En aquel preciso instante, Armida Petrocchi sirve a una clienta que le pregunta: «Armida, querida, pero ¿qué te pasa? ¡Vaya cara larga! ¿Y tú marido?». Y la pequeña mujer se encoge de hombros y se limita a responder que no está muy bien, con una expresión pétrea que no ha puesto nunca antes, al tiempo que destripa un pollo con movimientos rápidos y seguros.
En aquel preciso instante, Arthur Barrington se asegura de que la puerta de su apartamento esté bien cerrada (ha insistido en que se la repararan enseguida, limitándose a asentir ante la petición del hostelero de que al menos no dejara la llave metida en la cerradura) y aguza el oído para oír los gritos de la Piazza San Marco a lo lejos, con la esperanza de que no anuncien un nuevo delito de Doble W. En la librería, la larga pipa ya está lista para llevarle de nuevo al pasado.
En aquel preciso instante, Onorato Quadraccia le indica al cochero el camino que debe seguir, un sendero de tierra entre matojos raquíticos y hierba húmeda, charcas de barro, agujeros y alguna ruina romana que otra, barrido por el tibio viento.
Y también en aquel preciso instante, dos hombres, uno en el hospital y el otro en campo abierto, se ven implicados en la trama que la culpa y el azar han tejido en los últimos días.
* * *
—Profesor… —dice, corno excusándose, el hombre de la barba incipiente, con una especie de delantal antes blanco, al señor distinguido que abre la puerta en el momento preciso en que él se dispone a entrar.
—Arduino —responde sin abrir apenas la boca el profesor.
Está molesto por encontrarse frente a un canalla semejante, con aquel antojo de color vino que le baja desde la frente y le crea una mancha que le cubre toda la mejilla izquierda: en el Santo Spirito le llaman «Mancha Roja»; sólo los médicos y las monjas que hacen de enfermeras lo llaman por su nombre, es decir, los que lo tratan como lavaplatos y no como amigo. Cuando alguien le grita «¡Arduino!», no hay excusa: toca trabajar.
El profesor sale mirando de arriba abajo al sirviente y llevando tras él a cuatro o cinco jóvenes alumnos que siguen su curso de Anatomía Patológica en la universidad, y retoma su discurso con voz impostada, alejándose con un repiqueteo de pasos por el pasillo, con el grupo de chicos pendientes de sus palabras que esperan llegar un día a ser como él (ellos también le llaman Arduino, piensa el sirviente. ¡Quién se creerán que son!).
Arduino observa al grupo que se aleja, espera a que el pasillo quede libre, por si alguna monja entrometida aparece de pronto; y a continuación se cuela en el museo Anatómico y cierra la puerta a sus espaldas.
No le echa ni un vistazo a la amplia sala: le basta con que esté desierta. Un rayo de sol se abre paso entre las rápidas nubes e ilumina las altas estanterías de palisandro, casi devolviendo a la vida las monstruosidades que recogen: malformaciones del esqueleto, bustos teratológicos, deformidades neonatales o morbosas, cráneos de fetos, minúsculos cráneos macrocéfalos o bicéfalos, en todos los casos presentaciones anatomopatológicas en seco de finales del s. XVII. Después el rayo de sol es engullido por la nube y todo cae de nuevo en la penumbra, como un monstruo oculto en una gruta.
Arduino atraviesa veloz la lóbrega sala y se dirige hacia una pequeña puerta. La abre y entra en un cuartucho sin ventanas, originalmente un trastero para los útiles de limpieza, en el que hay espacio para una vetusta butaca que él mismo ha traído de algún sitio, y para una silla sobre la que hay una vela de sebo. La enciende con un fósforo e inmediatamente un olor a cabra se extiende por el cuarto. Luego se saca una llave del bolsillo y se encierra en su interior.
Es su reino. Aquí Arduino se repone del esfuerzo que supone el trabajo por los pasillos, en muchos casos antes incluso de fatigarse. Algunos amigos de confianza saben dónde encontrarlo si hay problemas. También su viejo amigo de la comisaría sabe que puede encontrarlo aquí: «A propósito, hace tiempo que no da señales de vida», piensa Arduino. En un trozo de papel ha escrito el nombre de los desgraciados que se han presentado en el Santo Spirito los últimos días con las tripas en la mano o con una oreja hecha jirones, una docena de ellos, y a ojo de buen cubero aquel trozo de papel vale una cena, si juega bien sus cartas.
Curioso personaje, aquel poli, con su manía de pedir la lista de los acuchillados. Arduino se acuerda de cuando los muertos por asesinato eran tan frecuentes (en Roma todos morían acuchillados) que los dejaban al fresco en las parroquias y la gente los iba a ver por curiosidad. Los niños preguntaban: «Papá, ¿me llevas a ver a cuántos han matado hoy?».
«El poli es un poco como esos niños», piensa Arduino, mientras se acomoda en su butaca y estira los pies sobre la silla con un suspiro de placidez. La vela emite volutas de un humo apestoso, pero el enfermero no le presta atención: ya tiene la nariz acostumbrada al hedor de los pasillos.
