Los manifiestos habían seguido un orden de publicación preciso. Habían aparecido sobre las paredes con un margen de un par de semanas entre uno y otro, con el fin de suscitar en un primer momento curiosidad, luego tensión… La infalible publicidad de la que había hablado Archibugi, como siempre, vagamente.
«¡CUIDADO, MAMAS!», anunciaba en grandes caracteres el primer manifiesto. Se veía sólo a una mujer joven con el ceño fruncido, parecía pensativa. Había un niño en segundo plano. Algo más atrás, con el trasfondo de una Roma estilizada pero reconocible, un coche de caballos negro, de forma extraña, claramente extranjero. «Quizá un carro fúnebre», pensó De Matteis.
«¡CUIDADO, MAMAS, NO PERDÁIS DE VISTA A VUESTRO HIJO! ESTÁ A PUNTO DE LLEGAR…», decía el segundo. La mujer tenía la boca abierta en un grito de terror, la puerta del carro estaba abierta y un hombre vestido con un traje de noche parecía dirigirse hacia el incauto niño.
¡CUIDADO, MAMAS, NO PERDÁIS DE VISTA A VUESTRO HIJO! ¡ESTÁ A PUNTO DE LLEGAR… EL DOCTOR BELLACUCCIA!
Y ahora la mujer se tiraba de los pelos, mientras el hombre aferraba con sus nudosas manos de animal al niño, deshecho en lágrimas. El rostro del hombre tan elegantemente vestido era simiesco, un gorila vestido de fiesta: una imagen realmente inquietante. Debajo ponía: «¡Lean la sensacional novela por entregas del célebre escritor Guido Tremolaterra!».
—¿Entonces? ¿Vamos?
De Matteis dio un respingo. Archibugi lo miraba atentamente, con expresión sarcástica. ¡Ya no había duda: lo hacía aposta! Bajo el brazo llevaba unos fascículos, de dimensiones ligeramente más pequeñas que un periódico.
—Es hora de almorzar. ¿Tiene hambre?
—Bueno… —dijo el delegado, intentando no mirar las hojas.
No quería darle aquella satisfacción. Total, casi seguro que tampoco diría nada, hasta que considerara oportuno hacerlo.
—Pues metámonos en esta posada. Yo, le aviso, comeré poco o nada…, últimamente ceno mucho fuera, y los pantalones empiezan a apretarme —advirtió, ruborizándose. Y aquello sólo le pasaba cuando se avergonzaba por hablar de cosas personales, o por la rabia ante una injusticia. Se aclaró la voz—. Además, tengo que leer. Estos son algunos números del famosísimo doctor Bellacuccia. Será mejor que estemos preparados para cuando veamos al señor Tremolaterra.
No podía saberlo aún, pero aquello iba a ser perder el tiempo.
—¿Así pues? —preguntó Scialoja.
El coche los llevaba de vuelta a la ciudad. El carro del hospital los seguía por la calle de tierra, sobre la que se extendía una capa de fango y hojas muertas. Se percibía olor a setas. Algunas moscas zumbaban pesadamente sobre las viñas.
—¿Así pues qué? —ladró Quadraccia. Agitó frente al delegado el sobre con las impresiones fotográficas—. Yo tengo mi investigación, la «vejiga» del Tíber, ¿ya no te acuerdas? Paso el informe al jefe y adiós muy buenas.
Scialoja asintió. ¿Qué otra cosa podía esperarse? Por una parte, estaba claro que aquel caso no le gustaba, no quería ocuparse de él. Y, por otra parte, había algo que… En aquella ocasión, Quadraccia estaba mostrándole al delegado un aspecto desconocido de su personalidad. El mismo hecho de que no le chinchara recordándole aquel acceso repentino de llanto que le había bloqueado la garganta y por el que había tenido que alejarse a toda prisa de los restos de aquel pobre desgraciado… No, realmente, Quadraccia estaba irreconocible.
