillaume! ¡Guillaume Kelenn!
Una bomba silenciosa explota en las profundidades de la cripta.
—¿Ha confesado haber matado a Dimitri? —pregunta Johanna, atónita.
—No lo sé, la poli no me lo ha dicho —responde Florence—. En cualquier caso, Micheline limpió el cuarto de baño el sábado por la mañana, el crimen se cometió en la noche del sábado al domingo, y tú descubriste el cuerpo el domingo a las cinco de la tarde, así que Guillaume tuvo que entrar forzosamente en esa habitación durante ese espacio de tiempo. ¿Para qué, si no fue para matar a Mitia? ¡No sería para darse un baño!
—Pero ¿por qué? —pregunta Sébastien, que se lleva muy bien con Guillaume—. No puedo creerlo. Es un tipo divertido, no tiene pinta de asesino… ¡y no tenía ninguna razón para matar a Dimitri!
—Otro que cree que la palabra «asesino» está grabada con letras de sangre en la frente de los criminales —comenta Patrick—. Pues a mí no me extraña que ese cretino sea culpable, no soportaba no poder ocupar nuestro lugar.
—Esperad, que todavía hay más —añade Florence—. Resulta que Kelenn no es su verdadero apellido. Es el apellido de soltera de su madre, que suena muy celta; el apellido de su padre, típicamente normando, es Bréhal. Debería llamarse Guillaume Bréhal.
Johanna sale de la cripta corriendo. Se ahoga. Baja corriendo los peldaños del Gran Escalón y toma el camino de ronda que la conduce a casa de Simón. Los postigos están cerrados. Todo está sin vida. A lo lejos se alza la isla de Tombelaine, bajo el sol ventoso.
«Bréhal… Bréhal… —se repite—. ¡Fernand Bréhal, el hombre que le tradujo el cuaderno de dom Larose al padre Placide! Sin duda el padre de Guillaume… ¡Por San Miguel! Está claro que Guillaume es quien robó hace unos años el documento de la pequeña biblioteca de los benedictinos. Leyó el cuaderno, sabe… conoce la historia del monje decapitado. Quizá también lo ha relacionado con el manuscrito de fray Román. ¡Guillaume conoce el pasado, está al corriente de los crímenes cometidos en la cripta y los reproduce! No, no es posible… Tengo que verlo, sí, tengo que verlo como sea.»
27 de mayo. Durante las cuarenta y ocho horas de retención legal de Guillaume, Johanna no ha podido llegar hasta él. Hasta Simón tampoco: dos llamadas en las que ha colgado al oír la primera palabra. Los periodistas siguen el caso de cerca; ella los esquiva y deja en manos de Brard la compleja estrategia de los medios de comunicación. Esa mañana, Guillaume ha sido sometido a reconocimiento por el asesinato de Dimitri. Nada sobre Jacques. La instrucción no ha hecho más que empezar. Las piedras de la Virgen Soterraña han caído sobre el que las amaba tanto como ella. Vigilaba las excavaciones durante el día y mataba a los arqueólogos por la noche. ¿Por qué? ¿Para resucitar el pasado del cuaderno? ¿Para perpetuar la maldición que pesa sobre los profanadores de la Virgen Soterraña? ¿Con qué finalidad? ¡La cripta se defiende muy bien sola! Es huidiza; han desmontado otros muros y nada, nada salvo la piedra brutal que no conoce la mano del hombre, la roca bárbara sobre la que la magia de la historia no ha actuado: granito natural, luego estéril. El comisario Bontemps dijo que podría ver a Guillaume hoy. Pero el policía quiere entrevistarse antes con ella.