Se estira, nota los párpados pesados, se acomoda en la butaca. De pronto siente algo duro contra la nalga; emite un improperio, palpa con la mano y recupera una jeringa de latón, toda sucia y conectada a un tubito de goma asqueroso. Es la jeringa de Mauriceau, una pieza de museo, que en otro tiempo se usaba para introducir agua bendita en la cavidad uterina, con el fin de bautizar
ante partum
a los fetos que corrían el peligro de perecer durante el parto. Unos días antes Arduino había tenido la ocurrente idea de usarla, con éxito, para combatir sus problemas de estreñimiento.
La tira por el suelo y en ese momento de la jeringa se desprende un fragmento de papel que planea despacio hasta posarse en el suelo cubierto de pelusa.
Arduino frunce el ceño. Sabe por experiencia que en su butaca se encuentra de todo; sin embargo, tarda un momento en recordar cómo ha llegado allí aquel trozo de papel. Pero no es más que un momento, porque enseguida le vuelve todo a la mente: si la semana anterior no hubiera tenido aquellos problemas intestinales, piensa, no estaría tan confundido. El trabajo duro y la enfermedad eran su condena.
Recoge el papelito con un suspiro, lo mueve entre los dedos: es un trozo de fotografía, de color sepia, con los bordes arrugados. Lo que ve es una pierna de mujer desnuda, una pierna bien torneada que acaba en un gracioso piececito con la punta apoyada en una alfombra. Una de aquellas fotografías prohibidas que los señores miran con el monóculo en el ojo y los labios entrecerrados.
Una bonita pierna. Lástima que Arduino no tenga el resto de la fotografía. Habría querido ver cómo continuaba la cosa.
Coloca con delicadeza el fragmento de fotografía sobre la silla y se deja llevar por pensamientos licenciosos, hasta que se sume en el sueño, lejos del estrépito y del olor de los pasillos.
* * *
El otro hombre se despierta sobresaltado. Busca alrededor con los ojos, por instinto animal, no porque le haya asustado algo específico. La vista se le ha acostumbrado enseguida a la oscuridad de la gruta, que no es más que un agujero en una colina, un refugio que conoce bien: en la cabeza tiene un mapa de los refugios practicables, de los arroyos de agua limpia, de los frutales silvestres, de los corrales y los huertos desprotegidos.
El techo de la gruta es un laberinto de finísimas raíces que recuerda la maraña de cabellos que a veces quedan pegados al cráneo; sabe que puede ocurrir que el cabello se quede pegado al cráneo; ha visto muchos cadáveres y esqueletos en su deambular por los campos de Umbría, la Toscana y Lazio, y alguno aún llevaba encima algo útil.
Pensar en los cadáveres le recuerda que la última vez que estuvo en esa gruta no estaba solo. Emite un gruñido. ¿Por qué ha vuelto ahí abajo, y por qué ha ido a parar precisamente a ese agujero? No lo sabe con exactitud, su vida nómada y salvaje le ha privado de la mínima lucidez mental. La sombra que le había acompañado entonces —y que ha vuelto a su memoria de la mano de esos pensamientos sobre la muerte y de la sensación de familiaridad del lugar— desaparece.
En el refugio huele a orina y a tierra húmeda. El hombre se levanta, con los huesos aquejados de unos dolores familiares, y percibe un movimiento confuso justo enfrente: ratones. Inmediatamente mete la mano en la alforja, rebusca y se da cuenta, aliviado, de que sus pocas provisiones están intactas. Patea el suelo y el correteo de los roedores se aleja. Entonces, como un animal, libera vejiga e intestino y coge una piedra, con la que se limpia. Para acabar, se frota las manos contra los calzones informes.
Se acerca con cautela a la salida de la gruta, por la que entra una luz neblinosa, señal de que el tiempo ha cambiado; efectivamente, su olfato asilvestrado le dice enseguida que aquel viento cálido huele a salitre, viene del suroeste y trae calor y lluvia. «El calor está bien, la lluvia no», piensa con un gruñido.
Frunce el ceño cuando sale al aire libre y pasa de la oscuridad del refugio a la pálida luz del día. A su alrededor, hierba mojada, no ya cubierta de escarcha como en los días anteriores, árboles desnudos con la base hundida en una masa pastosa de hojas amarillas. Las montañas, a lo lejos, resultan invisibles tras la niebla.
¿Adónde ir?
No lo sabe.
Con paso incierto se dirige hacia un bosquecillo cercano, porque sabe que cuanto menos camine a campo abierto, mejor. Tiene hambre, pero sus provisiones de alimento están bajo mínimos y prefiere esperar; a lo mejor encuentra algo, raíces o achicoria.
Tiene hambre, pero como sucede a veces, especialmente por la mañana, siente también el deseo sexual.
Y vuelve la sombra del pasado. Esta vez es decidida, clara, límpida, toma la forma de la carne fresca de un niño, de piel delicada bajo la suciedad, con las nalgas blandas pese a su delgadez. El y la sombra, dos seres marginales, dos parásitos del campo. La sombra lo llamaba «papá», es cierto, pero él no sabe realmente si era su padre, ni qué ha sido de la madre, aunque le viene a la mente la palabra «cólera».
