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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (57 page)

BOOK: La promesa del ángel
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Capítulo 17

El mes de mayo ha llegado tendiendo puentes que Johanna no cruzará. Prefiere quedarse en su isla, al fondo de la cripta, donde la primavera no penetra jamás. En los muros exteriores de la abadía, el sol parece haberse abatido sobre las piedras cubiertas de un liquen amarillo. Sus rayos, sin embargo, no son incandescentes, y las noches continúan estando bajo el imperio helado del aquilón. Junto con los brotes de las plantas han aparecido los autocares de turistas, quienes, con la misma regularidad que la marea, se esparcen por las tiendas de camisetas y de imágenes fluorescentes de san Miguel: las viejas piedras atraen el plástico. Tan solo una tercera parte de los visitantes siente la suficiente curiosidad para subir hasta la abadía. No es el flujo humano del verano, pero el pueblo y la iglesia abacial ya han cambiado de aspecto, al menos durante el día, y ese aspecto lleno de gente desagrada a Johanna. Afortunadamente, por la noche la montaña parece lavada por los elementos, encerrada en una coraza negra azotada por el viento que logra protegerla de la multitud y ocultarle a esta los misterios de su corazón, la Virgen Soterraña, cerrada a los visitantes, envuelta en tinieblas desde hace más de nueve siglos, se muestra esquiva a los arqueólogos, y las excavaciones de que es objeto desde hace tres semanas, bajo potentes focos, no han revelado nada del secreto guardado por fray Román. Pese a las plegarias profanas aunque apasionadas de Johanna, el monje decapitado no ha aparecido. En cambio, Patrick Fenoy regresó hace una semana, y esa noche, en la casa de los arqueólogos, unos días antes del puente del 8 de mayo Johanna regala a la comunidad una caja de vino de Bourgueil y a Jacques una ancestral botella de calvados, pues ha perdido su apuesta con él. Están todos reunidos en el salón-comedor para cenar.

—¡Ah, muchas gracias! —exclama Jacques, mirando la etiqueta y haciéndole después un guiño—. Voy a probarlo como aperitivo… ¿Alguien se apunta?

Todos hacen una mueca de asco. Patrick no se toma la molestia de responder. Permanece como está desde su regreso: sombrío y taciturno. Sébastien, Jacques, Florence y Dimitri creen que el combate mantenido durante su ausencia lo ha agotado; Johanna teme que esté tramando una mala jugada. Porque, durante su deserción, Patrick no ha escatimado esfuerzos para conseguir que anulen el decreto de autorización de excavaciones en la cripta. Fue a París, a casa de Roger Calfon y al ministerio, y armó un escándalo en el servicio que dirige François y luego en el despacho del propio François. En vano. François llamó a Johanna: iba a tener que excavar con un enemigo, pero lo más importante seguía siendo que pudiera excavar. Sin embargo, la vuelta de su ayudante sufrió un retraso de varios días, ya que la esposa de Roger Calfon sucumbió al cáncer que padecía. François representó al ministro en el entierro. Brard estuvo dudando, pero acabó por ir a las exequias de aquella mujer a la que nunca había visto, no tanto por la difunta o su destrozado esposo como para ejecutar una maniobra diplomática: manifestar, mediante su presencia, su apoyo a Calfon y a Fenoy, dirigir unas palabras de adhesión a François a fin de descargar la atmósfera, y traer de vuelta al Monte al ayudante de Johanna.

En la casa de los arqueólogos, Patrick encontró un ambiente cargado, incluso hostil; el equipo no le perdonaba que hubiese intentado sabotear los nuevos trabajos. Johanna se había preparado para un enfrentamiento y lo esperaba imperturbable. Pero la actitud de Fenoy ha desconcertado a todo el mundo: habitualmente jactancioso, aleccionador y agresivo, se muestra ahora reservado, encerrado en sí mismo, huraño y silencioso. Evita toda confrontación, en particular con Johanna, y no hace ningún comentario al ver las excavaciones en la cripta. Johanna no baja la guardia y desconfía de él, pero los demás se abandonan a un buen humor primaveral y al ligero Bourgueil, del que han descorchado algunas botellas a guisa de aperitivo.

—Yo creo que los sondeos que estamos haciendo en los muros son demasiado imprecisos —afirma Sébastien, sirviendo vino—. Si hay una cavidad secreta practicada detrás, seguro que hemos pasado por al lado.

—Lo dudo —replica Johanna—, aunque es verdad que he visto sondeos más radicales. En cualquier caso, es para no estropear la mampostería. No podemos permitirnos perforar todas las junturas y convertir la pared en un queso emmenthal… No olvidéis que cada piedra tocada o desplazada debe serlo con tal meticulosidad que pueda recuperar su apariencia anterior a las excavaciones. Además, hacer unos sondeos más precisos llevaría demasiado tiempo, un tiempo del que no disponemos.

—De todas formas, en la cripta no puede haber miles de sitios para esconder un cofre, un relicario, un joyero… —constata Florence.

—O un cadáver metido en una o varias sepulturas clandestinas —completa Johanna, pensando en la cabeza y el cuerpo separados del espectro.

