La promesa del ángel (64 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—¡No tendrá intención de ponernos guardaespaldas! —replica, temerosa.

—Oh, no, tranquila, no disponemos de medios para eso. No, hay una solución más eficaz, menos onerosa y que parece contar con la aprobación de su administrador. En cuanto usted salga de aquí, simplemente telefonearé a la persona que la acompañaba en Borgoña aquel famoso fin de semana y que le ha permitido excavar en esa cripta, para pedirle que tenga a bien interrumpir esta campaña. Si le digo que quizá esté en peligro su vida, no me cabe ninguna duda de que hará todo lo necesario para satisfacer mi deseo.

Mediodía. 2 de junio. «Todo ha terminado —piensa—. Ni siquiera tengo ganas de llorar. Solo de pegar. A ese maldito poli. A Brard. A Fenoy. A François. Tengo que llamar a François. Ahora mismo. Aquí, en el aparcamiento de la policía. ¿Y para qué? Se ha acabado. Es inútil seguir prostituyéndose. La batalla está perdida. La guerra ha terminado. Van a cerrar la Virgen Soterraña. Y a encerrarme a mí. Soy una inepta. Yo he fracasado, Guillaume ha fracasado, el padre Placide fracasó hace tiempo. ¡Y todo por culpa de un papel escrito por un zurdo! Es para morirse de risa. Para morirse…»

Levanta los ojos hacia los transeúntes.

«Esos son inocentes. Inocentes de llevar una vida opaca y sin objetivo, en la que vagan sin preguntarse jamás por qué.»

Una mujer de su edad camina con un bebé en un cochecito. Johanna no sabría decir si el niño es guapo o feo. Una anciana encorvada avanza muy lentamente, con un bastón y un capazo.

«Osteoporosis —piensa Johanna—, un esqueleto muerto bajo una carne todavía viva. La pobre… puede partirse en cualquier momento.»

De pronto, un hombre calvo de unos cincuenta años llega en sentido inverso, distraído, apresurado, con el móvil pegado a la oreja, y está a punto de derribar a la anciana al cruzarse con ella. Johanna sigue con la mirada a ese maleducado. De repente, la cabeza de la arqueóloga se queda inmóvil y su boca se entreabre. Tras unos segundos de desconcierto, se precipita hacia el coche, arranca y sale en tromba. Un calvo, un calvo que tiene todas las llaves de la abadía y conoce todas sus claves, incluida la de la escritura de los manuscritos antiguos, un zurdo que desde siempre adora las piedras restauradas tanto como odia las excavaciones: ¡Brard! ¡Christian Brard!

