—Sí —se mostró de acuerdo Tarod, con una expresión pensativa en sus verdes ojos—. Sí, creo que tienes razón. Gracias, hermano.
No le importó el intenso frío nocturno al cruzar el patio y entrar en el Castillo por la puerta principal. El pestillo y los goznes crujieron de manera abominable, lo que le despertó aún más recuerdos, y, como surgido de la nada, apareció un gato, que corrió hacia él y ronroneó fuertemente mientras se frotaba contra sus piernas. Tarod sonrió y se llevó un dedo a los labios, como si hiciera partícipe al gato de una conspiración privada y secreta. Al recibir una amable orden mental, el animal se alejó de vuelta a la oscuridad y a sus arcanos merodeos, y los pasos de Tarod resonaron cuando cruzó el enorme y desierto salón de la entrada en dirección a la elegante escalera con sus balaustradas talladas. Había muchos fantasmas en aquel antiguo lugar, pensó. Era fácil imaginar que rostros de personas largo tiempo muertas tomaban forma en las sombras, o escuchar las voces de habitantes del pasado, a los que se concedía un breve y susurrante retorno a la vida al atribuirles los ruidos nocturnos de un edificio antiguo que nunca estaba totalmente silencioso. El aire frío que se colaba por debajo de una puerta podía interpretarse como un suspiro o como el suave roce de una falda o una capa. Una ráfaga en un pasillo, que hiciera temblar una antorcha apagada en su soporte, podía imitar el ruido de copas sobre una bandeja o el golpeteo del tacón de una bota sobre la piedra. Tarod sonrió ante sus fantasías y comenzó a subir la escalera; entonces, a medio camino, se detuvo y miró hacia arriba.
Ailind estaba en el gran rellano por encima de él. Sin testigos humanos, había dejado a un lado los pequeños disfraces que usaba para mantener una apariencia de humanidad. Un aura tenue y pálida latía alrededor de su delgado cuerpo, y sus ojos, sin iris ni pupila, brillaban en la oscuridad como oro fundido.
—He estado esperándote —dijo.
Tarod inclinó la cabeza y se permitió un atisbo de sonrisa.
—Eso pensaba. ¿Dónde hablaremos? El comedor me parece un sitio tan bueno como cualquier otro.
—Como quieras. —Ailind se acercó al arranque de la escalera y juntos bajaron y cruzaron el suelo enlosado. En el comedor, el fuego estaba apagado, y las hileras de mesas y bancos proyectaban duras sombras angulares en la penumbra. Se acercaron al hogar, y a un gesto de Tarod una brillante llamarada cobró vida en la chimenea. Ailind la contempló durante unos instantes; luego se volvió para mirar a la cara a su contrario y adversario.
—Sin duda, a ambos nos mortifica reconocerlo —dijo—, pero en esto, si no en nada más, creo que tenemos una causa común que nos obliga a dejar de lado nuestras diferencias.
Tarod acercó un banco al fuego y se sentó.
—Tus pensamientos reflejan los míos, Ailind. —Su mirada de color esmeralda se fijó penetrante en el señor del Orden—. Hay que hacer algo. Y, después de lo que he visto esta noche, estoy convencido de que ninguno de nuestros amigos humanos puede reunir la autoridad para controlar este problema. Debemos ocuparnos de este asunto.
Ailind asintió.
—Me disgusta decirlo de los servidores del Orden, pero están demostrando ser tan estúpidos como los seguidores del Caos. —Tarod no hizo caso de la pulla, y el señor del Orden continuó—: Seré franco contigo. Este comportamiento infantil de los habitantes del Castillo no puede continuar, por dos razones. La primera es que resulta bastante ridículo que los adeptos peleen entre sí en un momento en que como mínimo deberían aparentar unidad ante la amenaza de la usurpadora. Cuanto más divididos parezcan, más débiles serán a ojos de Ygorla; y eso no nos interesa ni a nosotros ni a ellos.
Tarod mostró su aprobación con un gesto, pero no dijo nada.
—Segundo —prosiguió Ailind—, estoy seguro de que sirve tan poco a tus propósitos como a los míos que estas facciones en conflicto nos distraigan constantemente. Ambos tenemos asuntos más urgentes que nos preocupan y no podemos dedicarnos a pacificar o castigar a mortales ciegos y estúpidos. A menos que se haga algo para resolver la situación, los únicos vencedores de este conflicto serán la usurpadora y su demonio progenitor. No deseamos que eso suceda, al igual que vosotros. Nosotros también queremos ver la destrucción de Ygorla, porque a largo plazo su supervivencia sirve tan poco a nuestros intereses como a los vuestros. Pero estas despreciables rivalidades amenazan con ponernos a ambos en peligro. —Alzó la vista—. Necesitan una lección. Una lección breve, dura, pero eficaz que les demuestre cuáles son las verdaderas prioridades.
El rostro de Tarod no mostró ningún cambio, pero las palabras de Ailind confirmaban las sospechas que él y Yandros compartían desde hacía algún tiempo. No era sorprendente que Ailind tuviera pensamientos similares a los suyos, pero el hecho de que hubiera decidido pasar a la acción sólo podía significar una cosa: el Orden tenía una estrategia planeada.
