—¡A la Morte Desolata! —exclamó Maria Gualteri, que se llevó una mano a la boca.
—¡Maria! —la regañó Adele.
La mirada de Archibugi pasaba de una a la otra.
—Sí, a la Morte Desolata, donde mis colegas estaban desenterrando a un niño de apenas doce años, muerto por un golpe violento en la cabeza. Aquella misma noche, Tremolaterra aparece en un restaurante aquí cerca, próximo a donde vive usted, señorita Gualtieri… —¿Se enciende de pronto una lucecita en los ojos de Adele Ortolani? Si es así, no dura más que un abrir y cerrar de ojos—. Está encerrado en sí mismo, mudo, parece preocupado. ¿Por qué? Las amenazas de la mañana, de las que ha hablado a las señoras, no parece que le hayan dejado tan afectado. Después, ayer por la mañana, en los periódicos, o mejor dicho en un periódico, aparece la noticia del niño muerto y, sobre todo, de las señales sobre su cuerpo, una doble W, como la que aparece en una historia de su novela. Está claro que nos encantaría interrogar a Tremolaterra: pero no sabemos dónde está.
—¿Creen que correrá algún peligro? —preguntó la señorita Squartini.
—¿Algún peligro? —intervino la señorita Amadìo—. Pero ¿qué cosas se te ocurren?
—¡Oh, Señor! —susurró la señorita Gualtieri.
—¡Dejémonos de tonterías, Giovanna! —protestó la señora Ortolani, bajo la mirada asombrada y ansiosa a la vez de las secretarias—. A lo mejor al señor Tremolaterra no le apetecía hablar con los señores de la comisaría, eso es todo. Y con motivo, por lo que he visto yo misma.
Archibugi sonrió.
—Quizá tenga razón usted, señora Ortolani. A lo mejor Tremolaterra ha desaparecido porque no quiere revelarnos lo que sabe.
—Yo no he dicho eso —precisó la Ortolani.
—Se lo ruego, ¿puede apagar ese puro? Ese olor…, no me encuentro bien.
Todas las miradas se posaron en Maria Gualtieri, que se frotaba el cuello como si le faltara el aire. Archibugi siguió fumando su puro.
—Sin embargo —prosiguió—, la historia se complica. Nosotros perdemos completamente el rastro de Tremolaterra. No sabemos dónde duerme. No sabemos dónde ha…
—Se complica para ustedes —objetó Adele.
Por el rabillo del ojo, la madre abadesa controlaba a Maria Gualtieri, que se había quedado pálida.
—No, señora Ortolani, las cosas se complican para Tremolaterra.
Archibugi se levantó de golpe del escritorio, miró un buen rato a las secretarias y detectó en ellas perplejidad, ansiedad y miedo. Parecía como si Adele Ortolani estuviera haciendo de todo para tranquilizar a «sus» señoritas, instilándoles confianza en el gran escritor y desprecio por aquellos polis. Y sin embargo, también ella se frotaba las manos con fuerza, hasta el punto que se le marcaban finas venas azules en el dorso.
—¿Reconocen esto?
Con un gesto teatral, cogió la bolsita de tela por el fondo y la volcó sobre la mesa. Con un débil ruido, cayó un bombín de color antracita, que sobre el escritorio de Tremolaterra creaba una imagen irreal, como una gamba junto a una estatua de Zeus en los jeroglíficos de las revistas.
—¡Dios santo! —exclamó Gualtieri, que se puso en pie de un salto.
La silla cayó por el suelo ruidosamente. También las otras se pusieron en pie, todas se acercaron al escritorio, cogieron el sombrero y lo miraron, casi arrancándoselo de las manos la una a la otra. Frases fragmentadas, hipótesis, preocupaciones. Adele Ortolani les ordenó a todas que volvieran a su sitio, pero comprendió que la situación estaba perdida. Aquel sombrero la había impresionado también a ella: de pronto se había quedado pálida, desencajada por un momento. No obstante, recuperó enseguida el autocontrol.
—No es más que un sombrero como otros miles —dijo, con aire de desprecio, casi sin mirarlo.
—No, señora, éste es el sombrero de Guido Tremolaterra, y todas ustedes lo saben, a juzgar por su reacción. Un bombín caro, comprado en Sebregondi, en la Piazza Capranica, talcomo se ve por la marca. Además, hay una etiqueta con el nombre de su propietario.
—¡Es cierto, señora, aún huele a la loción del señor Tremolaterra! —dijo la señorita Amadìo con voz histérica; después se ruborizó.
—Este bombín estaba en posesión de un vagabundo que, según dice, lo encontró por el suelo. Se lo ha puesto en la cabeza y con ese truco ha conseguido hacer creer a los camareros de Ronzi e Singer que tenía dinero para pagar unos dulces esta misma mañana: la típica historia del hábito que no hace al monje. Y no tenía dinero. Así que los agentes lo han llevado ante el delegado competente que, al ver de quién era este bombín…
—Lo encontraría en el suelo. El señor Tremolaterra lo había perdido. Este viento… —dijo Ortolani, que seguía intentando suavizarlo todo, que seguía sin ver las cosas, o procurando que las otras no las vieran.
