De la leñera venía la tenue luz del farol dejado en el suelo, junto a la sangre coagulada del periodista: parecía un ectoplasma emergente de la puerta del Infierno.
—Agente, váyase a casa —dijo Archibugi—. Mañana vuelva aquí con su delegado e interrogue a todo el mundo: a ver si alguien sabe cómo llegó hasta aquí Tremolaterra, o quizás a qué hora volvieron a la leñera los tres maleantes. En fin, su delegado ya sabrá qué hacer.
El agente golpeó los tacones entre sí y se alejó rápidamente, chapoteando por en medio de los charcos.
Corrado cerró el paraguas. Panicacci lo imitó.
Un cochero se aclaró la garganta, como si se hubiera tragado un adoquín.
—Un momento —dijo Archibugi.
Sacó su puro toscano y lo encendió. Panicacci cargó la pipa y también la encendió.
—Inspector Archibugi…
—Sí,
dottor
Panicacci.
Panicacci se movió y Corrado se le puso al lado. Empezaron a caminar hacia la Via dell´Angelo Custode, mientras los dos cocheros se miraban, indecisos sobre si convenía ir detrás. La niebla era cada vez más densa y, a falta de viento, engullía hasta las cuerdas tendidas entre un edificio y otro. A lo lejos, las casitas hacinadas sobre el Tíber habían quedado ya ocultas tras aquel manto húmedo.
—Cuénteme lo de esa pitillera de plata, Archibugi.
Corrado esperó un instante antes de responder; se trataba de una situación particular, que al día siguiente se apresuraría a contar a Scialoja, y quería grabársela bien en la mente. Panicacci le preguntaba algo sin vociferar y, sobre todo, sin partir de ideas preconcebidas. El toscano había entendido algo…
—
Dottor
Panicacci —replicó Corrado, que había decidido no ponérselo demasiado fácil—, si me pregunta por la pitillera, quiere decir que ya ha intuido algo, ¿me equivoco?
—Usted es un hombre retorcido, inspector.
«Y tú eres un simplón, superintendente».
—Usted se entendería bien con ese tipo, el tal Tinebra.
—¿Le ha parecido retorcido, el
cavaliere
Tinebra?
Panicacci se detuvo y observó a Corrado para averiguar si le estaba tomando el pelo; se quedó con la duda, porque el rostro de Archibugi carecía de toda expresión. Reemprendió el paseo.
—Le diré una cosa, inspector, algo que nunca admitiré haber dicho. De pronto me ha dejado completamente bloqueado, cuando me ha puesto en evidencia con esa maldita pitillera de plata…
¡Aquel hombre era increíble! Corrado le dio dos o tres caladas al puro para contenerse. Quizás hasta se lo contaría a Quadraccia.
—Guido Tremolaterra trabajaba para
La Capitale
. Eso nos lleva al asesinato de Sonzogno, del que, gracias a Dios, un día de éstos emitirán sentencia —subrayó, para tapar definitivamente aquella caja de Pandora que le había amargado la digestión durante buena parte del año—: Un objeto que Raffaele Sonzogno llevaba siempre consigo, y que nunca volvió a aparecer, era una pitillera de plata.
—Exactamente lo mismo que he pensado yo,
dottor
Panicacci. El caso Sonzogno.
—Imaginaba. ¿Y cómo encajan estos dos homicidios? ¿Qué tiene que ver esa pitillera? No me diga que algún cómplice de Frezza, otro sicario de Sonzogno, ha escapado a la Policía y que ahora…
—No digo nada ni sé nada: esperemos. Usted, en cambio, me hablaba del
cavaliere
Tinebra.
Panicacci dio media vuelta. Se dirigieron hacia los coches, señal de que la charla estaba a punto de acabar. Los cocheros los recibieron sentándose en el pescante, compuestos, listos para dar la orden a los caballos.
—A lo mejor no soy tan retorcido como debiera, querido Archibugi —suspiró Panicacci—. Quizá, para hacer bien este trabajo, habría que tener la costumbre de pensar mal. Hace un momento, por ejemplo, mientras estaba junto a Primicerio y hacía cábalas sobre la pitillera, se me ha pasado por la mente que Tinebra me dijo que conoce al juez, que estaba incluso a punto de ir a cenar con él…
—Sí, ahora lo entiendo —dijo Archibugi, al tiempo que reparaba en que, pensándolo mejor, no le diría a nadie nada de aquel Panicacci desconocido—. Ubiquique Suum, le llaman así, ¿sabe?, no vino a su despacho a quejarse por lo de la sala insonorizada. Vino a avisarle de que conoce al juez nombrado para el caso Tremolaterra.
Panicacci asintió y subió a su coche.
—Ya. Pero ahí se acaba mi capacidad de ser retorcido. Por otra parte, ahora estoy tranquilo; usted es lo suficientemente retorcido como para seguir por su cuenta. Pero no se fíe, inspector Archibugi, que usted sabe de qué pasta soy. Buenas noches.