—Realmente no me da ninguna envidia, tu…, el inspector Archibugi. Aquí abajo hay un follón de aúpa y el Toscano nos reparte por toda Roma, cuando habría convenido concentrarlo todo, ¿me entiendes? Esto, en cambio, es como echarle más agua a la sopa.
Scialoja esbozó una sonrisa. «Ahí está —pensó—: primero da a entender que quiere lavarse las manos y luego le da vueltas». Por algún oscuro motivo, a Quadraccia le interesaba aquella investigación, pero al mismo tiempo la rehuía. Quería ocuparse y al mismo tiempo no quería. ¿Quizá porque había un niño de por medio? ¿Acaso no le había indicado, prácticamente, al médico que escribiera en el informe: «menor de doce años», para agravar las circunstancias de los eventuales culpables? Pero ¿por qué lo transformaba de aquel modo la muerte de un niño? De acuerdo, Scialoja también había tenido un momento de debilidad, pero era diferente: él era un ser humano, mientras que Quadraccia…
—Por ejemplo, el pollero… —prosiguió el inspector.
—¿Petrocchi?
—Petrocchi: yo me lo llevaba conmigo, me pegaba a sus talones hasta haber desenterrado al niño, no le quitaba ojo mientras excavaban la fosa y luego le decía: «¡Venga, enséñame esas letras, ahora!». ¿Y qué tenemos? Nos volvemos a la comisaría con un problema más, si es cierto lo que dice ese médico de sifilíticos —dijo, señalando con cara de asco al carro que tenían detrás.
Scialoja no respondió, pero era de la misma opinión que Quadraccia. Del inspector se podían decir muchas cosas: cínico, violento, mentiroso…, pero conocía su trabajo. Desde luego, no era alguien a quien se pudiera enviar al Quirinale a investigar el robo del fusil de caza preferido del Rey… En aquel momento, le pasó por la mente una idea malvada: que al Quirinale habrían podido enviar a Corrado, con sus buenas maneras y el tono distinguido que sabía darle a la voz. Y enseguida frunció el ceño: ¿por qué había pensado aquello? O, mejor dicho, ¿por qué le había dado un tono ligeramente ácido? Archibugi no era sólo un inspector; era un amigo. Habían trabajado juntos muchas veces, era el prometido de su hija. «Sí, claro —pensó—: el prometido de mi hija…».
—A propósito de ataúdes —se le ocurrió decir al cochero, que ya había digerido la ofensa de la mañana—, ¿saben el chiste del viejo que de pronto se encuentra con que su mujer estira la pata?
—No —dijo Scialoja, contento ante aquella ocasión de abandonar sus reflexiones por unos minutos.
Cruzó los dedos sobre la barriga y se preparó para escuchar.
—¿No será el del saliente de la pared? —intervino Quadraccia.
—Sí, pero escuchen…
—Ya lo conozco —le interrumpió Quadraccia.
El cochero hizo ademán de girarse, pero luego se encogió de hombros y azuzó al caballo con un grito, como para abreviar en lo posible aquel calvario.
—Yo no me lo sé —protestó Scialoja, que se caló bien el sombrero, que estaba a punto de salirle volando.
—Pues pídale a su amigo que se la cuente —espetó el cochero.
Scialoja se giró como pudo, encajado en el asiento del coche, para mirar al inspector a la cara: pero él había sacado del sobre las imágenes y las estudiaba con atención, como si no mostraran a un cadáver pescado en el Tíber tras quién sabe cuántos días, sino un paisaje idílico.
Al cabo de un rato, Quadraccia dijo, casi como si hablara solo:
—También este asunto de la «vejiga» es un buen problemón. Veamos qué piensa el jefe. No sé si podré ocuparme de las dos cosas.
Scialoja no pudo más:
—Pero ¿quién te lo ha pedido? De este asunto ya se ocupa Corrado. Nosotros sólo teníamos que exhumar el muerto. ¿No has dicho que haces el informe y adiós muy buenas?
