—Entre otras cosas, el apartamento es suyo —había observado De Matteis.
—¿Y qué? —había rebatido Quadraccia, mirando al delegado con cara de no ser amigo de las adivinanzas.
—¿No te acuerdas del apodo de Rosa Ferracci? —había insistido De Matteis.
Fue entonces cuando le vino a la mente: la Pelusillas, claro.
Mientras recorría a toda velocidad con la vista el apartamento de la anciana y elegante señora, Quadraccia no pudo evitar decir:
—Parece que le has sacado partido, a tu «chufito» de pelo…
Rosa Ferracci, que abría paso a Quadraccia por el pasillo, se giró y clavó en él dos pequeños ojos azules y penetrantes. El rostro se le cubrió de arrugas al sonreír:
—He tenido suerte —dijo.
Iba vestida de negro, y el inspector había observado en el colgador de la entrada un bastón de paseo de palisandro con una curiosa empuñadura de marfil en forma de pato. Se dirigieron a una salita donde se oía el tictac de un reloj de péndulo y el ronroneo de un gato enorme. La mujer se sentó y Quadraccia se quedó de pie, en el centro de la sala en penumbra, sobre una alfombra persa, con el abrigo puesto. Era difícil imaginar a aquella vieja ganándose la vida con su cuerpo en tiempos de Gregorio XVI, y quizás incluso antes, de Pío VIII; y con suerte, hasta el punto de llegar a ser conocida por su apodo, cosa que sólo conseguían las putas de categoría. Y todo ello, cuando aún había Papa Rey.
La Iglesia siempre había cerrado los ojos ante el meretricio, a excepción de ocasionales tomas de posición que duraban como mucho lo que duraba el papa reinante: como cuando tuvieron la idea de construir una especie de gueto para las putas, y en el transcurso de un mes la zona del Ortaccio, en el barrio de Campo Marzio, quedó cercada por muros y puertas. Pero en parte las continuas fugas y en parte la constante necesidad de ampliarlo acabaron con el «segundo gueto». Por otro lado, aparte de la reclusión, había surgido también la idea de la imposición de impuestos, por lo que la Via di Ripetta acabó siendo financiada con el sudor de la frente —por así decirlo— de las prostitutas romanas.
En cualquier caso —y Quadraccia lo sabía bien porque había militado en la Policía pontificia—, el Reglamento de Delitos y Penas, repetidamente revisado, nunca había contemplado la prostitución, sino, como mucho, la ofensa contra el pudor y las buenas costumbres, así como el lenocinio; aunque muchos delitos preveían penas menos severas si la víctima era una mujer «deshonesta». Los curas lo decían siempre, siempre con el dedo en alto: «La condena de la prostitución es total aunque no sea explícita, y viene de Dios, antes que de los hombres». Amén. El hecho es que el Reglamento callaba, así que los polis lo dejaban pasar, y a veces incluso corrían ellos; en cuanto al dedo en alto, que los curas hicieran lo que les diera la gana. Amén.
—Sí, he tenido suerte —repitió Rosa, estirando delicadamente una pierna—. Siéntate.
—¿En cambio, Lorenza? —Se quedó de pie—. A propósito, ¿cuál era su nombre completo?
—Lorenza Sorgiacomo. Era más joven que yo, aunque pobrecilla…, no tuvo suerte. Fue feliz, durante un tiempo.
Quadraccia dio un respingo. Acababa de aparecer una mujer por la puerta, con aire de interrogación, un delantal en la barriga y un trapo con el que se secaba las manos.
—Trae un poco de café, Carla.
—No, espera —intervino Quadraccia—. Trae también algo de comer. No te importa, ¿verdad, Rosa? Cualquier cosa. Llevo desde la mañana corriendo tras la pista de Lorenza.
Carla estaba a punto de alejarse sobre sus zapatillas deformadas, cuando el inspector tuvo una iluminación.
—Una cosa más.
La pequeña mujer se giró y lanzó una mirada a Rosa, antes de volver a mirar a Quadraccia.