Mientras el coche lo llevaba a la pensión, donde ya imaginaba que pasaría una noche insomne, Corrado Archibugi se preguntó si había alguien que consiguiera llegar a saber de qué pasta era realmente otra persona. ¿Cómo había dicho Quadraccia? Uno casi nunca sabe por qué está contento. Corrado habría apostado a que en aquel momento Panicacci se estaba preguntando por qué le había revelado aquel aspecto de la reunión con Tinebra, en vez de cortarle las alas, justo cuando sabía perfectamente que el inspector estaba a punto de lanzarse en un peligroso vuelo de fantasía hacia el caso Sonzogno.
Quizá no había sido más que el reconocimiento de las intrigas que rodeaban a un pobre muerto hallado medio desnudo en una leñera.
El día después, Panicacci volvería a pensar en ello, se retiraría; por sugerencia de Primicerio, quizás habría acusado a los tres vagabundos de robo con homicidio.
El misterio de la doble W es un descubrimiento del propio Tremolaterra. Petrocchi se deja engatusar por el periodista, que vive cerca y que ve la vela puesta al niño hallado en la Morte Desolata, y cuenta una patraña. Tremolaterra hace que publiquen la noticia en el
Eco di Roma
. La fiebre de Bellacuccia explota en la ciudad, alimentada por la enigmática desaparición del periodista.
Y, de pronto, Tremolaterra aparece asesinado de verdad, a manos de tres muertos de hambre. Por casualidad. Y todo se hunde como un castillo de naipes.
—¿Qué,
dottore
, qué hace? ¿Se ríe solo? —exclamó, perplejo, el cochero.
«Pues sí. Es realmente divertido», pensó, acomodándose en el asiento. Primicerio podía hacer que arrestaran a quien él quisiera, pero aquella reconstrucción era un chiste mucho mejor que los que contaba Quadraccia cuando estaba inspirado.
6 de noviembre de 1875, sábado
Aquella mañana, si no fuera porque había quedado un charco de agua de lluvia en el suelo del edificio, Corrado Archibugi habría pensado que todo había sido un sueño.
En realidad, podía perfectamente tratarse de un sueño, porque por primera vez en su vida, cinco minutos después de quitarse el abrigo empapado y de sentarse en su despacho, se había dormido con la cabeza apoyada en los brazos. Aún llevaba en los huesos el cansancio de la excursión nocturna a la Morte Desolata, y a aquello se le sumaba el hallazgo del cadáver de Tremolaterra, noticia que corría por toda la ciudad. De modo que, con la luz mortecina de aquella mañana nubosa y húmeda, no había podido evitar dormirse.
Luego vino lo que le pareció un sueño. Y después no conseguía mantener la cabeza derecha, pese a todos los esfuerzos. Como un colegial en clase.
Le despertó un chasquidito. Levantó la cabeza de golpe, abrió los ojos hinchados por el sueño y enfocó a Onorato Quadraccia, que se igualaba las uñas con la navaja, sentado en el escritorio de enfrente. No se había quitado el abrigo, señal de que estaba de paso, el tiempo justo para ordenar las ideas y organizarse el día. Sobre la mesa tenía abierta una guía de comercios que estudiaba con atención.
—Ya te he dicho más de una vez que no por mucho madrugar amanece más temprano —le dijo Quadraccia.
—Sí. Pero los cadáveres aparecen de noche —respondió Corrado, que se desperezó. Entonces observó el charco de agua y se dio cuenta de que no había sido un sueño.
Quadraccia, que seguía haciendo chirriar las uñas bajo la hoja de la navaja como una tiza contra la pizarra, dijo sin levantar la vista:
—Ya lo he oído. Tremolaterra ha estirado la pata por fin. Bueno, es asunto tuyo; yo te eché una mano cuando estaba de por medio aquel niño, pero el periodista no es cosa mía. Yo hoy pienso pillar al que se cargó a la «vejiga». Se llamaba Lorenza, por cierto. Hoy o mañana, como mucho.
Escribió algo en un cuaderno y luego pasó página a la guía.
—¿Qué está buscando? —preguntó Corrado.
—Fotógrafos. ¿Quién ha dejado ese charco?
—Armida Petrocchi.
—¿Y ésa quién es? ¡Ah, sí, aquella loca!
Armida Petrocchi había abierto la puerta del despacho de un golpetazo, despertando a Archibugi de golpe, y con aquella terrible voz estridente se había puesto a decir que su marido era un pobre hombre, que no hacía otra cosa que llorar desde que había vuelto a casa, que estaba tan distraído que de poco no se había cortado una mano aquella misma mañana, con lo que no le habría quedado ya más que mirarse el culo en el espejo: ¿dónde se había visto un pollero con una sola mano? ¿O pensaban los señores comisarios que habría podido hacerse cargo del negocio ella sola?
—Dígale a su marido que han matado a Guido Tremolaterra —había respondido Archibugi en cuanto había encontrado un hueco entre el diluvio de palabras de Armida, que mientras hablaba le apuntaba con un paraguas empapado—. Nadie puede confirmar su declaración; la última, quiero decir. Dígale que iré a verle muy pronto.
