—Sí, el retratado. Supongo que querrá hacerse un retrato. Si puedo serle franco, no debe preocuparse por la cicatriz; existen muchos métodos para esconderla; mire este cojo de aquí, por ejemplo, qué natural ha quedado. Venga, pase al estudio…
—Déjese de cojos y cicatrices —le espetó Quadraccia.
—¿Perdón?
—Si no dejé que me hiciera un retrato Flacheron, anda que me lo iba a dejar hacer por usted.
—Pero entonces…
—Quiero hacerle una pregunta, no que me haga un retrato. Quiero saber si tienen una clienta más bien vieja, que viene habitualmente un día a la semana y sólo ese día, debería ser un miércoles, y que de pronto ha desaparecido. ¿Entiende?
—Entiendo —dijo, gélido, el fotógrafo, que no había digerido la referencia a Flacheron—. ¿Y por qué debería venir por aquí precisamente los miércoles?
—¿La tiene o no la tiene, una clienta de esas características?
—No, no la tengo. Perdone, pero ¿qué sentido tiene que alguien venga sólo los miércoles?
Quadraccia salió de la tienda con un suspiro. Sabía que tendría que desgranar el rosario de preguntas unas cuantas veces, pero no estaba seguro de tener la paciencia necesaria.
En La Pittura Fotográfica le dijeron que en realidad trabajaban sobre todo para turistas, fotografías de paisajes y recuerdos de Roma. De todos modos, un cliente que aparece sólo un día determinado de la semana es algo muy raro…
—¿No tiene idea de por qué esa clienta venía precisamente los miércoles? —le preguntó el dueño de la tienda que, según parecía, debía de hacer más bien pocas «pinturas fotográficas» y buscaba un modo de pasar el tiempo.
—En cuanto lo descubra se lo digo.
El profesor Raffaele Borino, que había llenado el escaparate de su tienducha de rótulos que hacían propaganda de sus «Estampas-Cuadros-Litografías-Paisajes» a precios negociables y que aseguraba que trabajaba todos los días, en cualquier circunstancia climática, pidió completa información sobre lo que buscaba el inspector, sin dejar de asentir con la cabeza, hasta el punto de que Quadraccia tuvo la esperanza de estar por el buen camino, y le pidió incluso que le enseñara las fotografías realizadas al cadáver. Se encajó las gafas y, tras un primer gesto de disgusto, las estudió con atención.
—¿Quién las ha tomado? —dijo entonces—. Ah, sí, ya veo, los hermanos De Bono. —Esbozó una sonrisa condescendiente—. Si necesitara fotografías para otras…, es decir, para otros trágicos incidentes, pongo a su disposición mi experiencia. Aquí tiene mi tarjeta. —Volvió a mirar las fotografías—. Pobrecilla, cómo ha quedado…
—Así pues, ¿quién era? ¿Qué hacía esta desgraciada en su tienda, los miércoles?
—¿En mi tienda? —respondió el profesor con una risita—. No, no, ha habido un error, lo siento. Mi tienda no abre más que el sábado y el domingo, para los turistas. El resto de la semana trabajo de contable. A esta pobre infeliz no la había visto en mi vida.
Quadraccia agarró al contable-fotógrafo por la solapa de la levita, lo zarandeó un par de veces contra la pared y le rugió en plena cara:
—Profesorcito, ¿te apuestas algo a que te hago cerrar también el sábado y el domingo?
Para colmo de males, cuando salió de aquella ratonera se había puesto a llover de nuevo.
Quadraccia no se desanimó: zigzagueando por los callejones entre San Carlo al Corso y la Piazza del Popolo, continuó recitando su batería de preguntas en cada uno de los laboratorios fotográficos apuntados en el cuaderno, más impaciente e irritable a medida que la lista se iba reduciendo y no encontraba ni rastro de Lorenza.
