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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (3 page)

BOOK: La prueba
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Lola Zelaya era la madre de Aitor y este era, posiblemente y junto con Roberto, su mejor amigo. La visita se debía a una consulta profesional; ella era una conocida periodista que estaba ultimando un artículo sobre los Centros de Internamiento para Extranjeros, más conocidos como los CIE, y él era un abogado especializado en migraciones que amablemente se había prestado a asesorarla. Nada raro, nada fuera de lugar. Y, sin embargo, ahí seguía ese cosquilleo, la preocupación por comprobar que todo estaba bien: los gemelos perfectamente colocados en los puños de su camisa, ni una mota de polvo en la chaqueta, la bandeja con la jarra y los vasos de cristal impolutos, la mesa razonablemente ordenada y, sobre todo, su pelo domado y su sonrisa, que de nuevo ensayaba ante el espejo, tan inmaculada y correcta como siempre. Antes de sentarse ante su escritorio, sopesó la idea de echarse un poco más de colonia. Arrugó el ceño. No; ella, tan perspicaz, lo notaría.

Tampoco era necesario resultar tan evidente, llegar a una situación incómoda. Hacer el ridículo.

Eso jamás, se advirtió. Lola era la madre de su amigo. Guapa, elegante, mayor, con clase, ideal… Un sueño de mujer veinte años mayor, pero, sobre todo, volvió a reiterar haciendo hincapié en lo más importante, era la madre de su mejor amigo.

Impecable y concentrado en ese pensamiento que, como un mantra, no dejaba de repetirse por dentro, se acomodó al fin ante su ordenador. Despistado, sin saber cómo, terminó abriendo la carpeta de imágenes en la que guardaba las fotos sentimentales, las personales. No las relacionadas de algún modo con sus casos, sino aquellas que solían enviarse él y sus compañeros, recuerdos encontrados en los viejos álbumes familiares y que ahora escaneaban para poder compartir; instantáneas tomadas en cenas comunes, fiestas de trabajo, comidas o celebraciones en las que Jimena, Aitor, Roberto y él aparecían con copas en las manos, con gorros de Papá Noel o sonrisas triunfales después de haber ganado algún juicio especialmente peliagudo. Se entretuvo abriéndolas y observándolas, primero al azar, haciendo clic en los iconos que iban apareciendo en la lista de archivos por orden alfabético. Al rato y ya de manera deliberada, aunque no quería reconocerlo, buscando archivos concretos: los más antiguos, los que contenían fotos en blanco y negro tomadas durante los momentos comunes de su infancia. Imágenes de grupos de padres e hijos de excursión; chavales pecosos en bañador mostrando orgullosos haces de algas recién cogidas de la orilla a la cámara; un padre, Thomas, el suyo, sonriendo orgulloso ante una humeante barbacoa; varias madres alegres sentadas en la hierba, ante ellas un mantel a cuadros y, en el centro de este, una enorme paella. Ahí estaban Gemma, la madre de Roberto; Marina, la suya; y Lola. Quedó absorto contemplándolas. Eran jóvenes, y hermosas. Estaban llenas de vida.

Sintió que los ojos comenzaban a llenársele de lágrimas, incapaces de desprenderse de la sonrisa detenida de su madre, congelada para siempre en el tiempo eterno del recuerdo. Para romper el hechizo, para conjurarlo, siguió clicando en el ratón haciendo pasar más fotografías. Dos o tres instantáneas después, se topó con una foto de grupo de los adultos. Los tres matrimonios, enlazados como correspondía, cada marido con su esposa, hacían gala de una felicidad veraniega y despreocupada que pronto se demostraría efímera. Qué poco sabían en aquel momento, hace tal vez quince o veinte años, que de los seis integrantes de la pandilla dos de ellos morirían en breve: Jon, el padre de Aitor, a quien su amigo se parecía tanto, a causa de un inesperado accidente de tráfico, y Marina, mucho más despacio, devorada poco a poco por un cáncer traidor que se la llevó suave pero inexorablemente y los dejó destrozados. No quería pensar en eso, pasó rápido cuatro, cinco imágenes más, todas del mismo verano, hasta dar con la que desde el principio buscaba, la de las tres madres tomando el sol en la playa: Gemma, rellenita pero atractiva, Marina, con un pañuelo que protegía su pelo del salitre, tan semejante a los que después estaría obligada a llevar para cubrir su calvicie provocada por la quimioterapia, y Lola. Lola. De largas piernas y rostro serio. Esbelta y sencilla, mirando a los ojos de la cámara, atravesando el objetivo con la fuerza de su mirada.

Cerró de un golpe la carpeta, sintió una vergüenza repentina y como un niño pillado en falta, apagó de un manotazo la pantalla. Giró su silla, miró por la ventana y comenzó a meditar. ¿Sería posible que hubiera algo de edípico en su atracción por Lola, en ese amor platónico que arrastraba desde la adolescencia y no se curaba por más años que cumpliera?.

«No —se respondió a sí mismo—. Es sólo que me gustan las mujeres mayores y ella está estupenda». Además era algo que iba más allá de lo físico: la admiraba, la respetaba, le enternecía esa lucha suya por sacar sola a sus dos hijos adelante, por bregar con un trabajo agotador y seguir siendo una estupenda madre.

