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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (34 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora
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—Paz.

En un instante, el pánico cedió y la multitud permaneció quieta. La gente parpadeaba, sorprendida al descubrir de repente que sus mentes estaban tranquilas, y se oyó el arrastrar de sillas cuando, apaciguados y un tanto desconcertados, fueron sentándose de nuevo lentamente. A Karuth le dolían las rodillas, allí donde el súbito y brusco contacto con el suelo las había arañado, y el corazón le latía con intensidad, pero también ella se vio atrapada y calmada por la pequeña demostración de poder de Tarod, y volvió a ocupar su asiento, agradecida al ver que podía respirar de nuevo.

Ygorla estaba de pie, rígida, y miraba al señor del Caos. Su rostro mostraba una blancura fantasmal; en contraste, su boca pintada, era un feo tajo carmesí, y su mandíbula estaba tensa, intentando escupir la rabia reprimida que sentía en su interior. Detrás de la mesa, Strann estaba agachado en su cojín, intentando parecer lo más pequeño e insignificante posible. Calvi se había hundido en su asiento como un animal acorralado y tenía el aspecto de estar mareado.

Tarod alzó su mano izquierda para apartarse del rostro un mechón de cabellos, y la imagen de la estrella de siete puntas relampagueó una vez más en el anillo que portaba.

—Creo que tienes negocios que tratar conmigo. Exponlos.

—Tú… —Ygorla recuperó por fin la voz, que la furia había vuelto chillona—. Te atreves a desafiarme, te atreves a hacer esta lamentable demostración. —Con gestos precipitados, cogió la gema del Caos y la mostró—. ¡Sabes qué es esto! ¡Sabes qué puedo hacer!

De nuevo, Tarod esbozó su terrible y maligna sonrisa.

—Claro. Pero ¿lo harás? ¿O es que tu progenitor no te ha contado las muchas maneras que pueden adoptar las represalias del Caos? —Bajó de nuevo la mano, y el aura negra latió con energía fantasmal—. Debería haberte advertido que sabemos cómo tratar con nuestra gente.

Una adepta sentada al lado de Karuth se estremeció violentamente, cuando un leve atisbo de lo que traslucían las palabras de Tarod llegó a las mentes humanas más receptivas de la sala, y Karuth misma se vio obligada a mirar a otro lado, sintiéndose de pronto muy asustada. Tuvo una intuición del tipo de apuesta que Tarod estaba haciendo, porque sabía lo peligroso que podía ser confiar, aunque fuera mínimamente, en la sabiduría de la usurpadora. Si perdía el control ante aquel desafío, Ygorla podría cometer con facilidad el terrible error de destruir la gema del Caos. Si eso ocurría, moriría al instante; o quizá, con el control de Tarod, en los próximos mil años. Pero con ella moriría un dios y el Equilibrio se echaría a perder. No, de ningún modo debía llegarse a eso, pensó Karuth con desesperación. ¡No debía llegarse a ese extremo!

Pero al parecer había subestimado a Ygorla. La usurpadora estaba recuperando el dominio de sí misma, y, aunque no cometió la temeridad de sostener la mirada glacial de Tarod, el color de porcelana regresó a sus mejillas y una leve sonrisa comenzó a dibujarse en sus labios.

—Creo —dijo por fin— que ni siquiera tú, Tarod del Caos, eres tan ingenuo como para creer que soy tan estúpida. Nos sentaremos, y escucharás lo que tengo que decirte.

Volvió a tomar asiento y señaló el tercer asiento vacío. Tarod no hizo caso de su gesto imperioso, e inmediatamente la voz incorpórea se escuchó con fuerza en la sala.

—¡Todos deben sentarse en presencia de la Emperatriz! ¡Todos deben tomar asiento, siguiendo las órdenes de la Emperatriz!