—¿Tienes algún día libre?
—Responde, Carla.
—Todo el domingo. Y el miércoles por la tarde.
Quadraccia se metió los dedos en el chaleco, asintiendo satisfecho, y tocó el anillo como si fuera un amuleto. La mujer desapareció y el inspector se sentó en un sillón junto al sofá donde estaba Rosa, estirando sus piernas secas.
En parte porque necesitaba descansar, en parte porque necesitaba comer…, y un poco por curiosidad, Quadraccia se tragó sin protestar el relato de la vida de Rosa Ferracci. Carla ya le había puesto delante una mesita con una copa de tinto, un huevo al plato y un par de rebanadas de pan. Dado que el tiempo estaba empeorando y que todo estaba cada vez más sombrío, encendió un candelabro y desapareció, dejando tras de sí un ambiente de velatorio.
La suerte de Rosa Ferracci se había debido a un encuentro casual con un inocente jorobado al que había convencido de que acababa de llegar a Roma del pueblecito donde había dejado a padres y hermanitos pequeños. Rosa ya no era una niña y buscaba casarse, pero naturalmente tenía que encontrar a un bobo, porque la Pelusillas era muy conocida en Roma.
El hombrecillo se llamaba Eufronio…
—Mira por dónde —comentó Quadraccia con la boca llena.
Abrió la servilleta que le había traído Carla y descubrió un tejido blanquísimo, bordado a mano, que casi le dio reparo usar, él que para sonarse la nariz no usaba pañuelo, sino un ágil movimiento combinado de pulgar e índice.
—No sé por qué te hace tanta gracia. Eufronio era el nombre de un pintor, un escultor, un tipo así…, un griego antiguo.
Y era sobrino de un cardenal, su querido Eufronio. El cardenal sabía perfectamente quién era Rosa Ferracci, pero era inteligente y sabía también que una meretriz («¿Sabías que viene del latín? ¡Fíjate tú! No es ninguna palabrota») de capa caída podría ser una buena esposa para un pobrecillo que sabía poco de la vida y que estaba torcido como un anzuelo.
El tío cardenal no sólo había dado buenas referencias de Rosa a los recalcitrantes padres de Eufronio, sino que había añadido de su bolsillo una dote suplementaria de trescientos escudos, había procedido a una confesión larguísima, completa y definitiva (eso lo había subrayado con mirada amenazante), en fin, una verdadera lavativa para el alma de la Pelusillas, y por fin había celebrado el matrimonio.
—Que habrá sido de blanco, ¿no?
—¡Pero qué dices, de blanco! Incluso me había quedado embarazada, sólo que el niño lo perdí.
—¿Y el pobre Eufronio? Por las ropas que llevas…
Eufronio había muerto tres años antes, y había dejado a Rosa un montón de cuartos y aquel apartamento. Rosa había contratado a Carla y vivía estupendamente.
—Sí, desde luego has salido bien parada —comentó Quadraccia—. Ahora hablame de Lorenza Sorgiacomo. Tú sabías que estaba muerta, ¿verdad?
—Desde que los periódicos han empezado a hablar del cadáver en el río, he pensado… Me temía algo feo, el miércoles no había aparecido. Era la primera vez que lo hacía.
Al inspector le pareció distinguir una lágrima en los ojos desencantados de Rosa. Aquella idea le bailó en la cabeza unos segundos; luego emitió un gruñido que le sirvió para disimular un eructo y separó el plato y los cubiertos, poniéndose cómodo en el sillón.
—¿Y por qué no has venido a decir nada a la Policía?
—¿Para qué? Estaba muerta.
—A lo mejor para darle digna sepultura. Si erais tan amigas…
—No hace falta que uses ese tono. ¿Cuántos años hace que recorres las calles? Ya me has entendido: sabes perfectamente por qué no he ido a la policía. «Nosotras» no vamos a la Policía. Lorenza está muerta, ha acabado mal, estoy contenta de que hayas venido. Pero eso es todo, las cosas de casa no tienen por qué salir a la calle.
