Tras un par de frases de ánimo, los dos policías subieron las escaleras de madera, casi a oscuras, y llegaron a la puerta que tenía clavado el as de bastos. Por primera vez, Archibugi tuvo la impresión de que la carta tenía un significado siniestro, como una señal dejada por el demonio para marcar la habitación. Una señal de propiedad.
Barrington tardó un poco en abrir a los dos policías: estaba atrincherado.
—Inspector…, pase, por favor. ¿Qué hay de esos nombres? ¿Ha descubierto algo? —dijo, mirando con aire perplejo el cartel enrollado que De Matteis llevaba en la mano.
—¿Nombres? ¿Qué nombres?
—Pues los del cementerio… Los nombres de las lápidas…
Barrington hablaba susurrando, y con aquella oscuridad daba la impresión de que estuviera preparándose para desaparecer.
La única luz era una vela sobre una mesa de trabajo, junto a un caballete en el que había apoyado un cartón. Las persianas estaban cerradas, pero no olía a opio, sólo a tabaco de Oriente.
—Señor Barrington —suspiró Archibugi—, esos nombres no tienen nada que ver con Doble W, nada. Tiene que meterse en la cabeza que su primo está muerto…
—¡No!
—… y tiene que aprender a afrontar sus remordimientos.
—¡Yo lo he visto! ¡En mayo, mucho antes de que mataran a aquel pobre niño! Lo he visto, y usted no me cree.
Pese a su agitación, seguía hablando en susurros. Sólo que, con el énfasis, sus palabras se volvían sibilantes.
De Matteis se acercó al caballete y su sombra recorrió la pared.
—Ya hemos cogido al asesino del niño. Esta tarde. Y obviamente no es su primo.
En la penumbra, los ojos de Barrington brillaron como los de una pantera. De Matteis miró el dibujo y frunció el ceño. Ojos. Decenas de ojos que navegaban por el cielo de Roma. Sacudió la cabeza.
—Los
carabinieri
han efectuado una batida en el campo, por los alrededores de la Morte Desolata, donde había aparecido el cuerpo. Han arrestado a un sospechoso que ha intentado oponer resistencia con una navaja, un loco, un vagabundo… —Barrington había encontrado el sillón a tientas y se había lanzado entre sus brazos, como un niño al regazo de su madre—, y sus palabras son inequívocas, señor Barrington. Ese hombre abusaba del niño, del que ni siquiera recuerda el nombre y que quizá fuera su hijo, y en el transcurso de una disputa lo ha matado. Eso es lo que sabemos hasta el momento…, pero está claro que ningún Doble W ha matado al pobre niño. El informe médico excluye la presencia de señales…
—¿Está seguro? ¿Sin ninguna duda?
—De Matteis, por favor, traiga aquí esa vela. Gracias. ¿Le importa que la apoye en la librería, señor Barrington? Me gusta ver la cara a la gente con la que hablo.
A la luz de la vela, en el rostro afilado del inglés destacaban dos sombras bajo los ojos y unas gotas de luz sobre la frente empapada.
—Estoy seguro —prosiguió Corrado—. Por otra parte, dígame, sinceramente: ¿usted nunca ha sufrido alucinaciones?
De Matteis miró fijamente al inglés. La llama de la vela se mantenía perfectamente vertical: parecía esculpida, firme, como si también ella esperara una respuesta.
—Usted se echa la culpa de varias cosas: una, haber matado a su primo, aunque fuera accidentalmente; la segunda, haber contribuido posiblemente a matar a aquellos niños, por no querer ver en primera instancia lo perverso de las iniciativas filantrópicas de Roger y posteriormente por no comprobar si aún seguían vivos en aquella bodega.
Barrington susurró algo.
—Desde entonces usted huye. De todos los modos posibles: atrincherándose aquí, en Roma, y recurriendo al opio. Y sin embargo, todos esos remordimientos siguen enterrados en su interior, ¿no es así? Es más, al huir se hacen más intensos. Las pesadillas lo persiguen; en su mente salen a flote extrañas visiones, como burbujas de aire en un pozo, que luego plasma en sus acuarelas secretas. De Matteis, haga el favor…
Barrington se giró, sorprendido, hacia el delegado. Tampoco el propio De Matteis se esperaba que le tocara tomar la palabra. Tras un instante de vacilación, se aclaró la voz y rompió el papel que llevaba en las manos, mientras Archibugi se encendía un puro.
—Bueno, señor Barrington, mire con atención este cartel…
De Matteis desenrolló el cartel y pisó la parte inferior con el pie, adoptando una posición forzada.
—Es uno de los carteles que cubren las fachadas de Roma, sobre el lanzamiento de la novela por entregas de Tremolaterra…
—¿El escritor desaparecido?
—Sí. Pero aquí tampoco tiene nada que ver Doble W. Al menos, no en el sentido que usted se imagina —intervino Archibugi.
El delegado lanzó una mirada a Corrado, pero el inspector se había puesto a fumar de nuevo: no tenía intención de seguir hablando él. Aquella parte era fruto del trabajo del delegado, y le correspondía a él presentarla. Se limitó a examinar a Barrington con sus penetrantes ojos grises. En aquel momento, sus rasgos parecían aún más afilados.