Capítulo 19

«Brard no ha digerido que se autoricen las excavaciones en la Virgen Soterraña —piensa Johanna—. Luchó por la vía legal en vano. Una derrota humillante. A Brard no le gustan las mujeres, salvo la Virgen Soterraña, que, en su opinión, nosotros, los arqueólogos, hemos destrozado, mancillado, corrompido. Las piedras yacen en el suelo, están estropeando la obra de su querido Froidevaux en nombre de un sueño que le es ajeno… Lo único que importa es que no ha sabido proteger y conservar la cripta. Ha fallado. Brard no ha matado a Jacques, claro que no, pero la muerte accidental de este debió de hacer que germinara en él la idea diabólica: combatir a los profanadores, suscitar el miedo a fin de conseguir que suspendieran la campaña de excavaciones… Debió de pasar algo durante el trayecto en coche con Dimitri, después del funeral de Jacques; Dimitri debió de contarle que el día antes habíamos empezado a desmontar el lienzo de muro de Auberto, detrás del altar de la Trinidad. Dimitri y yo habíamos discutido por ese asunto; Mitia no estaba de acuerdo con mi proyecto de desmontar los muros de la cripta. Si se lo dijo a Brard, eso debió de atizar el odio del administrador, y el hecho de que Mitia se quedara solo todo el fin de semana le brindó la ocasión de poner en práctica su funesto plan… O quizá pasó otra cosa: por ejemplo, Brard se sintió atraído por la delicada belleza de Mitia y este último no hizo caso de sus insinuaciones. El administrador es un hombre orgulloso, debió de sentirse humillado y se dio cuenta de que podía vengarse del joven y al mismo tiempo conseguir que suspendieran los trabajos en la cripta. En cualquier caso, lo que ocurrió a continuación, por desgracia, está claro: Brard espió a Dimitri. Brard vive solo y no lejos de nuestra casa, así que le resultaba fácil. Mitia estaba muy deprimido, no debía de poder dormir. Pensó que yo no pondría ninguna objeción a que utilizara mi bañera en mi ausencia… Nada mejor que un baño para relajarse y conciliar el sueño. Abrió la ventana del cuarto de aseo para disfrutar de la templada y serena noche, y eso permitió que el asesino entrara. El pobre Mitia no tenía la suficiente corpulencia para luchar contra ese hombre alto y fuerte, deportista y vigoroso pese a su edad. Un sexagenario que se afeita la cabeza; por lo tanto, que no deja ningún cabello a su paso… Al día siguiente, Brard debió de quedarse muy sorprendido al enterarse del "suicidio" de Dimitri… No había previsto la intervención de Guillaume. Si pasaba por un suicidio, su plan había fracasado, las excavaciones proseguirían; había matado a un hombre, a un hombre inocente, para nada… En ese momento, debió de sentir una rabia y unos remordimientos considerables. La detención y el posterior internamiento de Guillaume sin duda reforzaron esos sentimientos, porque Brard siempre ha apreciado a Guillaume. Brard es un enamorado de los manuscritos antiguos. Tiene una colección. Y ha leído el manuscrito de Cluny. Nada más fácil para él que imitar los caracteres románicos y las iluminaciones medievales. En rojo y verde, los colores del Monte, naturalmente. Quiso actuar contra la verdadera responsable de esta matanza: yo. El es zurdo. Tiene la llave de la Virgen Soterraña. Conoce los horarios de nuestros descansos. Circula a su antojo por la abadía. Sabe que yo no enseñaré la carta de amenazas, de modo que deja un ejemplar sobre su propia mesa para poder informar a la poli. Sabe que en la peña cundirá el pánico, que la policía tal vez dude de la culpabilidad de Guillaume, pero que jamás sospechará del más alto dignatario del Monte. No tendrá necesidad de cometer otro crimen, porque el comisario hará su trabajo: hará que suspendan las excavaciones, y esta vez él cree que yo no podré impedirlo, ni tampoco François… Buena jugada. Muy buena jugada, señor Brard. Pero yo no soy tonta. Yo sé que alertar a la policía sobre usted de momento es inútil; Bontemps se reiría en mis narices. No iré a verlo al Monte para hacerle partícipe de mis sospechas, pues no son más que una teoría. Por fin he aprendido la lección: para hacerlo caer de su posición de padre abad, voy a necesitar pruebas, cosas concretas, reales. Lo más urgente es protegerse de usted y conseguir unos días de tregua para darme, para darle a Román, una última oportunidad…»

Las dos puertas de la Virgen Soterraña están en los extremos de la escalera románica, de la galería ascendente: en el recorrido ritual medieval, había que abrir siete puertas sucesivas antes de que los fieles penetraran en la gran iglesia, la morada del Arcángel, el séptimo cielo. Los peregrinos entraban en la cripta por una de las puertas monumentales, se recogían en la penumbra y salían por la otra antes de llegar a la cima del edificio: la iglesia abacial. Una de las dos puertas de esta ascensión iniciática actualmente está condenada, cerrada para siempre mediante una cerradura inutilizable. Por la otra, en cambio, continúa accediéndose a la cripta: esa puerta es la que Johanna debe defender. Se detiene en una ferretería para comprar una gruesa cadena y un enorme candado, cuya llave llevará siempre encima. Pondrá la cadena y el candado en la única puerta practicable de la cripta, y nadie, aparte de ella y su equipo, podrá entrar allí. Primera parte del plan solucionada. Falta el otro punto, más complicado: convencer a François de que no la abandone. Nada más salir de la ferretería, coge el teléfono móvil. Se aclara la garganta, respira hondo y selecciona «François» en la agenda del móvil.