Volvió Carla y trajo consigo un momento de silencio. Retiró el servicio, casi le arrancó la servilleta de la rodilla a Quadraccia y desapareció de nuevo.
—Entonces, dado que te gustan los dichos —añadió el inspector—, no te olvides de que la verdad es como el aceite: siempre sale a flote. Y ahora escúchame. El miércoles por la tarde, Lorenza venía a verte, discretamente, sin que lo supiera la criada. Un reencuentro entre colegas, bonitos recuerdos, alguna lagrimilla… ¿Y luego qué hacía, pasaba caja?
—¡Nunca me pidió ni una lira, la pobre Lorenza! Nunca. Era orgullosa, soberbia… Rechazaba incluso lo que yo le ofrecía, así que imagina.
—Habíame de las fotografías.
—¿Las has visto?
—Los negativos. Esta tarde me darán copias.
—Era guapa, Lorenza, ¿verdad? Mucho más guapa que yo…
Al ver los negativos, Quadraccia se había quedado un buen rato perplejo. La muchacha era joven y guapísima, desnuda y lasciva, orgullosa de mostrarse al objetivo, vestida sólo con una cinta al cuello con un colgante. Podía ser Lorenza, pero podía ser también Rosa. Demasiados años separaban a la muchacha de aquella vieja del apartamento silencioso y del cadáver hinchado pescado en el río, y él sabía bien que el tiempo es un monstruo como esos de las fábulas, que devoran la juventud.
Ahora había quedado claro que la muchacha era Lorenza. Había tenido menos suerte que Rosa, pero, en cualquier caso, había tenido diversos amantes que, no obstante, habían sabido deshacerse de la joven en el momento oportuno. Irreflexiva, superficial y despreocupada como era, no había conseguido asegurarse un futuro decente, algo habitual entre las prostitutas, por otra parte; y en este punto del relato afloró un atisbo de orgullo.
Rosa se había hecho un nombre entre el pueblo llano, había apuntado bajo, pero sólo entre el pueblo llano podía esperar encontrar marido. Lorenza, más que puta, era una mantenida, pero la vejez de la mantenida, si no es muy astuta y previsora, puede ser peor aún que el de una pobre puta honesta…
—Déjate de filosofía, Rosa. Hablame de las fotografías.
Lorenza se había hecho esas fotografías a petición de un diplomático ruso: una excepción, no una costumbre. Fue algo hecho con gran secreto, costosísimo y agotador: ¡quedarse quieta un cuarto de hora para cada imagen! Y costoso porque en aquellos tiempos la fotografía con negativos apenas empezaba, se usaban los daguerrotipos, que eran una copia única, irreproducible…
—Y él quería los negativos. Yo creo que quería hacer reproducciones en serie para regalárselas a sus amigos como trofeo. ¿Qué crees tú? O quizá para venderlas. —Quadraccia no respondió—. ¿Te has fijado en el colgante? Se lo había regalado él. Se volvió a Rusia tan agradecido, pero ella, por despecho, le birló los negativos. De aquel ruso le quedaron los negativos y el colgante.
Quadraccia se irguió en el sillón.
—¿Conservaba el colgante?
—Sí, nunca quiso prescindir de él. Ya te he dicho que no le importaba mucho el dinero.
—¿Y lo llevaba siempre al cuello, como en las fotografías?
—Sí, era un bonito colgante, de oro y esmalte, y en el centro había una especie de amuleto, una mano que empuñaba algo. Nunca nos quedó claro qué era; yo decía que me parecía un cuerno y ella decía que le parecía un…
—Así que tenía algún valor.
—Claro que sí. Pero nunca quiso venderlo.
En cualquier caso, el cadáver no lo llevaba colgado del cuello. De acuerdo, el agua o los peces podrían haberse comido la cinta o lo que fuera…, pero el caso es que Lorenza no llevaba su colgante al cuello. Y eso a Quadraccia no le encajaba.