—Tampoco hace falta ponerse así, delegado Scialoja. En el fondo, ahora ya me han metido en el ajo.
—No entiendo nada. ¡Hace cinco minutos decías que devolvías la pelota al jefe y fuera! ¿Se puede saber qué te pasa, Homilías?
Quadraccia miró detenidamente a Scialoja sin decir nada. Tenía los ojos inexpresivos, como siempre, y el delegado comprendió que no le estaba mirando a él, sino a algo muy lejano en el espacio o en el tiempo.
Mientras miraba por la ventana de la oficina del superintendente, Corrado Archibugi se vio claramente a sí mismo en aquella misma actitud, unas horas antes. Recordaba que acababan de llegar a la Piazza Navona los faroleros con sus largas pértigas apoyadas al hombro, arrastrando los pies, sin prisa. A su paso, la plaza se iba iluminando poco a poco; las tenues luces de los faroles formaban una estela que parecía seguirlos, como si fueran flautistas de Hamelín. Al llegar a cada farol, abrían la caja y giraban la llave en la base de la espita del gas, que los romanos llamaban
buassò
, esperaban que la llamita adquiriera consistencia y volvían a echarse la pértiga al hombro. ¿Cuántos faroles, cada día? Archibugi sonrió: «¿Y tú, inspector, cuántos sermones, cada día?».
Porque, a sus espaldas, Lorenzo Panicacci hablaba, hablaba…
Los faroleros, en aquella época del año, pasaban hacia las cinco de la tarde: las tablas lunares les decían a qué hora tenían que encender, según la luz del astro. De modo que Archibugi se había asomado a la ventana de Panicacci a las cinco. Ahora estaba de nuevo asomado a la misma ventana. En la oscuridad, los faroles dibujaban débiles círculos amarillentos sobre los adoquines y contra los edificios, alargaban las sombras de los escasos peatones; un par de coches de caballos se cruzaron; eran ya más de las siete.
Dos horas allí dentro, en aquel edificio donde hacía demasiado calor y había demasiado humo. Eran tres: él, Panicacci y Quadraccia. Cuatro, contando al espectro de Fouché. ¿Podría caerle una reprimenda por tener la cabeza lejos de allí? Corrado sospechaba que, tras aquel aspecto impasible y huraño, también Quadraccia debía recurrir a la desconexión mental, habilidad que él llevaba poniendo a punto sólo unos meses, mientras que el viejo inspector debía de ser todo un veterano. La pregunta era: ¿dónde iba Quadraccia cuando desconectaba? ¿Cuáles eran sus fantasmas, sus secretos? Seguro que Scialoja los conocía, pero a su modo era un hombre discreto, y nunca le había insinuado nada, por ejemplo a propósito de aquella alianza que Corrado había visto dar vueltas entre los dedos del Homilías alguna vez.
Por ejemplo él, Archibugi, había seguido las luces amarillentas de la Piazza Navona, cada vez más intensas a medida que iba cayendo la noche, y, arrullado por los circunloquios de Panicacci, había viajado con la mente a casa de los Scialoja, quizá porque en ocasión del Día de los Muertos la señora Cleofe había encendido
moccolotti
en la cocina. Una vieja tradición romana: la noche del uno al dos de noviembre los muertos volvían a casa y los familiares los recibían con farolillos e incluso algo de comer preparado sobre la mesa. Una cena de fantasmas, un flirteo con la eternidad. Y los farolillos encendidos que mostraban el camino de regreso.
—Cuando era pequeña —le susurraba Lucrezia, cuando los dos estaban sentados en el pequeño sofá, emitiendo su tibio aliento sobre la oreja de él, mientras la señora Cleofe ponía la mesa para los difuntos en la cocina—, esas luces y, sobre todo, las sillas vacías alrededor de la mesa me aterrorizaban… —Sus manos enredadas, ligeramente húmedas, desprendían un agradable calor, e incluso la respiración de ella le parecía húmeda como un beso—. Por la noche yo nunca dormía. Recuerdo que una vez una persiana hizo un ruido, un crujido, como los que hace a veces la madera… ¡y salté de la cama gritando!