—¿Un cadáver? —se extraña Jacques, dejando sobre la mesa su copa de calvados—. Pero ¿qué quieres que hagamos con un cadáver? ¡No estamos en el emplazamiento de la antigua capilla de San Martín, Jo, ni en Cluny! El sepulcro que había que descubrir lo encontró Paul, y Román no habría hecho todo eso para proteger unos pobres restos. A no ser que ese esqueleto sea sagrado, claro…, sagrado para él…, o vergonzoso… Tal vez la osamenta de un feto o de un recién nacido, el fruto de sus amores clandestinos con Moira, o los restos calcinados de la propia Moira, ¡quién sabe!

—¿Y qué me decís de la osamenta de san Miguel en persona, con armadura, capa, espada, escudo, fósil de dragón y balanza incluidos? —bromea Sébastien.

—¡Tonterías! —grita Dimitri, que empieza a estar achispado—. Os digo que no encontraremos nada, absolutamente nada, porque es una novela, y a una novela no se le pide que se ajuste a la realidad.

—No, pero toda ficción se basa en la realidad para reinventarla —objeta Johanna.

—Pues en mi opinión —dice Jacques—, la pura y simple realidad es que Moira era una campesina de la que fray Román abusó…, eso debía de suceder con más frecuencia de lo que creemos…, la dejó embarazada, murió al dar a luz, o quizá se mató por despecho o por vergüenza, y el indigno monje, que vivía en el momento de la construcción de la gran iglesia abacial pero no era su constructor, fue expulsado del Monte a modo de castigo y, recluido en Cluny, se inventó esa historia rocambolesca para limpiar su conciencia llena de pecados.

—¿Por qué tienes siempre que ensuciar lo que es puro y hacer triviales y repugnantes las cosas bellas? —se rebela Dimitri.

—¿Y qué te parece la sugerencia de Guillaume de sondear el suelo porque podría haber una gruta subterránea? —pregunta Florence a Johanna para neutralizar la discusión que se avecina.

Al oír mencionar a Kelenn, la mirada sombría de Patrick se ilumina. El guía-conferenciante es su nueva bestia negra: a su vuelta, encontró al joven en la cripta observando y comentando lo que hacían o dejaban de hacer los arqueólogos, echándoles una mano si era necesario. Guillaume ha tomado la costumbre de pasar sus ratos libres colaborando en esas excavaciones que le apasionan.

Al principio, Johanna lo miraba con indiferencia, pero los conocimientos de Kelenn sobre la abadía y la Virgen Soterraña son tan profundos que Johanna permite su presencia, con la esperanza de recoger alguna información insignificante para Guillaume y fundamental para ella. Además, no carece de sentido del humor, y esa cualidad hace que sea aceptado por el resto del equipo. Poco a poco, Johanna ha ido tomando aprecio a ese chico que se muestra brillante y generoso, y disfruta en su compañía. No obstante, no le ha pasado por alto que Guillaume no manifestó nunca ningún interés por las excavaciones anteriores. Ella atribuye la fascinación de Kelenn por el edificio carolingio a su obsesión por sus antepasados celtas, que en el neolítico erigieron allí un dolmen. Patrick tiene demasiada conciencia de su propio valor para pensar que el guía-conferenciante pretende sustituirlo. Lo que ocurre es que su espíritu corporativista se siente ofendido por la presencia de un extraño, un vulgar aficionado, un profano en arqueología, que se inmiscuye en el trabajo de profesionales rigurosamente escogidos y altamente especializados.

—Creo que debemos explorar el camino de una cavidad subterránea, aunque esa hipótesis me parece poco probable a causa de la roca —responde Johanna.

—¿Poco probable? ¡Ridículo, eso es lo que es! —grita de pronto Patrick, que no puede contenerse pese a su decisión de hacerlo—. ¿Por qué y cómo iban a excavar una gruta en medio de la roca, en el siglo XI o en cualquier momento anterior? ¿Os imagináis el trabajo que eso representa, con las herramientas de la época y sin dinamita? Ese principiante os llena la cabeza de ideas pueriles que os hacen olvidar el sentido de vuestro oficio. Si hay algo que descubrir, no es otra cosa que las fantasías delirantes de una adolescente retrasada. El manuscrito de Cluny, aunque sea auténtico, no tiene ningún interés arqueológico, pero, en fin, puesto que de todas formas nos pagan para eso y no nos dan elección, supongamos que sí… Resumiendo, si hay algo, para todo profesional digno de tal nombre sería evidente que está detrás de uno de los muros exteriores de la cripta, que puede encerrar un espacio secreto, una estancia oculta o un corredor, por ejemplo, construido cuando edificaron la iglesia, o cuando la transformaron en cripta de sostenimiento de la nave, o incluso cuando levantaron los edificios conventuales alrededor de la Virgen Soterraña. La finalidad habría sido esconder allí un tesoro o permitir a los monjes escapar de la fortaleza en caso de peligro. Ese tipo de construcción paralela era muy corriente en la Edad Media, ¿debo recordároslo, como os recuerdo que esta abadía posee pasajes secretos que hemos visto?

