—Y yo se lo agradezco —respondió Camila al quite—. ¿Sería tan amable de informarme de cuánto tiempo dispondría para personarme en el futuro museo y recuperar algunos documentos de valor… digamos sentimental?.
—Creo que mañana a media tarde el jefe de peritos y tasadores tiene pensado acudir al lugar acompañado, claro, por un delegado de la Universidad, el arquitecto encargado de la rehabilitación, yo mismo y también algún alto mando de la Armada, ya que, como perfectamente sabe, en la casa hay infinidad de utensilios náuticos y militares como mapas, cartas antiquísimas de navegación y muchos otros objetos que nos vemos incapacitados de catalogar.
—Entonces, si les parece bien, yo me pasaré por allí mañana mismo. Iré en coche, de modo que si logro madrugar lo suficiente estaré ahí a la hora del almuerzo, tal vez incluso un poco antes.
—Huelga decir, doña Camila, que no es necesario que realice ese esfuerzo, puede tomarse su tiempo y viajar cualquier otro día, sin tantas molestias ni prisa. Usted sabe que, por el documento que ambas partes hemos firmado, se le permitirá el acceso en todo momento aunque nuestros operarios ya se encuentren allí dentro trabajando en el acondicionamiento —reaccionó con rapidez el funcionario.
—Es muy amable por su parte —cortó Camila —,pero preferiría entrar yo sola por última vez en mi casa. Espero que lo comprenda, es algo que quiero y debo hacer. Luego les entregaré mi copia de las llaves para que dispongan de ellas como consideren conveniente y les doy mi palabra de que ni yo ni nadie de mi familia volverá a interferir ni a molestarles. Como bien ha dicho antes: tenemos que dejar que los abogados hagan su trabajo.
El hombrecillo, u hombretón, aceptó sus palabras con filosofía y, haciendo gala de una encomiable capacidad de improvisación, le ofreció un plan alternativo.
—Insisto en que no necesita tomarse la molestia de realizar el viaje con tanta urgencia. Sin embargo, ya que veo que su decisión es inamovible, permítame que, en nombre del alcalde, la invite a almorzar. No es ninguna molestia para nosotros esperarla y le aseguro que comprendemos que, por la carga personal que el lugar tiene para usted, desee visitarlo por última vez en soledad.
Sí, hombre, lo que le faltaba, aguantar a los politicuchos de turno dándole palique toda una comida en el restaurante más caro de la ciudad, inflándose a comer como una gorda y estando obligada a ofrecerles su mejor sonrisa después de haberse dado la paliza de conducir siete horas. Había que fastidiarse, desde luego, ese mequetrefe le estaba proponiendo un plan ideal.
—Le doy mi palabra de que, si llego a una hora que pueda considerarse razonable para almorzar, les llamaré. Pero no les prometo nada, ya sabe cómo es la carretera, una puede toparse con tantos inconvenientes a la hora de viajar…
—Sí, claro, claro, por supuesto —se apresuró a aceptar el hombrecillo. ¿Era una sensación suya o también detectaba en el fondo de su voz un cierto alivio?—. Pues entonces, doña Camila, y si no se le ofrece nada más, espero verla mañana.
—Cuente con ello —. Y tras las despedidas y formalismos de rigor al fin consiguió colgar.
«Qué pesadez de hombre, y qué contratiempo tener mañana que madrugar». Por suerte, el Negro casi nunca solía quedarse a dormir en su casa; esa era una de las ventajas de que fuera su amante y no su novio oficial.
Devolvió el teléfono a Julián y contrariada comprobó que su mojito ya estaba caliente, aguado e imbebible. Mientras se volvía para pedir al mayordomo que le trajera uno nuevo, organizó mentalmente sus planes y sopesó si decirle o no a su querido semental la verdad en torno a su viaje. A veces su negrito retozón llegaba a mostrarse demasiado curioso e insistente respecto a sus posesiones y negocios y todas las actividades que debía realizar en su faceta de dama respetable y ejemplar. No, decidió al fin, mejor no ponerle al tanto, ya se le ocurriría alguna excusa.
