Sí. Se le escapó una mueca burlona. ¡Sí! A pesar de la vieja y de todo lo que le recordaba, se sentía aliviado. Había hecho lo que tenía que hacer. No tenía hijos y, por tanto, no tenía nietos: cuando Patrizia se había quedado embarazada, él había comprendido de inmediato que le había puesto los cuernos. No se había dejado engañar. No obstante, le habría disgustado que el niño asesinado en Lo Sprofondo hubiera sido el nieto de Patrizia. ¡Qué narices, al fin y al cabo, había sido su mujer! Pero, por lo demás, que se fueran todos al cuerno.
Se hundió en el asiento de la calesa, como si quisiera buscar protección, excavar una madriguera. El vaivén del coche resultaba agradable, relajante. Sí, poco a poco el niño exhumado en la Morte Desolata volvería a ser un simple cadáver como todos los demás, como la «vejiga» de Ripa Grande junto a la que le habían inmortalizado.
Onorato Quadraccia se había librado de los piojos que lo atormentaban y había recuperado la serenidad necesaria para su trabajo. Hasta el punto que de pronto gritó, como si sintiera la necesidad irrefrenable de hablar con alguien, con cualquiera:
—Cochero, escucha este chiste. Son marido y mujer, dos viejos que han pasado la vida juntos, que aún se quieren, y de pronto ella muere…
El cochero ni siquiera se giró.
—¿No será el del saliente de la pared?
Quadraccia frunció el ceño. Asintió, sabiendo ya lo que le respondería el cochero.
—Es más viejo que andar a pie.
No volvieron a cruzar palabra hasta el Palazzo Braschi, y Quadraccia no le dejó ni un céntimo de propina.
Corrado Archibugi tiró sobre el catre el bombín de Tremolaterra: Petrocchi se lo quedó mirando con los ojos incendiados de ira. Tenía el rostro cetrino, la camisa abierta y arrugada, el cabello y la barba eran una madeja de rabia, miedo y ansiedad.
Después, Archibugi le echó encima la chaqueta de Tremolaterra. El pollero dio un respingo, la cogió entre las manos y se le quedó mirando estupefacto. Un temblor nervioso se había apoderado de sus brazos.
—¿Reconoce estas prendas?
Fuera de la «salita» (nadie la llamaba celda porque oficialmente las personas encerradas allí dentro quedaban retenidas únicamente para profundizar en algún dato, o por su incolumidad, o por otros confusos pero caritativos motivos, nunca para someterlas a un interrogatorio
sui generis
ni para ablandarlas), De Matteis esperó a que llegara Scialoja y luego se llevó a su colega y le dijo que tenía una pista que quería verificar, que tardaría una horita, quizá dos: ¿podría encargarse Oreste de decírselo al inspector?
—¿Una pista? ¿Qué pista?
Terenzio Sabbatini, que estaba en el pasillo, paseando arriba y abajo a la espera de que su colega lo librara de toda sospecha, levantó la cabeza hacia los dos delegados, curioso.
—Me he acordado de una cosa que vi al ir con el inspector Archibugi… Bueno, ahora no tengo tiempo. Tú díselo y basta. Evidentemente, mis agentes están a tu disposición.
—Pero ¿dónde le digo que has ido?
—A la imprenta. Él lo entenderá. En cualquier caso, le gustan las adivinanzas.
De Matteis se fue a toda prisa, antes de que Sabbatini llegara a su altura, y dejó tras de sí dos pares de ojos que lo miraban perplejos.
—Pero ¿qué le ha dado? —preguntó Sabbatini.
—Dice que tiene una pista que seguir. Una imprenta.
—Aquí cada uno hace lo que le da la gana, ¿no te parece? Y yo, bailando sobre las brasas.