—¿Lo ve? —prosiguió De Matteis—. Está claro que el ilustrador, a instancias de Tremolaterra, se basa en el episodio inspirado en el crimen de Londres. No hay duda: la advertencia a las madres, «¡Cuidado, mamas!», y el niño que, se intuye, corre el peligro de ser capturado. En el fondo, una carroza negra de aspecto inquietante. Una cosa: usted quizá no sepa que Bellacuccia es el nombre de un simio, poseído por el diablo, que en una vieja fábula romana rapta precisamente a un niño y se lo lleva consigo por los tejados, para desespero de sus padres…
—¿Dónde quiere llegar?
—Quiero explicar dos cosas: por qué tuvo usted aquella alucinación y cómo se enteró Tremolaterra de lo de la doble W. —Archibugi seguía fumando en silencio, envuelto en espirales de humo azul, como un faquir—. Mire bien el dibujo. ¿No hay nada que le resulte sorprendente?
Barrington entrecerró los ojos, mirando el dibujo con atención. Sacudió la cabeza.
—La carroza, señor Barrington, la carroza. ¿Lo ve? Al principio sólo me parecía que tenía algo raro. Luego me di cuenta de que no era rara, sino extranjera. Es una carroza inglesa —señaló De Matteis, que sin querer casi se había hinchado de la satisfacción—. He descubierto que se llama Victoria. Me han explicado que se trata de un modelo de mucho éxito, creado por un carrocero inglés para el príncipe de Gales en ocasión de una visita suya a París y dedicado precisamente a la reina Victoria. Apuesto a que su primo usaba el mismo modelo. La carroza negra de la que hablan las crónicas del delito.
Barrington agarró el cartel y se lo acercó a la cara.
—Sí…, es cierto… La misma carroza que Roger… Pero ¿cómo…?
—¿Realmente no se acuerda?
El inglés miró a Archibugi y luego a De Matteis, con la mirada perdida, jadeando en busca de ayuda. Daba la impresión de que estuviera a punto de echarse a llorar. Corrado pensó de nuevo en las palabras de Edwin Drood, en las que Barrington había hecho hincapié: los dos estados de conciencia, la imposibilidad de recordar. ¿Cuándo haría las paces Arthur Barrington con su otro yo, con William Wilson?
Al inglés se le escapó el cartel de las manos.
—Mire este dibujo —dijo el delegado con una sonrisa, tras sacarse del bolsillo una hoja plegada que pasó a Barrington— y lo entenderá todo.
La hoja, una vez abierta, mostraba un dibujo a lápiz y carboncillo: una carroza negra, aquella carroza negra, con tres niños dentro, y un cochero con una calavera en lugar de rostro que conducía al galope en plena noche, por callejuelas iluminadas únicamente por un farol.
Barrington lo miró un momento; luego abrió la boca como asolado de pronto por un recuerdo repentino, emitió un gemido y lo contuvo inmediatamente.
—Sí —susurró—. Sí, lo hice yo. Hace mucho tiempo… ¡Esperen! Sí, vino aquí, el anticuario, vino aquí…
—El propietario del Antico Bazar —puntualizó De Matteis.
—Sí, él mismo. Vio este dibujo, le gustó… Lo compró junto con las acuarelas de siempre. Pero aún no…
—¿El anticuario no le preguntó cómo se le había ocurrido un dibujo como éste, tan macabro? —sugirió el delegado. Archibugi no era más que una sombra que escuchaba—. Y usted le hablaría, a grandes rasgos, de un delito ocurrido en Londres años atrás, y de una doble W. ¿Es así?
—¡Sí! Sí, es así, ahora me acuerdo. No sé siquiera por qué se lo conté… Quizá sólo porque quería hablar con alguien. Pero no le dije nada de mi primo, y mucho menos de que yo lo hubiera matado.
—Es normal. Pero este dibujo llegó a manos del ilustrador del cartel. Y se lo dio el propio Tremolaterra, con el encargo de que lo usara como inspiración. ¿Lo entiende? Tremolaterra, que es cliente del Antico Bazar, ve este dibujo, despierta su curiosidad, lo compra y el anticuario le menciona la historia que hay detrás. Basta para que el escritor teja a su alrededor un episodio de su Bellacuccia, y para que use el dibujo para sus carteles.
Barrington volvió a hundirse en la butaca. Archibugi intentaba comprender si aquellas revelaciones le reconfortaban en alguna medida: ¿le aliviaba o no saber que en Roma no había ningún fantasma, que nadie le persiguiera, más que los fantasmas de su mente debilitada por el opio?
—Señor Barrington —intervino Corrado. El inglés dio un respingo y lo miró con expresión asustada—. En mayo, usted vio por las paredes de Roma estos carteles. Desde el fondo de ese pozo negro que tiene dentro emergió una burbuja, y esa burbuja explotó, y no es casual, en el cementerio de los Ingleses, y eso fue lo que le hizo ver de nuevo a su primo. No es más que una pesadilla con los ojos abiertos, una sombra de la linterna mágica.