Y componiendo su postura, procurando encontrar una pose cómoda y relajada sin dejar de renunciar a mostrar lo mejor de su cuerpo al hombre que estaba por llegar, se estiró como una gata lujuriosa entrecerrando los ojos y pensando en el cajón secreto del escritorio de su padre, en la pesadez del viaje que se avecinaba, en los besos y mordiscos que en breve sentiría, incluso muy posiblemente antes de la cena, pues conocía de sobra la voracidad carnal de su amante y, también, en un maravilloso vestido exclusivo que esa misma tarde había visto en un escaparate.
Roberto salió de su despacho mucho más tarde de lo previsto. Llegaría justo a tiempo para cenar y no quería ni pensar en la bronca que le esperaba. Pero qué se le iba a hacer, tenía que tratar con Aitor alguno de los asuntos pendientes que él, por más que lo intentara, no lograría resolver antes de iniciar su viaje y de los que debería ocuparse en su lugar. Y nunca había sabido decirle que no a su amigo.
Porque justamente eso era Aitor para él: su amigo.
Su compañero.
Su hermano.
Roberto no era dado a malgastar palabras, tampoco a exagerar ni hacer afirmaciones vanas. Era el tercero de seis hermanos, y el único varón, y si alguien le hubiera preguntado alguna vez si no había echado de menos algo más de presencia masculina en los juegos de su infancia, sin dudar habría afirmado que no, porque él ya tenía un hermano: Aitor.
Jorge también estaba ahí, por supuesto, pero de un modo diferente. Su carácter no se prestaba tanto a la camaradería, tal vez debido a su condición de hijo único y, desde muy pronto, desgraciadamente huérfano de madre. Eso y que Thomas, su padre, tuviera un trabajo tan absorbente le habían hecho inusualmente independiente y un tanto maniático. Con Aitor las cosas, desde siempre, desde que se conocieran cuando aún no tenían siquiera uso de razón —exactamente como se toma conciencia de los hermanos, que siempre han formado de un modo natural parte de nuestras vidas, que siempre han estado ahí —, fluyeron de una manera mucho más sencilla y espontánea.
Él era el contrincante en los duelos a espada de madera; el que le pasaba las chuletas en los exámenes de mates, siempre juntos en el aula por obra y gracia de la cercanía alfabética de sus apellidos, Castro y Daroca; el trasto que le ayudaba a tomar el pelo a sus hermanas pequeñas o sabotear cruelmente cualquier plan o noviazgo incipiente de las mayores, ya adolescentes; el colega de la primera borrachera y el primer porro; el que le enseñó a jugar al billar; el que se animó a acompañarle al cine después de que le pidiera una cita a una chica por primera vez en su vida y esta pusiera como condición llevar también a su feísima amiga. Sí. Ese era Aitor, que todavía le recordaba de vez en cuando entre risas el marrón que se comió aquella tarde de
En busca del arca perdida
y hamburguesería y paseíto de las dos parejas cogidas de la mano antes de llegar por fin a casa, por supuesto sin besar a la fea de turno, que bastante sacrificio había hecho ya en nombre de la amistad.
Por eso, pensó, porque todavía se sentía en deuda por ese favor y otros muchos más, valía la pena soportar los morros que seguro le aguardaban y agachar la cabeza y fregar los platos de la cena que con toda probabilidad ya estaba preparada y sacar adelante la considerable carga de trabajo extra que le había caído en desgracia.
«Por eso —le dijo una vocecita allá dentro, muy quedamente dentro de su cabeza, más o menos en la esquina perdida junto a una oreja donde sabía que tenía la conciencia —, y porque después de tanto tiempo todavía te sientes culpable».