Sus rodillas se tocaban. Corrado, que como siempre había comido de más, estaba agitado: se imaginaba a la muchacha en la cama, pero desde luego no de niña. Los dos lanzaban miradas a Scialoja, que estaba sentado en el sillón, con los pies junto a la estufa, de espaldas a ellos; la discreta posición del sillón la había establecido la esposa, tras gran resistencia. Tenía las enormes manos apoyadas en los brazos, inmóviles; perо Archibugi sabía que el oído del viejo delegado estaba alerta.
—¡Oreste! —llamó la señora Cleofe desde la cocina.
—¿Qué hay?
—Hazme el favor, ven un momento… Necesito que me eches una mano.
Se oyó un gruñido procedente del sillón.
—Lucrezia, guapa, ve a ver qué quiere tu madre…
—¡Deja en paz a Lucrezia! Si quisiera a Lucrezia, habría llamado a Lucrezia, ¿no?
Otro gruñido. Luego la mole de Scialoja se desencajó del sillón. Sus ojos lanzaron una mirada de advertencia a los dos jóvenes y no los perdieron de vista hasta que salieron de escena, a regañadientes, para entrar en la cocina.
—Lucrezia…
—Calla.
En aquel momento, Corrado no pensó en nada. Era pura sensibilidad e instinto. Pero después se preguntaría cómo había hecho Lucrezia para mantener la sangre fría, para saber cuándo y en qué medida arriesgar, con sus padres a un paso; con diecisiete años, parecía saber más que él…
—Oreste, ¿no habrás girado el sillón?
—¿Para eso me has llamado?
Todo estaba calculado —por Lucrezia, naturalmente— con la máxima precisión; la señora Cleofe era su cómplice. En cuanto Scialoja se dispuso a volver al salón sigilosamente, ella anunció:
—¡Ten cuidado que no se te caiga, Oreste!
Lucrezia se despegó inmediatamente de los labios de Corrado e incluso tuvo el reflejo de pasarle la mano por los labios para quitarle un resto de saliva. Oreste se tragó un improperio dirigido a la escandalosa de su mujer y se presentó ante los dos con una pequeña bandeja, con ojos de interrogación, estudiando las mejillas rosadas de Corrado, intentando mirar más allá de su imagen de niño bueno.
—¡Ah! Gracias, papá, ya lo cojo yo. Mira, Corrado, qué bonitos.
—Muy amable, Oreste —dijo Corrado con voz firme y sonrisa cándida—. ¿Qué son?
—
Fave
—gruñó él—. Habas, tan tontas como yo.
Y se sumergió en el sillón.
—¿Habas? —preguntó Corrado a Lucrezia.
En la bandeja había unos dulces precisamente en forma de haba.
—Sí, las habas de los muertos. Son dulces de almendra; se comen el 2 de noviembre. Pruébalas.
—En realidad…
—Prueba.
Lucrezia cogió un dulce y se lo colocó a Corrado entre los labios, manteniendo por un instante los dedos contra su boca. Y sus ojos negros sonreían ante el embarazo del serio y estirado inspector de Seguridad Pública, al que una simple muchacha conseguía poner en dificultades.
—El amor, la tos y las preocupaciones no se pueden ocultar.
Las luces de los
moccolotti
de la señora Cleofe volvieron a convertirse en manchas de luz en la oscura Piazza Navona. Archibugi dio la espalda a la ventana en respuesta a la frase de Quadraccia que, una vez más, tras su aire ausente, ocultaba una inquietante capacidad de adivinar el pensamiento de los demás.
Panicacci, colorado, con la voz ronca y aquel acento toscano que incrementaba su ansiedad, miraba a Corrado con un leve aire de disgusto.
—Entonces, inspector Archibugi, ¿no le interesa lo que estoy diciendo?