Tarod miró a algún sitio entre las vigas del alto techo de la sala, y una funesta luz brilló un instante en sus ojos. La irritante voz cesó de inmediato, dejando un vacío que sugería que quien hablaba no sólo había sido silenciado sino que también había dejado de existir.

—Tus torpes actitudes me aburren —le dijo a Ygorla el señor del Caos—. Di lo que tengas que decir y no me hagas perder más el tiempo.

La seguridad de Ygorla había vacilado un tanto al ver con qué facilidad se deshacía de su siervo, pero se recuperó con rapidez.

—Bien, si así lo prefieres quédate de pie o siéntate, como quieras —replicó—. Y escucharás mis condiciones.

Tarod sonrió apenas al escuchar su utilización de la primera persona del singular.

—Tus condiciones —repitió—. De manera que tu progenitor sigue dejando que sus siervos se ensucien las manos por él, ¿no es así? —Se rió, y fue una risa que Karuth deseó no volver a escuchar jamás—. Muy bien. ¿Cuáles son tus condiciones?

Aquél era el momento que Ygorla había estado esperando, y, a pesar del peligroso estado de ánimo de Tarod, estaba decidida a sacarle el máximo partido. Chasqueó los dedos, y se materializaron dos elementales del aire que transportaban un rollo de pergamino. Volaron hasta la mesa, mientras Ygorla sonreía y Tarod observaba impasible, y depositaron el pergamino delante de la usurpadora. Como un acto reflejo, en lo que se había convertido en una costumbre despreciable y frivola, Ygorla alzó una mano para aniquilar a los mensajeros, pero entonces advirtió la mirada de Tarod y, cambiando de opinión, se limitó a despedirlos con un gesto. Mientras se desvanecían, desenrolló el documento, tras romper con gran boato el sello, y contempló la caligrafía adornada y fluida —que no era la suya— que lo cubría. Por fin habló:

—¡Yo, Ygorla, Hija del Caos y Emperatriz de los Dominios Mortales, hablo así y ordeno a todos los presentes que escuchen y obedezcan! —Era el lenguaje ceremonial, que en sus labios adquiría un tono desmedido de farsa y melodrama. Pero nada había de farsa en las palabras que Ygorla pronunció cuando lanzó su desafío definitivo.

El único punto en que se basaban las ambiciones de la usurpadora y de su demonio progenitor era el conocimiento de que, sin importar el precio, sin importar los riesgos, Yandros del Caos no permitiría que su hermano muriera. Ahora, con la tranquila dulzura de la total seguridad, Ygorla planteó las condiciones mediante las cuales podía salvársele la vida. Esas condiciones, le dijo a Tarod, eran bastante sencillas. Ella no quería ni más ni menos que el completo control sobre el dominio de los mortales; y su padre deseaba el control del Caos. De manera que proponían un pacto, mediante el cual Narid-na-Gost regresaría triunfante al reino del Caos, donde sería ascendido para ocupar el lugar de Yandros como señor supremo, mientras que Yandros y sus hermanos pasarían a ser lugartenientes suyos. Semejante cosa era factible, puesto que Yandros tenía el poder de elevar a cualquier ser que eligiera a las posiciones más elevadas de su reino. Entonces comenzaría una nueva era, dijo ella, una verdadera edad del Caos en la cual serían borradas las locuras del pasado. Con un señor poderoso e inexorable que despreciaba los débiles dogmas que Yandros prefería, y con una emperatriz terrenal que impusiera la voluntad de ese señor supremo en este mundo, tanto los dioses como los mortales volverían a aprender a temer el titánico e invencible poder que era la verdadera esencia del Caos y su último destino. El Equilibrio, dijo Ygorla, y su voz se alzó y resonó en toda la sala, sería hecho pedazos. La fuerza y la influencia del Orden serían aplastadas y sus señores desterrados del mundo. El Caos, y sólo el Caos, reinaría supremo.

