—¿Los vagabundos? —preguntó Scialoja.
—¡Esos delincuentes! —dijo el superintendente con desprecio—. Lo han matado y se han repartido la ropa y el poco dinero que llevaba encima.
—¿Llevaba también una pitillera?
Panicacci miró a Archibugi con escepticismo.
—Sí, la tenía escondida uno del grupito. Pero ahora…
—¿Han encontrado la pitillera? —repitió Corrado, sorprendido.
—Sí, inspector, la hemos encontrado, pero ahora olvídese de esa pitillera y vamos…
—¿Ese no es Mezzasalma, el director del
Eco di Roma
?
—Archibugi, por favor… Espere, ¿adónde va?
Corrado ya se había alejado y se dirigía, pensativo, hacia el elegante personaje que se mantenía ligeramente distante de la multitud, como si le molestara, con abrigo y chistera, en una mano el paraguas mientras con la otra se acariciaba la perilla.
—¿El señor Mezzasalma?
Dos ojos penetrantes se clavaron en Corrado, más molestos que perplejos. La mano derecha soltó la perilla y fue a esconderse en el bolsillo del abrigo, elocuente señal que dejaba claro que no tenía intención de estrechar la de aquel tipo inoportuno.
Panicacci se quedó un instante sin saber qué hacer; luego se contentó con Scialoja y con él atravesó el grupito de curiosos y periodistas.
—Soy el inspector Corrado Archibugi. Ahora quizá ya pueda revelarnos usted la misteriosa fuente de la historia de la doble W y del niño.
La oscuridad del callejón no permitía distinguir con claridad la expresión del rostro de Mezzasalma, pero el tono de la respuesta denotaba sorpresa e irritación al mismo tiempo.
—¿Le parece el momento?
—No hay momento mejor —respondió Corrado con dureza.
Del grupito de personas emergía Panicacci, que con el dedo indicaba a un señor pequeño y gordo con gafas la posición de Archibugi. Scialoja había entrado en el edificio.
—¿Cómo lo ha sabido?
—¿Por qué no responde a las preguntas?
Mezzasalma soltó un soplido de hastío y volvió a mirar hacia el corrillo de paraguas. Luego dijo, sin apenas separar los labios:
—El pobre Tremolaterra vino y me dijo…
—¿Cuándo?
Otro suspiro de mártir.
—El miércoles por la tarde. Suficientemente tarde como para no poder verificar sus declaraciones.
«Poco antes de cerrar nuestra edición…». Así empezaba el artículo del
Eco
. Aquella tarde, Corrado se había hecho con un ejemplar y había recortado el artículo, que ahora llevaba en el bolsillo: quizá le resultara útil.
—¿Y le dijo…?
—Lo que publicamos al día siguiente. ¡Qué pregunta! Me pidió que mantuviéramos el anonimato de la fuente y me reveló que la Policía había exhumado el cadáver de un niño del cementerio de la Morte Desolata aquella misma mañana, y que había señales en el cuerpo que hacían pensar…
—¿Le dijo cómo había tenido conocimiento de esa información?
—No. A pesar de que insistí, como es obvio. Me encontraba ante una decisión difícil: publicar una noticia basándome sólo en una declaración.
—¿Realmente fue tan difícil? Una noticia jugosa, muy pocos periodistas se lo pensarían dos veces —dejó caer Archibugi con indiferencia, pero Mezzasalma se quedó rígido, parapetado tras aquella imagen elegante y distante.
Por unos segundos, entre ellos sólo hubo gotas de lluvia. El coche fúnebre llegó, traqueteando; un par de cocheros se rascaron con gestos exagerados.
—¿El artículo lo escribió usted?
—Personalmente.
—¿Por qué?
—Porque Tremolaterra se sinceró conmigo, evidentemente fue así.
—¿La conversación la tuvieron usted y Tremolaterra a solas?
—Sí, inspector.
—¿Ningún testigo?
—No.
Los dos camilleros farfullaban; un agente les había dicho que se esperaran, probablemente porque Archibugi aún no había examinado el cadáver.
—Al menos alguien podrá testificar que Tremolaterra se presentó en la redacción del
Eco di Roma
el miércoles por la tarde, ¿no?
—¿Testificar? ¿Testificar? ¿Qué quiere decir? ¿Que pone en duda mi palabra?
—Bueno, inspector, ¿estamos listos o no? —dijo una voz desde detrás de Corrado.
Se giró y se encontró enfrente a Panicacci y al hombre gordo con dos ojos de ternero y los pómulos y la nariz marcados por la cuperosis: el juez Primicerio.
Archibugi se alejó a regañadientes con Panicacci y Primicerio; Mezzasalma se quedó mirándolo como un duelista a punto de disparar, a menos que el árbitro detuviera el duelo.
Pasaron frente al pequeño grupo, en el que se encontraba también un periodista del
Eco
enviado a primera línea por su director, evitaron las preguntas de rigor, bajaron tres escalones y, tras vadear un charco, atravesaron una puertecita completamente mojada y entraron en una leñera.