—Hola, Johanna, precisamente ahora iba a llamarte —dice, antes de que ella haya pronunciado una sola palabra. Acabo de hablar con el comisario Bontemps, y después he tenido una larga conversación con Brard.

—Sí, lo sé, ahora te lo explico.

—No vas a explicarme nada —la interrumpe con sequedad—. Ya sé todo lo que hay que saber y he tornado una decisión. Esta vez, la situación es demasiado grave; lo siento por ti, Johanna, pero todo ha terminado, voy a cancelar oficialmente las excavaciones.

—¡Espera un momento! François, yo…

—Soy subdirector de arqueología, Johanna, lo que significa que soy responsable de ese departamento —dice, levantando la voz—. Si no hago nada, es decir, si os dejo continuar después de que Brard y Bontemps me hayan advertido del peligro que corréis, tendré las manos manchadas de sangre si os ocurre algo. No puedes, nadie puede pedirme que corra ese riesgo con pleno conocimiento de causa… Así que voy a suspender las excavaciones en consideración a vosotros, mis arqueólogos, pero también por mi carrera.

Ha soltado la palabra fatídica: carrera. Lo que significa, Johanna lo sabe: «Se acabó tener en cuenta los sentimientos, la relación privada; ahora solo cuenta el trabajo, donde tú eres mi subordinada y debes obedecerme». Es 2 de junio y son las trece horas. François le anuncia que al día siguiente, 3 de junio, llegará por la tarde al Monte un equipo que está reuniendo urgentemente: una cuadrilla constituida por obreros especializados, que dejarán la cripta en buen estado, bajo las órdenes del jefe de arquitectos de Monumentos Históricos y del administrador. Johanna se dice que no vale la pena contarle a François sus sospechas relativas a Brard. Encaja el golpe: tras los destructores, los reconstructores. Bontemps incluso le ha prometido a François que los restauradores contarán con la protección de la policía mientras duren los trabajos, cuando no había considerado esa asistencia para los arqueólogos. François le ordena a Johanna que interrumpa inmediatamente las excavaciones. Ella contesta que tiene que avisar a los demás, recoger el material, limpiar… y le suplica que le conceda un plazo. ¡Si pudieran llegar aunque solo fuera el día siguiente por la noche, o el otro, y darle un poco de tiempo! Él se niega. Dice secamente: «Esta noche». Esa misma noche, los arqueólogos deben abandonar la Virgen Soterraña y esperar la llegada del equipo de François, acompañado por él mismo. En persona. Es categórico, perentorio. Incisivo. Johanna tiene ganas de pegarle, pero debe inclinarse. De acuerdo, lo deja.

Catorce horas y treinta minutos. Johanna circula sin rumbo fijo. Le resulta imposible regresar al Monte, pero es incapaz de permanecer alejada de allí. Toma, pues, un atajo que la conduce a los pólders que bordean la montaña. Es un vasto desierto llano en el que los carteles indican lugares de nombre desconocido, un infinito de tierras tristes robadas al mar por los hombres del siglo XIX, una inmensidad baja y sin color que ha contribuido al enarenamiento del Monte. Para los agricultores que han domeñado el limo fértil de la bahía, esos campos fecundos son una victoria del hombre sobre la naturaleza salvaje. Para Johanna y los suyos, es una tierra de desolación que priva a la montaña sagrada de su verdadera naturaleza: una isla aislada en el mar. La carretera es recta. Aquí y allá se ven granjas oscuras y cuadradas en medio de campos grises. Johanna avanza en línea recta sin encontrar a ningún ser humano. Es fácil perderse en los pólders, pero el Monte, su punto de referencia, está allí, a la derecha, detrás de un oquedal simétrico y negro que se lo tapa. Debe ir hasta el final para verlo; acelera. La carretera termina en un talud de hierbas saladas. Más allá comienza el reino del agua indómita: la arena, la bahía, las mareas. Un camino herboso se extiende a lo largo del terraplén. En su extremo, más o menos a un kilómetro, se alza el Monte. Se muestra por el flanco oeste, aquel donde muere el sol y despiertan las tinieblas, el de la Virgen Soterraña, oculta por las piedras de la iglesia abacial. Johanna aparca el vehículo delante del talud y se adentra a pie en el sendero. Durante dos horas, camina hacia la montaña, retrocede, se sienta, la contempla, la interroga con la mirada, se desespera. Todo ha terminado, ha perdido, está taciturna, como el paisaje que la rodea, pero su tristeza se niega a estallar. Está desconsolada, abrumada, enfadada, pero no acaba de resignarse. Confía en que todavía no sea el momento de la despedida. Las excavaciones han sido canceladas, pero su unión con el Monte no se ha consumado del todo. De repente, tiene la sensación de que la peña la llama. A las dieciséis horas y treinta minutos, tras haberse serenado, Johanna monta en el coche y se aleja de los pólders en dirección a la roca sagrada.