Scialoja se encogió de hombros, aunque estaba de acuerdo con el inspector, salvo en lo de las brasas, ya que en cualquier caso el fuego lo había prendido él mismo y, como se suele decir, quien juega con fuego, al final se quema. Pero luego ambos dieron un bote, cuando Archibugi cerró de golpe la puerta de la salita, que había quedado entreabierta, para dejar bien claro que estaban montando demasiado jaleo.
* * *
Petrocchi miraba ansioso al inspector, que tenía una expresión sombría.
—¿Por qué ha cerrado la puerta? —dijo, jadeando—. ¡Quiero ver a mi mujer!
—Dentro de poco la verá hasta el hastío. Por última vez: ¿reconoce estas prendas?
—No sé… ¿No serán del señor Tremolaterra?
—Exacto. Sólo que, cuando las hemos encontrado, dentro no estaba el señor Tremolaterra. ¿Entiende?
—¿Le ha pasado algo al señor Tremolaterra?
—¿Usted qué cree? —le exhortó Archibugi, que le dio un empujón.
Petrocchi cayó de culo sobre el chirriante jergón. Corrado hacía un esfuerzo para comportarse de aquel modo, pero había que vencer las últimas resistencias de aquel desgraciado lloricón que llamaba a su mujer como un niño a su madre.
—Y ahora quiero la verdad. Con toda probabilidad, Tremolaterra está muerto…
—¿Han avisado a Armida de que aún estoy aquí?
—… y usted, querido Petrocchi, es una de las piezas clave de esta investigación: quizá Tremolaterra esté muerto porque sabía demasiado sobre Doble W, o quizá… quién sabe. Pero usted ha encendido la mecha; tras su declaración, en los periódicos se ha hablado del niño muerto y de aquellas marcas, Tremolaterra ha desaparecido y, sin embargo antes ha tenido tiempo de pasarse por la Morte Desolata. ¿No le parece extraño?
Mientras hablaba, Archibugi reflexionaba: «Si tuviera el valor de soltarle un bofetón, estoy seguro de que hablaría. El hielo se quebraría y el agua manaría por todas partes —pensaba—. A lo mejor me diría incluso nombre y apellido de los cofrades y hasta del cardenal vicario. Si en mi lugar estuviera, qué se yo, por ejemplo, Quadraccia, lo que costaría es hacer callar a este estúpido, en vez de hacerle hablar».
Petrocchi, mientras tanto, agitaba las manos como para alejar un fantasma.
—Yo no lo sé. Yo he cumplido con mi deber, he hablado incluso con don Vincenzo, tenía dudas que pesaban en mi conciencia, señor inspector, pensaba que aquellas marcas estaban ahí, lo pensaba de verdad.
—¡Usted es imbécil! ¿Quién ha hablado con el
Eco di Roma
? ¿Quién?
—¿Y yo qué sé? Pregúnteselo a ellos, ¿no? Yo no, desde luego. ¡No podría distinguir siquiera a un periodista!
—Sin embargo, a Tremolaterra lo conoce bien.
—Se lo he dicho, es un cliente, sólo un cliente.
—¿Tremolaterra fue a su tienda y vio la vela que le había puesto al niño?
Petrocchi miró fijamente los ojos grises y profundos de Archibugi, clavados en él.
—Si quiere salir de aquí, tiene que decirme la verdad.
—Ustedes no pueden…
Archibugi le plantó las manos sobre los hombros, lo sacudió y lo miró fijamente a los ojos.
—Si resulta que Tremolaterra de verdad está muerto, y usted, ahora que puede, no me cuenta la verdad, nadie le creerá después, porque nadie podrá confirmar nada. ¿Lo entiende? Si Tremolaterra está muerto, nadie podrá sacarle del atolladero: así es como están las cosas. Tiene que hacerlo usted mismo. Ahora.
Los ojos de aquel hombretón, incapaz según su propia esposa de retorcerle el pescuezo siquiera a una gallina, se llenaron de lágrimas. Los labios le temblaban.
—¿Después podré irme a casa con Armida? ¿Está bien, Armida?