Suspiró y se dirigió al ascensor renqueando un poco debido a que su maletín pesaba bastante más de lo habitual, cargado con la documentación relativa a los casos pendientes de su amigo que pensaba repasar nada más cenar por si le surgía alguna nueva duda que Aitor pudiera aclararle antes de su partida. Debía, sobre todo, estar atento a las citaciones y pronunciamientos de los juzgados, ya que el procurador, que habitualmente se ocupaba de estos asuntos, también estaba desde mediados de mes de vacaciones, y había pensado elaborar un calendario con todas las fechas venideras importantes y luego consultarlo con Aitor por si se le hubiera pasado alguna.
De pronto, al pasar ante la puerta abierta de par en par de su despacho, que estaría durante casi un mes vacío, tomó una súbita decisión: se enfrentaría a cualquiera, fuera o dentro del bufete, que se atreviera a criticar la decisión de Aitor de hacerse a la mar.
Allá todos los que no comprendieran su necesidad de apartarse por un tiempo de todo, los que no entendieran sus ansias de libertad. Roberto era más que consciente de cuánto ansiaba Aitor esta escapada, y no le iba a fallar.
La separación primero y ahora, más recientemente, la sentencia que hacía efectivo el divorcio de Maika habían hecho mella en él. Hacerse cargo de los niños —pues eso era lo que realmente sucedía en el día a día por más que el acuerdo que ambos habían firmado declarase la custodia compartida — suponía una responsabilidad adicional y, para colmo, en lo profesional había soportado una excesiva presión que le había llevado a preocuparse y, últimamente, a sufrir más de lo recomendable, algo que pesaba y estresaba por mucho que, al final, hubiera logrado más éxitos en ese curso judicial que en ningún otro año.
Aitor precisaba su apoyo, comprendió, frente a todos los que cuestionaban ese viaje y, ahora que su partida era inminente, iba a hacer falta alguien que se encargase de parar los golpes en su ausencia. Roberto sabía que para su amigo el mar era sinónimo de tranquilidad y paz y creía firmemente que eso era justo lo que merecía encontrar. Bastantes disgustos había tenido ya en los últimos tiempos como para que ahora fueran a criticarle también su intención de descansar como, cuando y donde quisiera. Que si el mar era peligroso. Que por qué iba solo. Que cómo se le ocurría dejar a los niños al cuidado de Lola justo durante sus vacaciones, cuando más podía disfrutar de ellos. Que vaya una irresponsabilidad dejar el trabajo durante tanto tiempo en medio de una crisis mundial y los casos abandonados…
Tonterías egoístas y sin fundamento, ya que los niños lo pasaban genial con su abuela. No podía sucederle nada en el océano porque Aitor era extremadamente precavido y cuidadoso y, por último, los procesos que dejaba pendientes no eran tantos y entre Jimena, Jorge y él los tenían controlados.
Ahora que lo pensaba, esos intentos por frenar la partida de Aitor parecían formar parte de un complot puramente femenino. Desde Lola con sus chantajes emocionales a Jimena, con ese mal humor suyo que surgía vete tú a saber de dónde y por qué cada vez que se mencionaba la travesía, o incluso la estúpida de Merche, con esa irreverencia casi grosera que se marcaba. Nunca les había tenido demasiado respeto ni a su amigo ni a él frente a Jorge, al que veneraba, o Jimena, con la que se identificaba, pero lo de la otra tarde bordeó peligrosamente los límites de lo admisible cuando, en la reunión semanal de cada viernes, en la que todos participaban y exponían sus planes, citaciones y actividades para la semana siguiente, al sacar alguien a colación el tema de la marcha de Aitor, se atrevió a insinuar el fastidio que le suponía y sólo porque, en su ausencia, tendría que ser ella quien gestionara sus llamadas y mensajes distribuyéndolos según su urgencia e importancia entre sus compañeros.