Entre el pequeño equipo se hace el silencio. Todos saben que, en parte, Patrick tiene razón, pero esperan la reacción de «la adolescente retrasada». Curiosamente, esta parece mantener la calma.

—En efecto, era un procedimiento tan corriente —dice Johanna mirando su copa de vino tinto— que precisamente por eso hemos empezado sondeando los muros sur, norte y este. Es inútil perforar el muro oeste, ya que da al vacío y a la escalera románica. La hipótesis más verosímil es la de un lugar secreto que se encuentra oculto detrás de una muralla, todos estamos de acuerdo en eso. Pero tenemos un problema: los sondeos no nos han proporcionado ninguna información, por una parte, como decía antes, porque no podemos hacerlos como deberíamos para no dañar el edificio, y por otra, porque detrás del primer muro carolingio hay un segundo muro más antiguo, que data del siglo VIII y de la fundación de la montaña: el del oratorio de Auberto, que probablemente rodea la cripta. Eso todo el mundo lo sabe desde hace tiempo; es más, Froidevaux encontró un trozo detrás del altar de la Santísima Trinidad cuando restauró la Virgen Soterraña. Resumiendo, es evidente que, si hay una habitación o un pasadizo secreto, estará bien al otro lado de ese segundo muro, bien entre las piedras carolingias y las piedras de Auberto, y ese corredor podría datar de mucho antes de la construcción de la abadía románica. El dilema es: ¿cómo acceder a él sin derribar el santuario? Si fray Román no quería de ninguna manera que los constructores de la gran iglesia abacial derribaran esta, eso significa que, para desentrañar el secreto, hay que destruir el santuario.

—Ahora que lo dices, parece incuestionable —la interrumpe Florence, aliviada de que Johanna no responda a los ataques personales de su ayudante—. Pero ¿cómo vamos a arreglárnoslas? No podemos dañar ese lugar. Brard no nos lo permitirá, y las asociaciones de protección del paraje tampoco. Nos arriesgamos a tener serios problemas.

—Estoy pensándolo —responde Johanna—. Me paso día y noche dándole vueltas —añade, suspirando—. Y quiero exponeros una idea que se me ha ocurrido: si lo que buscamos existe, tiene que estar forzosamente en el coro o junto a él. Los coros, debería decir, puesto que la cripta tiene dos. Un tesoro debe estar junto al sanctasanctórum, no en la nave, con los peregrinos. En consecuencia, hacia ahí debemos orientar nuestra búsqueda. Mañana empezaremos a retirar, una a una, las piedras del lienzo de pared de Auberto que Froidevaux dejó libre detrás del altar de la Trinidad, para ver qué hay al otro lado. Con suerte, encontraremos un pasillo que rodea la cripta y no tendremos necesidad de tocar las otras paredes. Si no, entonces, sintiéndolo mucho, habrá que plantearse desmontar una muralla, la que se encuentra detrás del altar de la Virgen, por ejemplo…, o pensar que la idea de Guillaume Kelenn no es tan descabellada.

—Johanna —interviene Dimitri—, Froidevaux embaldosó totalmente el suelo de piedra. ¡Habrá que romperlo todo, será una carnicería!

—Todavía no hemos llegado ahí, Mitia —replica ella, vaciando la copa—. Primero, el muro ciclópeo de Auberto; después, ya veremos.

Patrick se enfurruña. Pasan a la mesa hablando de otras cosas. Jacques echa un poco de calvados al asado de cerdo con manzanas que ha preparado y aprovecha para tomarse la tercera copa en la cocina. Es una cena alegre y regada con más vino del habitual. Al llegar a los quesos, Dimitri dice sonrojándose que es su cumpleaños —treinta y uno cumple— y lo felicitan al tiempo que le reprochan no haberlo dicho antes. Florence improvisa un gratinado de plátanos sobre el que Johanna coloca una gran vela blanca, con lo que acaba pareciendo una lámpara de barco de pesca perdida entre rocas carbonizadas. Dimitri contiene unas lágrimas ante su gratinado de cumpleaños y, desatada la lengua por la emoción, da las gracias calurosamente, aunque está demasiado ebrio para darse cuenta de que mezcla palabras rusas en su discurso. Después se refugia en su cuarto para llorar a gusto. Mientras dan buena cuenta entre todos de la botella de calvados de Jacques, que también colabora, Florence cuenta que a Dimitri acaba de dejarlo su novio. Sébastien pone los ojos en blanco al enterarse de que su compañero es homosexual.

—¿Y qué más da? —masculla Jacques, arrastrando las palabras—. Hombre o mujer, homosexual o heterosexual, el amor no es más que la banal fachada de la soledad.

—Claro, y tú te has cargado el escaparate para dejar la mercancía al aire libre —replica Flo.

—Exacto —dice él—. Yo he roto el cristal deformante. Cien kilos de piltrafa solitaria con la etiqueta «solterón», y lo asumo.

—Qué remedio —interviene Sébastien—. Ya nos conocemos la cantinela. Lo asumes por obligación, porque nadie quiere la mercancía.

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