Sin duda, Ailind no lo admitiría, ni siquiera ahora, pero resultaba evidente; porque nada lo hubiera convencido para tragarse su orgullo y proponer una alianza a menos que tuviera un motivo preciso y urgente.
Sonrió, aunque con cierta ironía.
—Te he subestimado, Ailind —dijo—. Parece ser que por una vez estás dispuesto a poner el sentido común por delante de tus amados principios. Me pregunto: ¿qué ha podido hacerte cambiar así de opinión?
Ailind no picó, pero las comisuras de su boca temblaron.
—Ninguno de los dos puede prestar demasiada atención a los principios en las presentes circunstancias. Nos guste o no, por el momento nuestra actitud debe ser puramente pragmática, y el pragmatismo tiene sus necesidades. Tanto vuestros seguidores como los nuestros deben recibir la lección; si una facción se viera implicada sin la otra, eso sólo serviría para que las diferencias se hicieran más profundas y las cosas fueran a peor. Ninguno de los dos puede influir sobre los seguidores del otro, de manera que, por muy lamentable que sea, debemos cooperar.
Y cooperar
—pensó Tarod—
para servir al retorcido plan que tú y Aeoris habréis pergeñado para conseguir vuestros propios fines
. Pero se guardó sus pensamientos. Ailind no era tonto; debía darse cuenta de que Tarod sabía que existía un motivo ulterior, por lo que no tenía sentido decirlo en voz alta. Aquel acto era tanto en beneficio del Caos como del Orden; porque, si no se cortaba de raíz el conflicto entre los adeptos, pronto se producirían más derramamientos de sangre, y eso no le haría bien a nadie.
Se encontró con la inhumana y dorada mirada de Ailind y dijo, casi con aire descuidado:
—Muy bien. Parece que estamos de acuerdo… y tengo una propuesta. —Ailind pareció sorprendido, y Tarod sonrió—. Dejemos de aparentar que ninguno de los dos esperaba esta reunión, Ailind. Le he estado dando vueltas al problema tanto tiempo como tú, y creo que tengo una solución adecuada. La forma más eficaz de hacer que nuestros amigos mortales recuperen la cordura sería mostrarles directamente a qué clase de adversario tendrán que enfrentarse dentro de poco. Y el modo más sencillo y mejor de hacerlo es utilizando el Laberinto.
El Laberinto era uno de los muchos artefactos del Castillo que Yandros llamaba cínicamente «juguetes perdidos del Círculo». Se encontraba fuera de sus murallas, en la extensión de hierba que cubría el macizo de granito sobre el que se alzaba el Castillo. A todas luces, no era más que un rectángulo de hierba de un verdor y frescura inusuales; de hecho, poseía unas propiedades que los adeptos, en los pacíficos años transcurridos desde los días de juventud de Keridil Toln, habían olvidado cómo usar. Aunque el Laberinto era una creación del Caos, los señores del Orden lo conocían bien, y Ailind pareció divertido.
—Ah, sí —dijo—. Fue motivo de muchas especulaciones y esfuerzos hace poco tiempo, ¿no es cierto? Me parece recordar que algunos adeptos intentaron recuperar sus secretos.
—Lo intentaron, y fracasaron. —Los ojos de Tarod lanzaron un destello—. Han pasado menos de cien años desde que se usaba con normalidad, pero en ese tiempo no sólo han perdido la capacidad de hacerlo funcionar, sino que incluso han perdido todos los documentos referentes a sus funciones.
—Quizás aprendan dos lecciones por el precio de una —observó Ailind—. Muy bien, estoy de acuerdo con tu sugerencia, y recomiendo que escojamos un pequeño grupo compuesto por nuestros seguidores de mayor nivel. Si podemos hacer que comprendan la verdadera naturaleza del peligro, serán capaces de reunir suficiente influencia entre todos ellos para acabar con estas disputas destructivas y mezquinas.
Tarad asintió y sonrió con sombrío humor.
—Éste es un día extraño, Ailind. El Caos y el Orden colaborando.
Ailind se encogió de hombros.
—Como ya he señalado, el pragmatismo impone sus necesidades. A largo plazo, claro, no cambia nada.
—Claro. Si lo hiciera, no seríamos lo que somos.
Intercambiaron una mirada en la que incontables siglos de rivalidad que ninguna mente humana podía esperar comprender quedaron momentánea y devastadoramente encerrados. Entonces, bruscamente, Tarod se puso en pie.
—Haremos que se reúnan aquí. Sugiero mañana por la noche, dos horas antes de que se ponga la segunda luna. El resto de los habitantes estará dormido, de forma que no nos molestará ninguna intromisión.
Ailind calculó mentalmente.
—Para esa hora la usurpadora estará atravesando Hannik… Sí, es una buena elección. Muy bien. —Él también se puso en pie y lanzó una mirada al fuego, que despidió una llamarada y se apagó—. Entonces hasta mañana. Y esperemos que esto produzca el efecto deseado.