El local era pequeño y olía a moho, a cerrado y a muerte. Dos lámparas apoyadas en el suelo bastaban para iluminar y teñir de amarillo las paredes negruzcas, algunos haces de leña y un viejo barril. Scialoja estaba de pie en un lado, dejando un charco a sus pies y proyectando una sombra enorme en la pared.
Corrado se colocó entre Panicacci y Primicerio, mientras un agente salía del local para dejar sitio a sus superiores: había tan poco espacio que era como estar en un ómnibus en dirección al campo durante las
ottobrate
.
Por un momento, con la carne desnuda de Guido Tremolaterra brillando a la luz de la lámpara, estuvo tentado de mandar a llamar a un fotógrafo. Era una «manía» suya: registrar para siempre en una placa el lugar del delito, porque sabía que la memoria era falaz y porque había oído que, en Francia, la Policía estaba empezando a desarrollar una metodología de análisis de la escena del crimen en la que la máquina fotográfica se consideraba una ayuda esencial para la investigación.
Pero era tarde, los agentes tendrían que sacar al fotógrafo de la cama; además, no se veía con ánimo de complicar más las cosas ante Panicacci y Primicerio. Así que se limitó a registrarlo todo mentalmente.
Corrado estudió al hombre que habían buscado durante dos días, que había encontrado su destino en aquella leñera abandonada, asesinado y desnudo, sin piedad. Estaba en calzoncillos y camiseta de lana, con un calcetín bajado, la piel grisácea, la carne flácida, tendido boca abajo con los brazos abiertos, probablemente tal como había caído después de que los tres buitres se lo hubieran quitado todo. Un hombrecillo pequeño y de aspecto indefenso, un pequeño zorro que había muerto atrapado por el último cepo, cuando ya casi llegaba al bosque.
Le volvió a la mente el gineceo de la Via della Mercede y se imaginó a aquellas mujeres en el funeral del célebre escritor.
—¿Dónde está la pitillera? —preguntó entonces, al tiempo que se inclinaba sobre el cadáver de rostro tumefacto, consecuencia de los golpes que le habían propinado, probablemente con un bastón de madera que tenía al lado. Había poca sangre. Poquísima.
—¿Qué pitillera? —preguntó Primicerio con una vocecita estridente.
Panicacci gruñó. Pasaba los ojos de Corrado a Primicerio, mientras mordía la boquilla de la pipa apagada.
El agente volvió a entrar abriéndose paso educadamente —«Permiso…»— y le entregó a Corrado una pequeña pitillera: no era de plata y no presentaba marcas. Dentro había unos cuantos cigarrillos. El inspector se la mostró con un gesto elocuente a Scialoja, que asintió levemente. Después se la devolvió al agente.
—¿La pitillera estaba en posesión de uno de los vagabundos? —preguntó, mientras examinaba las heridas del cadáver.
Tremolaterra había sido golpeado diversas veces, con violencia. Con el ceño cada vez más fruncido, Corrado observó que el muerto tenía los labios entrecerrados y saliva pegada a las comisuras de la boca. Los dedos de las manos parecían querer arañar el vacío.
Mientras tanto, el agente explicaba que la pitillera había sido hallada en la leñera, semiescondida bajo las ramas finas, como si hubiera ido a parar allí de una patada.
—¿De verdad? —comentó Corrado.
—¿Cuál es su teoría, inspector? —preguntó Primicerio, como si ya tuviera bastante de aquella pantomima.
Pero antes de que Corrado pudiera responder se adelantaron los dos camilleros, empapados y malhumorados, decididos a volverse a su casa. Estaban de guardia en el San Giacomo, dormitando tranquilamente, cuando la monja los había llamado diciendo que la Policía estaba en la puerta. Y habían esperado bastante rato bajo el agua: no entendían para qué alargaba tanto aquello la Policía; total, aquel tipo no iba a resucitar para decirles quién le había mandado al otro barrio.
—Lo sentimos mucho, pero tienen que salir de aquí —dijo uno de ellos—, o éste se queda aquí. Sobre todo ustedes —añadió, dirigiéndose a Scialoja, y mirándole a propósito la barriga.
El delegado se hinchó:
—Mira, gracioso…
—¿No ha venido un médico con ustedes? —los interrumpió Primicerio, irritado ante la insolencia de aquellos dos tipos.
Panicacci y él salieron, mientras Corrado y Scialoja, inamovibles, echaban un último vistazo al cadáver.
—No, excelencia, ningún médico. Nos espera en el San Giacomo.
—Con los pies calentitos y los brazos cruzados sobre la panza —recalcó el otro.
Y asintieron como si fueran filósofos conocedores de todos los secretos de la vida.
—¿Tú qué crees? —le susurró Corrado a Scialoja.
—Diría que hace un día. Anoche, probablemente…
—¿Y la causa, naturalmente, los golpes asestados con ese bastón?
—Corra, si me lo dices así, quiere decir que tú tampoco estás convencido.