Con todo, su voz sonaba menos decidida, menos vibrante de emoción o de aprensión.
—En absoluto. Ni lo perdió ni se lo llevó el viento. El vagabundo ha contado que, junto al sombrero había también una chaqueta, un cuello de camisa y un par de pantalones, todo hecho un ovillo, como si alguien se hubiera deshecho de todo. Las prendas se las repartió con un par de amigos suyos que aún estamos buscando. Todas estarán de acuerdo conmigo, señoritas, que si estas prendas fueran del señor Tremolaterra, debe de haberle sucedido algo grave. Así pues, si saben algo, es necesario que hablen ahora, enseguida, para que no perdamos ni un solo segundo. Podría depender de ello la vida del señor…
Del gineceo surgió una frase en voz baja, pero coincidió con un trueno que la hizo incomprensible. Archibugi miró a su alrededor con expresión enojada. También De Matteis y Scialoja aguzaron el oído.
—¿Quién ha hablado?
Silencio. Corrado dio un puñetazo en la mesa y gritó:
—¡Adelante! ¿Quién ha hablado?
—Es culpa mía.
Archibugi tardó unos instantes en entender de quién era aquella voz quebrada procedente de la maraña de señoritas que se aglomeraban y confabulaban alrededor del bombín, como si fuera la reliquia de un santo.
Dio con los ojos hinchados y llenos de lágrimas de Maria Gualtieri, que se cubría con las manos las mejillas temblorosas e, inmediatamente, siguiendo una intuición, desvió la mirada hacia Adele Ortolani. Tal como imaginaba, los ojos de la madre abadesa estaban clavados en Gualtieri, que estaba rodeada de colegas que intentaban reconfortarla o, más bien, conocer sus motivos, pero Corrado no consiguió penetrar en aquella mirada gélida. Intuyó un intercambio de mensajes, pero el código le era desconocido.
—¡Es culpa mía, oh, Dios mío! —repitió la secretaria, mirando a su alrededor como si esperara ser lapidada.
Desde el principio, Onorato Quadraccia había tenido la esperanza de no tener que hacer lo que estaba a punto de hacer.
Desde el principio había comprendido que el niño muerto era como un piojo, que se te mete entre los pelos y te planta millones de huevos que ya no te quitas de encima, y te quedas ahí rascándote hasta que empieza a sangrarte la piel.
En el cementerio de la Morte Desolata: aquél había sido el peor momento. Habría preferido no ver siquiera al niño, aunque sabía perfectamente que no verlo significaba otros tantos millones de huevos entre los pelos, que le darían que rascar durante mucho tiempo. Al final la estúpida conmoción de Scialoja había sido la que había marcado los acontecimientos: él lo había visto; sin embargo, aquello tampoco había cambiado nada. Tampoco habría podido cambiar. Lo viera o no, tenía las de perder.
Desde el principio sabía que aquél era un juego al que no podía ganar.
La noche anterior, después de perder el tiempo en el local de Pepp'er Tosto, había ido a la posada de siempre en el Trastevere: pero no había cenado; tenía el estómago hecho un nudo, enredado como los pelos de una bruja. El posadero se había quedado de piedra al ver que se dirigía hacia él en vez de sentarse en la mesa de siempre —que nadie pensaba siquiera en ocupar desde hacía años— y esperar la llegada del plato del día y el vino tinto. Y más de piedra se quedó cuando le dijo que tenía que hablar con la cocinera, que además era la esposa del posadero. Así que había pasado por delante de él y había entrado en una gruta de paredes oscuras y resbaladizas, llena de humeantes cazuelas requemadas.
A la cocinera, una mujerona con un delantal salpicado y dos brazos como jamones, casi le dio un espasmo.
—¡Onorato! —dijo.
Lo conocía desde que eran jóvenes, cuando él no tenía aún la cicatriz ni la nariz rota, pero sí algunos cabellos blancos, cuando trabajaba para el Papa Rey en vez de para el Rey, aunque el resultado era siempre el mismo: huesos rotos y esposas.
Quadraccia fue enseguida al grano, sin saludar, con las manos metidas como siempre en los bolsillos del abrigo y la nariz arrufada ante aquellos olores que le atacaban al hígado. Un gato enorme comía restos en un rincón de la caverna, junto a una pila de verduras reblandecidas, asaduras, espinas de pescado y cortezas de queso.
—¿Has visto a Patrizia últimamente? ¿Sabes algo de ella?
Ella abrió los ojos como si el Papa hubiera soltado una maldición. ¡Patrizia! Aquel nombre estaba prohibido, no se podía mentar ante Onorato Quadraccia; y ahora el inspector lo soltaba con su habitual tono indiferente. ¿Patrizia?
—¿Te has vuelto sorda?
—No, no la había visto, no sabía nada. ¿Qué iba a saber? Sí, seguía allí, donde había estado siempre desde que…
Pero la cocinera se detuvo prudentemente y se quedó mirando al inspector con escepticismo.