Por otra parte, no debía darle tantas vueltas al tema: nunca iban a llegar a nada. Es más, ella nunca debía notarlo.

No era ningún secreto para nadie relativamente cercano a él su interés por las mujeres maduras. Le atraían por su dominio de sí mismas, porque había un cierto tipo de ellas valientes y decididas, conscientes de su valía y su individualidad, que se mostraban ante los hombres relajadas y seguras. Y tal vez era así porque se conocían lo suficiente, con sus puntos débiles y fuertes, y ya no tenían nada que demostrar. En ellas no había ni un ápice de esa ansiedad que detectaba en las veinteañeras obcecadas en aclarar que eran maduras cuando en el fondo seguían siendo tan niñas. Una ansiedad que percibía incluso todavía en las treintañeras, acuciadas por una cierta urgencia, empeñadas en una lucha por medrar y asentarse tanto en lo amoroso como en lo laboral.

Pero lo de Lola era diferente: no es que estuviera en los cuarenta, como gran parte de sus novias y conquistas recientes, es que estaba firmemente asentada en la cincuentena, y esa era demasiada diferencia incluso para él.

Dejando aparte, claro, el hecho de que existiera Aitor, lo que ya de por sí convertía el sueño en imposible y defenestraba cualquier descabellado plan.

Un sonido interrumpió sus pensamientos; era Merche llamándole por el interfono, Lola ya estaba allí. Sonrió al consultar de un rápido vistazo la esfera de su reloj y comprobar que, en efecto, eran las cinco en punto, tal y como habían quedado. Esos eran los detalles que le gustaban de ella: la puntualidad, la generosidad y el respeto para con los demás que implicaba no hacerles perder el tiempo y, también, la profesionalidad. Se levantó para acercarse a la puerta del despacho a recibirla, pero llegó tarde. La madre de su amigo ya estaba abriéndola con su energía habitual. Se besaron en las mejillas, él con un cierto nerviosismo que anquilosaba sus gestos, deteniéndose a comprobar que apenas había diferencia entre la joven mujer que acababa de admirar hace un instante en la pantalla de su ordenador y la real, tan alta y delgada. Seguía con su ondulado cabello castaño entreverado de reflejos dorados, los ojos azules perspicaces, atentos; la boca amplia y firme y las manos grandes y huesudas, tan cuidadas como eficaces; manos seguras de madre, de amante, de mujer trabajadora. Lola, por su parte, besó a Jorge con la familiaridad y confianza de siempre, con ese tipo de afecto teñido de condescendencia con que los adultos que trataron a alguien cuando era niño siguen usando de forma imperceptible pero habitual, como si no terminaran de creerse que el mocoso pudiera haber crecido hasta convertirse en un abogado de prestigio, sin ir más lejos.

—Hola. No sabes cuánto te agradezco que hayas podido atenderme, sé que estás muy liado… —comenzó a decir.

—No digas tonterías —le cortó él, indicándole a un tiempo que tomara asiento—. Para ti tengo un hueco siempre. Dime, ¿qué te apetece?. ¿Té, café?.

—Con un poco de agua fresca está bien, gracias. De verdad que no quiero entretenerte demasiado, pero he decido escribir el artículo del próximo lunes sobre los CIE y creo que no conozco a nadie más adecuado que tú para echarme una mano y explicarme con detalle para qué sirven y cómo funcionan esos centros.

—Por supuesto. —sonrió Jorge al tiempo que llenaba un vaso con el agua casi helada de la jarra y se lo ofrecía—. Los CIÉ son nuestros pequeños «guantánamos». Se trata de lugares cuya existencia gravita en torno a un limbo jurídico, pues no se sabe a ciencia cierta qué ocurre en su interior. Las personas detenidas por su situación irregular permanecen internadas en ellos hasta su expulsión del país. Su delito es no tener papeles, una falta administrativa equivalente al impago de una multa de tráfico que, sin embargo, les supone el encarcelamiento. Son cárceles sin delincuentes, y la paradoja es que se les castiga con instrumentos procedentes del Derecho Penal cuando de lo único de que se les puede acusar es de cometer faltas tales como no haber renovado en plazo su autorización de trabajo y residencia, por ejemplo.

—¿En qué estatus funcionan?.

—¿Te refieres a si están instalados sólo en España?. No, existen en toda Europa, y lo peor es que se sabe que desde hace años se producen en ellos violaciones sistemáticas de los derechos humanos como palizas, humillaciones, falta de atención médica, abortos provocados por las malas condiciones, insalubridad, hacinamiento, carencia de tutela judicial efectiva… Pero como los CIÉ no tienen un régimen interno desarrollado legalmente ni cuentan con protección judicial alguna más allá del auto que dicta el internamiento, sólo la policía y los internos pueden acceder a su interior. Para que te hagas una idea: el régimen de visitas es muy estricto, sólo conceden cinco minutos bajo la presencia física de un policía, lo que viola la más mínima intimidad del interno y su familia.