Los adeptos que llenaban la sala del consejo escucharon el discurso de la usurpadora con asombrado silencio. Desde que se había hecho público el apuro del Caos, todos sabían cuál sería en esencia e inevitablemente el desafío de Ygorla. Pero escucharlo proclamado en alta voz, presenciar cómo se arrojaba el guante definitivo, les hizo darse cuenta de esa realidad de una manera nueva. Muchas miradas se volvieron inquietas hacia Ailind, pero el señor del Orden no mostró ninguna reacción ante el discurso. Sencillamente, siguió sentado, impasible, con una expresión cerrada y enigmática.

Tarod tampoco había dado todavía una respuesta abierta a la alegre diatriba de Ygorla, aunque, para la febril imaginación de Karuth, parecía que el aura negra que resplandecía en torno a su silueta se hacía más intensa, perfilando los planos y ángulos de su rostro hasta convertirlo en una terrible escultura. Y, cuando la usurpadora calló y le dirigió una mirada desafiante, llena de triunfo, no se movió ni habló; se limitó a sostenerle la mirada.

—¿Bien, mi señor? —Ygorla no se caracterizaba por su paciencia. Quería una respuesta y la quería de inmediato, y su tono era rencorosamente burlón—. ¿Qué tienes que decirme?

Como si un viento intangible hubiera atravesado la sala, el cabello negro y la capa de Tarod se agitaron. Luego esbozó una fría sonrisa, desdeñosa y llena de orgullo.

—Chiquilla —dijo, y el tono de voz produjo escalofríos en Karuth—, tus pretensiones son, cuando menos, grandiosas.

—¿Pretensiones? —Ygorla repitió la palabra, casi en un ronroneo—. Te aseguro, Tarod del Caos, que esto no son meras pretensiones. Son condiciones. De hecho, son las únicas condiciones mediante las que puedes esperar salvar la vida de tu hermano y hacerlo regresar del limbo. Naturalmente, deberá contentarse con una posición inferior, porque sé tan bien como tú que no puede haber más que siete señores del Caos. Pero al menos conservará la vida. Y eso, creo, es lo que Yandros desea por encima de todo.

Estaba tan segura de sí misma, tan segura de la victoria… Los finos labios de Tarod se curvaron en una sonrisa glacial.

—Pensar que puedes predecir los deseos de Yandros es una suposición muy peligrosa, Ygorla.

—Oh, no, Tarod. Por una vez, no creo que sea así. —Sonreía y la risa pugnaba por surgir de su garganta—. ¿Sabes?, creo que Yandros posee la suficiente inteligencia para comprender las consecuencias de una negativa.

El aura negra volvió a estremecerse.

—Una consecuencia sería tu destrucción —le recordó Tarod en voz baja.

—Lo sé. Pero, al destruirme a mí, también destruiríais a vuestro hermano, y no habría otro señor del Caos que pudiera ocupar su puesto. —La risa surgió, como un ladrido vengativo e imperioso—. Las leyes de este universo no pueden permitir la existencia de más de siete señores del Caos; pero permiten la existencia de menos. Piensa en eso, ¡noble dios! Nada de siete grandes amos que gobiernen tu reino, sino sólo seis. —Despacio, calculadamente, giró sobre los talones hasta que quedó mirando directamente a los ojos de Ailind y, dando la mayor deliberación a sus palabras, añadió—: ¿Qué pasaría entonces con vuestro precioso Equilibrio?

Estaba horriblemente claro qué quería decir. Seis señores del Caos, pero siete señores del Orden. Desaparecería el equilibrio y el Caos, debilitado por la pérdida de uno de sus señores, quedaría de repente expuesto y vulnerable al ataque. Ygorla sabía, igual que Tarod y todos los adeptos en la sala, que Aeoris del Orden no desperdiciaría semejante oportunidad para lanzar un ataque mortífero contra su antiquísimo enemigo.

Karuth sentía como si su corazón se hubiera encogido hasta convertirse en una pesada bola bajo sus costillas; miró a Ailind y vio que por fin la máscara de la indiferencia caía de su rostro y que una emoción clara se mostraba a través del escudo que había erigido a su alrededor.