El Ars Photographica era el último de la lista. Quadraccia entró como una exhalación, pero tuvo que esperar un rato en compañía de una dependienta taciturna, porque el patrón estaba en el estudio contiguo, fotografiando a dos recién casados: de hecho se oían las risitas y frasecitas empalagosas que le revolvieron el estómago al inspector.
Entraron en la tienda cuatro ingleses, con el cabello brillante por el aguacero y los ojos extasiados de quien no ha visto nunca una ciudad que se cae en pedazos desde hace dos mil años. Observaron, pusieron cara de perplejidad cuando toparon con el morro arrugado de Quadraccia y acabaron por irse con un librito de fotografías de antigüedades romanas. La caja tintineó y la dependienta se puso a ordenar marcos, en el silencio roto únicamente por los arrullos del estudio y el traqueteo de alguna carroza que pasaba por la calle.
Quadraccia estaba agitadísimo. Resopló, se rascó el cabello.
—¿Tenemos para mucho?
Por debajo de la pesada cortina púrpura que cerraba el paso al estudio fotográfico se abrió paso un fogonazo azulado. A Quadraccia le volvieron a la mente los fogonazos con los que un hermano De Bono había inmortalizado el cadáver de la «vejiga» y su pie, que había permanecido allí diez minutos. «Una cosa es tener inmóvil un pie; otra es estar completamente inmóvil, como pretendía Flacheron», se dijo el inspector.
La cortina se abrió de golpe y por ella salieron los risueños novios, que se quedaron serios en cuanto vieron a Quadraccia. Permanecieron en un rincón, como si temieran molestar; el fotógrafo apareció, echó un vistazo al inspector y le hizo un gesto a la dependienta, que desapareció tras la cortina.
—La señorita se ocupará del revelado del negativo, lo hace estupendamente —le dijo el fotógrafo a los novios, que asintieron con una sonrisa y se pusieron a mirar las estampas colgadas de los muros—. He oído que es usted de la Seguridad Pública.
Quadraccia sintió los ojos de la pareja clavados en él.
—Efectivamente —dijo—. Y tengo prisa. Necesito cierta información…
Puso al fotógrafo al corriente de la situación con pocas palabras, apresuradas, como si el fantasma de Lorenza pudiera desvanecerse para siempre. Los novios escuchaban atentamente; la mujer se abrazaba al marido como si el asesino estuviera escondido en el interior de la tienda.
Cuando el inspector hubo acabado, el fotógrafo se lo quedó mirando. Quadraccia le devolvió la mirada, apoyado en el mostrador, indiferente ante la mirada de la parejita, mientras se oía un tintineo metálico procedente del estudio, donde la dependienta revelaba la fotografía de aquellos dos jóvenes provincianos, que décadas más tarde recordarían, al mirarla, al tétrico inspector de Policía con una cicatriz y la nariz rota que intentaba reconstruir los últimos días de una mujer asesinada.
—Señor inspector… —dijo entonces el fotógrafo.
—¿Sí?
—¿Realmente piensa que una vagabunda podría ser clienta de nuestro laboratorio?
Quizás el fotógrafo se esperara alguna explicación por parte de Quadraccia, o quizá que se excusara. Pero el inspector se quedó inmóvil, con el brazo apoyado en el mostrador. Valoró la posibilidad de recorrer al mazo de llaves, pero decidió que no era el momento: estaban aquellos dos, y la dependienta dentro de la tienda. Además, se sentía cansado. Así que se limitó a sacar el sobre de los hermanos De Bono y dijo, con la voz cansina de quien ya está harto de repetir siempre la misma historia:
—¿Ve este sobre? Aquella vieja llevaba sobres iguales. De acuerdo, puede que no fueran fotografías, pero unos sobres así no sé qué otra cosa pueden contener. ¿Usted lo sabe? Cállese, no he acabado. Además, la vieja venía por esta zona, siempre y exclusivamente en miércoles. Y volvía a casa con estos sobres.