—Entonces, ¿qué? ¿Nos lo podemos llevar, o no? —insistió el camillero.
Archibugi y Scialojá salieron. Primicerio, con Panicacci al lado, hablaba con tres o cuatro periodistas bajo la lluvia, ya más fina.
* * *
—Confiamos en que esos tres delincuentes, tipos marginales que vivían ajenos a la civilización, confesarán en las próximas horas su inmundo delito…
La multitud se había disuelto y el número de carrozas había ido disminuyendo. Corrado estiró el cuello, pero no vio a Mezzasalma.
—Óyeme, Oreste, sigue a los camilleros al San Giacomo, habla con el médico y explícale la situación. El informe nos tiene que llegar lo antes posible. Ya has visto la saliva en la boca. Y prácticamente no había sangre.
Los camilleros salieron con el cadáver. Se encaminaron al carro con pasos cortos pero rápidos, como ocas, imprecando contra la lluvia. Scialoja se pegó a sus pies.
Archibugi se quedó a un lado, reflexionando bajo el paraguas. La mayor parte de las ventanas estaban ya cerradas y las luces apagadas. Unos minutos más tarde incluso los periodistas se habían dispersado y habían vuelto a sus respectivas redacciones. El callejón se quedó en silencio, hasta el punto de que se oía la lluvia repiqueteando contra los paraguas de Corrado, Panicacci y Primicerio. El agente de guardia esperaba bajo un portal, sosteniendo una de las lámparas de la leñera.
—Bueno —dijo Panicacci echando una mirada inescrutable a Corrado—, creo que la situación es bastante evidente.
—Yo también lo creo —confirmó Primicerio—. Inspector, tenemos que insistir con esos tres vagabundos: aún no nos lo han dicho todo, lo presiento. Ya sabemos que son unos desgraciados y unos mentirosos declarados; es de imaginar que seguirán mintiendo.
Panicacci puso al día a Archibugi. Además del hombre del bombín, habían arrestado asimismo a sus compadres, que también llevaban puestas ropas del pobre Tremolaterra. Durante todo el día habían mantenido la historia de la ropa encontrada por el suelo, y había hecho falta que un par de delegados los presionaran un poco para que cambiaran su versión e indicaran la leñera abandonada, uno de sus refugios, como lugar donde habían dado con el cadáver del periodista.
—Lo que demuestra que el trabajo de rutina es la base del trabajo de investigación, más que darle vueltas a fantasiosas ideas —comentó el superintendente mirando fijamente a Archibugi, a quien recriminaba su falta de interés por el interrogatorio de aquellos tres, que había dejado precisamente en manos de los delegados.
Los tres vagabundos, como explicaría Panicacci, afirmaban que Tremolaterra estaba ya muerto. Al principio lo habían registrado y se habían apropiado del dinero que llevaba encima; después lo habían desnudado y se habían repartido las ropas. No sabían decir a qué hora habían encontrado al periodista —estaban todos un poco achispados—, pero era noche cerrada.
—Y no vieron la pitillera. Es más, quizás en la oscuridad le dieran una patada y la mandaran junto a la leña… —masculló Corrado.
—¿Me quiere explicar, señor inspector, por qué da tanta importancia a esta pitillera? —preguntó el juez.
Una vez más, el rostro de Panicacci se ensombreció, y esta vez Corrado se dio cuenta. Observó por un instante al juez y luego dijo, casi marcando las palabras:
—Tremolaterra tenía sobre su escritorio una pitillera de plata, con un rayazo en el exterior. Nunca la llevaba consigo. Pero el miércoles por la mañana, cuando salió por última vez de su vivienda, la cogió. Lo bueno es que no la cogió para llevar cigarrillos: de hecho, en la leñera hemos encontrado la pitillera «habitual», por decirlo así… Y si los tres delincuentes no llevan consigo ninguna pitillera, ¿dónde ha ido a parar la de plata?
Primicerio y Panicacci se miraron, después bajaron la vista y, finalmente, el juez se aclaró la garganta y dijo:
—Bueno, bueno. No debemos dejar ningún punto oscuro, por supuesto, pero estoy convencido de que esa pitillera de plata estará, o habrá estado, en manos de uno de esos tres…, igual que creo que han sido ellos los que han matado al pobre Tremolaterra.
—Sin duda es la hipótesis más probable… —le respaldó Panicacci.
—Sí. La más obvia —subrayó Archibugi.
—Ahora esperemos al informe y a las nuevas declaraciones de esos canallas, que por supuesto vendrán aquí mañana. Infórmeme de cualquier novedad, superintendente. Buenas noches.
Unos minutos más tarde, el traqueteo de la carroza de Primicerio se había perdido entre los callejones.
Ahora quedaban sólo dos carrozas esperando, y los cocheros lanzaban miradas implorantes. La lluvia se había reducido a unos hilillos de agua que colgaban del cielo negro, compacto.
Panicacci y Archibugi se miraban sin decir palabra; cada uno refugiado bajo su paraguas.