Las manos de Archibugi presionaron aquellos hombros robustos y temblorosos.
—¿Aunque a lo mejor haya liado las cosas?
¡Corrado le hubiera dado de bofetones! Un niño: tenía razón la mujer.
—Ahora llamo a un delegado para tomarle declaración. Después se irá a casa. Declarar en falso es delito, pero si se retracta puede salir de ésta bastante indemne. Siempre que no haya nada más, y que sus tonterías no hayan provocado la muerte de una persona.
Sin embargo, mientras Fabio Petrocchi modificaba su declaración, a Corrado Archibugi le asaltó una idea: que un niño es el mentiroso perfecto. El mejor que existe.
Archibugi fumaba su puro y al mismo tiempo pensaba en lo que le había dicho Sabbatini: sobre su escritorio, Tremolaterra tenía una pitillera de plata con un extraño rayazo. Y esa pitillera, que la mañana del miércoles de la disputa en cuestión estaba en su lugar de siempre, ya no estaba ahí: Sabbatini estaba seguro.
Una pitillera de plata… Mientras Petrocchi contaba en voz baja lo que él ya se imaginaba —y, sin embargo, curiosamente, a él aquellas palabras le sonaban a falso—, Archibugi intentaba recordar dónde había oído hablar últimamente de una pitillera de plata.
Eran las cuatro de la tarde y volvía a llover, una lluvia ligera que más bien parecía agua pulverizada; y en la callejuela ya estaba oscuro. No había luces, salvo por algún farol sobre las puertas abiertas en las que las mujeres, con el chal sobre la cabeza para protegerse, pasaban el rato charlando a la espera de que fuera la hora de preparar la cena.
En la oscuridad de aquella habitación que daba directamente a la callejuela despuntaba la llama de una vela, temblorosa ante los embates del siroco. Onorato Quadraccia, resguardado tras su habitual expresión pétrea, miraba a su alrededor.
Tras una sábana tendida en una cuerda que hacía de separador, oía el borboteo del pipí del viejo: el Pulga, como todos le llamaban.
De orina parecía impregnado el aire de la estancia, un olor que se pegaba a la garganta. Había dos camas separadas: una alborotada, con las sábanas sucias; la otra hecha. Unas cajitas de fruta servían como contenedor de objetos varios, recogidos por la calle. En la pared había un crucifijo: los clavitos de las manos del Cristo se habían despegado y la estatuilla estaba colgando por los pies, cabeza abajo. El techo era una única mancha negra inmunda que ninguna luz podía disimular.
—¿Así que el
padron
Grigorio ha ido a contarlo, eh? —dijo la voz del viejo desde el otro lado de la sábana. Soltó una risita—. Siempre ha tenido ese vicio de comer con el culo y cagar con la boca. Sin ánimo de ofender, excelencia.
Quadracia refunfuñó. Tenía razón el Pulga: el tal
padron
Grigorio se metía en todo desde tiempos del Papa Rey.
Padron
Grigorio tenía un horno en el otro extremo del callejón, y también era dueño de la habitación en la que vivía el pobre Pulga, ahora ya solo. Grigorio había intentado echarlo varias veces para quedarse con la habitación y hacer un almacén, pero la última vez se había producido casi una sublevación popular, y Grigorio había salido corriendo mientras desde los pisos de arriba vaciaban los orinales por las ventanas. Así, ahora que la vieja que vivía con el Pulga posiblemente hubiera muerto asesinada, Grigorio había pensado en informar a la Policía de que ella vivía allí, con él, aunque no se hubieran hablado nunca ni supiera cómo se llamaba. A lo mejor incluso se ocuparían los propios polis de librarle del pesado del viejo.
Quadraccia curioseó en las cajitas de fruta dándoles unas pataditas y escarbando con la punta del pie. Encontró otro cabo de vela y lo encendió, lo levantó y lo movió a los lados para iluminar a derecha e izquierda.
—Ya está.