Quadraccia se calló, sin dejar de mirar al fotógrafo, que empezaba a tener la sensación de haber hecho algo mal. Luego volvió a guardar el sobre, se apoyó en el mostrador, acercándose al fotógrafo y dijo:
—¿Entiendes ahora, capullo, por qué creo que aquella vieja pudiera ser cliente de tu laboratorio? Sin entrar en que estos dos atontados de aquí no me parecen precisamente de la casa real, ¿tú qué dices?
Por unos instantes, los cuatro personajes del laboratorio parecieron figuritas de un belén. En el estudio, al otro lado de la cortina, se oía el débil chapoteo de los líquidos de revelado.
Fue Quadraccia quien rompió el silencio. Se levantó, miró por última vez al fotógrafo y a la parejita con cara de asco y, sin que nadie se atreviera a parpadear siquiera, abrió la puerta de la tienda con tal violencia que la campanita de encima se salió del gancho y fue a parar más allá del mostrador, tras el cual cayó rebotando con un lastimero tintineo.
Ya en la calle, Quadraccia miró a su alrededor. Pueblerinos y señores elegantes recorrían el Corso, al fondo del callejón. Una pueblerina de gesto provocador estaba colocando una flor en la solapa a un hombre. Ya no llovía, pero el cielo seguía gris y una capa de humedad tenía la ciudad asfixiada.
El inspector se encaminó hacia Ripetta, sólo porque su pésimo humor le sugería que se alejara de la gente, y, por tanto, del Corso. Allí, por los prados junto al río, vería a las mujeres que esperaban que el tiempo mejorara para tender la ropa, charlando sobre el nivel del Tíber, que empezaba a crecer. Allí podría reflexionar con calma sobre lo que podía hacer, pensar en sus próximos movimientos.
Sin darse cuenta, apretaba los dientes por la rabia y maltrataba el anillo dentro del bolsillo del chaleco. No soportaba perder una pista, quedarse sin resolver un problema, y desde luego no era por el placer de meter entre rejas al culpable y hacer que triunfara la ley, cosas que a Quadraccia no le importaban en absoluto, ya que opinaba que víctima y verdugo son de la misma pasta —es decir, carroña—, sino por el puro placer de la caza. Quadraccia tenía instinto de cazador, disfrutaba al caer sobre su presa cuando parecía ya que se le hubiera escapado. Y a aquellas alturas, en el caso de Lorenza, a su presa no debía de quitarle el sueño la posibilidad de que le pillaran.
—¡Inspector!
Quadraccia se giró de golpe, con un ímpetu excesivo. Un escalofrío de esperanza le recorrió la espalda; sintió la presencia de la presa muy cerca.
La dependienta venía a su encuentro, mientras por la puerta de la tienda asomaba el fotógrafo y los tortolitos se alejaban a paso ligero en dirección contraria, él mirando hacia atrás con el miedo en los ojos. Ella llevaba en la mano un sobre amarillo.
—Perdone, inspector, antes lo he oído todo, pero no podía salir porque estaba ocupada con el revelado…
—¿Y qué? Tu jefe me ha dicho que no sabe nada de la vieja —dijo él, escéptico, mientras estudiaba a aquella muchacha más bien fea, pero de mirada despierta.
—Es verdad, ésa nunca vino aquí. Pero a lo mejor yo sé algo… Era algo extraño, ¿sabe?, de lo que me habló hace un tiempo una amiga mía. Ella también trabaja para un fotógrafo, pero uno importante… ¡Claro que esas cosas un fotógrafo así no las hace! Pero allí a la mujer la conocían…
—¡Uno importante! ¡Y la mujer era conocida! ¿De qué «cosas» habla?
Quadraccia agarró a la muchacha y la apartó hacia un lado para dejar paso a un carro de la basura y apartarse del hedor que desprendía; ella empezó a contarle toda la historia lo más rápidamente que pudo.
También a Corrado Archibugi le contaron toda la historia con la máxima rapidez.
Había salido de dos bancos diferentes, la agencia del Banco di Napoli y la Banca Nazionale del Regno d´Italia, en San Lorenzo in Lucina, con el secreto desvelado y plena conciencia de lo que podía significar y de los intereses que movía.