Al llegar al dique, no ve los autobuses de turistas que se apiñan al pie de la montaña en mecánica procesión. Allá arriba, en el extremo del campanario, se alza la afilada aguja rematada por la estatua del Arcángel. La escultura se encuentra ciento sesenta metros por encima de la bahía y sus quinientos kilos de cobre dorado forman un sol conocido en el mundo entero, alado, belicoso y protector, que domina a los hombres y corona la montaña en el cielo. Johanna solo lo mira a él, que, alto y orgulloso, le susurra que son sus últimos instantes de amor y de misterio. El príncipe de oro amarillo atraviesa los aires como un metrónomo celeste.

«Tac, tac… Ha llegado la hora de la verdad, hija mía, voy a ver qué contiene tu vientre, yo que te he ofrecido el mío… Tac, tac… El vientre de las mujeres es fértil, ¿es aguerrido su corazón? El Ángel siempre cumple sus promesas, ¿tendrás tú la valentía de hacer lo mismo? La Virgen Soterraña es bendita entre todas las mujeres, y el fruto de su vientre está muy escondido… Olvida tu cabeza, escucha la memoria de tus entrañas, ¡esa es tu fuerza! La memoria de las entrañas…»

Diecisiete horas. Johanna no puede ir a la Virgen Soterraña. En ese momento, no. Los otros deben de estar aún allí recogiendo el instrumental y ella quiere estar sola. Busca el recuerdo de fray Román en el emplazamiento del coro original de la iglesia abacial. Sondea la atmósfera en busca de rastros invisibles de Román, así como de su propia huella, la de la niña que era hace veintiséis años, cuando se produjo su primer encuentro. Vaga por el deambulatorio de la iglesia cerrada y despoblada. Se sienta en el banco que eligió su madre el 15 de agosto del año que ella cumplió siete. Por primera vez en su vida adulta, reza a María, como su madre hizo y como la obligaba a hacer cuando ella era pequeña.

—Dios te salve María, llena eres de gracia…

Dieciocho horas. Capilla del Santo Sacramento. Un murmullo de tela que se arrastra por el suelo y el chillido de un fantasma despiertan a Johanna, sobresaltada. Inmediatamente, nota la espalda dolorida por haberse quedado dormida en el banco de madera. Se vuelve hacia la nave y sus ojos sin gafas distinguen el avance mágico de un cortejo de difuntos claros, que se deslizan en medio de lejanas volutas rojo sangre. Se pone las gafas y suspira ante la maravillosa realidad: una monja de las hermandades de Jerusalén se acerca a ella; envuelta en su largo hábito blanco y su ceñida toca, avanza escoltada por un vuelo de palomas y gaviotas, animales que tienen predilección por la basílica cuando en ella no abundan los humanos. El rojo es el color de las piedras de la iglesia abacial junto a la puerta, huellas indelebles de los besos del fuego al granito durante uno de los doce incendios que sufrió la iglesia. Johanna esboza una sonrisa sombría, como el gris de la paloma torcaz que se posa a sus pies.

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