Armida no había notado la velada amenaza tras las palabras de Corrado; la mayor parte de su exposición debía de resultarle incomprensible. Hasta pasado un rato el inspector no se dio cuenta de que la mujer había dejado la tienda a primera hora y había llegado hasta el Palazzo Braschi, bajo el agua, sólo para meterse con la Policía y, a su modo, defender a su marido.
Más que su esposa, Armida parecía la mamá de Fabio, la mamá de un niño repelente al que quizá no le haría arrumacos, pero al que sin duda quería. Y Fabio era realmente un niño: tal como pensaba Corrado, los niños son los que mejor mienten y esconden sus mentiras tras otras mentiras.
—¡O sea, que a ver si le dejan en paz! ¡Nosotros tenemos que trabajar! ¡Si no, no comemos!
Y habían desaparecido del despacho, ella y su paraguas, dejando tras de sí únicamente un charco de agua en el suelo, y debía de haber vuelto a la tienda a la carrera, a seguir cortando la cabeza a los pollos y a regañar a aquel inútil del marido, que debía de ir por ahí —Archibugi estaba seguro— con cara de funeral.
—Sí, aquella loca —le dijo Corrado a Quadraccia, sacudiendo la cabeza.
Se levantó con un suspiro y sintió un dolor en la pierna lesionada. Esta vez había salido de casa con el bastón. A veces, con la humedad y el ajetreo de aquellos días, le parecía volver a sentir la bala de fusil que le había disparado accidentalmente uno de sus solados, atravesándole la pierna, como en Custoza en 1886. La herida le había librado de aquella infausta batalla, en la que dos divisiones se habían quedado aisladas, combatiendo durante horas contra los austríacos, que estaban más frescos, mientras el Rey y sus generales intentaban ponerse de acuerdo sobre quién debía acatar las órdenes de quién (y, casi diez años después, en Italia aún había censura sobre aquella guerra). El soldado que había herido a Archibugi había aparecido posteriormente con un agujero en la frente, un disparo tan certero que debía de ser también fruto de la casualidad.
La única buena noticia del día era que Panicacci había pillado un resfriado la noche anterior, y que ahora estaba en la cama con fiebre. Por otra parte, pensó luego Corrado, también podía tratarse de una enfermedad estratégica: ¡al fin y al cabo, en el ministerio había gente que ocupaba desde hacía años cargos de responsabilidad y nadie conocía su firma!
Quadraccia seguía apuntando alguna dirección en el cuaderno de vez en cuando, y luego seguía consultando el volumen, pasando enérgicamente las páginas, finas como las de una Biblia. «Fotógrafos», pensó Archibugi. A saber cómo había pasado de la «vejiga» a los fotógrafos. Pero no valía la pena preguntarle nada más: el Homilías sólo hablaba cuando quería él.
—¿No le ha dicho nada el superintendente Panicacci? —dijo, en cambio.
Quadraccia cerró la guía con un sonoro golpe y se puso en pie.
—Panicacci me evita, y yo a él. Así que es difícil que me diga nada. Y además, hoy está enfermo, ¿no? Y yo ayer estuve todo el día en la calle.
Se metió el cuaderno en el bolsillo interior de su chaqueta negra de siempre, se acercó a la ventana y miró las nubes compactas con cara de asco. Para él la discusión estaba cerrada: el superintendente Panicacci no existía.
—Alguien se ha quejado de un uso indebido de la salita insonorizada —añadió Archibugi.
Quadraccia trasladó la expresión de asco del cielo a Corrado.
—¿Y eso quién? ¿El pollero? ¿Su mujercita?
—No. El
cavaliere
Francesco Saverio Tinebra.
Quadraccia se rascó la cicatriz.
—¿Alguien como Tinebra viene a quejarse de que alguien pisa el suelo fregado de los pasillos? ¿Y quién se lo va a creer?
—Panicacci.
—El sí, se lo puede creer.
—Parece que, mientras se quejaba, con mucha educación, por supuesto, el
cavaliere
Tinebra le ha dejado caer a Panicacci que conoce personalmente a Primicerio, el juez que se ocupa del caso Tremolaterra.
Quadraccia se quedó inmóvil unos instantes, de pie, y siguió rascándose la cicatriz. Se oyó, a lo lejos, el ruido de unos pasos agitados. Archibugi tuvo la sensación inequívoca de que había novedades de camino y aguzó el oído, sin mover un músculo. No obstante, el viejo policía demostró que conocía a Corrado mejor que Scialoja, quizá mejor incluso que Lucrezia. Así, como si se diera cuenta de que tenían poco tiempo, dijo con su voz arrastrada e indiferente de siempre:
—Es un poco como la
porta de reto
; la puerta de atrás, para ti, que no eres romano.
Los pasos se acercaban. Pasos regulares, de militar. Un agente de la Seguridad Pública. ¿Quizás el agente de guardia?
—¿Qué significa?
—Ni siquiera yo lo sé; me ha venido a la mente de pronto. Pero en Roma, una vez, antes de que llegarais los del norte, se decía que el Papa tenía una puertecita, en la parte de atrás del Vaticano, y que al anochecer se asomaba a esa puertecita y un par de espías acudían a contarle todo lo que había sucedido en los teatros, en los cafés, en las posadas…