El niño, el amigo, el hijo, el compadre, el apoyo, el amante.
¿Qué ha sido de él? ¿Por qué no está ya a su lado?
No lo sabe.
Pero ve, como en un fogonazo, al niño que intenta escapar, y una piedra que le golpea. Nada más.
El niño ya no está, pero el deseo sigue ahí.
El hombre está a punto de aflojarse los calzones, cuando su olfato percibe un olor extraño. Levanta la cabeza como un ciervo cuando detecta el peligro. Inmóvil, inhala el aire como un fuelle, saboreándolo, analizándolo, buscando pistas sobre la naturaleza del enemigo que le acecha.
Después saca el cuchillo de la alforja, lo empuña con fuerza y aprieta las mandíbulas.
Maria Gualtieri iba contando, en un barullo de sollozos, plegarias, lamentos y expresiones de conmiseración. Hablaba, sentada junto a la ventana abierta, retorciendo el pañuelito y las puntas del fular.
Archibugi había decidido que permanecieran en la sala únicamente Gualtieri, Scialoja y Ortolani, con la esperanza de poder descifrar aquel intercambio de miradas. De Matteis había acompañado a otra sala a las otras secretarias, que charlaban al otro lado de la puerta cerrada, con voz en muchos casos irritada o alterada, como si se estuvieran echando en cara quién sabe qué la una a la otra.
El bombín, apoyado en medio del escritorio de Tremolaterra, emanaba un aire de muerte, como un vaso canópico, símbolo de un hombre ya desaparecido.
El miércoles por la mañana, Guido Tremolaterra le había hecho una confidencia a Maria Gualtieri: le había revelado que tenía necesidad de desaparecer unos días. Que no le preguntara por qué, por favor, un caballero no podía meter en líos a una señorita como ella, y pese a todo se había rebajado a pedirle ayuda y esperaba que ella lo entendiera, o eso es lo que había dicho. Había recibido noticias, una nota (Maria no sabía qué ponía ni quién se la había traído) que requería su atención. Tendría que dejar sus ocupaciones habituales, apartarse de todo durante un tiempo, para reflexionar sin agobios. ¿Podía ayudarlo?
—Naturalmente, me sentí honrada…
¡Naturalmente! Mientras caminaba arriba y abajo, Corrado Archibugi se preguntaba qué poder tenía Tremolaterra sobre aquel grupo de señoritas: ¿las seleccionaba adrede, detectaba su debilidad? ¿Se quedaba con la que reconocía inmediatamente su loción para el cabello? Era ridículo. ¡Y las miradas de horror y celos de las otras, cuando la Gualtieri había hecho aquella confesión! Y en todos aquellos cambios de humor, en aquel erotismo más o menos reprimido, ¿qué papel tenía Adele Ortolani, la madre abadesa, la vestal del escritor? Archibugi había querido que ella estuviera presente en la declaración de Gualtieri, pero resultaba del todo imposible extraer emoción alguna de su expresión gélida: aquella mujer estaba acostumbrada a controlar las emociones, a enmascararlas.
¿Y la nota inesperada? ¿Qué ponía, que requiriera su atención de un modo tan urgente y reservado? Había llegado el miércoles por la mañana, poco antes o poco después de la visita de Sabbatini, mientras Petrocchi hacía su explosiva declaración en el despacho de Panicacci: una sospechosa coincidencia que invitaba a buscar un vínculo entre ambas cosas.
Scialoja le llevó un vaso de agua a Gualtieri, y ésta se lo bebió con avidez.
—Gracias. Guido, es decir, el señor Tremolaterra, sabía dónde vivo: yo no podía alojarle, ustedes lo entenderán —explicó, ruborizada, mirando a Adele Ortolani, que, sin embargo, parecía más interesada en la alfombra en aquel momento—. Por otra parte, él mismo comprendía que no era posible… que yo le diera cobijo. Pero sabía que al lado de mi casa había una buhardilla vacía, de la que yo tenía la llave, porque la señora que vivía allí me había hecho una copia. Estaba sola y era mayor, ¿saben…?
—Así pues, ¿Tremolaterra durmió en la habitación contigua a la suya el miércoles por la noche? —inquirió Archibugi, pasando por alto cómo Tremolaterra podía saber que había una buhardilla apartada y disponible junto al piso de Gualtieri.
Sí, había dormido a su lado, es decir, en la habitación al lado de la suya (otra vez se ruborizó, y Archibugi pensó en cuántas veces más habría dormido el periodista junto a la joven, es decir, en la habitación de al lado). Todo ello en el mayor secreto, evitando que le viera la portera, algo por otra parte nada difícil: ya habían visto qué tipo de persona era. Tremolaterra no le había pedido nada y se había portado como un perfecto caballero (otra mirada a la madre abadesa). No le había parecido agitado ni nervioso, quizás algo reservado, silencioso.