Entonces Quadraccia se encogió de hombros y gruñó:
—Mejor así.
Un minuto más tarde ya estaba fuera y la puerta de la posada se cerraba a sus espaldas, ante la mirada sorprendida del posadero, que se precipitaba a la cocina para saber qué era loque había hecho su esposa.
* * *
Naturalmente —había pensado Quadraccia mientras se desnudaba en su pequeña y gélida habitación—, el hecho de que no hubiera novedades no significaba nada. Patrizia y la cocinera habían sido amigas, y aún lo eran, pero vivían lejos y, aunque hubiera ocurrido algo, desde luego Patrizia no habría venido a la ciudad para llorar sobre el hombro de aquella bruja de las cazuelas.
No obstante, aquella noche se metió en su cama hundida y chirriante con la sensación de que los piojos le picaban menos. Aunque a la mañana siguiente seguían ahí, rascándole el alma.
Se fue a comisaría a buena hora para que Panicacci le firmara una orden. El superintendente ya vociferaba reclamando la presencia de Archibugi, con un ridículo bombín sobre la mesa que parecía más importante que la corona de espinas de Jesucristo. Salió a toda prisa del edificio y en el portal se encontró con Archibugi.
—¡Ah! El inspector Archibugi.
—Llevo un día de perros, Quadraccia —le advirtió Corrado, con los ojos rojos por el viento, con ojeras por la noche pasada en la Morte Desolata y los músculos doloridos por la galopada.
—Ya me lo dirás dentro de un rato —dijo Quadraccia, que ya sabía del bombín que tenía tan interesado a Panicacci—. Sólo quería decirte que me voy a pedirles a los
carabinieri
que nos echen una mano. Llevo en el bolsillo una petición formal, firmada por el Toscano. Sólo por hacer las cosas bien: pensaba hacerles dar una batida por la zona de Lo Sprofondo, a ver si alguien conoce a aquel niño o está al corriente de alguna desaparición. Pensé que deberías saberlo.
Archibugi iba a responderle que era una buena idea (él mismo había pensado en ello el día anterior y llevaba en el bolsillo una carta que iba a darle a firmar a Panicacci, para poder realizar la solicitud al juez); pero Onorato Quadraccia se le había adelantado y era ya una figura enjuta y enfundada en aquel abrigo negro que se alejaba con los hombros gachos por entre el viento, pensando que ya era hora de quitarse de encima aquellos piojos, de un modo u otro.
* * *
Quadraccia llevó la solicitud formal de Panicacci a la legión de la benemérita, el cuerpo de los
carabinieri
de Roma, situada en la casa profesa expropiada a los jesuitas, no muy lejos del hotel en el que acababa de despertarse Arthur Barrington, tras un sueño agitado y dominado por el miedo —y quizá la esperanza— de que muy pronto le pudiera atrapar el fantasma de Doble W.
Desde la legión, y después de la consabida espera en el mostrador, mientras en la calle se oía a los vendedores de periódicos que voceaban la «misteriosa desaparición del creador de Bellacuccia», olvidándose completamente del cadáver de Ripa Grande, se puso en marcha, orden en mano, hacia el cuartel de los
carabinieri
de San Paolo, acompañado de un subteniente, a quien le explicó en breve la situación: el lugar donde habían encontrado al pequeño, las conclusiones del informe y, sobretodo, qué es lo que había que buscar y qué había que preguntar a los miserables habitantes de aquella zona desolada del campo romano asolada por la malaria.
—Realmente, ¿cree que tiene algo que ver ese tal Doble W? —le había preguntado el subteniente, que era de los que leían los periódicos.
—Los fantasmas no matan niños, subteniente. Esas patrañas se las dejo a los burócratas chochos y a los escritorzuelos de tres al cuarto.
—¿Burócratas? ¿Qué burócratas?
Pero Quadraccia ya había hablado demasiado, y no estaba de humor para charlar: nunca lo estaba, pero aquella mañana los piojos lo atormentaban como nunca: necesitaba librarse de ellos como fuera.
Cuando la calesa llegó al cuartel de San Paolo, el subteniente bajó y se giró hacia Quadraccia; pero el inspector se limitó a decir:
—Esta tarde volveré para saber qué han encontrado.
Y, ante la mirada sorprendida del
carabiniere
, hizo un gesto al cochero para que se pusiera en marcha hacia el campo, con un viento que arrastraba polvo y hojas muertas y curvaba las ramas secas de los árboles.
En aquel preciso instante, Corrado Archibugi le pide a Maria Gualtieri que se siente, mientras los delegados Scialoja y De Matteis hacen esfuerzos por alejar a las otras secretarias de su colega para que pueda respirar mejor, y Adele Ortolani se aparta lo justo para evitar el contacto con los policías.
En aquel preciso instante, Fabio Petrocchi aporrea la puerta de la salita de la sucursal de la comisaría, con los ojos encendidos y los cabellos enredados como las serpientes de Medusa, gritando que le dejen salir o que al menos le dejen hablar con su querida esposa.