Permaneciendo en silencio, y con la compensadora satisfacción de ver cumplidos sus propósitos, Ailind del Orden sonreía.

El enfrentamiento acabó minutos después. En lo que pudo ser un desaire premeditado al trato dado antes por Tarod a su siervo elemental, Ygorla invocó una repetición de la fanfarria sobrenatural que había anunciado su llegada a la sala y salió con toda la pompa desplegada, con Calvi cogido de su brazo y Strann siguiéndolos apresuradamente. Había conseguido todo lo que quería, todo lo que deseaba, puesto que Tarod ahora expondría los términos de su pacto a su gran hermano Yandros, y pronto tendría la respuesta de éste. A Ygorla no le cabía duda de cuál sería esa respuesta. Los señores del Caos estaban atrapados, y ella había vencido.

Antes de hacer su gran salida, hizo un último anuncio a la concurrencia; y aquello, o al menos eso pensó Ygorla, causó más sensación que su ultimátum al señor del Caos. A partir de aquella noche, les dijo, se instituiría y proclamaría un nuevo título por todo el mundo: el título de Emperador Designado y Noble Consorte de la Emperatriz de los Dominios Mortales. Y el poseedor de ese título era el que en tiempos había sido pretendiente al trono del Alto Margrave, que ahora repudiaba la validez de su pretensión: su amado Calvi Alacar.

Los oyentes quedaron horrorizados. Ygorla lo sabía y disfrutó de su impotente furia cuando salió de la sala. Al cerrarse las puertas tras ella, se produjo el tumulto. Los adeptos, en pie, gritaban, hablaban, discutían, se quejaban, y cada voz pugnaba para hacerse oír por encima de las demás, dando salida a su ira y amargura. Muchos buscaron a Ailind, para pedirle ayuda y consejo, pero Ailind había desaparecido repentinamente. Algunos hubieran suplicado a Tarod, pero, antes de que reunieran el valor para acercarse a él, el dios bajó del estrado y se dirigió hacia las puertas.

El aura negra resplandecía a su alrededor como una nova. La gente se apartaba ante él, y aquellos que lo miraron a la cara al pasar sintieron las puñaladas gemelas del temor y el asombro. Sólo Karuth fue tras él, abriéndose camino entre la gente e intentando alcanzarlo antes de que el gentío se cerrara tras su paso. Vio que hacía un violento gesto con la mano izquierda, vio cómo las puertas se abrían en respuesta y golpeaban contra la pared, y le falló el valor. Pero siguió avanzando hasta que alcanzó el pasillo fuera de la sala.

Cuando Tarod se alejaba en dirección a las puertas principales del Castillo, Karuth echó a correr, intentando darle alcance, y gritó:

—¡Mi señor Tarod!

Se detuvo y se dio la vuelta en un único y grácil gesto. El aura negra desapareció cuando vio quién lo llamaba, pero sus verdes ojos le lanzaron una mirada terrible a la luz de las antorchas del pasillo.

—¿Qué pasa? —En ninguna ocasión le había hablado en un tono tan funesto, y por segunda vez la enormidad de la distancia que los separaba se le hizo perturbadoramente evidente a Karuth. Sin aliento, se paró a unos metros de él, sintiendo de repente temor a acercarse más.

—Mi señor Tarod, yo… —Se interrumpió cuando se dio cuenta de que no sabía qué decir. Quería hablarle, hacerle preguntas, ofrecer su ayuda, pero ahora comprendía que ese impulso no era más que una fútil e ingenua vanidad por su parte. Lo último que Tarod quería o necesitaba en aquel momento era verse molestado con las preguntas y opiniones de otro, y si Karuth creía que la ayuda, por muy bienintencionada que fuera, que una simple mortal pudiera ofrecerle serviría de algo, entonces era una estúpida y pobre ilusa.

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