Por un momento se le ocurrió la hipótesis de que el viejo meón hubiera matado a Lorenza por aquel colgante. Pero no se lo imaginaba matando a porrazos a la mujer y arrastrando luego el cadáver para tirarlo al río. ¿Un cómplice?
—Además de a ti, ¿a quién más veía?
—No lo sé, pero creo que a nadie. Está el viejo con el que vivía, Nicola, me parece que se llama…
—¿Qué decía de él?
—Nada. Un pobre diablo, decía. Lo llaman, espera…
—El Pulga. Volvamos a las fotografías…
—Yo conocía a aquel fotógrafo, el tema surgió así, por casualidad. Ella parecía encantada: podría vender aquellas imágenes, hay un buen comercio de fotografías de ese tipo, ya lo sabes. Yo encargaba las copias y ella pasaba por mi casa a recogerlas el miércoles. Y me las pagaba. Hacía un pequeño negocio.
—¿Y dónde las vendía?
—Por toda Roma, a la salida de los teatros, de los cafés, por las calles, a los militares, a los señores. Pero ¿sabes por qué las vendía? Si te crees que era por el dinero, no has entendido nada de cómo era Lorenza. Nunca vendió el colgante; el dinero nunca le importó, ni siquiera quiso venir a vivir conmigo cuando murió Eufronio. No era por el dinero, Onorato.
A medida que Rosa iba contando su historia, Quadraccia estaba más sombrío, como si fuera adaptándose al tiempo que hacía fuera. El rastro se iba perdiendo, se le escapaba de las manos como una pastilla de jabón. ¿Cómo era aquello? Mejor viajar con el equipaje lleno de esperanzas que llegar… Pues bien, él había llegado.
¿Qué le importaba a él saber que la felicidad de Lorenza, envejecida antes de tiempo e irreconocible, con el patético colgante al cuello bajo los harapos, consistía en una chispa de lujuria en los ojos de señores y militares al mirar las fotografíasque sacaban, escépticos, del sobre que les tendía aquella mendiga? En aquella chispa revivía la juventud de la vieja, el poder de hacer perder la cabeza a los hombres. Gracias a aquella chispa, Lorenza se sentía de nuevo deseada. Una alegría íntima, secreta, momentánea, que valía mucho más que el dinero que le ponían en la mano, procurando no tocarla, ellos que tanto habrían deseado tocar a la muchacha desnuda sobre el canapé, con la cinta al cuello y aquella sonrisa maliciosa.
¿Qué le importaba a él todo aquello?
—Pero ¿dónde vendía esas fotografías? ¿Dónde, exactamente?
Rosa no lo sabía. El miércoles por la tarde, tras la visita a su amiga acomodada, que era sobre todo un viaje al pasado, Lorenza se iba con sus sobres. Volvía al tugurio donde dormía y vendía durante un tiempo el recuerdo de sí misma; y luego volvía a empezar, gracias a Rosa y al discretísimo fotógrafo amigo que revelaba personalmente aquellos negativos que, de otro modo, nunca habrían entrado en su laboratorio.
* * *
Quadraccia volvió a encontrarse en la Via del Divino Amore, que estaba más tenebrosa de lo habitual, y por la que se colaba un viento pegajoso. Sobre los tejados, el cielo parecía una densa y sucia alfombra gris.
Se quedó inmóvil por un momento, indeciso sobre adonde ir y qué hacer, como el asno de Buridán. Después recordó que debía recoger las fotografías de la joven Lorenza.
Un perro de pelo estropajoso se le acercó con el paso torcido, prudente pero confiado, y él sintió la tentación de soltarle una patada. Le frenaron las muestras de vejez que observó en el animal tambaleante y polvoriento, y que hacían de él una de las presas que el monstruo de las fábulas devoraba con más satisfacción, como Lorenza Sorgiacomo, Patrizia y él mismo. Sintió una desagradable gota de piedad que le recorría el espinazo; se limitó a escupir al perro y luego le dio la espalda.