Al cabo de unos segundos, Barrington esbozó una sonrisa forzada, lejana, y dijo en voz baja, para sí mismo, porque nadie más podía entenderle:
—¿Nada más?
En el silencio que siguió, Corrado se movió. Pasó junto a la butaca, apoyó una mano sobre el hombro de Arthur Barrington, luego se dirigió a la ventana y la abrió. Todos entrecerraron los ojos ante la luz, la llama de la vela tembló y se apagó.
—Abra las ventanas, señor Barrington, y tome una bocanada de aire.
* * *
—¡Corrado, come tranquilo, que no he echado ni un grano de pimienta! —dijo la señora Cleofe, mientras Lucrezia servía el segundo.
—Entonces, ¿me echas un poco a mí, Lucrezia? —solicitó Scialoja—. ¡El bacalao con cebolla y aceitunas, si no lleva pimienta, no sabe a nada!
—Si tú lo dices…
—Pero entonces —dijo Lucrezia sentándose a la mesa—, ¿toda la historia de la doble W no es más que una broma? ¿Una mentira, una fantasía?
—No. Alguien ha usado esa historia en su interés.
—¿Y cuál es ese interés?
—Si lo supiera, podría dormir tranquilo —dijo Corrado, sonriendo y cogiéndole la mano a Lucrezia—. Pero a lo mejor… ¿Ya te he hablado, Oreste, de la pitillera de plata que Sabbatini dice que estaba sobre el escritorio de Tremolaterra y que ha desaparecido misteriosamente?
Scialoja asintió, mientras miraba una espina que se acababa de sacar de la boca.
—Ya me lo has dicho. Pero ¿te fías de ese tontorrón de Terenzio?
—Sí. Además, lo han confirmado Ortolani y las otras secretarias, que han añadido que Tremolaterra nunca llevaba consigo aquella pitillera…, salvo el día que desapareció.
—¿Y eso qué significa, Corrado? —preguntó Lucrezia.
—Lucrezia, guapa, si de vez en cuando le sueltas la mano a Corrado, a lo mejor consigues probar este bacalao sin pimienta.
—¡Papá!
—En fin —prosiguió Archibugi, sin hacer caso de la discusión, pero soltando la mano de la joven—, que para nosotros es una suerte que el pobre Terenzio fuera a ver a Tremolaterra poco antes de que desapareciera. ¿No te recuerda nada, esa pitillera de plata?
—A mí no.
—A mí sí. He pensado en ello todo el día, y por fin me ha venido a la cabeza. ¿No te acuerdas de…?
—¿De qué? —dijo Cleofe, alarmada.
Todos se quedaron callados. Archibugi y Scialoja se miraron a los ojos, aguzando el oído.
Del hueco de las escaleras les llegó un ruido de pasos apresurados y voces confusas, quizá curiosos que se habían asomado. La lluvia golpeaba con fuerza contra la ventana.
El ruido de pasos se interrumpió bruscamente. Al cabo de un instante, llamaron a la puerta.
En el rellano oscuro, dos agentes de Seguridad Pública se cuadraron y saludaron a Scialoja y a Archibugi, que ya había cogido el abrigo y el sombrero del colgador. El viejo delegado miró el charco de agua a sus pies y suspiró.
Cinco minutos más tarde, los dos agentes, algo violentos, estaban sentados frente al bacalao con cebolla y aceitunas (pero sin pimienta) que —tal como decía la señora Cleofe, que había insistido para convencer a los dos muchachos empapados por la lluvia de que comieran algo—, si no se comían, habría acabado convirtiéndose en cena para los gatos.
Frente al decrépito edificio, en el callejón apenas iluminado por un farol, se concentraban decenas de paraguas brillantes por la lluvia. A Corrado le recordaban cuervos que se dieran un festín con una carcasa de animal.
De las ventanas iluminadas asomaban siluetas de mujeres que hablaban en voz alta entre sí, con un pañuelo sobre la cabeza para protegerse del agua. Unos cuantos agentes intentaban imponer orden entre la pequeña multitud. En el otro extremo de la calle había una hilera de carrozas con la capota levantada: los caballos mascaban en el interior de sus sacos; los cocheros, enfundados en hules, estiraban la cabeza, de pie sobre el pescante.
En el aire flotaba una ligera neblina que suavizaba las cosas. A veces, según los movimientos de la multitud, aparecían repentinos destellos procedentes de algunas lámparas de aceite.
Archibugi y Scialoja bajaron del coche y avanzaron bajo los paraguas, hacia el centro de la concentración. El callejón estaba justo por detrás de la Via dell'Angelo Custode y tampoco quedaba lejos de Sant'Andrea delle Fratte y de la Via della Mercede: toda aquella historia se estaba desarrollando en pocos metros cuadrados. Habían buscado a Tremolaterra por todas partes, y él siempre había permanecido en la misma zona de Roma: y allí había muerto.
De la multitud emergió una figura que se les acercó.
—Venga, Archibugi —dijo Panicacci, con voz fatigada—. Está aquí el señor juez.
—¿Cómo lo han encontrado?
—Al final aquellos desgraciados se han decidido a confesar.