—No puedo entender cómo es posible que todo eso haya permanecido silenciado —se exasperó Lola levantando la vista de su libreta de notas.

—Por una conjunción de intereses. Que la información no haya trascendido a los medios mayoritarios no significa que no se haya denunciado. Lo hemos hecho, pero la denuncia ha sido sistemáticamente silenciada y si ha empezado a moverse ahora, hasta el punto, sin ir más lejos, de despertar tu interés, ha sido gracias a los foros de Internet que se preocupan por difundir, por ejemplo, que en Málaga se llegó a descubrir una red de esclavitud sexual, cuyos verdugos eran los policías del centro allí establecido. Nunca se les condenó porque víctimas y testigos fueron expulsados del país antes de que pudieran declarar ante el juez. —Después de esa parrafada, mientras tomaba aire de nuevo, Jorge dudó de si toda esa información le estaría resultando de utilidad a Lola. En realidad, no sabía si era esto lo que ella estaba buscando. — No sé si te ha quedado claro. Si hay algo más que pueda explicarte…

—Sí. Me gustaría saber más de algo llamado «la Directiva de la Vergüenza». Si no me equivoco, tiene relación con el tema.

—En efecto. —Una vez más, admiró su profesionalidad; Lola había hecho una excelente labor de documentación previa—. Es una directiva europea que se encuentra en trámite para su aprobación y pretende prolongar la detención en los CIÉ hasta los dieciocho meses. ¿Algo más?.

—Si no es abusar de tu confianza, ¿llevas ahora mismo algún caso relacionado con los CIÉ?.

—No uno, sino varios, pero si lo dices porque te interesa conocer el testimonio de primera mano de alguien que haya sido internado en uno de ellos, puedo concertarte una cita con Jonathan Jones, el abogado africano que me ayuda en estos asuntos. Él estuvo interno en el CIÉ de Aluche.

—Creo que no será necesario, pero te lo agradezco. No tenía ni idea de que Jonathan hubiera pasado por una experiencia así. —Mientras, entrecerrando los ojos, recordó al hombre amable y sonriente que conoció en una de las cenas organizadas por Aitor—. Eso me hace admirarle todavía más.

Y dicho esto se levantó, le sonrió efusiva y contenta y, tras besarle fugazmente en ambas mejillas y alzar su mano osada para revolverle el flequillo, como hacía cuando era un niño, se despidió alegando no sé qué de los niños y la necesidad de recogerlos en no sé qué piscina. Se marchó tan rápido como había venido.

Jorge se quedó unos segundos parado en mitad de su propio despacho, sorprendido, despeinado y algo confuso respecto a la fugaz visita de Lola. Se sentía admirado por su capacidad de análisis y su inteligencia, manifestada en las rápidas y certeras preguntas que le había planteado, pero esa despedida precipitada le había dejado noqueado. No sabía por qué, tenía la sensación de haber sido utilizado.

Seguro que si se lo contaba a Jimena esta se reiría como siempre terminaba haciendo. Resolvió quedarse en su despacho para no molestarla y, de paso, evitarse el sonrojo. Jimena estaba de especial mal humor estos días, quizá por la falta de noticias de Paloma Blázquez, y estaba seguro de que si ahora iba a verla, terminaría reprochándole su actitud borde e injusta con Aitor durante la sobremesa. Como ella no era de las que se callaban, contraatacaría acusándole de defender siempre, antes que a ella, a Roberto y Aitor, a los hombres, a sus amigos, y al final acabarían discutiendo. Francamente, no le apetecía.

Además, pensó encogiendo los hombros, no era la primera vez que le invadía ese sentimiento. En más de una ocasión, tras un encuentro amoroso con alguna de sus amistades maduras, le había parecido que le trataban como un hombre objeto.

S
EIS

Lola salió apurada del despacho de Jorge. Tanto que ni tuvo tiempo para entrar a saludar a los demás socios de su hijo. A él, ni se había molestado en buscarlo, pensó cuando ya estaba dentro del ascensor que bajaba llevándola a la calle. Sabía que estaría ocupado con los preparativos de su viaje y, además, ya le vería por la noche en casa. Por su condición de periodista atada a los horarios que imponen los periódicos, de diez de la mañana a diez de la noche, nada más enviudar estableció una norma inquebrantable que había logrado no romper salvo en muy pocas ocasiones: la de compartir al menos el desayuno con sus hijos. Ahora que Aitor y Nacho habían crecido y formado sus propias familias, le había impuesto esa misma condición al primero antes de aceptar hacerse cargo de Nekane y Jon durante el tiempo que durase su travesía. Podía tardar tantas horas como necesitara en el despacho para dejar el mayor número de asuntos listos, y al terminar su trabajo, visitar todas las tiendas de artículos náuticos de Madrid para preparar el barco y el equipo; pero mientras estuviera en la ciudad y los niños en su casa, debía desayunar con ellos. Por eso estaba tan tranquila: sabía que, llegara a la hora que llegara, él tendría que terminar yendo, si no a cenar, sí al menos a dormir a su piso para poder levantarse al mismo tiempo que los crios. Lo tenía bien pillado.

BOOK: La prueba
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