El inspector echó un vistazo rápido al viejo baboso, pequeño y sucio, que acababa de aparecer tras la sábana, aún abrochándose la cuerda que le sujetaba los pantalones. Cuanto menos lo miraba, mejor se sentía. No podía entender qué hacía en el mundo gente como aquel tipo. Grigorio era una basura, pero también el Pulga…
—¿Era ésta la cama de Lorenza? —preguntó, indicando con el pie la cama hecha.
—Sí, excelencia. Dormía ahí, la pobre Lorenzuccia. ¡Pero camas separadas, no se vaya a creer!
—No he pensado ni por un momento que ese pellejo te sirviera para nada que no sea mear.
El viejo parecía resentido. Volvió a ocultarse tras el separador y salió con el orinal.
—¿Me permite?
Quadraccia se encogió de hombros.
—Es que está prohibido —explicó el hombrecillo, vaciando el orinal en un charco de la calle.
Quadraccia seguía mirando alrededor; de vez en cuando se fijaba en algo, una medallita, una cuerda, un trozo de papel, una pinza…
—¿Cómo es que hace días y días que Lorenza no viene por su casa y tú no te has presentado en comisaría?
Padron
Grigorio será un metomentodo, pero si no fuera por él, ni siquiera hubiéramos podido poner un nombre sobre la lápida de la vieja.
—Excelencia, yo me meto en mis asuntos. Pensé: «Ya verás, se habrá encontrado mal, o quizás esté muerta. Esas cosas pasan. Estará en el hospital o bajo algún ciprés», pensé. Estaba mal, la pobre. Después he oído que los vendedores de periódicos hablaban de esa vieja que ha aparecido en el río, y que había desaparecido poco más o menos el mismo día que Lorenza…
—Y has seguido sin decir nada.
—Ya he pensado en ir a la comisaría, ya… Pero ya sabe cómo son estas cosas. Lo dejas de un día para otro… Total, ya ha ido Grigorio, ¿no? Él se conoce bien el camino.
—Así pues, Lorenza: y no sabes el apellido. ¿Qué más sabes? ¿Cómo se las arreglaba? ¿Con quién se veía? ¿Qué decía?
—El apellido desde luego no lo sé. ¿Para qué? Me bastaba «Lorenza», tampoco iba a llamarla con un silbido, pero con el nombre tenía más que suficiente. Compartíamos la casa, bueno, esta habitación. Yo vendo castañas asadas, ¿lo ve? —dijo, señalando el trípode, el quemador y un saco de castañas en un rincón—. Castañas en invierno y altramuces en verano. Vivíamos juntos desde hace años y no hablábamos más que de tonterías, lo justo para hacernos compañía. Pero de vez en cuando ella también ponía algo de dinero, claro, para el alquiler y para comer…
—¿Y de dónde sacaba el dinero? ¿Qué hacía durante el día?
El viejo se encogió de hombros y se metió en la cama, tapándose.
—Perdone si me meto en la cama, pero hace frío, ¿lo nota? Sobre todo es la humedad: mire el techo, si no se cae es por el moho…
—¿Y a mí qué me importa el moho? ¡Te he preguntado por Lorenza!
—Salía de día, volvía por la tarde, con sus trapos y un largo bastón en el que se apoyaba, como el del cura, ¿sabe cuál le digo? Pero una cosa sí la sé: cada miércoles cogía el ómnibus en la Piazza Venezia, y una vez incluso la vi bajar en la Piazza del Popolo. La llamé, pero no me oyó. Bien agarrada al bastón, emprendió el camino hacia Ripetta. ¿Ha visto los campos donde tienden la ropa?
—¿Y no le preguntaste adonde había ido?
—Claro, aquella misma noche. No me respondió. Es más, me miró mal, como si hubiera descubierto un secreto. Estaba un poco loca. Bebía, sí, por la noche bebía bastante. Caía redonda, como una pera, y roncaba como un tractor, a veces. Pobrecilla.