Tarod salió del comedor antes que Ailind, y éste permaneció durante algunos minutos junto al fuego apagado, reflexionando acerca de los resultados del encuentro. Su rostro era inescrutable, pero estaba ciertamente satisfecho. Ni por un momento se le había ocurrido que Tarod subestimara sus motivos para sugerir aquella inverosímil alianza; pero lo complacía el hecho de que el señor del Caos no hubiera adivinado su tercer motivo, no expresado, para poner fin a la particular guerra de los adeptos.
Que en el Castillo hubiera facciones fuertemente enfrentadas no se adecuaba a la estrategia del Orden, ya que facciones diferenciadas significaban una gama más amplia de opciones para cualquier individuo que se volviera desafecto para con la causa del Orden. Un individuo así sería el cebo de la trampa que Ailind y Aeoris pensaban tender a Ygorla; y Ailind no quería correr el riesgo de empujar el cebo a los acogedores brazos de los seguidores del Caos. Aquella nueva situación, pensó, cuando se combinara con los estímulos adecuados, serviría perfectamente a su plan…
Los dos señores contaban con sus métodos para alcanzar las mentes de sus siervos humanos, de manera que, en mitad de la siguiente noche, siete personas con ojos legañosos se sorprendieron al verse empujadas a abandonar sus lechos y bajar al comedor. La elección del número siete era una coincidencia, aunque resultaba apropiada en cierto modo. Tarod y Ailind habían acordado que los tres miembros del triunvirato debían ser lógicamente incluidos, pero también se mostraron de acuerdo en que la Matriarca, con su enfoque de sentido común y su rechazo cada vez más decidido a tomar partido por un bando u otro, resultaba neutral. Los seguidores del Orden estaban representados por Tirand, Calvi Alacar y Gant Faran Trynn, un miembro superior del Consejo de Adeptos, maestro con una temida reputación de estricto entre los alumnos. Los elegidos por Tarod eran Karuth, Strann y —para sorpresa de Ailind— Sen Briaray Olvit. Sen ciertamente no destacaba como seguidor del Caos, pero era la clase de hombre capaz de reconocer la verdad cuando se encontraba con ella y capaz de reconocer sus errores; y eso, dijo Tarod arrogantemente, serviría a los propósitos del Caos mucho mejor que la ciega obediencia. No había sido un buen día para el grupo allí reunido. La pelea del día anterior había tenido repercusiones que Tirand vio con rapidez que escapaban a su control. Al parecer, nadie era capaz de ponerse de acuerdo sobre el castigo que debía imponerse a Wilden Kens, y las opiniones encontradas que habían llevado a más discusiones tras el incidente se estaban enconando cada vez más. Ciertos elementos jóvenes y estúpidos se habían inspirado en el ataque de Wilden para dedicarse a llevar a cabo venganzas propias, y, aunque ninguna de las escaramuzas resultó seria, Karuth había estado ocupada curando magulladuras, golpes, ojos morados e incluso un brazo roto porque uno de los niños del Castillo había empujado a otro por una escalera. Los otros miembros del grupo habían tratado de hacer valer su influencia de alguna manera, pero los intentos de hacer recuperar la razón tuvieron escaso efecto, y cada vez se hacía menos caso de las órdenes directas. Así que fue un grupo cansado y desanimado el que respondió a la llamada y se encontró con que los dos dioses estaban esperándolos.
De la manera más breve posible, Ailind les explicó lo que él y Tarod se proponían hacer. Iban a ver de cerca los estragos que Ygorla estaba causando en el mundo mientras viajaba en dirección a la Península de la Estrella, y lo iban a hacer mediante una visita a la provincia de Han utilizando el Laberinto.
Tarod no supo si sentir tristeza o diversión ante la mezcla de asombro y disgusto que vio en los rostros de los adeptos, y con un mínimo rastro de ironía en la voz les explicó el secreto perdido que en vano habían intentado poner al descubierto. El Laberinto, dijo, era un portal; a diferencia de la Puerta del Caos, no era una vía de comunicación entre mundos sino un medio de efectuar pequeños ajustes de espacio y tiempo. En el pasado se había utilizado para situar al Castillo ligeramente desfasado con respecto a las dimensiones normales del mundo, de forma que resultara inaccesible para quienes no supieran atravesar las complejidades del Laberinto. Entrando en el Laberinto guiados por él y por Ailind, podrían ser testigos de lo que en aquel momento sucedía en la ciudad de Hannik. Y lo que vieran, y las noticias que trajeran a sus compañeros, pondría fin de una vez por todas a la mezquina locura que en el presente afectaba al Castillo, tal como lo deseaban ferviente y firmemente los dos dioses.
Los siete mortales escucharon la orden en aturdido silencio. Todos habían abrigado secretas esperanzas de que uno u otro de los dioses intervendría para acabar con los crecientes problemas, pero ninguno había esperado algo semejante; y desde luego no habían esperado ver a Tarod y a Ailind unidos en sus intenciones.