Aunque, con lo bocazas que era, tampoco le sorprendía. Lo mismo ocurría con el afán protector de Lola, más acentuado a medida que se iba haciendo mayor y, aquietada por el peso de sus propios años, olvidaba que ella misma fue independiente y viajera como la que más. Pero el encono sordo de Jimena, esa cabezonería inusual en ella, empeñada en criticar su partida, le dolía especialmente y le sorprendía. Ella no era así.
Con todo, algo le decía que lo más prudente era no inmiscuirse. Siempre que Aitor y Jimena chocaban y Roberto iniciaba el intento de hacer de mediador, terminaba escaldado, por lo que, al menos respecto a Jimena, mejor seguir al margen y callado. Máxime después de lo que había ocurrido en el pasado.
Con Lola también tendría que morderse la lengua, concluyó Roberto, por una pura cuestión de respeto.
Pero lo de Merche no lo pensaba consentir. Esa secretaria estúpida les tenía una manía especial desde el primer día y, por más que adorara a Jorge y su apostura principesca o colegueara con Jimena y compartieran cuchicheos y secretitos de novios como si de dos quinceañeras atontolinadas se tratara, o, peor aún, dos viejas cotillas, el trato que les dispensaba tanto a Aitor como a él ya empezaba a parecerle intolerable.
Iba a tener que buscar la ocasión de mantener una pequeña charla con ella, se propuso, y ya en la calle, después de las decisiones tomadas, encaró el camino hacia su casa con su tranquilidad de siempre, intentando no forzar demasiado la marcha por mucho que supiera que llegaría tarde, que su chica aguardaba su llegada y, más que probablemente, ya habría empezado a impacientarse.
La llamaría por teléfono, así se quedaría tranquila respecto a la hora de llegada, y la cena, seguramente una de sus famosas ensaladas, no se calentaría. Sacó el móvil del bolsillo interior de su chaqueta, que empezaba a sobrarle aunque hubiera remitido buena parte del sofocante calor que hiciera por la tarde, y buscó en la agenda del teléfono el contacto que rezaba: «Casa».
Comunicaba.
Reprimió un gesto de resignación y después, casi sin querer, sonrió aliviado para sus adentros: con suerte, estaría demasiado ocupada charlando como para reparar en su retraso. La imaginó de pie apoyada en la barandilla de la terraza, descalza sobre las losetas de barro todavía calientes por el sol que se había hecho dueño de ellas durante toda una sofocante tarde de verano en Madrid, contemplando el perfil de los tejados de esa parte de la ciudad mientras hablaba y hablaba sin pararse casi a respirar con cualquier amigo o familiar. Así era. Se volcaba tan intensamente en lo que hacía que, durante el tiempo que permanecía absorta en una actividad, se olvidaba de todo lo demás.
Procuró avivar el paso. A lo mejor conseguía llegar antes de que hubiera terminado. Y también, admitió, le movían las ganas de verla.
El anhelo de abrazarla, por más que fuera a reñirle amenazándole con su dedo escuálido y la punta de su naricilla respingona levemente alzada hacia él, le hizo subir la cuesta hacia su portal con bríos renovados. Quería estrecharla, apretarla fuerte, «como un abrazo de oso», diría ella sorprendida al principio por su efusividad inesperada, luego riendo alborotada, como una niña a la que hicieran cosquillas y no pudiera frenar las carcajadas; y oler su pelo seguramente mojado todavía tras el baño que se habría dado al llegar no mucho antes que él; y dejar que el aroma del champú se mezclara con el del ajo o la albahaca con que habría aderezado las rodajas de tomate con mozzarella que habría preparado para cenar y que todavía impregnaría sus manos, o el de las aceitunas que habría picoteado durante su charla telefónica en el balcón, o el de su perfume de madreselva y limón con el que se rociaba, aún desnuda y mojada, justo antes de cubrirse con su albornoz. «Me gusta más el tuyo, Roberto —le explicaría para justificar el robo con un mohín —: Es casi tan grande como tú».