Ahora, en la penumbra del patio del Oratorio dei Filippini, requisado por el Reino de Italia y convertido en tribunal, le informaban de los detalles del caso Sonzogno, de donde nacía todo.
Su confidente, que había decidido responder a las preguntas de Archibugi sólo por la antigua amistad que los unía, le decía cosas que, en su mayoría, él ya conocía. Y Corrado, pese a la impaciencia y a aquel sobre que casi le quemaba en el bolsillo, se esforzaba en contenerse, alzaba los ojos al cielo, hacia la lluvia fina que caía en el patio, y se limitaba a intercalar algún «De acuerdo, pero…» o «Entiendo, pero el móvil…».
¡Y pensar que precisamente en aquel edificio, bajo la bóveda del oratorio con el fresco de la Coronación de María en el Cielo —que junto a la estatua de san Felipe y al pulpito de madera destinado «
pe´ li sermoni
», como decían en Roma, recordaba el origen sagrado de aquel lugar—, donde en otro tiempo se hacían ofrendas musicales a Dios, ahora se hablaba al diablo de delitos! Era el mismo edificio en el que estaba concluyendo el proceso del caso Sonzogno, por lo que los acusados ya no tendrían que soportar las miradas morbosas de la multitud muchos días más.
Los acusados eran: Giuseppe Luciani, ex redactor de
La Capitule
, ex diputado (destituido por fraude electoral contra su rival, Ruspoli), ex amigo de la víctima, Raffaele Sonzogno y amante de la esposa de éste, garibaldino ferviente e infatigable marrullero; Pio Frezza, leñador y ejecutor material del delito, tipo simplón y garibaldino fanático; Michele Armati, ex oficial de la Policía municipal, cómplice de Luciani en el fraude contra Ruspoli; y dos secundarios, Luigi Morelli, conocido como «el Medio Cabo», y Cornelio Farina, tejedor.
El 13 de noviembre de 1875, todos los acusados serían condenados a trabajos forzados de por vida; aquel 6 de noviembre, en la penumbra del patio del Oratorio, el confidente le susurra prudentemente a Corrado que la condena es probable, porque los hechos parecen razonablemente comprobados.
Los hechos.
La noche del 6 de febrero de 1875, sábado de carnaval…
—¿Sábado de carnaval? —repitió Archibugi, del otro lado del humo del puro, sintiendo que la puerta de aquel enigma empieza a oscilar sobre sus bisagras, abriéndose unos milímetros más.
—… sábado de carnaval. ¿Cómo se dice? El de antes del Miércoles de Ceniza, vamos.
El asesino es arrestado de inmediato, da la impresión de que no tenía intención de escapar. Es un leñador, Pio Frezza, según todo el mundo un tipo tranquilo, delgado, que debía de estar muy motivado anímicamente para poder degollar de aquel modo a un tipo robusto como Sonzogno. Y Frezza no sólo facilita su arresto, sino que da nombres y apellidos de los cerebros del plan, desbaratándolo. No podían haber escogido peor a su sicario.
—De cosas así van cargados los periódicos… Pero ¿y el móvil? El móvil. Y la pitillera de plata, ¿nadie ha investigado? ¿Qué dicen los acusados?
—La pitillera de plata es un elemento secundario —respondió el confidente con tono de fastidio—. Parece que Sonzogno la llevaba siempre consigo, desde hacía unas semanas, pero no apareció en el cadáver ni en la redacción, ni en el piso del director. Pio Frezza, que no se mostró en absoluto hermético, nunca dijo nada de aquella pitillera, y el proceso judicial parecía no importarle lo más mínimo; por otra parte, tienen un homicida confeso y cómplices, y todos los móviles necesarios… ¿Qué sentido tendría montar tanto jaleo por una pitillera desaparecida? ¡A lo mejor el tal Sonzogno la había extraviado media hora antes! Y además, ¿por qué te interesa tanto esa pitillera?